<body><script type="text/javascript"> function setAttributeOnload(object, attribute, val) { if(window.addEventListener) { window.addEventListener('load', function(){ object[attribute] = val; }, false); } else { window.attachEvent('onload', function(){ object[attribute] = val; }); } } </script> <div id="navbar-iframe-container"></div> <script type="text/javascript" src="https://apis.google.com/js/platform.js"></script> <script type="text/javascript"> gapi.load("gapi.iframes:gapi.iframes.style.bubble", function() { if (gapi.iframes && gapi.iframes.getContext) { gapi.iframes.getContext().openChild({ url: 'https://www.blogger.com/navbar.g?targetBlogID\x3d30270598\x26blogName\x3dReminiscencias+de+todav%C3%ADa\x26publishMode\x3dPUBLISH_MODE_BLOGSPOT\x26navbarType\x3dBLACK\x26layoutType\x3dCLASSIC\x26searchRoot\x3dhttps://reminiscenciasdet.blogspot.com/search\x26blogLocale\x3des_PE\x26v\x3d2\x26homepageUrl\x3dhttp://reminiscenciasdet.blogspot.com/\x26vt\x3d5009187038930754104', where: document.getElementById("navbar-iframe-container"), id: "navbar-iframe" }); } }); </script>

Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Otras calendas

la mélancolie, Edvard Munch




"La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres.

Éstos se conmueven por su condición de fantasmas;

cada acto que ejecutan puede ser último.

[…] Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.

Entre los inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros en el futuro lo repetirán hasta el vértigo.

[…] Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.

Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.”


Jorge Luis Borges. El inmortal, El Aleph






–¿Todavía lo esperará?

–Sí, llegará dentro de una hora.


Primero habló una muchacha menos alta que la que le respondió.


–¿Está segura? Es bastante tiempo. Yo me aburriría.

–Me entretiene ver pasar a la gente. No tema –la miraba a los ojos y ponía sus manos por encina de sus hombros–. Gracias por acompañarme hasta aquí.

–De nada, no se moleste.

–Nos vemos –se despidieron dándose besos en ambas mejillas de sus rostros.


La mujer se fue rápidamente de la estación del tren. Entonces ahora Isabel se quedó sola esperando tal como lo dijo. Aguardaba sentada en un asiento largo, amoblado y de color rojo. Estaba diseñado para que se sentasen cinco personas. En ese momento, no había nadie al lado de ella. Por el largo pasillo que limitaba con el terreno férreo pasaban varios caballeros con sombreros, sacos y zapatos brillosos. Si no vestían de negro, vestían de café o de marrón. También pasaban damas con vestidos de colores claros, abanicándose a la par que conversaban o eran saludadas por los caballeros, quienes en esos instantes se quitaban los sombreros y agachaban las cabezas. A veces ellos estrechaban las manos de los caballeros que concomitaban a las damas, sonriéndoles con deferencia, intercambiando saludos para la familia o los conocidos que compartían. Isabel tenía un vestido marrón menos vistoso que los que varias damas lucieron al pasar esa tarde. En vez de las faldas encampanadas y adornadas con decenas de bordeados y blondas de tela, llevaba una falda de una sola blonda y no ostentaba una forma acampanada, sino que solo se extendía en un contorno estrecho. Tampoco ostentaba un sombrero, llevaba en vez de esto el cabello recogido atrás, y unos tres o dos mechones caídos en la frente y el oído izquierdo. Algunas veces, saludó a algún conocido; y todos los que saludó ora iban de paso por la estación, ora eran trabajadores en la estación. Se conocía con varios de los operarios y obreros ferroviarios. Los segundos se encargaban de preparar la carga en los vagones, ordenar las entradas y las salidas de los carruajes de los pasajeros. Por su trabajo arduo, lucían apurados y solo saludaron a Isabel muy de lejos; algunos sin ni siquiera hacer alguna seña, solo con mirarla y sonreírle. Isabel pensaba que no venía a Budapest desde hace bastante tiempo y ahora que le tocaba volver a Viena, era mejor que se llevara buenos recuerdos de ella, al saludar a sus compañeros.


Isabel había trabajado en una taberna, a las afueras de la capital austro-húngara, llegando casi a las planicies de Monor, en un pueblo pequeño que los forasteros confundían su nombre con un pueblo más grande llamado Osijek. Durante la espera del tren con destino a Viena, había sentido que el sol quemaba demasiado, y entonces se puso de pie y se puso a caminar de un lado a otro, sin alejarse mucho del asiento rojo donde había dejado su equipaje, una maleta ovalada de tamaño mediano, que llevaba un broche dorado. Caminaba tirando hacia arriba apenas de la falda como la costumbre le había acostumbrado. El cielo lucía escarpado y un intenso color azul lo cubría. Algunas nubes blancas, gordas y pequeñas pasaban. Ella los miraba con la mano derecha, protegiéndose de los rayos del sol. Consultaba impaciente varias veces su reloj, sacándolo de su manga marrón: era un pequeño reloj de bolsillo, que indicaba la hora y los minutos en un círculo, y en otro más pequeño, estaba el segundero indicando segundos. Se percató que aún no había pasado una hora. Con un gesto de preocupación en el rostro, estaba regresando a su asiento cuando oyó el silbido del tren.


Lo que antes era un tránsito continuo de gente se volvió una estación de ellas. Formaban filas para entrar en los vagones. Isabel tenía el pasaje de Primera Clase y entró rápido en el vagón. Entre dos caballeros, uno detrás y otros delante de ella, iba Isabel siguiendo las indicaciones que le daba el elegante ferroviario. Entró en la cabina donde le estaba reservado un asiento luego de unos instantes. La mujer tomó asiento solo después de darle su maleta al ferroviario. El ferroviario le sonrío; amablemente le deseo buen viaje, haciéndole un gesto con la mano y se retiró con la maleta en dirección al furgón de esa sección, que estaba a un lado del pasillo de todo el vagón. El tren partió lentamente luego de unos minutos.


La cabina tenía una ventana grande que daba la vista a todo el paisaje de lomas, bosques y las orillas y las aguas del Danubio. El ferrocarril se dirigía al oeste de Budapest, atravesando el pueblo de Sopron, cerca del lago Neusiedl. Después su ruta cambiaba hacia el norte. Antes de que este ligero cambio de rumbo se produzca, cuando el Danubio resplandecía el sol del mediodía en la ventana e iluminaba la cara de Isabel, un joven caballero ingresó por la compuerta de la cabina. Se sentó saludando sin quitarse el sombrero, solo tirando del borde un poco. Llevaba un cartapacio del cual sacó un libro de una pasta verde. La cabina tenía dos asientos opuestos. El joven se sentó en frente de la mujer. En el espacio que separaba los dos asientos, había una mesa pequeña, donde se habían dejado los periódicos del día; también esta tenía por debajo un estante de madera, donde estaban guardados cubiertos y unas tazas. Una colina pasó por la ventana, sin que parezca moverse el tren un solo centímetro. Ella miraba la ventana mientras él dejó de mirar su libro.


–Madame, disculpe, me parece conocerla.

–Ah, señor, no creo que así se precise. O acaso, ¿usted es de Viena?

–De ninguna manera. Vengo de Madrid, España. Pero soy de Marsella. Me llamo Joseph Constant, ¿le es conocido?

–¿Joseph? –quedó mirándolo, buscando de seguro reconocerlo–, mucho gusto, señor Constant, pero no sé si lo conozco.

–Tal vez haya pasado mucho tiempo.

–No se disguste, lo que pasa es que me parece haber visto su cara varias veces pero no necesariamente en una sola persona.

–Ah, no sé si darme por orgulloso o avergonzado, madame.

–Disculpe, qué falta de recato, me olvidé presentarme, a ver si así desaparecen sus dudas. Me llamo Isabel Schwind.

–Isabel… –Joseph repetía los sonidos, a ver si le recordaban algo–, Isabel. No recuerdo un nombre así, y el apellido me suena muy lejano. Tal vez durante el internado lo haya escuchado; verá, el nombre es muy común en Marsella; aparte de estar ligado a la realeza, una hacienda lleva su nombre en uno de los costas de la ciudad. No sé si sabe pero Marsella es una ciudad costera.

–Sí he estado allí, señor Constant, cuando estuve estudiando en el Louis-le-Grand; durante los veranos iba encomendada por una tía para ir a entregarle correspondencia y regalos a un amigo suyo.

–Ah, usted de seguro solo iba de pasada. A lo mucho de seguro estaba unas horas por allí.

–El señor era un acaudalado terrateniente que tiene varias propiedades en Tolouse. En Marsella solo estaba pocas veces en un mes; su mansión está en La Ciotat; me alojaba allí durante una semana porque el señor casi lo exigía como agradecimiento a mi tía.

–Mire, entonces cabe la posibilidad siquiera de habernos visto alguna vez. Yo paseaba por la plaza de La Ciotat durante los veranos. Pero no creo que a usted la recuerde de allí. Tuve muy pocos amigos en ese lugar.

–Inevitablemente, señor Constant, pueda ser que lo haya visto solo una vez o más pero sin habernos conocido.

–Estoy de acuerdo. Ya debería haber recordado su voz.


Isabel asintió y guardó silencio. Joseph regresó a su lectura y alzó el libro. Isabel tomó el diario de la mesa y comenzó a leerlo. Ambos entonces estuvieron leyendo durante buen rato. A veces se escuchaba el sonido de pasos; los ferroviarios pasaban entregando la merienda en las cabinas. Otros eran encargados por los pasajeros para recoger algo del furgón. Leyó en el diario que hubo una asonada al sur de Orleáns por unos rebeldes otomanos que reclamaban al gobierno de Faure la supresión de la pena a más de cien emigrantes turcos, iraníes. Isabel se acordó de la historia trágica que había leído del mismo diario del suicidio del general Boulanger, hacía unos cinco años.


Después de estos sonidos, solo sonaba el silbido del tren y el sonido del viento en leve arrullo contra los árboles y los arbustos. Cerca al marco de la ventana, una ventanilla fue abierta por Isabel. Se sacó el guante derecho con la otra mano y sacó la mano desnuda por la ventanilla. Sentía el viento frío, escuchaba el resuello rápido que provocaba; cerró lo ojos unos segundos para sentir con placer su frescura. Abrió los ojos luego y vio atentamente a Joseph; no lo había visto más que en un primer plano. Reconoció el traje típico en un terno de pieza entera que llevaban a menudo los franceses, diferenciándose de los sobretodos de los marroquíes, las capas de los ingleses, pareciéndose mucho a los trajes españoles; se acordó de varios que vio en Nanterre hace unos días. Trató de hacerse una idea del cabello de Joseph; como no se quitó el sobrero no pudo verlo. Reconoció en su mirada una mirada sagaz y en su cara un rostro joven pero avejentado por algo. Sería el ademán serio y quieto que llevaba porque leía y se concentraba en algo que no lo circundaba como lo veían los que le circundaban; Isabel no sabía si asegurarlo. Era algo que lo envolvía pero de manera imaginaria.


–¿Qué es lo que lee? –preguntó la mujer.

–Es algo relacionado con las leyes y el conocimiento en general. ¿Conoce a Hegel?

–El filósofo alemán que escribió sobre el Espíritu, Phänomenologie des Geistes.

–¡Fascinante! ¿Lo ha leído?

–No sé alemán pero cuando estudiaba hubo una publicación en francés –lo miraba algo sorprendida–. Sí, tuve que leerlo.

–Vaya, yo tampoco sé alemán. Este que tengo está en francés. Puedo comentarle de este, –le enseña la pasta y ella leyó lo que él dijo– Le Droit Naturel.

–Y cómo va con esto.

–Solo he traído el primer tomo. Pues Hegel es una proeza de la filosofía desde mediados de este ciclo. Se ha vuelto famoso por…

–Conozco su fama.

–… llevar a la metafísica y la lógica por caminos mucho más definidos que otros filósofos.

–Sé, sabe usted, que ha logrado dar a la idea una importancia que supera la del sujeto en muchos casos.

–Sí, en varios casos, sobre todo en la eticidad que voy leyendo ahora, el sujeto logra comprenderse a sí mismo primero para comprender la máxima realidad que está en la razón.

–Me parece polémico llegar hasta esas alturas, Constant. Ah, ¿lo puedo tutear un poco?

–De ser plácida la conversación –Joseph la veía con los ojos brillosos, ambos los tenían brillosos.

–Yo no he leído mucho sobre metafísica. Por lo poco que sé de Hegel, creo que no me gustaría leer lo que ha escrito.

–¿No está de acuerdo con sus postulados, Schwind?

–Exagera en envolvernos en esas ilusiones. Yo no siento ni puedo pensar, soñar ni imaginarme a la razón, el Estado o al individuo como ese ente como él sí lo imagina. Exagera demasiado al eliminar todo lo que podemos recibir directamente de la realidad. Debe leer a otro alemán que hoy está causando reacciones en contra de Hegel. Se llama Karl Marx.

–No he escuchado mucho sobre él.

–Su difusión está siendo muy lenta.

–Isabel, ¿usted va a estudiar leyes? La veo con bastante seguridad pese a que estima no haber leído mucho de Hegel.

–Sí en cambio he leído a ese autor del cual le sugiero, Joseph.

–Evidente. Su seguridad procede de allí –casi interrumpiendo a Joseph, Isabel… –.

–Al señor Marx justamente le parece una elevación dañina la hecha por Hegel. La realidad no puede ser sustituida a niveles tan ideales. Porque así nos olvidamos de nosotros mismos, de lo material que nos constituye a primeras…

–Vea usted.

–… la comprensión de la realidad no va pretendida por una autognosis del espíritu absoluto como algo que supera lo material y lo sensible; todo lo contrario, la misma está frente a nosotros y para lograr entender su mecánica tenemos que atenernos a lo comprobable por nuestros sentidos. Tenemos que alejarnos de las formas ilusorias que ha implantado Hegel en su filosofía.

–Resulta una metafísica bastante inversa puesta así de manifiesto. Oiga, Isabel, tengo una sensación extraña.

–Cuál.

–Me parece haber pensado en que antes he pensado en la materia, dejando a la idea y lo supracognoscible de lado…

–Es posible con tanta exaltación.

–… Resulta extraño. No conozco muchas damas que manejen con tanta facilidad la filosofía.

–En el liceo tampoco había muchas damas. Estudié con numerosos caballeros.

–Entonces me place bien ahora –la miró con algo de arrobo, la sorpresa no podía ocultarla y apenas le valieron las palabras para expresarla.


Siguió el diálogo. Isabel le siguió comentando sobre Marx, y como sus pensamientos han logrado traducirse en acciones políticas, provocando expulsiones y persecuciones al mismo autor. Le contó sobre L'Idéologie allemande, sus consecuencias devenidas para la política y para el cambio del sistema supresor de las fuerzas productivas propias de los individuos. También le habló de la socialización de la clase obrera como una realidad cercana a la actual. Inclusive le contó que probablemente se uniría a la causa socialista si ve ya más respaldo de las comunas en su país, el imperio austro-húngaro. Joseph respondió estos puntos aludiendo que durante mucho tiempo estuvo ajeno a la política de su país y sabía de oídas y por los diarios de los últimos vaivenes de la Tercera República francesa. Eso sí, reconoció que durante su internado hubo un consumado entusiasmo al hablar de la revolución francesa, y de los pensadores ilustrados.


Habían pasado cerca de dos horas desde que cruzaron palabra. No detuvieron su conversación ni siquiera en medio del almuerzo. Ambos hablaban rápidamente y manera suelta. Isabel por su lado no podía si no sentir satisfacción por alguien que captara con esa rapidez lo que ella decía; pero esto apenas y se le pasó por la mente. Todo iba veloz. El tren era una médula torpe al pasar por un estrecho árido y huesudo. A lo lejos había sido dejado el Danubio y se encontraba al breve río Lettha, con sus aguas cristalinas, y sus riachuelos interrumpiendo y alimentando pantanos. El humo de la locomotora se evaporaba a borbotones, de seguido a la elevación del tren; los rieles se empinaban; a unos metros continuaba un puente que cruzaba un acantilado. Adentro la sensación de elevarse era leve.


Isabel preguntó por él mismo, dejando de lado los temas anteriores. Por sus vivencias en el internado, sus amigos; él a gusto iba respondiendo y también le preguntaba cosas parecidas. Había caído en la cuenta de que no conocía nadie de los nombres que le mencionaba Isabel. Le contaba anécdotas de sus amigos ferroviarios, que eran buenas personas y le habían ayudado a conseguir trabajo. Y él estaba fascinado con tantos detalles. Joseph había conocido a varios intelectuales de Francia por mediación de su familia lejana. Su familia en sí era apenas acomodada, siendo la de unos burgueses que ganaban pequeñas rentas. Con todo ello, sin embargo, no había conocido tan de cerca a los obreros, artesanos, empleados y agricultores que sí conoció Isabel en la misma Marsella. Contadas estas historias pequeñas de Isabel, Joseph se quedaba pensando cómo llegó a estudiar en ese costoso liceo de París. Isabel miraba un poco en el piso, ocultando la cara.


–Me fui de mi casa. Era necesario si quería vérmelas por mí misma.

–Cómo que se fue.

–Mi familia es numerosa, somos diez hermanos. Mis padres no pudieron mantener a todos y solo los menores se quedaron con ellos. Varios de mis hermanos se fueron yendo cuando ya estaban listos para trabajar. Yo tuve suerte porque mis tíos consiguieron esa beca en el liceo para mí. Me pasé doce años estudiando allí. Luego salí y ya no me alcanzó para ir a una universidad, pues el señor en Marsella falleció. Mis tíos no pudieron hacer nada.

–Lo siento, qué situación para calamitosa –Joseph tuvo una visión.


En ella, está una jovencita adolescente que pasea por un jardín grande. Lleva consigo un manuscrito y tira de una correa a un perro, un pastor escocés, y lleva en la otra mano una sombrilla. Es una tarde de sol. Camina hacia un balcón extenso que rodea parte del jardín donde se encuentra. Después del balcón no hay suelo y se ahonda la visión del mar. Joseph no se ve así mismo pero su visión se acerca, es decir, él se acerca donde la joven y coge la correa del perro. Él comienza a jugar con el perro, le desabrocha el collarín, corre tras él y lo alza a la altura de su pecho; acerca su cara y se deja lamer alegremente. Lo coloca en el suelo y el perro se aleja ladrando a un abejorro que justo cruza por su vista. Él vuelve a dirigirse donde la jovencita. Comienza a dejar de mirarla y en cambio mira el piso; ahí mira la sombra de ella. La sombra se muestra quieta hasta que se mueve cuando de cerca se ve una sombra que se acerca a la sombra de ella. Se acerca tanto que Joseph no reconoce ninguna de las dos sombras. Toma a la jovencita de la muñeca que tenía la sombrilla, y así él coge la sombrilla. Ella le dice que se ve muy chistoso con esos pantalones cortos nuevos. Él le responde que no pudo negársele a su madre, que especialmente se lo compró por la fiesta de Saint-Eloi. Ella le dice que luego ya podrá usar pantalones; y él le dice que ella no hable tanto, aún no puede abandonar por mucho tiempo la mansión, apenas le dan permiso para sacar al perro. Él pasa su brazo por la cintura de la jovencita y la sombrilla y mira hacia arriba, se ve la sombrilla tapando la luz del atardecer. Al costado, el sol se oculta en la línea del mar. Sumergiéndose en ella. Él lo mira y se asusta; encuentra una lágrima de la jovencita por su mejilla. Joseph la seca con un par de dedos, y entonces le acerca el rostro. Joseph la ve de cerca y luego cierra los ojos.


–Qué puedo decirle, he tenido varios problemas. –Dijo Isabel y Joseph abrió los ojos.

–No sé qué decir –miró al piso.

–Disculpe, ¿le pasa algo?, Joseph–Isabel agachó un poco la cabeza pare verle la cara, de otro modo solo veía su sombrero.

–De repente vi algo, pero no sé qué es.

–¿Qué vio? ¿Puede describirlo?

–No.

–Hablaba de mis problemas pero parece que usted también tiene los suyos.

–Es cierto. Pero ya que hemos estado conversando amenamente entre varias cosas sin mal entendidos, voy a confiarle unas reflexiones que me tienen algo en vilo.

–Pues, comience.

–Creo que todo lo que hemos conversado parte de esta problemática sobre un conflicto inicial. Todo parte de asumir que nosotros vivimos entre nosotros pero además vivimos amenazados por el mundo donde existimos. Es donde nacemos y donde morimos. Pero toda la preocupación, por buscar la verdad de las cosas, es causada por saberlo antes de morir. Y, esto es el comienzo. Lo siguiente ocurre cuando hay varios problemas, como los suyos por ejemplo, que no nos dejan vivir teniendo de lejos la amenaza de este mundo.

–Debe referirse también a la realidad cuando hablas del mundo. De las fuerzas internas que hay en este mundo.

–Se ha llamado con varios nombres, Isabel, lo importante es lo que significan. Este mundo solo nos da una oportunidad en la vida, lo mismo que aceptar como a una sola la vida. Tenemos varias oportunidades de aproximarnos a no existir pero solo una de llegar. Y porque son varios los caminos, la vida para muchos se hace muy conflictiva. Es un conflicto con eso que llama usted como fuerzas. Y entonces nuestros antepasados y nosotros nos hemos dedicados a batallar contra ellas, buscando maneras de dominarlas y ganarles la batalla.

–Así es, la realidad traspone una cuantiosa multitud de fenómenos irresueltos e incomprendidos. No tener conocimiento de ellos es perder ante ellos, acercarnos a su victoria sobre nosotros. Es algo que pensé que era muy obvio, pero inclusive observe que no me había detenido a meditar.

–No es tan obvio si da por antemano que el tiempo que pasa es un asesino. El tiempo también nos va matando haciéndonos olvidar.

–No tiene por qué ver finalmente a la muerte de una manera tan negativa. En realidad es el principio de todo y a su vez el final vuelve a convertirse en el principio.

–Isabel, pero nuestra vida es muy corta para ver tantos finales e inicios. Disfrutamos de la brevedad de un momento y luego en la prolongada posteridad ese disfrute se diluye en la misma estela de fechas y kilogramos de arena que caen en el reloj.

–Volvemos a vivir; reemplazamos eso que disfrutamos por algo que en un nuevo instante disfrutamos. La felicidad también es algo continuo que puede efectuar en sí misma inicios y finales.

–Es verdad, pueda que esté en lo cierto. Al igual lo estaría cuando diría que la extrañeza o la pena pueden efectuar en sí mismas inicios y finales. Así, concluiríamos que también experimentamos una continuidad en todos nuestros sentimientos. Pero yo estoy seguro que esto continuo solo logra aceptarse o conocerse cuando ya pasamos por todos los efectos. Las amenazas del mundo que causan los efectos y nos hacen sentir mal o bien son más sencillas de experimentar que la prolongada continuidad que contiene a todas ellas.

–Creo que no envejecemos por gusto.

–Estoy muy de acuerdo –sonriéndole, mirándola a los ojos y cogiendo sus manos–. Otra historia sería si fuéramos inmortales.


El tren se detuvo en la estación Sur de Viena. En este mismo momento, Joseph acababa de decir ‘immortales’ y dejaba las manos de Isabel; fue con ella por el pasillo. No hablaron y no se miraron. Solo ella fue tras él. Parecía que repentinamente sentía como si no hubiese bastante tiempo y tenía que darse prisa. Los ferroviarios los alcanzaron cuando tenían listos en una sección todos los equipajes. Ellos fueron entregando a cada uno el suyo. Ella primero recibió el suyo antes que Joseph. Ya estaba anocheciendo. Isabel caminó hacia la línea de carruajes que aguardaban para ser utilizados. El cochero tomó el equipaje de Isabel y se sentó adelante, esperando que ella tome asiento. Antes de hacerlo, se miraron, sonriéndose, y dándose las gracias mutuamente por la plática. Isabel le dijo donde vivía y él lo anotó en una libreta de notas que sacó del saco. Finalmente, se despidieron con un apretón de manos. El carruaje partió cogiendo la bocacalle de la esquina. Joseph no lo vio más. Se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello. Supo que su visión era un recuerdo, pese a que estuvo persiguiendo a un perro y no estuvo parado recordándolo. Lo supo en ese instante que caminaba. Tampoco no estuvo recordando cuando estaba con ella, tal vez la misma persona. Tomó el carruaje y concluía que no lo recuerda más.


Powered By

Powered By BloggerCreative Commons License