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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

A primera vista





No me pasó nunca

No creo en eso

pero veremos
así esté feo
y nada conmigo
ya te habré visto
y, bueno,
no me volverá a
pasar nunca
y no volveré a
creer en eso.

Y así, así...
sucesivamente
La telenovela
"Sin Marx no hay paraíso"




Enamoramiento





Ayer soñé contigo
pasa que aún no
me despierto y,
en realidad,
no estás conmigo.

Pero eso poco importa
mientras ahora
esté contigo y
no esté despierto.

Cuando me despierte
ojalá te hayas ido
sin despertarme.




Historia Universal





Un hombre
parado está pensando
¿de dónde venimos?
Otro hombre le dice
¿cuándo se mueve?
El primero no responde.
El segundo se ofuzca.
Muévase, me estorba.
¿Hasta dónde quiere llegar?
El primero le responde,
al inicio,
¿de dónde venimos?
Fácil, sugiere el segundo,
suicídise.
El primero responde,
pero ese es el final.
El segundo asegura,
eso es, claro;
ya lo sabe, entonces
ahora ¡muévase!

Ahora el hombre
anda más
y se pregunta
¿hacia dónde va?
parándose sólo
para descansar.



Fujifilm



Llevan perdidos en un lugar artificioso por parques, plazas y edificios polvorientos. Saben irse de allí pero su intención por dejarse ir por el laberinto indecible entre ellos, les gana en instantes. Ríen ufanos casi sin estar en la realidad de peatones temporales. A unos metros los autos abren una avenida. Un muro bajo sobresale a sus vistas. Siente el cansancio y se sienta enfrente de ella.

—¿Y ahora? —él pregunta.
—Ya no voy más, oye.
—¿De verdad tanto te has cansado?
—Sí, mucha lata.
—Ah, sí.

A esas horas, los peatones apenas cruzan la pista. El tránsito es fluido y los semáforos rojos se prenden esporádicos. Guardan silencio durante unos segundos. Ella lo mira y sonríe. Se sienta a su lado e inclina la cabeza. Mira el piso cuarteado y dividido en surcos repletos de suciedad, hojas y una que otra colilla. Dudosa no sabe más que del adormecimiento de sus hombros.

—¿Qué hay al frente, ah? —ella pregunta.
—Debe ser una de esas reservas forestales que tanto se encuentran por acá, por el centro.
—Qué inservible. Al final no hacen nada. Mira qué tan descuidado está.
—Como siempre.

Pasa un microbús grande que les tapa toda la vista de enfrente.

—¿Por qué éste está así? —ella le coge una de sus manos y le señala uno de sus dedos.
—Me hice una herida de niño. La punta de un trompo me cayó aquí y la cicatrización… bueno, así quedó.
—Qué mala suerte. Te hubieses ido donde un dermatólogo, no sé. Te pasaste para descuidado.
—¿Me estás regañando?
—Sí, sí, imbécil, debes cuidarte más, en qué estabas pensando.

Ambos ríen.

—Al demonio… eso fue hace mucho tiempo. No pensaba mucho.
—Ahora piensas mucho, seguro.
—Ya, deja de estar fregando. A mí me gusta más que esté así; mira qué dedo.
—Cómo vas a decir eso, animal.
—Deja de decirme animal.

Escamotean sus manos en el aire. Una parece ir tras de otra cuando en realidad la recibe tensa y abierta con la palma algo doblada y firme. Tras el microbús grande, pasa un sujeto alto y de calva ya tostada. Consigo lleva una cámara fotográfica. Ve al frente y mira las figuras de ambos jóvenes jugueteando una al lado de la otra. Ve la iluminación. Una reciente resolana cae apenas y no enciende mucho el lugar. Las personas pasan e ignoran a la pareja. Le parece perfecto. Tanto es así que dubita ante la dificultad de no estropear el momento e interrumpir toda la escena. Decide algo y tras ello rodea el complejo enrejado para ingresar y guarecerse entre los arbustos.

—No puedo creerlo de ti, de verdad —ella afirma.
—Eres demasiado incrédula. Mucho antes sí creía en Dios. Iba regularmente a misa y me sabía las canciones.
—Ah, no te puedo imaginar.
—Ni que fuera ahora un endemoniado y le rinda culto al diablo.
—Nada, no es necesario. No es que seas un poseído. Lo que pasa es que te veo tan no religioso, no sé, cómo te explico… ya no haces ninguna alusión religiosa ni nada de eso.
—Ya pero…

Ingresa aprisa. Sabe la escena es espontánea. Piensa lo más seguro es que estén por irse en algún bus. Calcula unas cinco a siete fotos serían suficientes. También sospecha la prontitud del ángulo de la iluminación. Estos detalles y otros podrían arruinar lo que imagina.

—Se llama paranoia, eso tienes —él afirma.
—Pobre extremista, no sabes ni siquiera a lo que te refieres.
—Está claro. Sospechas demasiado de todo el mundo. Para ti todos están en tu contra. Esa es una desviación que ya no puedes controlar.
—Cállate, imbécil, quién te crees; apenas sabes de Física y vienes acá a…

Ambos ríen y se miran; dejan de hacerlo de repente apenas cruzan sus miradas y la desvían hacia cualquier lado, dondequiera. En el visor de la cámara él aparece sonriente y ella entreabre la boca y alza un poco las mejillas. Él la mira pero ella no. Sus manos están apoyadas en el muro. Curva su torso hacia él, quien también apoya sus manos sobre el muro pero una de ellas llega allí cruzando la espalda de ella. Un carro pasa deprisa. El botón dispara y ahora ambos voltean. Al de el lente le parece ambos hablan a una persona distinta de la otra. Se les ve gesticulando. Ella tiene una pierna en el aire. Delante del lente, el fotógrafo se percata que ahora tiene las piernas cruzadas.

—Y no te dio nada, así de repente te rechazó —sorprendida.
—Sí, le había plantado dos veces seguidas. No me importaba que se vengue de repente.
—Es que no te entiendo, cómo le hiciste eso.
—No lo deseé, de veraz. Solo pasó. Después se lo confesé como te estoy diciendo y lo arreglamos. Pero de eso ya pasaron varios meses.
—Yo que ella te hubiese…

El encuadre corta sus cuerpos en un primer plano. Él mira adelante. Por un momento pareciera mira a la cámara. Apenas y tienen una mueca en el rostro. Ella lo mira más inclinada hacia él, casi está al lado de su oído. Su habla casi es un susurro. El rostro de ella casi aparece imperturbada pero su mirada delata algo. No se ve pero ella lo imagina a él no más junto a ella sino a la chica de la que escucha. La figura de cabello largo, alta y seria, una chica de carácter y, a la vez, fácil de convencer.

—¿Cómo es ella?
—Es algo lista y un poco miedosa. También a veces le da mucha importancia a una cosa cuando en realidad no vale la pena. Por eso se pone muy seria con algunas bromas y se amarga.

Fija el lente nada más sobre el rostro de ella y en una esquina aparece la palma abierta de él. Lleva la mirada fija en él. Parece no pensar nada. Pero en realidad ella está pensando cómo es que él describe en primer lugar la forma de ser de la chica, en vez de su apariencia física.

—¿Y eso te disgusta?
—Sí, la verdad es que exagera y a veces me cansa.
—Y cómo es ella físicamente.

Cuando va contorneando con las manos una figura curva en el aire delante de ella, el movimiento se detiene en el cejo alzado de él. El gesto de su rostro parece decir así es, cómo estas caderas y este cuerpo. Ella aparece en la otra esquina de la toma. Está riéndose y se reclina a un costado, quitando de sí la inclinación que llevaba antes. Se nota sorprendida y a la vez contenta. Él la mira en un instante antes que ella vuelva a mirarlo. Piensa tan distinta se nota de la que está describiendo, tan familiar siente esa figura reclinada, sonriente, menuda en un polo negro.

—Entonces es linda…
—Sí…
—…de hecho te gusta bastante. ¿Qué parte de ella te gusta más?
—Ah…

Un grupo de transeúntes tapa toda la escena y el fotógrafo no mira más. Detrás de ellos, él se queda pensando mientras sigue describiendo. Sigue mirando la figura de ella al lado y entonces responde. Le dice le gusta su ombligo y… mirando los muslos de ella y apoyando más la mano cruzada a su espalda…

—…sus piernas, claro, su trasero, lo tiene respingado.

El lente se mueve a un lado. El fotógrafo intenta sacarse de encima a un último transeúnte. Se lo saca y ahí aparece él mirándola ahora. Ella está mirando al piso. Y un rubor tímido al lado de su picara sonrisa la intimida algo en el muro. No se aplasta el botón de la cámara.

—Ah, disculpa, creo que estoy siendo muy detallista.
—No, no, está bien. Eres un depravado y eso ya lo sabía, no es ninguna noticia.
—Pero no es tanto así. Lo que pasa es que…
—¿Qué?

Ahora ella lo mira y él, ya no.

—No puedo recordarla bien.
—Ah, ¿sí? Qué imbécil.
— Sí, es que...

Ambos se miran en la foto pese a que en realidad se miraron. Son veloces. Los dos cruzan los ojos. Lucen atentos el uno del otro. Vuelven a inclinarse el uno hacia el otro. Esto es solo un instante.

—…ahora no me da ganas, tal vez.

Cuando vuelve la mirada hacia ella, esta no está más en su lugar. Se ha puesto de pie y está a su frente.

—Capaz es por tus disgustos.

Pasa una mano por el cabello de él, peinándolo ligeramente.

—Sí, puede ser.

Ella se agacha un poco para verle el rostro. Él no la ha visto aún pero por escucharla sabe que está parada sobre él. No se dicen nada durante unos segundos. Ella deja de estar allí y se sienta al lado de nuevo.

—El otro día Gonzalo fue a buscarme pero no me encontró. Está un poco jodido por lo que nos pasó la otra vez.
—Qué hubo, qué te pasó con él.
—Hubo un tono y estábamos un poco pasados de tragos…
—¿Agarraron?
—…imbécil.

De súbito parte de él desaparece por una esquina en el lente. Está de pie y empiezan a reír nuevamente. Ahora él empieza a dar volteretas sobre su sitio.

—¿Qué estás haciendo, ah? —sus ojos andan saltones sobre un rictus pueril y lúdico.
—No sé, de repente me dio ganas de bailar.
—Ya te volviste loco, infeliz.

Un segundo. Le estira uno de los brazos mirándola expectante tras una sonrisa. Ella lo mira y recibe su mano y…

—Estamos en la calle, ¡qué te ha picado!

…le da un tirón con la mano y lo jala hacia ella. Él se resiste y se quedan tomados de las manos, jalándose en sentidos contrarios. La cámara registra la figura. Únicamente, en el lente se le nota a ella ceder un poco el brazo.

—Ya me duele el brazo; no hagas más fuerza —el rictus permanece en ella.
—Quieres hacerlo por la fuerza, yo no sé.
—Ya, pero qué bailamos.
—Lo que salga.
—¿A ti qué te gusta?
—El tango.
—En serio, imbécil, no quiero hacer el ridículo acá.

La mira y con una sonrisa dirige la mirada de ella sobre él. Su mirada rodea en rededor de ambos. Allí siguen pasando personas. Dos niños tiran de las manos de sus padres y van chillando. Unos estudiantes van empujándose por la acera; uno de ellos le muestra el dedo medio a otro. Un señor de cabello encanecido camina corcovado sosteniendo a un lado un sobre manila. Un cobrador cuelga de un fierro y agarra un cártel fosforescente moviéndolo de lado a lado. En segundos, ambos distinguen a todos ellos pero no distinguen sus sonidos. Una bulla confusa en cláxones, habladurías, sonajas, pisadas y ladridos de perros, se apodera del lugar. El fotógrafo se arrodilla y alza un poco más el lente.

—Creo que has estado haciendo el ridículo desde hace rato.
—Ah, ¿yo ahora?
—Pero solo yo lo noto, no te paltees.
—¡Inmundo animal!

La trae consigo de un tirón.

—De qué vale tu ridículo si yo soy un animal.
—Deja de hablar idioteces.
—Como tú digas.

La toma por la cintura y la reclina reclinándose a la altura de sus rodillas. Una toma. Ella parece gritarle algo y tratar de zafarse con un brazo. Otra. La alza con el brazo y toma ambas manos. Tercera toma. Ella le sonríe y tuerce el brazo a la vez él lo gira. Otra más. El cuerpo de ella gira y gira. Tres tomas. La suelta y con su cuerpo contorneándose hacia abajo y repica sus pies contra el suelo, rodeándola mientras ella alza las manos y menea la cintura. Cinco tomas. Sus manos alzadas se curvan y toman las de él. Dos tomas. Él baja de golpe sus brazos y vuelve a tomarla por la cintura. Ni una. De golpe, están cerca. Uno a uno van curveando sus cinturas, cara a cara, frente a frente se separan dibujando trotes pequeños y curvilíneos sobre el suelo. Un niño lustrabotas ha dejado de caminar. La mano de él recorre graciosa un círculo imaginario al lado de ella. Un taxi no avanza pese a que carros atrás tocan sus bocinas. Un movimiento sinuoso trepa sus piernas y abalanza una, dos, repetidas veces sus caderas y el movimiento sobresalta su abdomen tembloroso despacio también en su pecho. Se prende un cigarro al lado del que fuma un señor. Él da volteretas rodeándola y despabilándola en un zigzag a un lado de unas jóvenes colegiales, que ya empiezan a sonreírles. Cuatro bocinas hacen andar al taxi. Ambos giran rodeándose y caen en lados contrarios. A poco de caer al suelo, se cogen de las manos y se ponen de pie atrayéndose a sí mismos. La toma los muestra jadeantes y cortados por las toscas bocanadas de aire. El niño lustrabotas retoma el paso. Ella lo peina dejando caer su mano despacio por su nuca. Tras una bocanada de humo el señor desaparece de la toma cruzando la pista. Se deja caer sobre el muro y ella espera rebosante enfrente. Las jóvenes pasan murmurando y riéndose apenas antes de cruzar la pista.

—¿Fue un merengue? —dudosa otra vez.
—Yo escuchaba algo de jazz.
—Qué estás fumando, ah.

Suelta una carcajada. La toma lo captura con los ojos cerrados.

—Nada, en realidad escuché de todo, todo mezclado.
—Ah, ¿sí?
—¿Qué? ¿No me crees, otra vez con tus paranoias?
—No, animal, yo también escuché de todo.
—Y…

Le indica en una mueca a la gente que pasa, la pista y el complejo del frente.

—…te dije, nadie se daría cuenta.
—Tal vez.
—Vete a la mierda.

Es una risotada. Él se pone de pie. Y le dice algo a ella. La toma los muestra separados. Un bus gigantesco atraviesa la figura. El fotógrafo prende un cigarrillo y pita de él con fuerza. Deja por unos segundos de encuadrar. Cuando decide retomar, el bus aún está allí. Busca otro ángulo pero es inútil. Piensa en otro lugar del complejo. Anda unos metros arriba pero ya no encuentra una reja por donde mirar. Es en vano. Se le ocurre salirse y caminar por la acera. Solo necesita una última toma. Trota rápido tirando el cigarro a medio acabar por unos arbustos. Se echa a correr cuando ya está en la avenida. Los divisa a lo lejos. El bus ya no está más estacionado. Toma la cámara y encuadra haciendo el máximo zoom de la resolución. Los tiene ya y dispara. Allí aparecen dos jóvenes con mochilas alzando sus manos para que se detenga un bus. Uno de ellos tiene barba y el otro lleva un cabello largo hasta la cintura y unas espuelas en la muñeca. El fotógrafo ve esto detenido a unos pasos del lugar. El atardecer cae de improviso sobre su cara. Se tapa el cejo con una mano. Incrusta la mirada en dirección a un paradero más arriba. Otra vez, inútil. Está en el lugar; se sienta en el muro donde minutos antes ellos se sentaban rato en rato. Mira a su alrededor y sonríe. Se para y, caminando despacio, se aleja del lugar. A poco de llegar a la esquina donde hay un grifo, vuelve la mirada donde el lugar. Arriba del muro y tras las rejas negras, solo puede leer Fujifilm y nada más.



Día de verano


Hoy quise verte por primera vez. Sabemos es imposible. No existe el a primera vista y, en realidad, hay más de una vez, pero, no una última. Las veces van dibujadas sucediéndose en una espiral poco hegeliana, algo marxista. Cualquier día siempre puede ser la penúltima vez.

Teléfono de la vuelta






Suelen ser los días de semana por la tarde. Adrián me deja un mensaje de texto por las mañanas. Hago llamadas en un público cerca de la casa. Ya se ha vuelto un ritual. La costumbre cansa y no deja disfrutar las vacaciones de medio año. Trato de salir a la misma hora, para así no descuidar mi trabajo, algunas investigaciones.


Hago del tío del hijo de Adrián. El pequeño vive con su madre en la casa de sus abuelos. Adrián está obsesionado con cuidar de su hijo ahora que su ex esposa obtuvo la custodia. Él insiste hasta en pagarme por el favor. Pero le he dicho más de una vez que solo vale su agradecimiento. Soy incapaz de cobrarle a un entrañable amigo de años.


A Tavito siempre lo imagino gordito tras el aurícular. Él me ha contado que ni flaco ni gordo. Le estoy contando una anécdota sobre su padre. Se está riendo de la ocurrencia con que su padre intenta tomarle el pelo a un cliente. Por lo general, sé hacerme de una buena imitación de Adrián y de varios personajes. Así, Tavito termina alegre la mayoría de las llamadas y me permite seguir con mi trabajo. Por fin, cuelgo y empiezo a tomar un pasaje para llegar rápido. A medio camino, me acuerdo de uno de los recados de Adrián. Es uno urgente. Solo me queda volver. En el teléfono ya llama una mujer.


—¿Así te dijo? No, es que me parece exagerado. ¿Encima se amargó? Ja, ja, ja. Todavía es muy chíbolo, pues. Ajá, sí, ¿no? Pero…


El cabello hasta los hombros.


—Seguro piensa que todo el mundo gira alrededor suyo… es que a ti también te pasa, ja, ja, ja. Ya habrá problemas más grandes y tomará conciencia. Mi hermana anda en las mismas. Puedes…


La espalda estrecha y las caderas no muy amplias, solo algo curvas.


—Sí, esperó que sus amigos hagan eso. Ajá. Creyó ser la mandamás en el trabajo y al final le terminaron volteando el plato.


Los ojos algo… algo redondeados.


—¿Ya vas a buscarme? Estos días he estado pensando… Tú ¿no acaso? Ah, ¿tienes que irte allá todas las tardes?
Solo algo, no la noto bien. Ya me nota. Se esconde con su espalda, arrimándose contra la pared a un lado del teléfono. Habla más despacio. Entiendo está en una situación un poco difícil.
—Sí, pero… podrías un tiempo, ¿no? ¿Qué tal el miércoles? ¿En la mañana? ¿Hasta las nueve, tan tarde? Bueno, entonces…

Ríe retorciendo el cable del teléfono. Enreda uno de sus dedos espiralarando el cable en un sentido y en otro. Mueve el pie dando de pisadas cortas al suelo. Me ve ahora.


—…sí.


Se queda callada. La vi comprensivo. No quería que se abochorne por lo que está hablando. Algo tan privado en un público no es un problema a menos que alguien esté a lado esperando. De su aurícular lo único que escucho es un leve sonido distorsionado e ideletreado.


—Pero ya me dijiste que el fin de semana estás ocupado. Claro, el próximo lunes solo tengo que ayudar a una tía en unas cosas del instituto. ¿Me llamas entonces? Ya. Te cuidas, ¿ok? Nos vemos.


Fue agria. Sus ojos no son tan redondeados. Está seria. Se queda un momento después de colgar el aurícular. Se encoge de brazos y me da la espalda. Parece que mira hacia abajo o contra la pared. Su cabello no me deja saberlo. Me acerco a ella y estoy por preguntarle si ya puedo hacer una llamada; pero de repente sin darme la cara, escondiéndola con su espalda y el cabello, me rodea por un lado y camina como cualquiera que anduviese por la vereda. La observo empequeñecerse al frente. Me llama la atención pero tengo que llamar a Tavito.


Le doy el recado unos minutos. Y me voy de allí. En casa, entro y voy de frente al escritorio. Reviso unos diarios del lunes. De golpe me viene la sensación. Quise hablarle. Decirle algo que le quitara el fastidio que le vi en la cara. Darle ánimos sobre ese rechazo de su ¿pareja? No, no es seguro. Quizá solo estén saliendo en plan de amigos. Pero ¿por qué meterme? ¿A mí qué? Soy un extraño. ¿Quién espera recibir consejos de un extraño? ¿Alguien vería normal que otro extraño le hablase de sus asuntos personales en la calle solo porque ambos están en un teléfono público? También quise hablarle de esto, ya una anécdota, a Tavito pero se me fue de la mente cuando me dijo otra cosa. No tiene caso. Mejor me pongo a seguir con el trabajo.


Es al otro día, miércoles. Dan cerca de las seis y me despierto impresionado. Me quedé durmiendo en el escritorio. Una parte de las páginas que escribía están algo húmedas. Debí ser yo. Voy al lavatorio del baño. Me enjuago la cara y me veo en el espejo. Luzco algo demacrado. Estuve cerca de ocho horas sentado en el escritorio revisando folios, diarios, libros y una agenda. Nada más me detuvo durante unos minutos la llamada de Adrián. Demonios, se me fue. Me cambio rápido. Doy una vuelta por la cocina. Todo está en su lugar. Me cepillo y salgo. Desde lejos noto que alguien ya está al teléfono.


Ahora habla bajito. Pienso que nuevamente es el mismo problema. Tengo para irme a otro teléfono pero no sé. Me da curiosidad, qué la trae al día siguiente al teléfono. Tal vez vive por acá y llama seguido. No es la única que busca ahorrar llamando desde otro tipo de servicio. Pueda que tenga a su familia lejos y esté sola. Qué estoy diciendo. Así me la puedo pasar todo el día. Qué cosa la lleva. Pero qué me interesa. Tengo que seguir con el día. Acabo de despertarme y no he hecho casi nada. Ya no tengo más tiempo.


—Disculpa, ya termine.
Le siento tibia la voz y todo como se ve. No puedo creerlo. ¿Ya se va?
—Ah, gracias.
Casi no pienso. Me quedo tieso mirándola. Va a un lado viendo el piso. Y otra vez mejor no, nada.
—Disculpa… llevas una cara. ¿Puedo ayudarte en algo?
Me mira algo seria. Parece va a voltearse ya. No tiene nada qué decirme.
—Lo que pasa es que… solo escuché ayer un poco la conversación que tuviste acá, en el teléfono. Disculpa, no…
—Ah, eso, no, no importa. Algunas veces las cosas pasan así, ¿no?
—Ah… ya. Entonces todo está bien…
—Sí.


Volteo. He sido imbécil. No sé cuándo pensé por ahí que compartiría eso con alguien. Ella misma lo entiende, es normal que pasen así las cosas. Tavito está agripado y se le escucha medio tupido. Le digo que tiene que tiene que ir con su hermana a la casa de su tía. Su papá ha dejado unos regalos allí. Pero Tavito no quiere ir. Me dice Adrián no le quiere comprar un juego para su Gamecube, que solo eso le gustaría de regalo. Le digo tal vez, quién sabe, su tía ya se ha puesto a jugar en su televisor, debe estar matando bastantes naves alienígenas, que de chica siempre quiso ser astronauta. Le insisto vaya ya que su tía es muy viciosa y le ganará en todas las partidas. Lo más probable, agrego, su hermana llegará primero y se aliará con su tía en un escuadrón femenino que será invencible.
—No jodas, sé macho, Tavito, no puedes dejar que los varones perdamos ante las mujeres. ¡Coraje!
Se lo grito alzando un puño. Tavito lleva riéndose y me dice ya, tío, ya.
—Ja, ja, ja, qué chistoso.
Si no volteo jamás lo creería. Me distrae y sigo.
—Sí, sí, este chiquito no entiende; si se enfrenta a otros chiquitos, hace rato ya. Tavito, sí, no, no te estoy hablando a ti. Entonces confío en que le ganarás a tu tía y luego iré yo para encontrar una nueva estrategia para acabar con tu mamá, tu abuela y esa chica pecosa del frente. No te hagas, Tavito, sí me he dado cuenta.


Me jura que no y se ríe.


—Está bien, Tavito, yo sé que eres muy joven para casarte y que quieres estar contigo mismo. Yo te entiendo, a tu edad yo jugaba con la chica de al frente solo de mentirita. Pero, no, sí. Ya ves. Sí, yo sí creo que quiera jugar contigo. ¿A qué no? Vivaracho.

Sí, pero me dice. Y sigue riéndose. Ya le digo que lo veré pronto, que duerma temprano y no se envicie mucho con eso. Se me acaba el crédito y tengo que colgarle, termino de decirle. Se despide.

—¿Tu hijo no te cree lo del regalo?
—Es que no es su cumpleaños.
—Ja, ja…
—Y tampoco soy su padre.
—Ah, ¿sí?
—Sí, no te culpo. Cualquiera hubiese dicho lo mismo.
—Sí…
—Sí, ya, ya sé que me veo como un chocho viejo y bonachón, ya…
—Ja, ja, no, no es eso, no es cierto.
—Bueno…
—Sí.
—Ahora se te ve mejor, ya sonríes.
—Ah…

Está algo, no sé. Es que… no sé.

—Tengo algo de tiempo. ¿Quieres ir a tomar algo?
—Ah, claro, vamos.
—Bueno…

Mira adelante a la vez camino al lado suyo. A poco de doblar por una esquina, noto que va hablar algo. Yo… no.

—¿Cómo te llamas?
—Carlos ¿y tú?
—María.
—Debería decirte lo clásico, que me gusta tu nombre y todo eso pero…
—Ya, ja, ja , ja… pero no, no ¿no te gusta?
—Es que no sé cómo encontrarle gusto a un nombre. Creo que es porque suena bien y ya está bien. Pero a mí me suenan iguales todos.
—Bueno… debe ser la costumbre. Los nombres hasta tienen su propio significado.

Estoy algo nervioso.

—Es que no sé… eso tiene sentido como creer en los astros y en esas cosas que… de verdad, ¿no? A mí no me convencen.
—Sí, yo soy atea.
—Ah, qué confiada.
—Ja, ja, ja. ¿A qué te dedicas, Carlos?
—A la Sociología. Trabajo para una revista de Ciencias Sociales y en una oficina de un instituto extranjero, el Social Poverty Institute of Latin America Studies.
No lo conoce, por qué decirlo todo completo. El nombre de la revista está más fácil.
—Ah, ya, entiendo, sí he escuchado de organizaciones como esa. Tengo un tío antropólogo. Algunas veces le he escuchado mencionar nombres como esos.

Esta vez, me digo, tienes que preguntar tú.

—Y tú, en qué andas.

¿En patines? Qué imbécil.

—Trabajo en la contabilidad de un museo, el Museo de Arte, ¿lo conoces?
—Claro, una vez le dije a Tavito para ir allá. Pensaba que le iban a impresionar sus antepasados. Algunos restos de homínidos todo gordos.
Qué dices.
—Qué cosas dices, Carlos, ja, ja, ja.
—Sí, es que ni yo mismo sé cómo son los chicos. Se me olvidó en la secundaria o cuando empezaron a desarrollarse las cosas, ya sabes.
—Ja, ja, ja. Sí, una ya no tiene conciencia de eso, vive su vida y qué importa el resto.

Tienes que entenderme tú me conoces bien, hazme caso, no sigas con eso. Todavía dices son los nervios. Solo así te pones a pensar en segunda persona.

—Pero a esa edad tampoco me di cuenta de eso. Es que el problema no son esas ‘cosas desarrolladas’, ya —ella está riéndose y tú de verdad ya, payaso— en realidad son las consecuencias que traen. Ya la junta con los hombres importa pero para ir a otra junta, con las mujeres. Es una cuestión tribal. Y con ese asunto de la atracción sexual también la madurez y eso que te inculcan a pensar serio y en serio, y a dejarte de bromas, cojudeces.
—Sí, la adultez pareciera que nos hace daño. Mira nada más cómo estaba ayer, complicándome la vida con un asunto sentimental. Y eso que nosotras, las mujeres, desarrollamos eso primero que ustedes, los homínidos.

Ahora te ríes, payaso, acaba de darse cuenta que eres un completo retardado.

—Ja, ja, ja. Sí, a veces no podemos con nuestro genio. Y todo se lo debemos a nuestra cabezota…
—Y a la ‘cosa desarrollada’…

Esta chica es ruda, Carlos.

—Ja, ja, ja, supongo. Tavito me recuerda lo que olvido de esas épocas, sí. La vida de los niños no es tan fácil como solemos creer los adultos. También tiene mucha dificultad convencer al padre de varias cosas. El nivel uno de Mario Bros puede mandarlos al diablo como a nosotros la pérdida del empleo. A propósito, no puedo matar a un Koopa, está muy difícil, trato de ir con un ‘estrella’ pero el maldito es muy fuerte.
—Debes ir con pluma y atravesar unos tubos secretos. Koopa estará más debilitado.
—Mierda, ¿También lo juegas?
—Ja, ja, de chica, no sé cómo me has hecho recordar, ja, ja, ja.

Llegamos a un café. No es gran cosa. Es uno de esos al paso que hay por uno de esos distritos de clase media. Pido un americano y ella, un capuchino. María me alegra el día, es lo único que estoy insinuándome. Parece que lleváramos horas conversando y, al menos, unos meses conociéndonos. Ella ahora muestra muecas, sorbe su café y me cuenta lo de ayer. Le digo me lo confíe, yo vivo por donde está el teléfono, a que ella también sí; sí, sí, me dice, pero hace un par de meses que se mudó, al departamento del parque; ese sí me acuerdo, donde jugaba pelota hace varios años.

—Ahora nada más el Mario Bros.
—Ja, ja. El trabajo apenas me deja aliento para salir los fines de semana. En uno de ellos, lo conocí a él, y ya ves, cómo se vuelve jodida la cosa.
—Sí, hay hombres que se hacen difíciles como las mujeres. Quizá eso les dé un toque femenino —enarca el ceño—. Creo que forma parte de la necesidad de creer, a veces, demasiado en uno mismo y, bueno, sí, también el hecho de que ustedes se desarrollan primero. Al final, sentir, sí, es difícil, ya pienso poco en eso… —no sé si seguir, tal vez es demasiado tarde para seguir hablando; yo al fin me amaneceré trabajando—.
—¿Qué contigo? ¿Cómo va tu vida sentimental?
—A media caña —es un rictus en ella—, salía con una abogada de la universidad. Estuvimos haciendo planes para viajar y darnos unas vacaciones al final del año pasado. Pero ella empezó a cambiar de opinión cuando tuve que ocuparme durante un mayor tiempo en investigaciones y en unas conferencias que salieron con motivo de un aniversario, de esos que tienen las especialidades académicas. Antes no habíamos pensado tan en serio; eran cosas que pasaban y… no más, al rato ella terminaba en su casa y yo en la mía, ella en sus fiestas, yo en las mías. Es juerguera Vanesa, sí.
—Me gusta su nombre.
—De verdad yo no entiendo eso, ya te he dicho —reímos.
—Ah, así que juergas. Me gusta bailar.
—¿Te gustaría ir a bailar un fin de semana?
—Claro, ja, ja, ja. Pero antes déjame terminar con unos trabajos. La administración del museo quiere que entregue unas proyecciones de unos estados de cuenta para la semana de Cultura. Es una de las temporadas que más gente va al museo.
—Sí, claro, me imagino. Hace tiempo no voy a ojear las actividades de Museo. Dependo de Tavito para eso. Ahora que Adrián le engríe con juegos y regalos y no le deja tiempo para recrearse saliendo. Sabe que su mamá lo saca o lo deja jugando con sus amigos del barrio.
—¿Adrián está con Tavito?
—Se separó y la madre le tiene rencor. No sé cómo se les amargó sus vidas juntos. Adrián es consentidor y me pidió el favor de servir de nexo entre Tavito y él. Claro que ya hay veces que el nexo cobra protagonismo. Y Adrián está contento con eso. Hace unos días hablé con Clara, su madre, y le expliqué las cosas. Yo la conocí apenas en la universidad y, bueno, por lo que Adrián me contaba, es una mujer lista y alegre. Y no se equivocaba. Clara simpatizó conmigo. Iré con tavito uno de estos días. Adrián me ha dicho que podríamos ir con él pero sin que se enterase Clara.
—Ah, sí, ser nexo no es tan fácil.
—Sí, voy a tener que despedazarme y no soy de ir al gimnasio —ríe y termina de un suspiro.
—Carlos, un gusto conocerte de veraz. Acá como en las películas —qué chistosa, ja, ja, ja—, te dejo mi número y mi correo.
—Gracias, yo…
—Sí, me echas una llamada, por favor. A ver si lo haces de ese teléfono, ja, ja, ja.
—Después de Tavito.
—A ese chico me lo presentarás, está muy nombrado.
—Sí —ya se va, qué nervios, de nuevo ya, ríe nomás.
—Tengo que irme volando… —te mira y sigues nervioso, parece te trepara y fueras un homínido tan desarrollado que no podrías entender. Sonríes y te parece que te estoy mintiendo, no puedes franquearte ahora.
—Claro, planea bien, no confíes en la crisis, no todos los precios suben —arroja una mano empuñada sobre tu pecho y gesticula su boca, algo dice pero ya… qué—buen viaje.
—Chau.
—Chau.

Ni cuenta de estar afuera, ni tampoco en pagar los cafés, ni ese giro que María da a una esquina mientras ésta no se mueve tras la lluvia que cae oblicua y parece perseguirla. En qué momento te pones poético. Cómo haces para decir una cosa callándote las dudas hablantines. Habías sido ameno durante la universidad, pregunto. Cuándo te intereso la Sociedad, los líos entre grupos, las justicias, desigualdades y otras cosas en plural. No te pareció aburrido. Por qué darte la vuelta para pensar tanto si vives poco. Ahora pareces la inquisición condenándote con tantas preguntas. Habrá sido incontable: María te está sacando de la gangrena de repisas, papeles y esas investigaciones. Te recuerda tu niñez y te hace intrépido en un montón de palabras sin suerte y un destino predicho. Casi estás por llamarte en el registro público, José el Carpintero, ella María llena es de gracia, tú Jesús de Nazareth, ella María Magdalena. Te pones religioso, cuidado, ella es atea, más cuidado, tú también. Si tienes investigaciones, y alguna quieres hacerla más entretenida que esas últimas enciclopedias Océano Uno, tienes ahí el misterio de María la atea, María la que no cree en Jesús y tú te llamas Carlos. Un 25 de Diciembre de hoy, el 3 de Julio, algo nació y no lo compraste en el mercado para ponerlo en un montón de papel verde.


Qué día es hoy. Lo olvido por la noche. Creo que es madrugada. Me paso escribiendo cosas que no hago hace mucho. Dejé las investigaciones para todo el día de mañana. No quiero pensar esto es un diario. Han pasado cerca de tres semanas desde conocer a María. He llamado a su teléfono. No ha contestado ninguna de las veces. Reviso más seguido los correos en la bandeja. Hay cantidad de avisos publicitarios y unos virus guacamole, revistas, la última sensación en el mundo del café. Me ha llegado un mensaje adornado con un montón de animaciones flash y eso. Tavito estuvo tratando de buscarle el porqué a una escultura griega. Dentro hay un botón; le hago clic. No sabía mucho de Historia del Arte, que se lo contará la guía, que para eso pagué la entrada. Aparece una ventana que me lleva a un mensaje de corre electrónico, al parecer, el mío pero adherido a eso que dice arribita de un marco plomo, ‘sindicalización’. Tavito es mejor con las matemáticas. El mensaje es una cadena donde María da consejos sobre cómo ser el mejor patriota, es fiestas patrias. Salgo al teléfono. Tavito ahora tiene célular y me deja mensajes de texto. Adrián ya no me deja recados y salgo por mi cuenta con él. De verdad me he hecho su tío y no me interesa dejar de serlo. Parece es mi instinto paterno, si existe a la inversa del materno. María fue la esperanza de un creyente. Creí en ella.


—No te llamé porque me fui de viaje, eso es todo, no insistas. ¿Tienes que ponerte así? Ya te he dicho que soy independiente y mi trabajo consiste en viajar, así no te guste. Es que no…

No estoy a la derecha de Dios padre.

—…entiéndeme, por favor. Mañana voy a estar en mi depa a eso de cinco a nueve. Sí, todo el día.

Pobre chica, llama en el teléfono preocupada, pero ya no. Dónde estará María. Ojalá llame mañana. No le di mi número. Aún vengo a este teléfono.



Secreto

Hay un secreto
tan perdido como
aquello olvidado
pero tan consabido
que mejor decimos
hay un secreto

Está abierto



Un clásico día nublado en la capital junto al mar verdoso. Temprano sale gente vestida inusualmente como lo hacen en sus casas. Se reúnen sin desearlo en las esquinas y esperan a que buses, de todo tipo, y taxis se estacionen cerca de ellos. Porque esto no siempre ocurre, es normal ver a algunas personas lanzándose hacia vehículos llenos e ir colgados en condiciones infrahumanas, pero, bien conocidas. El tránsito a las ocho horas de la mañana es tal vez uno los más complejos en cálculos de ingenieros o de especialistas gringos en highways. También es seguramente varias lisuras, una mentada de madre al conductor que está delante de cualquiera, una reputeada al burgomaestre responsable de las obras en la pista y de los desvíos a las principales avenidas de la ciudad. A estas horas abren los centros comerciales, tiendas, mercados, negocios, agencias… como en cualquier otra ciudad, actividades diarias de varias clases se inician a estas horas. Esto explica también el complicado tránsito y los populosos amontonamientos en las avenidas y en algunas calles. Es repetitiva la idea de juzgar a esta ciudad como cualquier otra de estos tiempos. Pero una de las características especiales de esta ciudad es que el tránsito y las actividades al iniciar el día, se llevan con un gran denominador común: el desorden. Hay días inverosímiles para quien no sea parte de la ciudad o no haya oído hablar de la cultura de su país o de algún país exportador de un tubérculo milagroso por salvar la vida a soldados de las dos guerras mundiales ocurridas en el siglo XX. En efecto, en esos días los gentíos son improvisadamente formados sin ninguna disciplina, sin un orden tal que les permita ir sucesivamente y sacar provecho al mayor espacio y al más corto intervalo de tiempo; los grupos de ciudadanos son los más numerosos y los más concentrados en la acera y hasta en la pista de todas las zonas aledañas al parque automotor de la ciudad. El desorden es un factor problemático a ponderarse estadísticamente por los especialistas y quienes estén interesados en descubrir la verdad y no creer en Dios. Todos estos son unos cuantos. La más inteligente de las ocupaciones es seguir con los asuntos personales y quién más importa. (Tampoco les importó mucho a los conquistadores occidentales que fundaron esta ciudad). Por ser tan famosa, no hay necesidad de nombrarla. No es necesaria alguna frase más conocida para dar por sentado cual es la ciudad que describe estas características en un día como hoy, por ejemplo, así sea de cualquier país y de la cultura más desconocida. Es seguro esta ciudad de igual manera podrá encontrar un nombre en cualquier lengua. No habrá excepciones.

El siguiente personaje tampoco necesita mayores identificaciones porque podría ser tú, lector, en caso seas del género masculino; en caso opuesto, es mejor pues así no habrá ningún deseo adverso a algún rol de género de por medio. Es decir, no es una idea, es alguien de carne y hueso y algo más. Este aparece así. Como cualquier otro a las 7:12 am. está yendo de un lado a otro a prisa por encontrar su indumentaria. Sus alimentos están calentándose en un horno con reloj, como cualquier otro. Va a la ducha porque es de la idea de despertarse por el chorro de agua a presión o de subsanar de forma inconsciente cualquier necesidad física. Una vez escogida la ropa de hoy, se asegura de que ésta esté lista para ser usada. Plancha camisa, pantalones, no el saco; lustra zapatos, no otro calzado; toca la sedosa textura de la corbata, no su ropa interior, tiene confianza. Va hacia el comedor por su huevo frito y los cubiertos. A las 7:34 pm., con el Guiness desconocido de unos 22 minutos en hacer todas sus actividades, ya está parado en una de las esquinas o paraderos de una avenida. Hasta aquí pasa desapercibido como cualquier otro ciudadano de la Población Económicamente Activa y de la categoría de empleado, y, como ya se anotó seguida a la condición de género, mas no opción sexual, cosa ya bastante compleja a tomar en cuenta, como tú, lector. Pero hay una variante.

Alrededor de él, hay varios uniformados, mujeres gráciles, jóvenes con mochilas en las espaldas y uno/a que otro/a colegial. Como todos los días, esta gente llega a contarse en más de una decena. Por lo regular, todos llevan unos minutos parados antes de abordar un vehículo. Durante ellos, los ciudadanos y algunos menores de edad conversan con algunos conocidos entre ellos, a veces, también se encuentran por primera vez. Mas todos no miran a alguien como si fuera el centro de atención o fuese alguna figura famosa. Además, muy inusual es una situación en la que una persona famosa se decida a formar parte del anonimato ofrecido por estas agrupaciones de ciudadanos. Con todo, no solo es casi imposible, como encontrar una aguja en un pajar, toparse a una persona famosa a estas horas y en situaciones como la descrita, sino además es inimaginable concebir la atención a una persona cualquiera si antes no tiene una característica preocupante para la seguridad pública. Dentro de las posibilidades teóricas, cuánticas y resultantes de experimentos pertrechados por la ciencia más avanzada en series SCI-FI, solo cabría esperar que una de esas características sea la de nuestro personaje que ahora, de forma inusitada, es mirado atentamente por todas las personas descritas alrededor. Aquí comienza un misterio que en contra a lo que el lector pueda sospechar, aparece en absoluto de forma inesperada para quien escribe.

Una mujer pone las manos en su cintura y empieza a sonreír. Enseguida, le da un codazo avisándole a su acompañante por que está viendo. Dos señores ya afectados por la calvicie, se rascan sus barbillas. Un niño señala con el dedo y una mujer algo mayor, quien parece ser su madre, le da una palmada reprendiéndole por el acto. Unos jóvenes murmuran algo. Tres muchachos vestidos de camisa y saco lo miran prendiendo uno a uno un cigarrillo. Una joven mujer de cartera al hombro y de frescos labios, exclama algo. Dos más de cabellos lisos y largos empiezan a carcajearse. Todas estas personas empiezan a formar un círculo donde el acechado personaje es obligado a retroceder unos pasos. Por su cabeza en un instante no sabe qué pensar. Lo primero que atina a hacer es sujetar bien el maletín que porta. Su instinto parece advertirle primero el peligro contra su supervivencia. Está por decirles algo cuando una de las jóvenes de los cabellos lisos se le acerca. Lo segundo que el instinto parece indicarle al personaje es correr por su vida, aun cuando ello no es dado en este tono tan tranquilo para la situación precaria. La segunda acción del personaje es dar la espalda a la joven y a apartar a un lado a los dos señores de las barbillas. Su instinto parece vaticinarle que se estrellará contra la puerta de un vehículo repleto de pasajeros si no cambia de dirección de forma intempestiva. Pero el personaje, por demostrar al contrario que no siempre el instinto humano es el más sabio en ser materia de la decisión a tomar, va de frente. Se choca contra una baranda y sus manos apenas lo sujetan de ella. Un joven macilento y desaliñado, lo agarra por los hombros y le grita algo. El personaje, con un increíble dolor en uno de los pómulos y la nariz, le responde con voz temeraria, haciendo señas en el aire, expresando su rechazo al desaliñado. Por fin, éste voltea y les habla a continuación a otras personas encaramadas algunos centímetros arriba de una escalera metálica. Al personaje empieza a volarle el borde del saco y a sacar al aire uno de sus zapatos. Parece ser que una de las últimas indicaciones de su instinto, consiste en una búsqueda de una calefacción más fresca para los pies.

El humor está recargado por aquí. El personaje está acostumbrado como todos los pasajeros del vehículo a esta situación. Ya más a salvo de los peligros contraídos hace unos instantes, se hace campo en la maraña humana repartida en dos lados de un corredor amplio. En ambos, los pasajeros están de espaldas y se agarran de un fierro a cada lado. Encuentra un apretujado espacio estrecho al lado de una mujer simpática y maquillada de forma encantadora. Ella mira de frente al unísono de todos. Pero la aparición del personaje por un instante le roba la atención. Los pocos segundos que lo está mirando parecen pasarse en minutos. En cambio, en un flash, abre la boca con sorpresa. El personaje mira esto. Otra vez, queda confundido; por qué esa admiración, parece preguntarse en la mente. Con renovada curiosidad por los efectos inesperados desde su peligrosa incursión en la esquina de los buses, huele su camisa y su saco. Esta vez no es su instinto sino su conocimiento que le motiva este acto. Sospecha quizá hoy huele mejor que otros días e, inesperadamente, es de agradable olor para las mujeres. La mujer vuelve a mira de frente. El personaje nota el leve rubor en sus mejillas. Ahora empieza a pensar qué sexy está hoy. Sin importar más el pensamiento, y algunas cosas que le enseñaron en la universidad, va decidido a hacer algo al respecto.

—Disculpe, ¿puede decirle a la señora que está durmiendo si puede abrir la ventana?
—No, grosero.
—¿Disculpe?
—No sea maleducado. Acaso no ve que la señora está roncando. Me da cosas decirle algo.
—Pero igual no entiendo porque usted tiene esta actitud.
—Yo tampoco lo entiendo a usted.
—Pero…
—¡Uhm! —y da media vuelta a su rostro y su espalda.

Ya algunos curiosos han empezado a mirarlo nuevamente. Esta vez quien tiene el rubor es el personaje. Está algo nervioso por como le ha respondido la mujer simpática. El humor no está como para abrir aún esa ventana, según siente el personaje. El método que ha acabado de utilizar jamás lo ha puesto en práctica hasta unos instantes, pero sí lo había visto antes entre algunos de sus amigos, sobre todo, los de la oficina. Piensa está en una situación capciosa. Ahora son los pasajeros quienes han empezado a mirarlo con semblantes hostiles y miradas increpantes. Como en la primera vez, lo rodean esta vez con dificultad haciéndola a un lado y otro y solo atinan a murmurar mas no decirle algo. Es este el instante cuando su instinto por vez ulterior le indica que está en peligro de extinción. No lo sabe pero lo intuye, los especimenes del género humano tienen esta conducta bajo ciertas condiciones normales cuando hay un peligro para la vida en grupo. Con la única opción de utilizar el lenguaje para volver a ser aceptado en el grupo, el personaje habla lo siguiente.

—Eh… ¿qué les pasa, ah?

No hay respuesta alguna.

—¿Por qué me miran todos así?

Hasta la mujer está impertérrita.

—¿Qué es lo que tengo? ¿Tengo algo de ustedes?

Una mosca pasa volando.

—¿Qué les he hecho? ¡No he cometido ningún crimen!

Esta vez nadie se le acerca. Mira a la mujer simpática.

—Ah… solo le dije que abriera la ventana. No hice nada más. Se lo pedí con modales. No sé por qué ella se ha enfadado. Además, por favor —se ríe entre dientes—, no es para tanto. Es una cuestión personal de ella. Yo no tengo la culpa de nada.

La mujer lo mira de forma acusadora y empieza a mover la cabeza lado a lado en señal de negación.

—Esto es para volverse locos. ¡Por qué nadie de ustedes dice nada! ¡Está bien! No me interesa más que me miren así. Solo estaré aquí

Mira hacia un solo lado, el piso. Dondequiera está alguien. No quiere mirar a nadie. De repente, de entre la maraña ahora dispuesta en una figura que cierra en un centro al personaje, sale un hombre alto y delgado y de un rostro largo y de gesto serio. Viste un oscuro traje y unas gafas transparentes rectangulares. Se va acercando en un andar erecto y despacio al centro trayendo una mano embolsicada a un lado del saco. El personaje se percata del hombre alto y, en un acto reflejo, se echa a andar sin decir nada abriéndose paso toscamente entre las personas. Algo dice rápidamente.

—¡Baja! ¡Bajaaa!

El vehículo se detiene de improviso, con lo cual la inercia trae hacia adelante a todos. El hombre alto se detiene en el centro. El personaje baja por escaleras metálicas en medio de una avenida. Por su mente nada es claro. En la vereda empieza a fijarse en sí mismo. Un grupo de chicas colegiales pasa en ese instante por su lado.

—¡Está abierto! Ja, ja, ja.
—¿Ah? —Las mira carcajeándose y casi dando saltos infantilmente. Mira debajo de sí y se percata del misterio.

A continuación sus conocimientos, su considerable experiencia en la vida, el instinto y su educación en todos los niveles, sirven para que él exprese su sorpresa.

—¡Por la putamadre!

The Circus

[directed by Charles Chaplin]





What fun!
Look at me.
I got the hardest
job in the whole world
I'm a clown
I make you happy
and sometimes
I keep smiling
And you know what?
You won't care
if someone dies.
The Show have to go on.
Everything is funny.
Laugh, enjoy it.
You gonna be sure
that I'll be just kidding.

Análisis Cuantitativo



Estas son ocho palabras
con un gran significado.



Laurita en el sexto sexo

La repetición de una cinta magnética. Pasa la piel movediza por otra temblorosa. Boquiabiertos las fauces ocultan la penumbra pero todo es rápido. Prende una luz intensa los cuerpos en oferta en una vitrina barata. La cocaína en el fin de las espaldas y los jadeos penetrantes y los hondos en sus caídas. No miren a la cámara. Hagan el mejor gesto. Acá un close-up. Un palmo contra la pared suena el brote de las nalgas. No se miren, muévanse y jadeen cogiéndose el pelo, una mano por donde sea. Un segundo plando acá. La dulce historia de dos protagonistas al caer la noche sin nadie más, a solas, a escondidas. Están solos. Hagan de cuenta que se han muerto todos. Olvídense de todo el staff. Aquí hay vaselina, otro poco de bloqueador. La luz que pende del techo no se prende en el silencio creado tras las cortinas. ¡Utililería! ¡Se han volado los fusibles de luz, ineptos! Muevan la siete ahí. Primero tú arriba y luego la penumbra tiene que ocultarse allá. Que dé un poco la impresión de que la piel se mueva, ¿sí? Tiembla en lisa humedad. Mojala acá con la manguera. El tiempo parece eterno. Todo en viente minutos. Pero sí, en la edición como dos horas. El trepanar placentero de dos heridas cubiertas de las primeras sombras. Hazlo como si pegarás un tambor, así, ¿ves? El movimiento acompasado del subibaja mortal al frente de otro, bestia mira, así, moviéndote de este lado a otro. La silla atrapada por piernas parada en medio del suelo. Uno le aplasta. La otra le estorba. El clímax, el goce más grande de los tiempos. ¡Corten! ¡Maquillaje! Ha salido espléndido. Gracias a ustedes el filme va a revolucionar la pornografía.

pm.







Rica marca de chocolate invita a mochilear a la audiencia y hacer viajes llenos de aventuras. Línea de Supermercados anuncia precios oferta en carnes y verduras. Varios pobladores se pasan la voz; se empezó a escuchar música; mamá servirá un banquete antes que aparezca el logo de una conocida bebida. Clientes comentan sus compras enfrente del inventario de farmacéuticos; uno de éstos se acerca. Eso que sale en una lata de leche evaporada es coreado por niños la vez que jóvenes juegan al fútbol en un verde campo abierto. Una cerveza revela restos arquitectónicos de culturas precolombinas. Al frente de todo, está recostada en un sofá, cansada con un pie movido arriba abajo. No es ningún comercial de televisión. Por donde sea en su sala, hace frío pero su bata la hace sentirse abrigada. Su mano termina en un control remoto junto a una rodilla. La otra sostiene su mejilla. Unos pasos tras el sofá está un estrecho balcón. No puede saber qué. Se hace preguntas merodeando por su comedor, revisando revistas coleccionadas en un lado de la mesita de noche, viéndose contra ella en el espejo (una fea nítida según ella), prendiendo y apagando la radio, finalmente, haciendo zapping en la televisión de una conocida marca asiática. Su slogan es “real antes de verla”.

Afuera no hay nadie caminando en la acera. Un perro ahuyenta a otro al lado de un poste pestilente de orines. El sol se inclina sobre el horizonte y las nubes le atraviesan. Aún sigue presionando botones. Al frente las imágenes cambian al lado de un número de dos cifras verdes. Una salsa de Héctor Lavoe sobresale por la ventana de un edificio al frente. Se dice por qué a ella. Se calla su cara caída en su mentón. El cabello la disfraza de una mujer atractiva, según ella. Las líneas ocultas en la soltura de su bata: podría ser cualquiera, pero sabe es ella, ni la modelo de los cosméticos, la menea eso con pastillitas sin dieta en un fondo blanco, aquella delgada sesenta de cintura metro de ochenta de altura de veintidós años con dos en una miniserie al lado de un micrófono. Le escucha a esta su voz delgada. Extrae un cigarro de una cajetilla roja y blanca. Lo tira al piso fastidiada. No puede detener nada; todo se mueve pero ella apenas está parada, viendo la cara de su madre que no está.

De niña tenía miedo a las alturas. Su madre la mandaba a quedarse en el piso a medio construir, en un rincón donde el vacío se acerca tras una sacada de mierda. Así le decía, eso se sacaría si se sigue portando mal. La única hijastra de un padrastro que tendría más sus genes que su madre. Su madre la adoptaría; su padrastro se acostaría con cualquier mujer y ella nacería igual. La odiaba. Un día su padrastro se la llevó de casa a un chalet. Había ganado la lotería. Con la plata, también, cambió su identidad y la de su hijastra. Arrancó todas sus raíces para echarlas en otro sitio. Todo esto ella lo recuerda apoyada en sus brazos encogidos sobre el balcón de metal. Quisiera hablar con alguien. Pero está sola y los que la conocen no saben nada de ella ahora, ni se lo preguntan. Ella no tiene plata un sábado parada en un cuarto piso de un edificio empolvado. Vive una depresión a la par de otras cientos de personas en la ciudad: “con NODEP en la noche, te sentirás muy bien”. Piensa la pastilla más implacable contra la vida debe venderse sin prescripción médica.

Sus pensamientos apenas son adivinados. La figura de una persona asoma por la vera del balcón. Le habla con una voz dolida, titubeante. Quiere que le disculpe, no fue su intención. Trata de alcanzarla estirando una mano pero es muy tarde. Agacha su cabeza hasta donde se puede por el muro. Ha pensado en lanzarse una noche que lo hacía con la misma persona en esa bata ligera, fácil de quitar y volver a vestir. Para ese día ya había perdido el miedo a las alturas y, más bien, sentía gusto en sentirse en el vacío. Pero no es anhelo. Tal vez es remordimiento por él, quien se agacha a su lado en una alucinación y le ruega con las manos juntas. Los ojos van ascendiendo pesados por su rostro. Las patas de gallo se atrasan y ella tiene satisfacción de tomarle el rostro. Su mano va hacia él y acaricia una planta, las viejas palmas herbáceas que ahora las riega su madre una vez más. De un tirón, se echa atrás espantada. Sigue sola sumida en esas adivinanzas chistosas de primaria. Comienza a reír y cogerse el rostro. Recrudece cuando por allí caen las lágrimas seguidas a la leve risa en su garganta. Solo ella y nadie más ahí son reales.

Se toca el pecho arrellanada en una esquina del balcón. Late y late. Se apoya llorosa en el muro y vuelve a mirar la calle. Por allí pasa un joven de cabello ralo, vestido en ropa casual, adivina ella, no es de acá. Nadie así caminaría por acá. La mayoría de jóvenes son contrabandistas, vagos, camellos de coca, al menos con estos últimos se ayuda. Pero hoy no, ni un suspiro de la blanca. Va en dirección a salir por la calle. Teme por él. En la esquina un grupo de maleantes espera ávido por hacer su noche del sábado. Espera advertírselo. Su garganta está cuarteada, no sabe si por la risa. Primero le golpean la cara. Cae a un lado de manos. Se levanta. Su padrastro se accidentó en uno de los trabajos que hacía para una inmobiliaria hace unos años. Toma distancia y se cuadra. Empuña las manos al lado de su faz. Tenía las manos ocupadas en unos atados de una soga gruesa. Conecta un puñete apenas contra un moreno que ya está en sus rodillas. De súbito una viga cae y le aplasta ambas manos a su padrastro. Grita… ella grita, por Dios, alguien haga algo. Grita de dolor arrodillándose y ensangrentándose el pantalón. Es tumbado por las piernas y cae de golpe. Una señora chismosea la escena por donde canta aún Lavoe. Se dice con una mano en el cachete, cómo se le ocurre pasar por acá a esta hora. Lo hospitalizaron; el doctor le dijo a uno de sus ayudantes, ¡rápido, una transfusión! Dos esmirriados le bolsiquean el trasero, de donde sacan una billetera contando los billetes. Ella no puede decir nada, en realidad, la señora enfrente es una secuaz; todos se ayudan en lo que hacen, así se gana uno la vida, hay que parar la olla. Al padrastro le van dando tres descargas; su pulso cae y la respiración se acelera. No se deja quitar el pantalón y le zapatean la cabeza, una y más veces hasta ya no, no dice nada el chico. Suena una delgada línea verde en una pantalla de azul grafito. Se fue a vivir allí. No pudo recibir la mayoría de la herencia por no ser mayor de edad. Otra vez llorando de nuevo en el rellano, por qué no escribiste la herencia, papá.

Su tía, de parte del padrastro, se la llevó a los pocos días de que reciba por su sobrina política parte de la herencia, que era una minoría según escatimaba el código civil, seguido de una pensión periódica abonada por la madre en acuerdo con la tía. Su madre atraviesa una demanda por renuncia a la tenencia de la hija cuando ésta tenía diecisiete años. En agosto cumple veintidós años pero parece que tuviese más. Por unos días su tía estará de viaje. La tía se ha portado bien con ella. Quería a su padrastro y las pocas veces que fue a visitarla al chalet en Lince, divirtió a esa pequeña ahora alta y de cuerpo voluptuoso y oculto en cómoda ropa que acostumbra llevar puesto. Ella piensa aún es un disfraz. Siente miseria pero igual baja por las escaleras un a un escalón. En la televisión empezó el noticiero de las ocho de la noche. Un poste recién empezó a prenderse después de tres, cinco patadones contra su concreto. Divisa el suelo manchado por algo de sangre. Mira hacia los costados una vez llega a la esquina. Los maleantes la miran y murmuran unas cuantas cosas. No pueden hacer nada. Ni ella les saluda pero le deben respeto. Si no, sufrirían las consecuencias de la comunidad. El señor con quien está la tía es un narcotraficante respetado y lidera el vecindario. En su lugar, si no está, basta algún sapo y en menos de una hora a alguien de seguro le vuelan la tapa de los sesos. Es que ya ha pasado, siempre. A cambio, ella tampoco dice nada; tiene que aguantarse los atropellos que allí ve. Se resigna a su trabajo de vendedora de abarrotes en una tienda de mercado popular de lunes a viernes. El joven no está por ningún lado. Las habladurías entre los vecinos más mayores, señalan los sábados en las parrilladas las hazañas con que los muchachos hacen su chambita por las tardes. Si un huevón de esos se resiste, al canchón a desamputarlo por sabrosón.

Lleva cuatro años aquí y aún se resiste a esas faenas violentas. Sobre todo en este momento que no está bien y va apurada al baño. Con un dedo se deshace de sus arcadas en el inodoro resinoso de capas verdosas. Gira el cilindro del papel higiénico a un lado. Se limpia la boca. Se pone en pie y va hacia el sofá. No piensa más. Tiene los ojos hinchados y sus bordes curvos, violáceos. Cambia de canales. Empieza a sentir mareos cuando ve la pantalla cambiante. Rayas van cubriendo por arriba la pantalla. Frenética sigue aplastando el botón de channel más y más. Está por llegar al final del cable y entonces vuelve a iniciar los canales. Estos van ordenados en un orden circular. La imagen se queda en un noticiero, ahora de las nueve. Arroja el control remoto contra la pared. No se desarma. Se echa contra el respaldar del sofá y estira sus piernas. Poco a poco las cosas empiezan a quedarse más.

Punza adentro. El dolor le flagela la espalda hasta llegar a los hombros. Una mujer de cara amplia y de cabello frondoso se ondea hasta sus hombros. Así se parece a su madre. Qué hace allí dando las noticias. Hay que cambiar de canal. Dónde está el control remoto. No funciona. Aprieta. Esta cochinada. Lo vuelve a tirar. No se rompe. La mujer del noticiero dice, estimados televidentes les comunicamos que a la altura del kilómetro 15 de la Panamericana Norte ha ocurrido hace unos pocos minutos un choque de un camión de carga y un ómnibus de transporte interprovincial; testigos reconocieron los vehículos momentos después del choque. A continuación tenemos nuestra señal microondas. Con su boca húmeda ve a los bomberos sujetar mangueras que van dirigiéndose hacia las vivas llamas del incendio. Refulgen las luces de sirenas rojas y azules. Alrededor del incendio, va amontonándose gente. La cámara enfoca el rostro de una mujer tapándose la cara, escondiéndola entre sus manos juntas, casi rezando y totalmente lagrimeando. Ve atónita todo esto. La mujer otra vez aparece en la pantalla. Informa sobre unas cifras. No hay ningún sobreviviente según las informaciones de los policías de carreteras. Todos se han calcinado. Cerca de cuarenta y cinco se habrían perdido en el accidente. Todo es increíble, afirma, la conductora del noticiero. Mientras va dando más detalles sobre lo ocurrido, ella la ve minuciosamente. Se da cuenta que la conductora la está viendo. Le está hablando a ella, no a la cámara. Algo le dice sin usar ninguna lengua. Es su madre pero en los ratos más extraños de su vida. En esos cuando se sentía querida, engreída de chica en un camastro amplio donde la madre dormía con su hija. Da de manotadas a la pantalla y agacha la cabeza haciendo pucheros. Vuelve a mirar el rostro de la conductora. Le está hablando. Ella la escucha atentamente. Le está diciendo sé una buena niña, haz caso, ya todo pasará, no te metas debajo de la cama, ni el cucú te va a llevar, no tengas miedo. Se va calmando y parece que no hubieran pasado los años. El mismo maquillaje que reduerda una tarde en casa. Su madre se iba a una reunión importante de su trabajo. Se vestía frente al espejo en un traje algo escotado y verde. Por la esquina, ella pequeña miraba por el marco de la puerta a medio cerrar el espejo y a su madre de espaldas. Le vio los pechos aún bien redondeados y carnosos, ella los recuerda notablemente carnosos. El sostén su madre lo sujeta sin verlo por su espalda y ella ve como esas manos ásperas prenden los tirantes de atrás. Luego ve a su madre cubrirse el torso con una delgada blusa blanca. Abotona su madre mirándose los pechos en el reflejo que a ella pequeña, sin recordar muy bien cuándo de ellos bebió, le intimida. Delante del televisor, ella tiene el presentimiento de que la conductora de televisión lleva puesta la misma ropa. Ahí está la forma de los labios que habla y que ante el espejo muda era recorrida por el lápiz cartilaginoso del rímel rojo. La conductora redondea las mejillas bien iluminadas del mismo polvillo que tras una esponja delgada pasaba la madre de ella pequeña cerrando los ojos, pensaba ella, para que no se diera cuenta quién puede estar viéndola. Allí van las manos frente a los miles de televidentes describiendo las curvas vaivén de las manos de la madre cuando descubre a ella pequeña y le hace otro gesto en el rostro, diciéndole que se le acerque, por qué se queda allí. Ella se acerca más al televisor y comienza a abrazar a su madre. La conductora ahora relata unas noticias sobre un intento fallido de homicidio. El televisor yace a un lado de ella abrazada hasta sus dedos juntos a las ranuras de la calefacción. Allí cierra los ojos más y aprieta fuerte la espalda de su madre que a un lado parece indicarle los apellidos de los sospechosos detenidos por la policía.

Pasan las horas. Cerca a la medianoche, sigue prendida del televisor. Está dormitando. Hay dibujos animados en la televisión. Un coyote corre tras una ave extraña y rápida. Se estrella contra un montículo de rocas cuando está a punto de atraparla. A su lado, la mecha de una dinamita es encendida por la ave y explota. Una nube gris cubre todo el televisor y rodea unas palabras en color anarajando. Salen unas letras menudas en el televisor. De pronto, un sonido fuerte envuelve toda la habitación. Por la pantalla un montón de chispas parecen moverse linealmente tras otras. Se aparta del televisor con la bulla. Mira atentamente el montón de chispas. Volte hacia la pared que está a su derecha. Allí las doce de la noche. Se pasa las manos por los ojos. Aparta unas legañas.

En seguida, comienza a reírse sin control y sus ojos vuelven a humedecerse.




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