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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Sin mirar ni tocar

Andrea es como esas estaciones de verano que parecen otoño de hojas caídas, primavera de reinas de belleza no elegidas, verano que no tiene sol lleno –como luna llena de amarilla; es esa muy cercana al invierno frío denso de vientos. Una mujer que no se deja describir por nadie, porque ninguna de sus posibles descripciones dura más que un segundo. Dejando un día de una semana, de cinco días –la cuenta es arbitraria dejando sábado y domingo afuera–, se dirige hacia el salón del curso de Poesía. El curso ampuloso cayó entre su horario de azar, desordenado, de apenas unas dos horas de formado, unos cuantos garabatos, a inicios de la matrícula en la universidad. Ella bien sabe que quiere terminar en lo que ha elegido para sí como carrera: administración, una carrera, pecuniaria, de hojas que sellar, de uno que otro ascensor que tomar, de una libreta de notas, tal vez. Y como que quizá, ya le gusta la idea; desde niña le han gustado las oficinas amplias, su papá la llevaba al trabajo, y los vestidos con medias de color carne y gafas con que sirve de adorno al escritorio trasero de los licenciados. De modo que no hay nada por detener. Asediada por el vértigo de Lima, ese trajín de viaje de Miraflores hacia el distrito de San Miguel, a veces la ha llenado de histeria. Cómo culpar, y a quién, de la cosa. Hace algunos ciclos, le habían explicado que la cuestión permanece indómita debajo del castellano masticado con puros molares, listos solamente para tragar, de las gentes que andan por ese viaje, casi diario, casi anual.

Todas las mañanas, antes de salir a cualquier lado, hacía falta verse al espejo. Un cabello caído y mal recogido, el pulóver o la blusa, con el pantalón: los colores (de preferencia el crema, el celeste, un azul apagado). Esa mirada al espejo era un acto de contemplación, de cambiar la escultura del cuerpo con una ropa, con esta ropa o aquella. Esa contemplación en el espejo era una muy íntima, a veces. Quizás, era la única que no le mentiría nunca ni olvidaba los detalles. Se mostraba de distintas maneras, según cómo estaba en ese momento. Pese a la llamada de su madre o su hermano, ella arisca en su habitación a una distancia, medida con solo gateadas, del espejo.

Era un lunes cuando se veía ella desde la vitrina que comía velozmente a Lima, una ventana de una coaster más. El tránsito hacia su clase, el mismo. Llegó al aula, estaba retrasada por algunos minutos, unos diez según el reloj pálido de una muñeca. La clase se erguía bajo el tema de la intertextualidad en la poesía de vanguardia peruana. El profesor firme en un solo punto del espacio tridimensional del recinto, sin mucho ánimo, con la cara dibujada con color de impaciencia, las palabritas ladeando con lentitud, se ayudaba de una regla para señalar las citas de los autores que han estudiado la poética de Verlaine, Vallejo, Apollinarie y otros que salían del lápiz en los apuntes de Andrea. El curso no le había interesado, a quién le puede mentir. De mientras, se conformaba con escribir trozos de papel cuadriculado, a veces rayado; los cuales llegaban de en mano en mano, cómplice o no cómplice, a su destino: las manos de Ricardo. Habían estado saliendo durante dos meses, pero por pura curiosidad. En realidad, la realidad de Andrea –al menos–, era una relación discontinua en las salidas de sus amigos, reuniones, discotecas, cualquier lugar de la universidad.

Oye, está aburrida la clase ¿no?
Quieres salir. No te has comunicado, maldito.

Se andaban jugando, diciéndose cosas al oído; era un nuevo elemento en su relación. El otro día, Andrea no penso en hacerlo, pero Ricardo bien ya lo había querido desde hacía tiempo. Por ese mismo lado, Ricardo ya estaba cansado de Andrea, así le decía a sus amigos, aparte del ‘mucho hombre’ que se cree cuando dice tener: un agarre más, ese: ‘el pendejo’... poco le quedaba, igualito tenía que responder los trozitos, por querer acabar en al acto la pirámide de cartas, que eran las verdades para ella y mentiras para él. Cómo decirle a ella que la relación todos la ven como un agarre común y corriente, sin mencionar lo corriente de la frase, y no como un enamoramiento que está mirando con recelo el noviazgo. Así lo creía Andrea, ahora tenía que administrar bien la situación, sin ser todavía administradora.

Andrea, no pude.
Tenía un trabajo en estadística.
Y ASPA, ese curso de mierda.
Bravazo, salgamos. Por ahí vamos, nos iremos.

Sus amigas, eran sus mejores amigas cuando estuvieran con ella; pero, de espaldas a ella, se llenaban la boca, como se llenan las uñas de esmalte negro, de las mentiras de Ricardo, al final son mentiras de ellas mismas. Sus amigos, eran más amigos de Ricardo que de ella, mejores mentirosos que Ricardo, sus grandes amigos, también. Conque ella estaba sola y acompañada, sin nadie que le pueda decir cuáles eran las mentiras y con todos que le dicen cuáles eran las verdades. Total parecía que todo el paisaje de Limita la horrible era de mentírita, por algo se llama "Mira Flores".

Antes de ir a la universidad, había tenido dos o tres contemplaciones en el espejo. En la primera, estuvo sin haber entrado a la ducha. Con sigilo veía las entradas de su frente, los caminitos que se abrían después de pasar el peine, mientras se acordaba de las modelos de la televisión o la compañera de la universidad, a la cual le quería recuperar el rastro. ¿Seré linda como esa tipa? Ya me lo han dicho, pero al final para qué. Solo importa salir convencida de verme bien, para mí, nada más (así de había estado diciendo, sin que las palabras fueran escuchadas siquiera por el espejo). En la segunda o tercera, fueron dos o tres contemplaciones, estaba con, todavía, el rastro de las gotas, algo mojada; las hebras del cabello como tiras de tela gruesa. Otra vez, en una de las tres paredes de la habitación, se miraba; la toalla cayó de un tirón, era raro, nunca se había visto sin ropas: no era el fin de las contemplaciones. Su cuerpo pincelado por algún suceso, un nacimiento. El busto asustado por la humedad, por el frío: dos colinas saciadas por las lluvias. Su mirada ahora emprende un recorrido hacia sus pies: la cintura con una marca hecha por el sol, la población de sortijas abiertas, abrazadas a sí mismas, avezadas bajo la oscuridad de su ropa interior (pero ahora había pura luminiscencia), sus muslos encallados sobre sus rodillas, luego de haber dejado el perineo, la mirada grávida en los pliegues de las antepiernas, acaban en los tobillos (apenas y se ven). Esta rareza, fue solo de un instante, de un recorrido rápido, rápido se abrió los cajones del ropero, finalizo la contemplación.

–Andre mira, el otro día estaba pensando –la voz un poco apagada, los ojos extraviados en el fondo de la mirada.
–¿Qué? ¿Pasa algo? –Se ha dado cuenta.
–Desde la semana que ha pasado, más o menos, me tiene confundido una flaca que he conocido en el verano; no te lo dije porque pensé que no iba a ser importante –con cuidado, juega de nuevo con las cartas: un trece de reyes.
–¿Así? ¿Qué pasa con ella? – La respuesta sabida como la tablita de multiplicar de la primaria, esa que aprendió en las computadoras.
–Pues, he estado saliendo con ella. Y me vacila. De verdad creo que esto lo deberíamos dejar, estoy confundido –De su baraja, pone en la mesa un doce de tréboles, una reina, de la misma baraja que el rey.
–Pucha, qué te puedo decir.
–Oye, Andre, no lo pongas... –ella se había puesto en marcha hacia alguna dirección fuera de su alcance; la as había estado debajo de la mesa.
–¡Ah! Ya fue –se lo dijo para sí mismo; partida ganada.

Los efectos eran extraños, no sabía a dónde ir ni en dónde quedarse. Pero, solo tenía que caminar, lejos de lo ocurrido. El problema iba a ser si lo ocurrido se lo llevaba consigo. Sentía, de repente, que toda la piel estaba escocida, había un frío intenso originado de la implosión de la niebla. Los ligustros rebujados contra su paso, no posaban muchas flores, se había venido el invierno hace unas semanas. Le quedaba un curso por asistir, pero el curso del trayecto era otro. Parte de Lima pasó horrible en un momento horrible. En la casa el tránsito fue inmediato: unas llaves quitaron el seguro de la puerta, el abrir y cerrar de las piernas hacía pasar de habitación en habitación; no había nadie. Por fin, a pocos centímetros de la habitación, soltó un sopor. Ingresó y se dejo empujar por una caída en la cama. No había sollozos, sino lágrimas apenas. Un dolor que no tenía sonido. Lo había querido, parecía, de verdad.

Como otras hubiera preferido dejar todo, y qué mierda: es uno más. Precisamente, nadie podía saber qué iba a pasar con ella, nadie la puede describir, es una estación no estacionada sino movida, por cualquier motivo. Iba a echar una siesta, algo la detuvo. Estuvo, en pocos segundos de haber estado echada, en pie con la mirada hacia el espejo, no sabía si se miraba así misma. Nunca se había visto llorando, se lo habían dicho, a lo mucho. Se dio cuenta que era gracioso estar así: con las gotas sumidas en las puntas de los pómulos y de las pestañas. Se sacaba su chompa; después, su blusa: quedó en sostén. Empezó a pasar las manos por sus dos regazos, como puliendo cada uno. Abriendo los prendedores traseros, quitó su sostén. Con el regazo sumado en dos regazos, los volvió a acariciar, con los dedos errabundos sin elipses apenas en óvalos. Su mirada delataba una sonrisa, a medida que tocaba sus senos, la sonrisa crecía hasta tener una sonrisa obligada, como la que pide un dentista. Como en una escalera sin pasamanos, sus manos bajaban con cuidado para no perder el equilibrio; peldaño por peldaño hasta dar con la línea de la bragueta –dejó de sonreír–, la cogió y empezó a tirar de ella, en acto como de querer sacarlo. Así fue. Se quitó el pantalón dril, este terminó cobijando sus pies. Siguió jugando con el elástico de la bragueta, hasta dejar que su mano derecha entrará rápido con dos dedos erguidos, en forma de una flecha. La mirada era formada por su expresión esfumada entre somnoliencia y rijosidad: su boca separaba los labios y, entonces, expulsó un gemido. Andrea se había hecho paso a su interior, por el que nunca se vio en el espejo, el único detalle que nunca se había pensado frente al espejo.

Era otra contemplación, pero de una Andrea distinta y vista por otra Andrea. El placer de sus devaneos en su pubis se estaba incrementando. Era la mano izquierda la cortante de sus sortijas, y otras dos manos se vieron en el espejo, al ras de los senos. Los apretaban, redibujaban sus trazos que los hacía rígidos, unas manos que no eran una derecha ni una izquierda. Ella había dejado de verse en el espejo para ver los efectos orgiásticos de su tacto, con los ojos cerrados; cuando alcanzó, en pie, la plenitud de sus movimientos, abrió los ojos y se percató de dos manos, dejados por dos brazos gruesos, salidas de una sombra; en el espejo no se veía ningún trasfondo: todo estaba oscuro. Las manos iban buscando las sortijas escondidas. Pero, Andrea no tuvo miedo, al contrario, tomó las manos con sus manos y las condujo por buen camino. Pensó en todo los tiempos que estuvo contemplándose, al fin sabe que no hay ningún secreto: Andrea aparecía de entre la sombra y la tocaba a ella, a sí misma.

Más que una distancia

El amor es ese absurdo
que juntas hacen dos
personas: tratan de ser una...

Madrid, 13 de Junio de 1999.

Con mucho cariño, querido Antonio.


Sé que no te he escrito durante mucho tiempo. No te preocupes, he estado recibiendo mi correspondencia; por favor, disculpame que recién responda. A estas alturas, debes estar en el estudio de tu padre en tu trabajo de tesis.

No sabes lo mucho que te recuerdo, desde ese día en el aeropuerto. Tomaste mis manos, y apenas me pude despedir de ti. No te lo he dicho, pero estuve llorando en el avión; las azafatas intentaron calmarme, fue inútil; solo la turbulencia me corto las lágrimas del susto. De aquello, estos tres meses.

No ha habido tiempo, también lo sé. En esas llamadas que hice, y de las que me regresaste, no han sido suficientes. Sí, lo sabemos, necesitamos tiempo. Tú lo necesitas para tus investigaciones, los estudios de idiomas, me dijiste que ya habías comenzado el italiano; yo para costearme los gastos del alojamiento, de mi estancia aquí. Sabes, en esas llamadas me olvide decirte que está empezando a hacer mucho frío. Eduardo, Eliza y Armando, los amigos de los que te comenté la última vez, resultaron ser los andaluces más agradables que hasta hoy he conocido. En ellos encuentro algo de abrigo. Si tú estarías aquí, no me haría más frío.

Amor mío, la semana próxima tengo que emprender un viaje a Barcelona, por Cataluña. Para el curso de arquitecura europea tengo que hacer una investigación sobre la obra del arquitecto catalán Gaudí; Eliza se ha ofrecido a acompañarme hasta allá, sucede que ella sabe catalán y está enseñando algo de su escritura; para acceder a las fuentes necesito saber algo, ella piensa que también podríamos encontrar registros en la univesitat de Barcelona. Ella qué mas quisiera, siempre está lista para salir, me gustaría que la conocieras.

Mi nito, por lo que te diría de la Complutense es más de lo que esperabamos. Siento que solo ayer estuve en la semana de conmemoración de Cervantes, aquel evento me dio la bienvenida, recuerdas. Han pasado cerca de dos ciclos, pero de Cervantes como de Jimenez o de Picasso, en fin; no falta tu admirado Moratín, tengo algunos de sus sonetos originales, lo adquirí para ti, quería que sea una sorpresa, pero tenemos que esperar.

El viernes a no más tardar estaremos en Barcelona. Ahora que escribo, Armando ha venido a visitar a Eliza; esta mujer estará esperando que ahueque el ala, así se dice por acá a que me vaya; recuerdo que a nosotros nos faltaba intimidad, hasta en ese departamentito, cuando de vez en cuando venía Melissa o Javier. Iré al Melounge café, aprovecharé un capuccino, quizá dos: ya sabes como soy adicta a la cafeína, para terminar el Disent les imbéciles, una novela que le debo horas y que es peculiar; imagino que te hablaré de eso en otra oportunidad; incluso así, ve leyendo a su autora: Nathalie Sarraute. Ten cuidado con tu tiempo, si no lo tienes ya regresaré con alguna edición, procuraré de que no sea en francés, mejor que sea en italiano, para tal tiempo ya te gustará.

Seguro, Eliza no me quedrá acompañar después de esto, hace poco entró a mi habitación y me dijo: "Oye, tía, vosotros nos estamos yendo a comprar, ¿no quereís algo?" Le dije que no hacía falta, la que salía era yo, no podía, se veían muy acaramelados en la sala. Así que ya termino, respóndeme pronto, en cuanto puedas. Todavía te amo, chao.

Tu Carmen.


–Tía, pero no hace falta; más bien queríamos irnos para el cine.

–No jodas, pues, Eli. Te veo buscándole la polla a Armando.

–¡Joder! Ostías, capaz y le has visto por culo a mi novio. –le toca los hombros, mirándola feliz– Vale, Carmen, vosotros te lo agradecemos; cuando quereís follarte a cualquier gilipollas, nos avisas –la abraza y le descarga un beso en la mejilla.

–Armando, tu noviecita –habia pasado a la sala y estaba dirigiéndose a la salida– jura que no sabe de coños.

–Qué graciosa, Carmen. Lo que pasa es que mi tía no sabe que decir cuando... ya sabes, ahora se le ocurrió irse a comprar.

–No jodas, pringao, que a ti solo se te ocurre hablar bulos, anda buscar curro, acaso ¿no podeís? –coge una almohada del sofá y se la lanza.

–Okey, chicos, ya me voy. Veo que ya van empezar,–abre el picaporte de la puerta– chao.


Cuando era chaval, siempre me detenía a ver las nubes. Se parecían a estas que se posan sobre este cielo. Hace tiempo que no me detenía a ver el cielo, con razón que no escribo nada. Será que he estado aburrido; sí es cierto. He esperado hace horas, creo. Y qué le ha pasado a esta tía que tanto demora, va decir que los peruanos así demoran; vale, que se deje de joder. Espero que le guste este lugar para estudiar, cerca al Manzanares. Pero qué es lo que piensas, cojonudo. No te engañeís, Carmen te tiene así, la quereís ver. No te olvidas lo del otro día, en el departamento; os hemos salido, no he querido salir con ella, todo ha sido de casualidad. De casualidad no ha sido ese aliento, esos juegos, esa sonrisa y ese gesto de dormida. Ese día en el departamento, te quedaste sin decir nada. Es cierto, ahora que ella no llega, al menos he tenido tiempo para pensar. Pensando como orate, capaz y llegue a ser cuerdo, hasta pareciera que fuera mi mismo amigo. No es fácil. Aunque no me habla tanto de Lima, de su novio, no como antes; estabamos en la misma universidad, pero yo no lo sabía; hasta que me la encontré con la tía Eliza, esta chavela que no me hablo antes de ella; fue en Barcelona, decían que iban a informarse sobre un arquitecto. Vaya curro, felizmente que ahora estamos de vacaciones; ojalá se pueda estudiar aquí. Creo que ahí viene la tía; quita de ahí, chaval, que no me dejas ver. Sí, es ella.

–Me teneís preocupado, Carmen, qué te ha pasado.

–Tuve un retraso, disculpa. Tuve que pagar una deuda, resulta que le pague a esa persona; pero ella también tuvo problemas; me quedé lo que pude escuchándola. Pobre, Adriana; está preocupada por sus viejos, uno de ellos está mal en Bogota.

–Lo lamento, que metida de pata. Pero, entondes...

Estuvieron platicando cerca de quince minutos, se detuvieron con un extenso silencio. Eduardo, sacó un libro algo tapizado por un color café. Era Àl'ombre des jeures filles en fleurs, contaba que de refilón lo había encontrado en el estante viejo de su tío; le decía que no sabía mucho francés pero con lo poco iba ayudándose del diccionario. Le había gustado Proust y ella no lo había leído mucho, salvo un ensayo suyo.

Entre cigarro y bocanadas de humo, terminaba la tarde madrileña. Eduardo tocaba el hombro izquierdo de Carmen, casi apoyándose. Para que no sienta mucho frío, estaba garuando. No te olvides el Tatto You de los Rolling, le decía entre risas; desde comienzos de ciclo se lo había prestado. La noche ya había estado fisgoneando el tránsito de los dos, por las calles de Atocha. Eduardo la sorprendía, hasta cuándo vas a decirme que no es así, me paso de grosero, vaya, tú empezaste y no podeís negarlo. Carmen, le tomo el cabello, le dijo que si seguían así no iban a llegar temprano. Al llegar al departamento, la noche hizo pucheros y cayerón gotas. Sonó un rasguño, era el cerillo contra su caja y prende otro cigarro. Se lo ofrece a Carmen, ella suelta una bocanada en su cara. Qué quereís hacer, asfixiarme, tía. Ella hace un gesto burlón al sesgar su rostro. La lluvia arreciaba mucho, tuvieron que ingresar al umbral del edificio de cinco pisos. Era una sala pequeña, había un sofá como para cuatro personas, al lado estaba la escalera; ocuparon los asientos del mueble. Repentinamente, no tenían de nada más que hablar, solo tenían nada más que mirar, que mirarse; empezaron a sonreír, no dejaban de hacerlo. De pronto, ella bajo la cabeza y le dijo que tenía que irse, se iba a resfríar con tanto chubasco afuera. Él, no que mejor era que se quede a esperar a la calma de la lluvia.

–Deja de mirame, Eduardo; ahora sí, hablo en serio. Si sigues así, me voy a subir a mi cuarto.

–Yo también voy empezar a hablaros en serio, no sé que es lo que os estará pasando; pero me gustas. Desde hace un tiempo me gustas –contemplándola sigilosamente después de devanear lo ojos, darse cuenta del suéter grana, del blue jean desvanecido que cubría esos muslos carnosos, esa curvatura que terminaba en una cerrazón, del cual él se había sentido hombre para ella.

–Eduardo, sabes cuál es mi situación. De qué quieres que te hable, de mi novio ¿verdad? Qué quieres que te diga, que no cojo hace años con él, que no le escribo –algo alterada, con la voz quebrante, parece que resiste (no quiere ser derrotada)–, vamos...

–Tal vez sea trágico, pero no puedes sentir pena nada más por él. Todo lo que no has hecho por él en estos últimos meses ha sido porque has querido. En la contestadora hubo cerca de veinte mensajes la semana pasada. Lo escuche, mientras te dormías, después que te cansarás de cojerme –recibió una cachetada de arrebato.

–Qué te crees, imbécil. ¡Siempre nos hemos acostado cuando estaba hebría! ¡Dime, dime! ¿Qué mierda quieres? Que te diga que me gustas, que te quiero –había perdido los estribos; desde que empezó la discusión estuvieron de pie en la puerta, la lluvia había cesado; ahora ella lo jaloneaba de la chompa, lo tenía contra su misma cara, le gritaba de cerca.

–Qué por qué puta me estado follando; yo de veras quise decirte eso pero... –fue interrumpido por Carmen.

–Pues, sí, menuda mierda. ¡Te amo, te amo y eso me tiene cojuda! –después de casi escupírselo, se aparta rápidamente, corre hacia las escaleras; él se queda estupefacto.

La puerta se constriñe y desploma contra el zocalo. Se dirige rápidamente hacia su cama, Eliza trata de consolarla. La noche se diseca y abre sus nubes.

Lima, 25 de febrero del 2000.


Mi adorada...


Qué puedo pensar. Te he hecho varias llamadas, no contestabas. Lo único que te digo es que ya me cansé de esperar; sí, no pude, parece que tú tampoco. En marzo, tal vez, no tarde en llegar a Madrid; espero que no te hayas cambiado de domicilio. Por mi parte ya terminé mi tesis la semana anterior, la próxima semana es mi exposición al jurado. No te voy a mentir, estoy algo nervioso y atareado con todas estas fechas. La mitad de enero no dormí bien; ni bien acabe con esta licenciatura, acudiré al empleo allá por España, es en Mayorca. Depende de mi licenciatura para poder sumarme a esa asesoría de esa empresa. Del trabajo te hablaré después.

El martes te llame y contesto tu amigo Eduardo. Es agradable el tipo, me da risa su dejo. Me dijo que no habías podido llamar por un viaje que hiciste a Pamplona, a visitar a la familia de Eliza. Está bien, dulzura, no te preocupes, ya me estarás poniendo al día. Para cuando estés leyendo esto, yo ya estaré viéndote con suerte. No he de mentirte y sí, he tenido tiempo para leer algo de Sarraute; supe que estuvo por Puebla en España, ahí ha dejado algo de sus escritos. Y el italiano, lo pienso terminar en la misma Roma, después de tanto esfuerzo es correcto disfrutar del algún gusto.

Es inútil, tengo que decir lo de siempre: No sabes cuánto te he extrañado. Desde semanas que no escucho tu voz. Sé que me has estado llamando después, descuida no pasará de nuevo. Tendré tiempo para ti, ahora. Por acá no soy el único: Enrique, Lucia y Greta también quieren verte, me dijeron que podrían darnos el alcance; sus escalas en París y Orleans van demorar un poco más; en todo caso ya lo estaremos conversando.

Ahora sí, tengo que dejar de escribirte. Hay que preparar el discurso, revisar algunas diapositivas y mi texto. Espero que haya sido de alivio esta carta; lo lamento, desde diciembre no te escribía. Pero no desesperes, todo habrá valido la pena. Hasta Madrid, entonces... Desidero a voi, Carmen.

El de donde vienes, tu nito.

...lo hacen y no se dan mucha cuenta

apenas den mucha cuenta, vuelven a ser dos.

Y otros llegan a ser ninguna o una.






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