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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

En prisión





Liberty or Death

Jean Baptiste Regnault










Estoy en prisión y la pena es de cadena perpetua en thymós¹. No me di cuenta del ingreso a la prisión. No hay silencio en este lugar porque no hacen bulla. Quienes no lo hacen no existen. Todos los días pasan sin fijarme a menudo en un reloj o un calendario. Yo como por costumbre en alguna hora fija. Me sirven las raciones, supongo, y no les rechazo nada; aunque por las noches no siento hambre. Como hoy día suelo pensar en mi condena y sus motivos. No soy un condenado justamente, ni, mucho menos, injustamente.


Pienso la gente prefiere sentirse alegre y se enferma las veces que siente lo contrario. Son cuando recibe una condena cualquiera. En algún lado del thymós la gente pasa su condena.


Se dice desde años bien antiguos que thymós es un lugar lejano de cualquier lugar, pese a que es muy cercano a quienquiera. Aquí trato de pensar en otros lugares menos áridos, donde no se pueda ir a ninguna otra parte que no sea mi hogar. Pero en thymós una condena reside básicamente en el goce de la libertad. Casi no hay restricciones y el Reglamento Integral Penitenciario (RIP) suscribe una sola norma: “Todos los prisioneros deben vivir”. La libertad suele asumir que todos queremos vivir. Todos son libres de ir a cualquier parte pero están restringidos de ir a ninguna parte.


Así, no hay quien esté deambulando en círculos o en trayectorias cualesquiera en varios lados del extenso thymós. No consigo ver a los demás prisioneros todo el tiempo. El calor causa efectos nocivos sobre la percepción en este lugar. Escuché al alcaide el otro día decir en uno de sus breves anuncios, “quien sea ve lo que sea”. No he podido confirmar que el mensaje llegó a todos los prisioneros. Y es un misterio el lugar de donde provino el mensaje, como también el hecho de que fuera en mi idioma. No creo que haya muchas personas que hablen en mi idioma. No conozco su idioma. Pero creo es muy posible haya alguien más que hable mi idioma. Si no por qué el RIP también fue escrito en mi idioma. No tiene un destinatario fijo. Arriba nada más dice “Prisioneros,”. A todo esto, después de aceptar esa posibilidad, he intentado de una y mil maneras comunicarme con alguien. He gritado cualquier nombre al azar para ver si alguien respondía. Todo fue inútil pese a que dije de todo. He hecho gestos pero no ha funcionado. Nadie puede comprenderme y no sé porque he tenido la sensación de que algunos prisioneros se ponen serios cuando me río, o se asombran cuando demuestro sufrimiento. Creo ellos mismos saben lo de mi pena; me he preguntado varias veces si de veras guardamos parentesco en nuestras condenas realmente.


Las celdas de la prisión son todas inmensas. En sus paredes, a veces no hay más entradas que la general; pero en muchas otras, hay puertas que conducen a otros niveles. En las paredes de las celdas hay compartimientos. La cantidad de ellos depende de la altura de las paredes. Los edificios suelen llevar un gran número de compartimientos e imagino debe ser complicado ingresar a ellos. Con todo esto, a veces ni siquiera puedo apreciar los límites de una y otra celda. Se pierden a lo lejos y sólo son imaginables a causa de una raya delgada y fina en el horizonte. En cambio son bastante visibles los pasadizos que atraviesan las diferentes secciones de la prisión de thymós. Por allí generalmente veo más gente dirigirse una y otra vez. Allí veo se agrupa la mayor población de prisioneros por las tardes y las mañanas. En la noche, más bien, parece que prefieren deambular solitariamente por los pasadizos o quedarse solos en sus celdas o divertirse en algún lugar especial. En estas veces, no puedo verlos; las celdas son tan grandes que tardaría días enteros en dar con ellos. He pensado disponen de algún medio de transporte para ingresar finalmente en sus lechos para pernoctar. Si decido algún día visitar a alguno en su celda, tendría que llevar provisiones para días enteros.


Y todo esto quizá resulte bastante entendible. Puedo movilizarme para buscar alimentos y lo consigo. Creo esto se explica porque yo veo y siento constantemente que no voy muy lejos de donde duermo en mi celda. Para facilitarme la vida, deambulo poco y prefiero quedarme pensando en un lugar, leyendo libros. No me hace falta salir de la inmensa celda. Además, por lo general voy hacia la puerta que da al pasadizo y ya encuentro las raciones de comida. Desde los primeros días he pensado que hay una organización interna que debe dedicarse a la alimentación de los prisioneros. Eso es gracias a las autoridades. Eso sí, jamás he visto en mi vida a una siquiera.


En el suelo hay varias cajas de medicamentos, tabletas de pastillas, cigarros, filtros de cocaína, PBC o hasta unos que otros de heroína; en las inscripciones de las cajas de medicamentos y tabletas he encontrado nombres como Dexedrín, Sintonal, Anfetaminas, Ritalin, Metilfenidán, Ansiolíticos, Distensan, Zaleplon, Ketamina, Baclofeno y otros más raros. De niño aprendí que medicinas como estas debían ser utilizadas bajo supervisión médica. Dado a que las cajas están vacías, al menos un grupo reducido de prisioneros debió consumir todos estos medicamentos; así que o hay varios médicos en thymós o no hay ninguno. Pues cabe la posibilidad que yo o quien sea de los prisioneros podamos consumir libremente medicamentos sin la presencia de un médico aun cuando es una creencia general que el consumo es indebido así. En cuanto a las drogas, los prisioneros son libres de elegir las mejoras formas de sentirse mejor; y esto ocurre sobre todo porque, asumo, todos siguen el RIP. Pese a estos hallazgos, veo mucho más colillas de cigarros; son casi infinitas. No hace falta ni siquiera dar dos pasos para confundir el suelo invadido por colillas de todas las marcas y todos los colores.


1


Si aquello he encontrado, no quiere decir que no haya visto a los prisioneros fumando o administrándose esas sustancias. No los veo todo el tiempo pero, sobre todo, los he visto haciéndolo por las mañanas, antes de que las jornadas diarias empiecen y las actividades congestionen todos los pasadizos por las celdas. Una vez intenté avisarle con señas y gritos a una señora que la inyección usada en su brazo derecho debía introducirse de manera recta; pero la señora no pareció escucharme en absoluto. La cogí por la espalda pues en unos segundos se quedó inconsciente. Algunos prisioneros justo deambulaban por allí y hablando cosas que no entendí, apartaron a la señora de mí; al momento, ingresó una ambulancia al frente de todos nosotros y de allí unos hombres llevaron a la señora en una camilla. Yo quedé un tanto pensativo porque era la primera vez que veía una ambulancia en thymós. Intenté preguntarle a alguien que me miraba; pero fue inútil como otras veces; solamente me miraron durante unos segundos y después siguieron su paso rápido. Todos los prisioneros, mujeres, hombres, van apresurados por los pasadizos. Fumando casi todos. Y todos parecen no conocerse. Contadas veces en estos años, he visto una mujer saludando a alguien o un hombre, a otro. Lo digo así porque en las mañanas, cuando caminan en los pasadizos, todos van por su cuenta. Uniformados o vestidos con ropa casual, parecen no conocerse o no querer hablarse ni siquiera por verse más de un par de veces. Yo conozco a la señora, a un niño de unos catorce años, un señor calvo de cuántos años será, un joven de mi edad y a una joven. Digo conocer pues los veo casi todos los días, al menos los pocos días que salgo a caminar fuera de mi celda. A cada uno de ellos más de una vez he saludado pese a que ellos no me miraban o me apartaban de su camino por los pasadizos. Ayer ocurrió algo asombroso relacionado con todo esto.


2


Como a veces solamente miro calendarios en algunas paredes, calculo que vi al joven de mi edad por primera vez hará unos meses. Llevaba un polo guinda y se sentó en una de las muchas bancas situadas al través de algunas celdas. Los prisioneros suelen venir en parejas a estas bancas; raramente los he visto vengan solitariamente a sentarse en alguna banca. Por lo que me quedé sentado en el suelo a unos metros, viendo lo que hacía él. De un maletín negro sacó unas gafas y un cuaderno. Allí hizo unos apuntes. Luego sacó un libro delgado. Lo alzó a cierta altura y de seguro se puso a leer. Quise acercarme más para ver qué libro era. Pero tuve miedo de espantarlo como hasta esa fecha había espantado a tantos prisioneros, por intentarles saludar o comunicarme con ellos. Pasados unos minutos, sacó del maletín un paquete envuelto con un papel marrón. Fue abriéndolo con paciencia únicamente con el tacto, pues llevaba la vista ocupada en su lectura. Desde mi posición vi nítidamente sacaba una caja blanca, atravesada por rayas azules. De allí mismo sacó un frasco de color ámbar. Despacio bajó el libro y lo puso en sus rodillas. Desenroscó la tapa del frasco y por entero lo bebió del pico, embocándolo rápidamente y reclinándose. Cuando hubo terminado, tiró el frasco. Enseguida, se puso de pie y empezó a hacer movimientos extraños. Restregó duramente sus zapatos en el gras alrededor del pasadizo y empezó a sonreír y cerrar los ojos. También daba piruetas sobre su mismo sitio. Pensé el frasco contendría alucínogenos o estimulantes. En eso vi que dejó de sonreír y volvió a la banca; encogió los brazos, las piernas y empezó a subir y bajar su cabeza. Su expresión era triste y llorosa. Los ojos vidriosos, detrás de unas gafas relucientes. Este rato fue cuando me convencí de acercarme. Me puse en frente de él y le estiré una mano, en seña de saludarlo. Pero dejo mi mano extendida como todos los habían hecho hasta esa fecha. Me arrodillé para mirarlo cara a cara. Lo hacía pero al mismo tiempo parecía que no fijaba su mirada en mí. Lo cogí de la cabeza y él de un brusco palmazo se zafó de mis manos y se puso de pie. Miró alrededor de un solo giro, cogió sus cosas y se fue con el mismo apuro con que vino.


Muchas veces lo he estado viendo caminar. Generalmente lleva sus gafas y únicamente lo he vuelto a ver sentado en una banca un par de veces más. Una vez me senté a su lado y por fin no se alejó. Fue la primera vez que alguien no se alejó. Fui paciente pese a todo. Adopté su conducta y también saqué un libro. Esa vez fue la única vez que leí acompañado en thymós. Al pasar un par de horas, se administró, como la primera vez, el fármaco; pero esta vez los efectos fueron distintos y raros. Empezó a arrugar las páginas de su libro. Los pedazos arrancados se los llevaba a la boca. Iba masticándolos mientras apoyaba su cabeza en su puño, en acto de meditar. Y en silencio empezó a llorar. No me miraba. Yo lo miraba muy de través. Sospechaba de mirarlo directamente, lo espantaría. No fue necesario cometer el error. Antes que se fuera, intenté ver el título del libro, coger algún pedazo de alguna página. Pero no dejó ni un rastro.


3


Al niño lo conocí cuando solamente iba a recoger mi ración de comida a la puerta de mi celda. Aquí parece no haber restricciones para las edades de los prisioneros. Y sabiendo las penas de todos, fácilmente, quien sea puede admitir aquí adentro a un niño o una niña. Hasta un bebé podría estar aquí; pero no he visto ninguno jamás. El niño estaba arrodillado fisgoneando mi plato. Pensé primero los niños eran los encargados de servir a los prisioneros las raciones de comida. Pero creo no me convencí. Resultaba absurdo pensar en que esa criatura de esa talla pudiera cargar el plato y colocarlo en la repisa delgada, sellada contra la puerta. Apenas cogí el plato, se fue rápidamente. Intenté seguirlo pero lo perdí de vista, sin lograr ir más rápido que él. Siempre lo distingo de otros niños porque no olvido su cara achinada, sus labios carnosos y la gorra verde; siempre la lleva puesta. Los niños y niñas que he visto caminan por los rincones de las celdas, muy pegados a los pasadizos pero no suelen atravesarlos. Creo se debe a lo congestionados que están durante las tardes y las mañanas y a lo muy solitarios, durante las noches y las madrugadas. Al niño más lo he visto cruzando el través de las celdas; jugando en las bancas y correteando a otros niños. Ellos también se entienden bien pese a que son bien jóvenes. Quiero decir tampoco he conseguido hablarles. He intentado hablarle al niño pero he fracasado. Una vez le ofrecí unas piedras brillantes halladas por casualidad junto con unos cajones de un ropero, tirado en medio del pasadizo por la noche. Quedé con las manos extendidas otra vez. Quedé más decepcionado, pero, cuando empezaron a agredirse al mismo tiempo lamían paletas redondas y verdes. Todos lo hacían. No se dónde los habían conseguido. Por suerte logré saborear un pedazo de una paleta. Sabía a vegetales y era dulce.


4


La señora camina sonriente con otros prisioneros los jueves por la tarde, sólo por la tarde. Y en realidad no estoy muy seguro si es el jueves; puede ser el miércoles o el viernes pues sólo calculo los días de memoria. Dos días después de cada uno de esos días, va a un edificio situado en el borde de una celda. A ese edificio es al único adonde he ingresado. A los otros no lo he hecho porque en cada edificio, un prisionero siempre diferente se para delante de mí y me impide el paso y me anda diciendo cosas que no entiendo. La vez que seguí a la señora, aproveché un momento en el cual no había nadie en la entrada. Adentro, un corredor inmenso conducía a una fila casi interminable de tragamonedas de todas las clases. Había ruletas, los discos en serie de tres, máquinas de casino y otros desconocidos. La señora se dirigió a uno y allí se detuvo. Era una máquina clásica de las series de sietesiete. Fue accionando la palanca y en unos instantes, dio con una serie de aviones. De la bandeja, salió un chorro abundante de monedas doradas. Alegre la señora puso puñados de monedas en su cartera. Hecho esto, prendió una vitola blanca y le dio detenidos pitos. Sonreía todo el tiempo. Cuando expulsaba la bocanada de humo, reclinaba su cabeza y ponía los ojos desorbitados. Para no ahuyentarla paseaba de un lado a otro, sin quedarme parado. Celebraba a cada rato y otras señoras empezaban a reírse con ella. Hubo un rato en el que la máquina arrojó tantas monedas que la cartera de la señora se rebalsó. A su alrededor se posaba los grumos de humo. La señora a veces tosía y empuñaba su mano cerca de su boca. Sentí estaba bien que disfrutará de sus ganancias. Fui yéndome de ese lugar cuando empecé a sentir los pies adormecidos. A lo lejos volteé para verla. Pude avistar su cartera en el suelo y ella separándose de esa máquina. Caminaba con la misma lentitud con que entró.


La he visto llorando mucho últimamente. Hace no sé cuántos días, estuvo sentada en el suelo al lado de su cartera grande. Como no puedo hablarle, le ofrecí en vez de la mano como tantas veces, una de las paletas verdes que acostumbré buscar en el gras donde juegan los niños. Allí miró la paleta sin mirarme ni de reojo. Cogió del palo la paleta y empezó a sonreír. En su cara reseca la sonrisa quedaba sin cálculo y explicación alguna.


5


Las penas de los condenados no paran de aumentar. Todos van de un lugar a otro o se encierran en sus celdas para consumarlas, para eliminar sus penas. El mandato de vivir nos desespera a veces. Varias veces no he podido seguir leyendo y he tenido que correr por pasadizos en las madrugadas. Es cuando veo a unos cuantos prisioneros caminar dando tumbos. Fueron yendo dopados, ebrios y cabizbajos. Muchos en sólo ropa interior. El señor calvo apareció en unos botines y unos pantalones roídos de tela marrón. Se detuvo cuando pasé por su lado. Me miró. Yo dejé de correr. Pienso fue tanta la sorpresa que me olvidé de mí un rato. Tenía gafas grandes. Se las quitó. Alzó el ceño y pensé me diría algo y yo podría entenderlo por fin. Pero sólo me miró unos segundos. Le topé los hombros para que vuelva a mirarme. Le grité como pudiera. Hablé todo lo que había escuchado decir a otros. Empecé a hacer sonidos guturales; cualquier cosa. El señor calvo se detuvo por fin y se sentó en el suelo. Me arrodillé. Se tapó la cara con los ojos y empezó a sollozar. De pronto golpeó con un puño el suelo. Se veía feroz. Apretó su cara con sus dos manos después. Y chillaba. Se tiraba del cabello. Temí me hiciera algo. Me puse de pie. Allí lo dejé columpiando su espalda contra el suelo.


6


No experimento alegría. Al principio creí me estaba haciendo muchos problemas. Estaba exagerando. Antes que llegará a thymós, hubo amigos que se acercaron a ayudarme y a hacer todo tipo de idioteces para dejar la seriedad y la mudez. Puse todas mis ganas. No sentía nada y comencé a explicar las ocurrencias que hacían. Todo era lógico. La característica de unos pigmeos lo hacían muy altos para la fiesta de unas atletas altas. Mis amigos contaban con lujo de detalles los bailes. La disparatada figura de una atleta alta y la de un pigmeo alto en unas sillas giratorias los hacía reírse. Allí veía tristeza. Me imaginaba al pigmeo triste por no poder llegar por sí sólo donde la atleta alta. Mis amigos contestaron, ella se reía y él también. Entonces decía ellos estarían experimentando algunos efectos bioquímicos; habrían consumido algo. Decían no entendía. Se abalanzaban contra mí para hacerme cosquillas. Sentía que sus dedos entraban toscos y me dolían allí donde presionaban o pellizcaban. Quizá ahora sí si estuvieran.


7


Ayer fue como si las celdas empezaran a achicarse, los prisioneros me hablasen, me dijeran sus nombres y cada uno nos librásemos de ir errantes hacia todos lados. Dibujaba en una cartulina verde. No había visto una joven dibujar. Allí, con un grafito, describía una curva y luego desmenuzaba el grafito con sus dedos por los lados; los restos caídos los esparcía soplándolos por la cartulina. Pasaba sus dedos estirándolos despacio; las palmas de sus manos patinaban sobre las yemas de sus dedos, disolviendo el contorno tenue de otros trazos circulares. Por debajo la curva se difuminaba un fondo plomizo; iba degradándose al tiempo ella pasaba las palmas de sus manos e iba soplando. El cabello caía de lado a lado sin hacer alboroto; quedé al lado sin moverme y temiendo todo el tiempo dejase de dibujar y se fuera a otro lado. Quería comunicarme con ella. Decirle lo que sea. Al llegar a una esquina, el trazo negro atrapaba su mano contra el fin de lo verde; cogió ambos bordes de la cartulina. Vio su dibujo. Y alzó su cara. Allí estaba yo. Dijo ¿tú? Respondí ¿yo? Dijo ¿sí? Y se puso de pie. Me saludó y me estiró la mano. La tomé. Sorprendido y agitado le dije que era la primera persona con la que hablaba en años. Ella me contestó tú no has sido pero ya se acabó. Le pregunté qué, no entiendo. Dijo thymós está en todos lados, nosotros estamos en todos lados. Cogió su cartulina del suelo. La estiró en mi frente y me enseñó el dibujo. No entendí el dibujo. Le pregunté qué entendía por el dibujo. Dijo nada, no es necesario, a veces no es necesario. En ese rato pensé tiene razón. Dijo hoy podemos dibujar sin pensar, ¿no te parece? Dije sí. Me acercó un pedazo de su grafito. Hoy no termino el dibujo y la joven va adelante. Vamos saliendo de thymós por cualquier lugar.




¹Además de lo probable en la lectura, entiéndase por él como lo acuñó Platón en la antigüedad: fuente de pasiones nobles, ubicada a la altura del tórax de todo cuerpo humano.



No se lo digas a alguien










Pasa en algún momento. Despiertas una mañana de día de semana; haces lo que en los días de la semana pasada hiciste. Vas al lavabo y te miras en frente de ti; te abalanzas y mojas tu cara; te cepillas; el jabón te pinta la cara de blanco y los ojos te arden un poco. A continuación hay que apurarse porque todos los días el reloj te gana la hora (esto es un dicho bien literal); vas por el pasadizo disfrazado con la toalla de un árabe ignoto (menos ignaro después); haces tu cama (más literal, incluso) y buscas en tu cabecera (ahora biblioteca improvisada) unas hojas, donde están escritos varios garabatos que supones entender (ahora supones tenías que escribir más grande); la televisión hace minutos está prendida allí en algún lado de la sala roja (en realidad era medio topacio); pero por alguna razón misteriosa, prefieres ver la pantalla del microondas; es un capítulo más de tu sándwich de salchichas dando vueltas; por fin es the end y sale humeando, ¡cuidado! Échate kolynos, se volverá muy rojo y jamás volverás a cepillarte con kolynos; y sales apresurado como un día más de ese aparente todos los días de estudiar alguna carrera de tortugas contra conejos.

Quizá lo que más te fastidia es llegar y ser blanco militar de las vistas de todos. Hablan o, mejor dicho, crees que hablan de ti porque eso seguro pasa luego de que los pillas mirándote. Por fin alguien que reconoces se acerca y habla contigo. Es sobre las notas de la prueba pasada. Te pregunta por unas operaciones de matemáticas. Es el momento en que haces un diagrama sobre un pedazo de papel arrugado. Explicas y ya. Agradecimientos y promesas de no volver a caer en el mismo error. Piensas volverás a recibir agradecimientos por tu ayuda y nada más. Resulta que en ese paralepípedo de lados blancos ya no hay más conocidos. Piensas habrá que ver qué va con el primer día. Olvidé decirte que la semana pasada en realidad te la pasaste durmiendo, aparte del aparente todos los días.

Es la hora de la nostalgia y no estás escuchando la inolvidable (pienso que debes tener cuidado con sus regalías si es que esto se hace muy comercial). Hace un año, más o menos, había tres veces a cuatro el número de compañeros y sí existían amigos; pero no es mejor (iba a decir debes pero ya sabes cuál será tu trauma con eso) que seas tan apresurado: es el primer día. Pero no puedes aceptarlo aún; en estos minutos tus pensamientos van más rápido y con menos ataduras que después; entonces no puedes impedir verte pasando por el pasadizo riéndote con tus amigos, insultándote y dándole de cocachos progresivamente a unos cuantos. Y a ti también te dan porque no es bueno hacerse el cojudo todo el tiempo. Te sientas cuando se sientan todos sobre las banquillas de esa especie de vestíbulo organizado. El más avezado de la mancha habla sobre unos planes para ir de parranda la próxima semana a Barranco. El más pesado le dice, se contenta, es una buena idea. Justo en estos tiempos acostumbran prender cigarros, comprar chocolates, galletas, abrazar a las amigas, mejor dicho, agarrárselas; pero, claro, esto no lo hacen todos. Sabes que has logrado estar dentro de esos avezados que no les importa ser rechazados porque saben que eso es el cuento de hadas de las supuestas inocentonas de jeanes apretados y polos descubiertos. Por eso en este momento te toca hablarle a la del carmín y el lunar chistoso sobre su bozo (después sabrás también, su busto). Pero todo esto te está confundiendo; aceptas que no es lo que está pasando; solamente son hologramas imaginarios en tu cabeza y detrás de un soplido del cigarro derrumbado en tus dedos.

Felizmente, hoy estás tan experimentado que has terminado todos los ejercicios y encima te la has pasado de presuntuoso con uno de los profesores. Sales temprano. Pasan un par de días. Haces lo mismo; sólo que un día te percatas que hace falta cambiar el dentífrico y también el platillo giratorio de tus comedias en el microondas. No todos los días te has puesto a mirar fumando en la calle desierta, de espejismos de carros, una universidad y jóvenes andando a prisa y con las combis embaladas en las esquinas. Los hologramas se abren en tu vista y ves al más pesado sonriendo con una mueca de un niño desobediente pero inocente. Le da de patadas a una pelota plateada y corre atravesando la pista. Detrás de el, aparecen cortados por una viñeta pasada tus amigos hablando sobre la China. Es la nueva sensación de todos; tiene una figura levantada y aceitosa y, lo mejor para todos, aparenta ser cándida (más que todo, tiene un culo como operado). El más avezado le cuenta a otro (después solamente verás que la del bozo alunarado tenía precio) muy blanco, casi albino, un direte sobre el día de ayer. Uno de los cuantísimos amigos la tuvo de rodillas a la China. Llega a tus oídos. No te sorprende; hace un tiempo aprendiste que las caperuzas son peores que los lobitos y ya era hora. Sin que el cigarro se termine, te acuerdas que ese muchacho medio relleno lo logró. Se cargó al manjar oriental de vitrina de todos y ya empezaba a hacerse respetar por el más avezado. Tus hologramas siguen pasando y parece que el tiempo se hubiese quedado agotado en un imperdible por donde no pasa ni un grano minúsculo de arena.

Tú, (seguro el más conscripto), el más achinado, el más blanco y el más pesado quieren saber cosas. Se sientan con unas chicas y aprovechan las aulas vacías durante las tardes oscuras. No lo ves muy bien en el holograma pero crees que se ayudan con unas linternas en la oscuridad. Allí, sin una botella beoda, quieren contarse la verdad, sin saber nada de Sócrates y sabiendo con las justicias de Sofocleto. Resulta que todos tienen a alguien que les gusta; todos tienen un blanco exacto, donde tirar (cómo no se te ocurría comparaciones tan desabridas antes); todos excepto tú. El más café (ese se te olvidaba) bien sabe que sí tienes un blanco pero eso no tiene nada que ver con todos. Pero, de todos modos, estás convencido que no es lo mismo; ellos verdaderamente están muy interesados en sus blancos; tú no lo estás tanto; sabes cuál es el límite; desmientes todas las veces que van a la esquina de su casa y te le prendes de la cintura y la desquicias en el acto superfluo de pedidas de mano imaginarias y músicas estridentes. La ves llegar del paradero pintarrajeado de graffiti art y demás pendejadas; con su hermosura de adolescente de pasarela y las manos delgadas y porfiadas de caricias, rubores y una corrediza fragancia de un cumpleaños. En la recepción, o una especie de esto, te informan que está. Ese día te ves con ella y se van de allí. Pero regresas al momento en que todos te señalan; no le gusta nadie. Si hubo alguien en quien realmente casi pensaste en serio fue la nadadora.

Ella es como un proemio de muy después. La nadadora hace varias bromas sin importarle si su sexo se ve comprometido. Eso era algo que jamás has visto con tanto desparpajo. Durante algunos intermedios andan unidos del brazo; te cuenta sobre bandas; si el disco que traes era menos fuerte que sus discos. Además tiene un reproductor poco menos que excelente. Viste por las mañanas de manera deportiva; pareciera que siempre está lista para irse a la piscina; su cabello quemado huele a cloro. Un día se van a jugar con palos y unas bolas pesadas. En este tiempo ella no sabe muy bien jugar. Siendo ella la única mujer con todos los más, recibe algunos consejos. El más pesado le da uno tirando muy fuerte del palo mientras el más achinado juega en el pinball de unos metros afuera. El más café también está con él, metiendo más monedas para jugar un round más de un juego de peleas de dibujos animados. Allí te fijas que se interesa en el más avezado; es una de las muchas ocasiones cuando chocas con él; las veces que se siente la falta de definir quién es más avezado, si el conscripto o el vagabundo. Pero no es necesario para la nadadora que ya ha decidido. Te pide un par de cigarros y dobla por una esquina, muy cerca al baño, y desaparece sola. La ven solamente una vez las bolas pesadas estén siendo guardadas por el más pesado; y prende un cigarro negro y suelta diez mierdas de su boca nicotina.

Algunas veces los más te han interrogado sobre la chica de pasarela. Lo sabes y te percatas del último pito del cigarro. Hace frío pese a que el verano está cerca. Un conocido más aparece atravesando su figura gruesa y te saluda. Te pregunta por ti, es una sorpresa volver a verte aquí. Nadie lo imaginaría. Te fuiste de este lugar y sería para ir al frente. Pero tú lo encaras diciéndole estabas harto del otro lugar; ahora llegarías a estar listo. Un hombre alto y arremolinado por un bandullo en el vientre les ordena que ingresen. Subes esa escalera donde sigues oyendo las pisadas de un montón de gente apresurada por no llegar tarde, sentadas en los peldaños cantando o contándose los dedos deshechos en piruetas acrobáticas, uno que otro mirando que nadie más pase mientras se acarician o se dicen sonoras cosas al oído, muchos empujándose y gritando groserías, tú mirando al frente tu espalda desconcertada porque estás viendo el nuevo ambiente.

Todo parece ser normal. Sabes qué pasará durante todo el día. Parecería que lo tienes planeado en un problema, donde las posibilidades son menudos números en lápiz y sudor. Un amigo tuyo es el que pintarrajea en la pizarra indicaciones y más diagramas. Como te decía, sabes todo. Los números, los giros de las figuras rectas, cóncavas, bien dibujadas por tus dedos elásticos en esas faenas; solamente es cosa de esperar. Es de imaginar perfectamente que de aquí a unas semanas seguirás viendo muy entretenido comiendo palomitas de maíz el desenlace de tu novela favorita El calentamiento de las papas fritas del jueves; y lo harás satisfecho de seguir yendo donde la chica de la pasarela, diciéndole nimiedades que empiezan a tener sentido y no te darás cuenta, jugando los fines de semana en casa del más pesado como bien ya has ido hará unos meses. Hay un ruido entrecortado. Te ríes de algunas majaderías de uno de los problemas. También de algunas palabras nuevas que aprendes. Sabes muy bien, en absoluto, tus padres se sentirán muy bien pues por fin habrás conseguido lo que todos allá querían. El ruido se aligera y pícara se hace una carcajada violeta en un prisma cerrado por ene lados. No hay nada, te dices, que ahora pueda detenerte. El hombre alto te ha advertido que no será nada fácil mantenerte y que será muy estricto contigo. Incluso sabes que ese ruido es de alguien púrpura, que figura una silueta púber de una mirada diminuta. Lo sabes todo y al mismo tiempo no sabes las excepciones que ni siquiera filosofías todavía intentarán explicar la bonita aparición de risas traviesas en el rompecabezas; en el laberinto en el que estás a punto de entrar; durante los demás días no sabrás nada, ni siquiera hacerle reír mirando el horno microondas.


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