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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Fujifilm



Llevan perdidos en un lugar artificioso por parques, plazas y edificios polvorientos. Saben irse de allí pero su intención por dejarse ir por el laberinto indecible entre ellos, les gana en instantes. Ríen ufanos casi sin estar en la realidad de peatones temporales. A unos metros los autos abren una avenida. Un muro bajo sobresale a sus vistas. Siente el cansancio y se sienta enfrente de ella.

—¿Y ahora? —él pregunta.
—Ya no voy más, oye.
—¿De verdad tanto te has cansado?
—Sí, mucha lata.
—Ah, sí.

A esas horas, los peatones apenas cruzan la pista. El tránsito es fluido y los semáforos rojos se prenden esporádicos. Guardan silencio durante unos segundos. Ella lo mira y sonríe. Se sienta a su lado e inclina la cabeza. Mira el piso cuarteado y dividido en surcos repletos de suciedad, hojas y una que otra colilla. Dudosa no sabe más que del adormecimiento de sus hombros.

—¿Qué hay al frente, ah? —ella pregunta.
—Debe ser una de esas reservas forestales que tanto se encuentran por acá, por el centro.
—Qué inservible. Al final no hacen nada. Mira qué tan descuidado está.
—Como siempre.

Pasa un microbús grande que les tapa toda la vista de enfrente.

—¿Por qué éste está así? —ella le coge una de sus manos y le señala uno de sus dedos.
—Me hice una herida de niño. La punta de un trompo me cayó aquí y la cicatrización… bueno, así quedó.
—Qué mala suerte. Te hubieses ido donde un dermatólogo, no sé. Te pasaste para descuidado.
—¿Me estás regañando?
—Sí, sí, imbécil, debes cuidarte más, en qué estabas pensando.

Ambos ríen.

—Al demonio… eso fue hace mucho tiempo. No pensaba mucho.
—Ahora piensas mucho, seguro.
—Ya, deja de estar fregando. A mí me gusta más que esté así; mira qué dedo.
—Cómo vas a decir eso, animal.
—Deja de decirme animal.

Escamotean sus manos en el aire. Una parece ir tras de otra cuando en realidad la recibe tensa y abierta con la palma algo doblada y firme. Tras el microbús grande, pasa un sujeto alto y de calva ya tostada. Consigo lleva una cámara fotográfica. Ve al frente y mira las figuras de ambos jóvenes jugueteando una al lado de la otra. Ve la iluminación. Una reciente resolana cae apenas y no enciende mucho el lugar. Las personas pasan e ignoran a la pareja. Le parece perfecto. Tanto es así que dubita ante la dificultad de no estropear el momento e interrumpir toda la escena. Decide algo y tras ello rodea el complejo enrejado para ingresar y guarecerse entre los arbustos.

—No puedo creerlo de ti, de verdad —ella afirma.
—Eres demasiado incrédula. Mucho antes sí creía en Dios. Iba regularmente a misa y me sabía las canciones.
—Ah, no te puedo imaginar.
—Ni que fuera ahora un endemoniado y le rinda culto al diablo.
—Nada, no es necesario. No es que seas un poseído. Lo que pasa es que te veo tan no religioso, no sé, cómo te explico… ya no haces ninguna alusión religiosa ni nada de eso.
—Ya pero…

Ingresa aprisa. Sabe la escena es espontánea. Piensa lo más seguro es que estén por irse en algún bus. Calcula unas cinco a siete fotos serían suficientes. También sospecha la prontitud del ángulo de la iluminación. Estos detalles y otros podrían arruinar lo que imagina.

—Se llama paranoia, eso tienes —él afirma.
—Pobre extremista, no sabes ni siquiera a lo que te refieres.
—Está claro. Sospechas demasiado de todo el mundo. Para ti todos están en tu contra. Esa es una desviación que ya no puedes controlar.
—Cállate, imbécil, quién te crees; apenas sabes de Física y vienes acá a…

Ambos ríen y se miran; dejan de hacerlo de repente apenas cruzan sus miradas y la desvían hacia cualquier lado, dondequiera. En el visor de la cámara él aparece sonriente y ella entreabre la boca y alza un poco las mejillas. Él la mira pero ella no. Sus manos están apoyadas en el muro. Curva su torso hacia él, quien también apoya sus manos sobre el muro pero una de ellas llega allí cruzando la espalda de ella. Un carro pasa deprisa. El botón dispara y ahora ambos voltean. Al de el lente le parece ambos hablan a una persona distinta de la otra. Se les ve gesticulando. Ella tiene una pierna en el aire. Delante del lente, el fotógrafo se percata que ahora tiene las piernas cruzadas.

—Y no te dio nada, así de repente te rechazó —sorprendida.
—Sí, le había plantado dos veces seguidas. No me importaba que se vengue de repente.
—Es que no te entiendo, cómo le hiciste eso.
—No lo deseé, de veraz. Solo pasó. Después se lo confesé como te estoy diciendo y lo arreglamos. Pero de eso ya pasaron varios meses.
—Yo que ella te hubiese…

El encuadre corta sus cuerpos en un primer plano. Él mira adelante. Por un momento pareciera mira a la cámara. Apenas y tienen una mueca en el rostro. Ella lo mira más inclinada hacia él, casi está al lado de su oído. Su habla casi es un susurro. El rostro de ella casi aparece imperturbada pero su mirada delata algo. No se ve pero ella lo imagina a él no más junto a ella sino a la chica de la que escucha. La figura de cabello largo, alta y seria, una chica de carácter y, a la vez, fácil de convencer.

—¿Cómo es ella?
—Es algo lista y un poco miedosa. También a veces le da mucha importancia a una cosa cuando en realidad no vale la pena. Por eso se pone muy seria con algunas bromas y se amarga.

Fija el lente nada más sobre el rostro de ella y en una esquina aparece la palma abierta de él. Lleva la mirada fija en él. Parece no pensar nada. Pero en realidad ella está pensando cómo es que él describe en primer lugar la forma de ser de la chica, en vez de su apariencia física.

—¿Y eso te disgusta?
—Sí, la verdad es que exagera y a veces me cansa.
—Y cómo es ella físicamente.

Cuando va contorneando con las manos una figura curva en el aire delante de ella, el movimiento se detiene en el cejo alzado de él. El gesto de su rostro parece decir así es, cómo estas caderas y este cuerpo. Ella aparece en la otra esquina de la toma. Está riéndose y se reclina a un costado, quitando de sí la inclinación que llevaba antes. Se nota sorprendida y a la vez contenta. Él la mira en un instante antes que ella vuelva a mirarlo. Piensa tan distinta se nota de la que está describiendo, tan familiar siente esa figura reclinada, sonriente, menuda en un polo negro.

—Entonces es linda…
—Sí…
—…de hecho te gusta bastante. ¿Qué parte de ella te gusta más?
—Ah…

Un grupo de transeúntes tapa toda la escena y el fotógrafo no mira más. Detrás de ellos, él se queda pensando mientras sigue describiendo. Sigue mirando la figura de ella al lado y entonces responde. Le dice le gusta su ombligo y… mirando los muslos de ella y apoyando más la mano cruzada a su espalda…

—…sus piernas, claro, su trasero, lo tiene respingado.

El lente se mueve a un lado. El fotógrafo intenta sacarse de encima a un último transeúnte. Se lo saca y ahí aparece él mirándola ahora. Ella está mirando al piso. Y un rubor tímido al lado de su picara sonrisa la intimida algo en el muro. No se aplasta el botón de la cámara.

—Ah, disculpa, creo que estoy siendo muy detallista.
—No, no, está bien. Eres un depravado y eso ya lo sabía, no es ninguna noticia.
—Pero no es tanto así. Lo que pasa es que…
—¿Qué?

Ahora ella lo mira y él, ya no.

—No puedo recordarla bien.
—Ah, ¿sí? Qué imbécil.
— Sí, es que...

Ambos se miran en la foto pese a que en realidad se miraron. Son veloces. Los dos cruzan los ojos. Lucen atentos el uno del otro. Vuelven a inclinarse el uno hacia el otro. Esto es solo un instante.

—…ahora no me da ganas, tal vez.

Cuando vuelve la mirada hacia ella, esta no está más en su lugar. Se ha puesto de pie y está a su frente.

—Capaz es por tus disgustos.

Pasa una mano por el cabello de él, peinándolo ligeramente.

—Sí, puede ser.

Ella se agacha un poco para verle el rostro. Él no la ha visto aún pero por escucharla sabe que está parada sobre él. No se dicen nada durante unos segundos. Ella deja de estar allí y se sienta al lado de nuevo.

—El otro día Gonzalo fue a buscarme pero no me encontró. Está un poco jodido por lo que nos pasó la otra vez.
—Qué hubo, qué te pasó con él.
—Hubo un tono y estábamos un poco pasados de tragos…
—¿Agarraron?
—…imbécil.

De súbito parte de él desaparece por una esquina en el lente. Está de pie y empiezan a reír nuevamente. Ahora él empieza a dar volteretas sobre su sitio.

—¿Qué estás haciendo, ah? —sus ojos andan saltones sobre un rictus pueril y lúdico.
—No sé, de repente me dio ganas de bailar.
—Ya te volviste loco, infeliz.

Un segundo. Le estira uno de los brazos mirándola expectante tras una sonrisa. Ella lo mira y recibe su mano y…

—Estamos en la calle, ¡qué te ha picado!

…le da un tirón con la mano y lo jala hacia ella. Él se resiste y se quedan tomados de las manos, jalándose en sentidos contrarios. La cámara registra la figura. Únicamente, en el lente se le nota a ella ceder un poco el brazo.

—Ya me duele el brazo; no hagas más fuerza —el rictus permanece en ella.
—Quieres hacerlo por la fuerza, yo no sé.
—Ya, pero qué bailamos.
—Lo que salga.
—¿A ti qué te gusta?
—El tango.
—En serio, imbécil, no quiero hacer el ridículo acá.

La mira y con una sonrisa dirige la mirada de ella sobre él. Su mirada rodea en rededor de ambos. Allí siguen pasando personas. Dos niños tiran de las manos de sus padres y van chillando. Unos estudiantes van empujándose por la acera; uno de ellos le muestra el dedo medio a otro. Un señor de cabello encanecido camina corcovado sosteniendo a un lado un sobre manila. Un cobrador cuelga de un fierro y agarra un cártel fosforescente moviéndolo de lado a lado. En segundos, ambos distinguen a todos ellos pero no distinguen sus sonidos. Una bulla confusa en cláxones, habladurías, sonajas, pisadas y ladridos de perros, se apodera del lugar. El fotógrafo se arrodilla y alza un poco más el lente.

—Creo que has estado haciendo el ridículo desde hace rato.
—Ah, ¿yo ahora?
—Pero solo yo lo noto, no te paltees.
—¡Inmundo animal!

La trae consigo de un tirón.

—De qué vale tu ridículo si yo soy un animal.
—Deja de hablar idioteces.
—Como tú digas.

La toma por la cintura y la reclina reclinándose a la altura de sus rodillas. Una toma. Ella parece gritarle algo y tratar de zafarse con un brazo. Otra. La alza con el brazo y toma ambas manos. Tercera toma. Ella le sonríe y tuerce el brazo a la vez él lo gira. Otra más. El cuerpo de ella gira y gira. Tres tomas. La suelta y con su cuerpo contorneándose hacia abajo y repica sus pies contra el suelo, rodeándola mientras ella alza las manos y menea la cintura. Cinco tomas. Sus manos alzadas se curvan y toman las de él. Dos tomas. Él baja de golpe sus brazos y vuelve a tomarla por la cintura. Ni una. De golpe, están cerca. Uno a uno van curveando sus cinturas, cara a cara, frente a frente se separan dibujando trotes pequeños y curvilíneos sobre el suelo. Un niño lustrabotas ha dejado de caminar. La mano de él recorre graciosa un círculo imaginario al lado de ella. Un taxi no avanza pese a que carros atrás tocan sus bocinas. Un movimiento sinuoso trepa sus piernas y abalanza una, dos, repetidas veces sus caderas y el movimiento sobresalta su abdomen tembloroso despacio también en su pecho. Se prende un cigarro al lado del que fuma un señor. Él da volteretas rodeándola y despabilándola en un zigzag a un lado de unas jóvenes colegiales, que ya empiezan a sonreírles. Cuatro bocinas hacen andar al taxi. Ambos giran rodeándose y caen en lados contrarios. A poco de caer al suelo, se cogen de las manos y se ponen de pie atrayéndose a sí mismos. La toma los muestra jadeantes y cortados por las toscas bocanadas de aire. El niño lustrabotas retoma el paso. Ella lo peina dejando caer su mano despacio por su nuca. Tras una bocanada de humo el señor desaparece de la toma cruzando la pista. Se deja caer sobre el muro y ella espera rebosante enfrente. Las jóvenes pasan murmurando y riéndose apenas antes de cruzar la pista.

—¿Fue un merengue? —dudosa otra vez.
—Yo escuchaba algo de jazz.
—Qué estás fumando, ah.

Suelta una carcajada. La toma lo captura con los ojos cerrados.

—Nada, en realidad escuché de todo, todo mezclado.
—Ah, ¿sí?
—¿Qué? ¿No me crees, otra vez con tus paranoias?
—No, animal, yo también escuché de todo.
—Y…

Le indica en una mueca a la gente que pasa, la pista y el complejo del frente.

—…te dije, nadie se daría cuenta.
—Tal vez.
—Vete a la mierda.

Es una risotada. Él se pone de pie. Y le dice algo a ella. La toma los muestra separados. Un bus gigantesco atraviesa la figura. El fotógrafo prende un cigarrillo y pita de él con fuerza. Deja por unos segundos de encuadrar. Cuando decide retomar, el bus aún está allí. Busca otro ángulo pero es inútil. Piensa en otro lugar del complejo. Anda unos metros arriba pero ya no encuentra una reja por donde mirar. Es en vano. Se le ocurre salirse y caminar por la acera. Solo necesita una última toma. Trota rápido tirando el cigarro a medio acabar por unos arbustos. Se echa a correr cuando ya está en la avenida. Los divisa a lo lejos. El bus ya no está más estacionado. Toma la cámara y encuadra haciendo el máximo zoom de la resolución. Los tiene ya y dispara. Allí aparecen dos jóvenes con mochilas alzando sus manos para que se detenga un bus. Uno de ellos tiene barba y el otro lleva un cabello largo hasta la cintura y unas espuelas en la muñeca. El fotógrafo ve esto detenido a unos pasos del lugar. El atardecer cae de improviso sobre su cara. Se tapa el cejo con una mano. Incrusta la mirada en dirección a un paradero más arriba. Otra vez, inútil. Está en el lugar; se sienta en el muro donde minutos antes ellos se sentaban rato en rato. Mira a su alrededor y sonríe. Se para y, caminando despacio, se aleja del lugar. A poco de llegar a la esquina donde hay un grifo, vuelve la mirada donde el lugar. Arriba del muro y tras las rejas negras, solo puede leer Fujifilm y nada más.



  1. Blogger Paolo | 11:31 p. m. |  

    me gustó.
    lo idsfrute y me recordó algunas cosas...


    suelo hacer la parodia del tango por las calles, como un perfecto imbecil.

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