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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Arrebujos Silvestres








Primera parte

La vieja decía que cuando era chico no me veía al espejo ni sabía cómo me veía. Me decía que solo sabía como las cosas y los demás se veían. Así pasase por el espejo, por una ventana, un vidrio o solo cualquier cosa que me reflejase, no veía ni un instante mi reflejo. Según recuerdo, la vieja lo observó bien. Es cierto. Recuerdo pasar de largo por una habitación de la casa donde se guardaban todos los trebejos, con solo la vista al frente, sin reconocer las paredes. Muchas veces, estaba más pendiente de los juguetes o daba muchas vueltas sobre un solo sitio, hasta que tuviese la sensación de unos mareos, pérdidas de equilibrio. Me encantaba hacerlo. La vieja se detenía a verme desde un rincón del patio. Ahí cuidaba de su jardín. Regaba, cortaba las hojas secas, cambiaba el abono, movía las plantas de acuerdo a como los rayos del sol entraban por el escarpado de la casa. Era un jardín grande que acogía marañas de enredaderas, y, al fondo, se sostenía un árbol de higo. La vieja fue psicóloga. No era especialista en los niños, pero sí era una curiosa con cualquier conducta humana que se le topase. La mía era un escabullido ejemplo cuando corría por los pasadizos. O cometía algunas travesuras en la sala. Así lo recuerdo. Pero mi vieja hasta pocos meses me sorprendió contándome cosas como eso de que no supe cuál era mi rostro. No me contó, en eso hizo trampa, cómo se las ingeniaba para escabullirse después y antes de que me escabulla para que no me vea. Ahora que fumo este cigarro, y lo miro después de saber como poso la mirada sobre él, solo me queda especular cómo se las ingeniaba. Debió ser bastante sigilosa. Toda una detective y, aparte, una sabia niña por dentro. Porque hiciera falta conocer la mente de un niño, ser una niña para adivinar lo que pase dentro de esa cabecita. La mía. La cual es grande y, por suerte, aún no pierde cabello. Que si no, que si no, no, no sé qué pasaría.

Me fui de casa. Lo hice porque no estaba seguro, no sé, y para saberlo. Era algo irreal. Creí que aún me quedaba el gusto por tener las sensaciones de mareo, por estar inconsciente en un solo sitio, solo dando vueltas. Los mareos ya no me lo provocaban a menudo los cigarros. Por más que daba de él varios golpes, no funcionaba. Aunque si lo acompañaba de bebidas o de más movimiento, sí funcionaba; lo digo recordando, más que adivinando el futuro.

Un gato cruza la pista por la noche y no se detiene porque de seguro disfruta de su suerte, de no encontrar ningún predador suyo, como un perro. Aunque tengo mis reservas. No creo que un perro sea tu predador, gatito. De seguro tú eres más ágil que un can, y no eres como ese personaje Tom que escapa del perro fortachón y solo hercúleo. Esa es la cuestión. Ese perro solo tenía la tenacidad de una roca maciza, pero de qué le sirve si solo ella permanece en un solo sitio. Se necesita de movimiento para que funcione esa tenacidad en contra o en defensa del perro. El gato no es tonto, no como Tom, se moverá más rápido pero para huir de ti, Arnold, Hanger, Danger, Octopus, o cómo se llame el perro de la tira cómica. Y esto lo sé ignorando bastantes cosas sobre la zoología. No sé cuáles serán los referentes científicos que favorezcan o rechacen lo que digo. Solo recuerdo así las veces en que he visto a un gato burlar a un perro. Haber visto a algo humanoide burlar a una bestia. El perro será el más fiel amigo del hombre pero no es el más fiel parecido a él. ¡Como sea! El gato dejó la pista y cogió la acera rápidamente. Yo estoy buscando desde un rato una banca para terminar de leer unos poemas de Sologuren.

Segunda Parte

Vivo en Surco, Santiago de Surco, como lo conocen los más viejos. En San Miguel renté una habitación. Abrí una maleta vieja del viejo, y empecé a sacar camisas, polos, pantalones del guardarropa. Dentro de los cajones a veces se sorteaba un boleto de microbus, o de combi. Eran varios boletos. No me había fijado en ellos cuando sacaba la ropa para lavarla, o, bueno, para que la laven. La vieja había viajado a Suiza para asistir a un instituto de investigación. El viejo a veces venía a dormir y cuando no lo hacía, solo se comunicaba mediante cartas. Aún le gusta escribir a mano y no en computadora. Las cartas las deja a un sirviente de la familia. Las deja en el buzón. Una carta estaba abierta y aplastada por varios boletos. Lo sabía porque los boletos habían dejado hoyos en la carta. No hacía falta una lupa para verlos. Solo cogí poca ropa, sí, solo serían unas semanas. Aparte no quería gastar mucha plata en mandar a la lavandería tanta ropa. Iba a ser necesaria la ropa. No pensaba en salir desnudo a la calle, al menos no todavía. Ni tampoco pensaba andar calato por la habitación. Tenía que vestirme, así mi vieja también me haya contado que de niño no me gustaba hacerlo. No pensaba en comprarme ropa, y cuando insistían en hacerlo, daba pataletas. Jodida la vieja, jodida. No sé si se le habrá ocurrido contarle a Jimena sobre eso. Es vergonzoso. A veces piensa que todos son psicólogos, científicos que no tiene pudor alguno si se trata de esos resquicios humanos, ¡pobredumbre humana! A mí me da vergüenza, por eso jode.

No va a ser un cuarto así de grande como este. Ni va albergar rezagos de tantos hechos. Voy a donde no he estado jamás. Ni he recordado jamás, porque no he vivido jamás. Me recuerda eso de La Tierra del nunca Jamás. Esa tierra no existe, regresaré pronto. Cerré la puerta tras de mí lentamente. Me daba un poco de temor que el viejo me encuentre en pleno escape. Las escaleras caen serpenteándose hasta que caí. Veo los candelabros de la sala, el techo bañado en escarcha, las alfombras persas que cubren el tallado escocés del piso; veo la mesa redonda quieta luego de que casi entrase sola si no fuera porque un empleado la puso ahí. Ese día que me fui, vi más muebles y pertenencias de la sala. El cenicero me sonríe con las colillas del cigarro. Y me empuja a seguir recordando.

El manubrio de la puerta que lleva al patio estaba flojo. Temí que fuera un peligro dejarlo así. Me aseguré que viniese un cerrajero y lo arreglará antes de irme. Me tomó una media hora. Era verano por la mañana, a eso de las nueve. No me dio ganas de desayunar y pensaba que para compensar la cosa, almorzaría bastante por la tarde. Días antes había visto un hotel discreto cerca de la avenida Escardo, antes de llegar al cruce con la Marina. Abrí el portón para salir con más comodidad. El sol radiaba y encendía los pétalos de los jardines de las casas vecinas. Había bastantes flores por aquí. La vieja sabía de eso mejor que nadie. Las calles por aquí tienen nombres de flores. Pero esta calle, Azucenas, no tiene ninguna de su nombre. La vieja siempre lo señalaba. Por eso plantaba azucenas en el jardín posterior de la casa, aquel en donde yo jugaba con las enredaderas. Dejé la casa rápido y busqué un taxi en una avenida, en Gardenias.

Tercera parte

nos crecerán de pronto los recuerdos
se abrirán paso por la tierra
se arrastrarán en la yerba
se anudarán en los cuerpos

Javier

Las plantas evocan vida que no se mueve más como el pasado. Que están arraigadas en la tierra, en la memoria de los seres humanos. Sologuren tal vez lo sabía y decía eso, que hasta llegaban a los cuerpos. Leo sentado en la banca mientras siento como pasa la brisa del cigarro, la mierda del cigarro dentro de mí. Esa nicotina me resigna, me hace tomar las cosas en cámara lenta. Silencio. Solo silencio. El trinar de una tórtola a lo lejos. Debe fumar la tórtola para sentir el silencio del trinar de góndola de alquitrán y carbono que alargo con mi brazo, y como con el hocico. Encierro en dos dedos y quemo al cigarro. Entre bocanada y bocanada las tórtolas vacilan en trinar golpeando y en hacer carajos con el cigarro. Se quedan solo... no. No lo puedo morder porque no quiero y no quiero porque a veces no me gusta usar los dientes, y, ¡cierto!, Javier, en dónde te quedaste. También dices que los dichosos, los trémulos se imaginen posiblemente luces altas desde la carretera. Por aquí creo que pasan carros, Javier, solo me imagino que así se dé la posibilidad de las luces. Es que, Javier, a mí nunca me ha gustado ese asunto de los ovnis y los platillos voladores, estelares, de luces amorfas y resplandecientes. Más bien me imagino a unos autos que llegan a descubrir a ese nosotros de tu poema. Ese nosotros, que por ser Epitalamio el nombre del poema, sugiere que son dos. Un novio y una novia, tradicionalmente. Algunos hoy dirían cojudamente, pero ya depende quién cojudea. Hoy leerían este poema, Javier, y podrían soñar con esconderse debajo de los arbustos, los árboles, y casarse en secreto. Sin que las luces los descubriesen. Alguien, un poco canijo, podría llegar a pensar que los homosexuales tienen muchas más razones para esconderse que los heterosexuales. Podría ser cierto. Aquel diría que es por sentido común. ¡Bah! ¡Sentido común!, Javier. Ellos son homosexuales por sentido común, ¡seguro! Si ‘comunizan’ los sentidos, en dónde están los asesinos si no están aquí para desollarme vivo. Es raro, ahora que lo pienso, eso del sentido común podría familiarizarse con una palabra prima y, sobre todo, política: comunista. Comunión, común, uhm. Javier, creo que a ti no te gustaba la política. A mí menos, pero conocí a alguien que me conversa de ellos. Ojalá la vieja no le esté contando sobre mis horripilantes niñerías.

Con las penas
mido
la extensión de mi cuarto

Me pareció hacerlo varias veces pero no decirlo. En ese cuarto pasé penas. Aunque también alegrías, Javier. La vista por la ventana siempre me ha gustado. Da a una casa crema, a una ventana. Ahí conocí de la que te hablaba, Jimena. De niña sacaba pecosa su menuda cara y soplaba a través de un aro para que salgan burbujas. Reía ingenua, esperando que las burbujas no se escapen y se queden junta a ella. Hacía más burbujas para cogerlas con sus manos, para tenerlas en su habitación. Yo la miraba aturdido porque no había logrado quemar los soldaditos de juguete, la vieja no me dejó hacerlo. Un domingo, luego de que Jimena se balanceará valiente por el marco de su ventana, la conocí. Más tarde, venía a mi casa, y juntos veíamos su ventana. Le enseñaba algunas cosas de Lenguaje porque no era buena al principio con eso. Luego jugamos con videojuegos o veíamos películas. Mucho más tarde, tenía vergüenza y no venía tan seguido a mi cuarto. Más nos comunicábamos de ventana a ventana. Después de algunos kilos demás del viejo, ella ya tenía sus enamorados y yo, fisgón, la veía acaramelada con ellos en distintos tiempos y en la puerta de su casa. Hablábamos de ellos de vez en cuando. Me contaba cómo eran a cambio de que yo le contase mi relación con las chicas. No tenía muchas enamoradas como ella, enamorados. Así, éramos, amigos confidentes. Ya cuando al viejo le fallaba la memoria y no se acordaba a veces de escribirme cartas, Jimena estudiaba ciencias sociales en la católica. Me lo sacaba en cara mientras yo solo vivía dedicado a la literatura. En los días cercanos a mi desaparición de la casa, estuvo buscándome para contarme novedades. Pero no me encontró. Andaba fuera conversando contigo, Javier.

Es curioso. Varios de tus poemas tienen alusiones a lo natural y lo silvestre. Y yo no me había fijado que te leo más apaciblemente en un jardín que en casa. El verdor de lo botánico tal vez me da, sin darme cuenta, pie para imaginar lo que está por debajo de tu poesía. Cómo no te atreviste a sentarte en medio de un parque para escribir siquiera un poema. Pueda ser que lo hayas hecho. Te atraía ese despertar de la sabia bruta proyectada por el sol, luego de un rocío limeño. Te hubiera gustado este parque. Queda por mi casa, se llama Jaramillo. No es tan grande, pero en él me siento chico. Lo suficiente para extraviarme y no ver más que las pocas personas que la atraviesan. Por las tardes, los niños suelen venir a jugar y corretearse o corretear a sus perros. Las empleadas salen a sacar a los bebes de las casas; los arrullan en sus coches. Ahora, solo restan pocas personas. Adultas todas. Aunque no sé si dármelas de adulto.

Las nubes, las flores, las aves: rostros de la belleza,
¿dónde arden sus huellas?
Sus rastros se perdieron en las aguas
como desmantelados barcos.
Por qué pues distraemos con tales baratijas!
Pero la belleza, las flores, las aves, sobre nuestras cabezas,
las nubes en su callada música.
(pero ¿las nubes, la belleza?)

No puedo dejar de leer eso que recitas sobre las nubes, las flores y las aves. Ellas tres están y estuvieron largo tiempo en mi vida, Javier. También oigo esa música apacible que adormece mis sentidos, y solo me vuelvo uno con esa música. Es una belleza tímida, que no te arranca los ojos para que la veas. Más bien permanece oculta hasta que nos detengamos. Las flores no se mueven y los apasionados por ellas, si quieren contemplar su belleza, en último caso, las sustraen del suelo, las mueven en las macetas o se las dan a quienes consideran predilectas para esa belleza –el cliché, es una mujer–. Las nubes pareciera que no se mueven y si queremos que lo hagan, tenemos que detenernos. Ellas no se mueven tan rápido con nosotros. El tiempo debe pasar con más importancia en su plenitud. Aunque, exagero, yo sé. Dejan de ser nubes tan pronto como dejamos de contemplarlas, exagerando de nuevo. Pero sí no creo que exageremos mucho, Javier, en decir que su belleza pierde plenitud si nosotros dejamos de contemplarlas con fascinación. Para que nos fascinen les exigimos que adornen el cielo, que pongan su níveo en la belleza de índigo del cielo. Es algo que aquí en Lima cada vez se hace más difícil hallar. Las aves, como esas tórtolas no fumadoras, vuelan con nosotros y a veces parece que ni estuvieran entre nosotros. Últimamente, cualquiera de por aquí solo tiene tiempo para moverse de un lado a otro y no hay tiempo de sentarse en una plaza y verlas como mendigan alimento. Tampoco miramos al cielo si nos movemos. Por eso no las vemos volar. Algunas veces hay tiempo para quedarnos no obstante quietos, y sí darnos cuenta de su presencia. Ahí la belleza nos coge aprensivos, o solos. A mí muchas veces me trajo a Jimena.

Cuarta Parte

Su belleza podría ser acorde con esos tres seres. También tengo que detenerme para fascinarme con ella. Esto me ocurrió desde que era pecosa y menuda. Al paso de los años, ella dejó de ser solo cara y pasó a ser también cuerpo. Creció y su belleza cobró salvajismo, se hizo algo rapaz. Yo veía el trazo delicado de su rostro menos menudo, pero más fino, cuando estaba cerca de mí y miraba las lianas que la vieja tenía en el jardín. Me enseñaba unas revistas. Y me decía que faltaba poco para su examen de admisión. Que luego de que le digan que estaba preparada, aún le faltaba la seguridad debida. Viéndola nerviosa, con los labios temblorosos, toda ella vulnerable, dejó su rapacidad de lado, y pude contemplar esa belleza nueva, colorida como la de las flores, móvil como de las nubes y alta como de las aves. No dije nada, recuerdo. Solo puede acariciarla con un gesto, raptándola del movimiento, como se arranca una flor de la tierra.

Con ella solía discutir de muchas cosas. Tenemos varias diferencias. Hemos crecido viviendo frente a frente. Pero no crecimos juntos, del todo. Ella estudiaba en un colegio de Jesuitas, y a mí me dieron una formación más descarada, en un colegio de oficiales de la marina. Esas dos formaciones nos separaban y hacían que nuestras dos casas se moviesen sin darnos cuenta. Mas, por algo que no puedo explicar, nos juntaba el miedo a lo nuevo. Para ayudarnos a superarlo contábamos que nos producía aquel. Ahí, nuestras confidencias. Pese a ese entendimiento, hay algo que me inquieta y rompe con esta tranquilidad en la banca. Me mantuvo exasperado antes de irme de la casa. Y ahora creo que solo han empeorado las cosas. Si tan solo... no, si no hubiese.

Quinta parte

Un edificio mediano. Di los requisitos en la recepción y bastaron menos de cinco minutos. Subía las escaleras alfombradas como las de una casa común y buscaba la habitación según la indicación de una tarjeta blanca. El hotel tenía buen acabado, me gustaba. No había sido solo un lugar simple, como para los turistas que tienen que ir deprisa, solo para dormir, y luego salir. Yo pensaba hacer turismo dentro del hotel. Tan pronto llegué, puse primero todas mis pertenencias en los aparadores y el guardarropa. Revise la cama, sus sábanas, por si algo intruso estuviera ahí. Por suerte, no había nada. Tiré del corredizo de las cortinas y la luz me cegó durante segundos. Había una televisión de veintiún pulgadas sobre un aparador y de ahí podía zambullirme en la cama. En lugar de eso, me mantuve leyendo.

Salía regularmente por las tardes, cuando el sol declinaba. Me citaba con mis amigos y les contaba las cosas que ocurrían en casa, como si estuviera viviendo allí. Ellos solo preguntaban lo habitual y luego pasaban a otras cosas. Eso no fue igual con Brenda.

A ella le dije que había dicho que había rentado un cuarto porque no lograba estar solo en mi casa. Le pareció chévere y luego de venderle las novedades de mi independencia, aceptó hacerme compañía allí. También se sorprendió por la poca pompa del lugar, como de su poca simpleza. Le encantó ese lobby un poco improvisado, y también la atención de un viejo de bigote mostacho. Una vez encerrados, seguimos conversando de una amiga nuestra que tenía éxito en el negocio de sus viejos. Brenda fumaba entre frase y palabra, irregularmente. Sus bocanadas de humo salían disparadas y algunas me caían en la cara. Bebía vino de un vaso. Esperaba a veces que se lo sirviese. Luego de una risita, también se servía llenándolo. Más de una vez se le rebalsó y pidió disculpas por el poco cuidado. Llevaba una blusa crema hasta unos jeans. Se había sacado un suéter negro, pese a que le dije que le quedaba bien. Pero ella se sentía con calor.

Brenda daba de codos cuando dormía. No era de quedar quieta como un anciano que ya no soñase nada. Pero no recuerdo haberla oído roncar. Una vez en esa noche, me despertó al poner sus brazos por mi cintura. Me incomodo un poco. Se los quite despacio, sin querer despertarla porque me contó que estaba cansada. Así, le di la espalda. Otra vez, ya cuando la oscuridad terminaba, me desperté de un sueño que ya ni recuerdo. Ella aún dormía y se había destapado. El vino le había dado bastante calor; tanta que aún la conservaba. Su ropa interior se dejaba adornar por unos bordeados circulares. Arriba solo había quedado su camisa. Desabotonada al comenzar, y abotonada cuando llegaba a su cuello. Así estaba medio desnuda. Su piel, cómo estaba su piel. Me saltaba la duda. No quise perturbarla, pero. Solo cogí un poco de la sábana y la alcé hasta un poco más de sus rodillas. Me levanté y cogí un cuadernillo donde usualmente escribo. Ahí empecé a dibujarla.

Sus pies salían de la sábana. Comencé a hacer un trazo sin apuntar mucho el lápiz. La sábana era azul y cambiaba de color en una blonda, más arriba. Ahí apunté con más valor el lápiz y logré darle la torsión a la textura de la sábana. Sus muslos aparecían tiernos, limados por un escultor griego. Nuevamente, cuidaba más del trazo del lápiz; fallé varias veces porque captar la redondez y la cilindres me pareció inútil para una hoja de papel, un lápiz y un dibujante inexperto. Su ropa interior era diminuta, y arriba de ella, crecían sus vellos, ennegrecidos así el sol se pusiese directo en ellos. Fallé varias veces, una flora que no era para resolverse en un punteo rudo del lápiz. Del ombligo su piel nacía y su abdomen se arcillaba sin arrugar su piel. De seguro solo era una arcilla imaginable, por mí que estaba medio desfasado. Sus pechos se alzaban poco pero mi lápiz se alzó mucho. Borraba cuando ella empezó a despertarse. Lo primero que vio fue a mí con el cuadernillo.

–¿Qué horas son?
–Creo que son las siete, ya.
–¿A esta hora escribes?, Nando –lo decía luego de estirarse los brazos un poco. Me pareció que me preguntaba.
–Pensaba escribir pero algo me no me dejó.
–¿Ah?, ¿qué dices? –si rió pícara tapándose los muslos–. Qué cosa es esa que no te ha dejado escribir.
–Vela tú misma.
–¡Ay! Nando –se reía medio avergonzada–. Te pusiste a hacer eso. Hubieses esperado a que estuviese más flaca.
–Me hubiera hecho abuelo y no podrías aguantar a mis nietos –volvía a reírse.
–Pero no estoy tan gorda.
–El problema no es ese. Creo que lo que no me dejó es tu delgadez.
–¡No! Bromeas, maldito. No te creo.
–En serio, yo solo dibujo rayas. Rayas bien flacas, nada gordas.
–Entonces, te parezco delgada. También, ¿linda, Nando?
–Creo que el dibujo me ha salido lindo. ¿Tú qué opinas? –volvía a sonreírme; invitándome a cometer fechorías.
–Creo que sí. Creo que es tu lápiz que ha estado bien tajado. No me has respondido la pregunta –encarándomela; más que literal, con la cara acercándomela.
–Sí quiero.
–Qué quieres.

Sexta parte

Por la segunda semana, decidí escribir parte de lo que vivía allí. Iba experimentando esa soledad que a veces la interrumpían pocas personas. Brenda se molestó antes de irse porque en medio del sexo la llamé Jimena. Me reprochó el hecho de que no solo no fuéramos más que amigos y lo estuviésemos haciendo, sino que la confundiese con otra, su amiga. Le dije que la cabeza me había traicionado y que recién el vino se me había subido, no hizo caso de ninguna de mis explicaciones. En esto la vieja creo que no hubiese podido ayudarme. No creo que haya presenciado con su maldito sigilo mis relaciones con las mujeres, es decir, cuando me acostaba con ellas. No sabía claramente por qué había pasado y las explicaciones que le di eran insatisfactorias para mí. Recordé distraído, envuelto en las sábanas y fumando un poco, que a Jimena jamás la había visto desnuda. Solo vi una vez sus muslos de lejos. Pero jamás tuve oportunidad de siquiera ir a la playa y verla descubierta. Algo dentro de mí, silvestre y virgen, me empujaba a verla así. Y es extraño. Cualquiera podría decir que estoy enamorado de mi mejor amiga. No lo sentía así, más bien lo pensaba. Y por más que la cámara lenta del cigarro me hacía ver todo lo que estaba en mi derredor, era inútil. No podía explicármelo. Era muy difícil para mí. Decidí abandonar esos pensamientos. Y detenerme a mirar un manzano extraviado en un jardín estrecho, casi al frente del hotel. Saqué el cenicero al aire, y por ratos, lo llenaba de colillas. El árbol hablaba con el aire, le decía no a sus empujes y se defendía tenaz de sus soplos. Del aire se escuchaba insultos, zumbidos contra las hojas del árbol. El aire no podía decir nada solo cuando se iba contra el tronco del árbol. Su cuerpo duro cortaba la garganta del aire y lo hacía sangrar en una frescura acabada en los derredores. Una frescura que llegaba hasta mi cuarto. Me preocupé porque no fuese artificial, porque no tuviese bastantes carajos, naturaleza sola y límpida. Yo no era dibujante, pero de pronto pensé que Javier Sologuren también hacía dibujos para versar sobre las plantas y el verdor contagiante.

Me di cuenta que en la habitación no había plantas. Pronto salí a comprar macetas y flores al mercado de San Miguel. Las empecé a colocar en los aparadores, en el velador, en el guardarropa y en la televisión. Así a la vieja le hubiese encantado regarlas. Yo solo las veía. Como no era capaz de regarlas, unas se apuraban en envejecer y caídas mostraban sus marchitas extremidades. Yo empecé a dibujarlas porque Javier se negó a hacerlo. Le gustaba lo silvestre, es decir, que estén al intemperie sin que nada intruso las hubiese traído, ni que les dé de comer. Por eso también me negaba a cuidarlas mucho. El abono y el sol solos debían de obrar en sus vidas. Componía versos sobre cómo el oxígeno les daba la vida pero luego las mataba. Empecé a ver si las plantas podían fumar de mis cigarros, y se los colocaba en los entresijos, entre los tallos y las hojas. Parece que sí lo hacían. Veía bocanadas salir por la tierra. Así aprovechaban complacientes el oxígeno asesino. Prendía la televisión, y justo, casualmente, en Discovery Channel pasaban algo sobre los cuidados de las plantas. Me pareció ver a la vieja conduciendo el programa, y dictando a diestra y siniestra varias indicaciones para lograr verdores mucho más sanos. Nuevamente, hubiese deseado que estuviera aquí y lo haga porque no podía hacerlo.

Jimena me despertó en sueños. Me dio miedo. Aparecía ya grande, con esas piernas voluminosas y rapaces, soplando del arito para que salgan burbujas. Corría tras ellas, pero esta vez tras ella todos sus enamorados la veían deseosos. Mirando su trasero, y no ella, alejarse tras de unas burbujas. Yo seguía viéndola desde la ventana y seguía arruinado porque no había logrado masturbarme bien pensando en ella. Ya no eran los soldados, recordé en el mismo sueño. Las burbujas nuevamente no eran cogibles y la vieja lo sabía. Por eso sembraba condones en la tierra y le decía a Jimena que las tómase en cuanto ya estén listos como frutos. De las plantas, pero, que había comprado ya no creía que darían frutos. Varias estaban marchitas y llevaban el color de las polillas. Por eso no era casualidad a la vista que varias de ellas se posasen en las macetas, en vez de siquiera fumar o comer de la madera de los aparadores. Aunque, buenamente, no había mucha madera. Podrían haber cogido mis libros y sustraer voraces sus letras. Preferían mimetizarse con las hojas y las arrugas de esas plantas viejas, viejas como la vieja del Discovery. Ahora ya no podía verme y atraparme como un conejito de indias con sus hipótesis draconianas. Ya no podía arrancarme del suelo de donde andaba y ponerme en sus esquemas clínicos. Por fin estaba a salvo de su razón, porque ella decíase tener la razón por siempre y siempre –como en inglés–. Yo se lo reprochaba cuando más grande solo se limitaba a eso, y a viajar sin escribirme, pero sí dejándome una cuenta corriente generosa en el banco. ¿Generosa? La cuenta porque no te espiaba, porque si te escribía billetes grandes, dibujaba a Washington, Franklin, Lincoln, las torres de Hércules, números de dos cifras o de tres. La vieja era generosa, también, pero no de la manera que hubiese querido que fuese. Por ello pensaba llevarle esas plantas a la casa. Sacarlas de sus macetas. Y así estuviesen inertes, hacer que sus raíces abracen la tierra.

El último miércoles en ese cuarto, desee a Jimena más que antes. Quería verla conmigo. O con ella. Solo que prestase atención cuando la mirase y me devuelva la mirada. Pero no lograba dar con ella. No fui a buscarla a su casa porque temía encontrarme con los conocidos del lugar. No quería que me vean las empleadas, que continuaban yendo para mantenerla. Solo llamaba a casa para darles indicaciones. Llamé también a Jimena, a su casa y a su celular. Pero era inútil. No contestaba. Y si lo hacía solo era a los mensajes de texto que le dejaba. Era lo peor. En los mensajes de texto solo la saludaba y le contaba cosas que usualmente haría en casa. También, como a mis amigos, le ocultaba lo del cuarto. Quería develárselo personalmente, sin mediación de nada. Pensé, entonces, en ir a su universidad. En escribirle al célular y pactar algún encuentro. Solo me iba a quedar en el cuarto hasta el sábado. Le indiqué si podíamos encontrarnos el viernes. A ella le pareció bien. Durante los días restantes, veía televisión o salía a caminar.

El último jueves me puse a escuchar música. Bajé el volumen por si a las plantas les molestasen los sonidos agrios. Me envolví en la sábana, esta vez hasta la cabeza. Cerraba los ojos a veces, o los abría para ver ese techo celeste que se arrugaba o estiraba con los jalones que le daba. Así empecé a recordar los jalones que daba Jimena cuando era pecosa. También los dos juntos nos tapábamos hasta casi no tener aire para respirar. Nos movíamos jugando a que nadie nos encontrase. Pero que solo nosotros pudiésemos hacerlo. Fue en varias oportunidades. Hubo una en la que ya era de noche y no se podía ver nada. Entonces para saber dónde estaba el uno y el otro, teníamos que estirar las piernas y las manos, o mover la cabeza. Además de las escondidas y de recogerla cuando se caía en las escaleras, no la había tocado con esa paciencia. Estaba ciego o no quería verla. Sentía una mano medio torcida adentrarse en mi oído, una muñeca ir gateando por mi nariz. Los pies se adelantaban a pisar los míos. No decíamos nada. Por mi boca había pasado varias veces uno que otro dedo. Sentí un dedo húmedo allí. Un dedo no tan alargado como los otros. Parecía despedazado en dos simientes. Algo recién untado o germinado. Y luego sentí algo pegajoso y húmedo. Solo me limité a separar mis labios y dejar pasar a las dos cosas. Mi mano fue mandada a que revisase quién andaba ahí. Los inspectores dijeron que habían encontrado a una delincuente sápida, que se hacía llamar lengua. También reportaron que una boca se aproximaba a la mía y no había por qué preocuparse mucho. Se iría apenas la recibiese. Pero, eso sí, que controlase mi respiración, que podía ser fatal. El delincuente boca solía asfixiar a sus víctimas, absorbiendo el aire dentro de ellas. Yo sentía café en la lengua, un café recién hecho. Por lo húmedo y falto de forma constante. Los inspectores también me informaron de su cara. Y entonces todo salió a la luz. Ella estaba sobre mí, la veía un poco porque ella había retirado la sábana. Se distanció rápido y se quedó mirándome. Solo recuerdo que volvió a taparse sola con la sábana, dejándome a fuera a mí, y a mis inspectores. Entonces tomé la sábana para taparme y vi las cosas tal y como estaban. No veía a Jimena por ninguna parte.

Sétima parte

Nuevamente, arrebujado completamente por la sábana encontré a alguien cerca. Era una mujer mayor que yo; con la voz grave e inquisidora, me preguntó qué hacía ahí debajo.

–Buscaba pagártelo de manera más corriente. Creo que los billetes no te pagan completo.

La puta se dejaba menear y maltratar. Buscaba simientes moviéndose como una gran mantis sobre los arbustos. Se metía y salía rápidamente. En el velador yacían vasos derramados de cerveza, y botellas quebradas. Las plantas estaban tiradas en el suelo y parte de la cama. El abono estaba esparcido sobre el suelo. Le pregunté, luego de venirme, por qué todas las plantas estaban así. Me dijo que estaba tan ebrio hace unas horas que tumbé todas las plantas y quebré las botellas. Me lo dijo riéndose de mí, diciendo que había sido un bueno para nada con el alcohol. Y que si ya estaba satisfecho y si ya se podía ir. Le dije que todavía no podía hacerlo porque faltaba aún que la quebrase a ella. Soltó una carcajada en sorna. No lo dijo pero de seguro pensó que no podía ser capaz de hacerlo. Fui de un impulso y la cogí de pie, la incliné y le demostré que podía hacerlo, que podía cazarla haciéndola sufrir. Quería convencer a la insecto que la presa era ella, que solo había venido a mi cuarto a devorar las plantas. Cogía sus asquerosas patas y las jalaba hacía mí una y otra vez. Mientras ella gritaba dolida, como si la matase pero luego resucitase por sí sola.

Quería que salga volando por la ventana y que luego dejara de hacerlo y se cayera y muriera. No lo conseguí. Solo atrapó unos billetes y se fue rápido. Salió asustada. Me había preguntado si consumía coca, marihuana, crack o alguna droga por el estilo. "La única mierda que consumo eres tú, puta", le dije. Era viernes por la noche. Mañana cerca de aquí iba a encontrarme con Jimena. Lo que me preocupaba es que no recordaba lo ocurrido durante casi todo el viernes. No recordaba tampoco haber llamado a una prostituta para que me haga el favor. Pensaba traer a Jimena al cuarto. Claro, no sabía cómo iba a hacer porque el cuarto era un desorden. Hedía humedad, transpiración, comida podrida, polvo, alquitrán y más mierda. No tenía más dinero para pagarle a un empleado y limpiase el cuarto antes de las tres de la tarde. Así que solo me quedó hacerlo yo mismo.

No sé por qué. Escuchaba a Javier reprochándome en sueños lo ocurrido. Luego de limpiar, pegué exhausto los ojos. Habré dormido unas dos horas. Me levanté a las dos de la tarde, entré rápido en la ducha. Comí unos panes de hace tres días, cogí un micro, apenas salí a la Marina; y me abalancé rápido sobre un parque. Ahí la había citado. Había llegado temprano, pese a todo. Todo el cielo estaba rojo. Por ahí pasaba cuando me iba a la universidad, y recordaba que estábamos en el verano, las tardes del verano. Jamás había estado en el parque. Lo conocí nada más viéndolo de lejos, al pasar el microbus por ahí.

Llevé a Jimena hasta el cuarto, diciéndole que lo había alquilado para reunirme con unos amigos. Luego le conté en realidad lo que sucedía. Ella estaba preocupada. Me abrazaba y me decía que entendía que mis padres no me habían dado la atención suficiente, que ella también había pasado por lo mismo durante un tiempo, "recuerdas", me dijo. Le mostré las plantas y las flores pisoteadas. Azafranes, claveles, tulipanes, orquídeas, azucenas. Me dijo que era un insensato, que cómo podía haber llegado al extremo de tenerlas así. ¿Para qué las seguía conservando? Le dije que no sabía, que esperaba saberlo luego de comprarlas. No sabía muchas cosas, Jimena, le dije. Que por favor me tenga paciencia. Fumaba un poco nerviosa. Me dijo que todo le parecía sin control. Que no me creía, cómo pudo Brenda acostarse conmigo. Estaba enfadada porque ella misma me presentó a Brenda. Estaba enfadada con ella porque no se había medido. Pero que con el tiempo no teníamos tanta culpa ambos. "Quizá sí se gustan", decía. Le conté también que había estado ebrio, que escribía sobre las plantas y el manzano. Le dije que era el manzano que estaba frente al cuarto. Se lo mostré por la ventana pero no estaba. Busqué por todas las demás veredas, pero no estaba. Si había confundido su tierra con otra, pero, no, no. No estaba por ningún lado. Me dijo que ella había pasado varias veces por ahí, puesto que su amiga Carmen vive a escasas casas de ahí. Jamás vio un árbol ahí. No le di mucho tiempo para seguir dándome explicaciones, mostrándome su convicción sobre ello. Rápido le conté que hablaba a solas con Javier Sologuren, que él comprendía mi estado. Escribía dulces versos. Yo le había escrito a ella poemas donde se nota las enseñanzas de ese poeta. Eso la enfadó un poco más, no sabía cómo explicar que de repente estuviera intranquilo y me desesperaba cuando le contaba parándome en la cama, haciendo de un árbol, de una flor, de una nube que se moviera, de una ave que volara. Solo quería que me entendiera, pero salía lo contrario. Estaba más confundida.

–Tú eres más callado, Nando, cariño, por qué te has puesto así –sus ojos empezaban a lagrimear, y la sentía asustada.

Insistía en que me calmase y que ya lo arreglaríamos juntos. Entonces me calmé, reduje el tono de mi voz, me deje abrazar. Nos tendimos en la cama. Me empezó a acariciar la cabeza, el cabello corto que tenía.

–No puedo creer que hayas estado aquí con una puta. De verdad que te has vuelto loco.
–Así me he puesto porque no sabía algo. Vine aquí para saberlo.
–¿Qué es lo que sabes ahora? –comprensiva, luego de estar calmados ambos.

Le dije que antes le quería recordar cuando jugábamos. Jimena no lo recordaba. Le dije que los dos estábamos ciegos. Me dijo que sí. Que todo era un apagón. Y luego nada más le dije que lo que sabía era que estaba enamorado de ella. Lo sentía y lo sabía. No lo podía creer. Le dije que ya yo lo podía creer.









  1. Anonymous Anónimo | 12:31 a. m. |  

    Me gustó mucho este cuento. Realmente, muy bien narrado. Y la historia, además, es buena. Los diálogos "íntimos" (lo pongo así porque uno los puede leer) con Sologúren le dan un toque muy interasante.
    Sin duda, el personaje de Nando es crucial para quedar satisfecho con el relato. Se dibuja muy bien, su voz en primera persona lo hace totalmente verosímil. Sus recuerdos, sus deseos, sus diálogos se confabulan para formar su esencia.
    Un relato memorable dentro de lo que vienes escribiendo, sin duda.
    Eso sí: la foto no me parece tan necesaria.

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