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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Disco Lights after a sunset




Epigraph.


A unreal ligthing keenly runs towards a real lightness’ sunset

when there appears a self sense.

He can sense sadness.

South Dakota draws several crimes and a high cliff madness over sea.


Encontrado en un libro viejo y deshojado.

Desconocido.











Primera Parte


No me gusta mucho el latin pop. Su ritmo es demasiado contagioso; los pasos son graciosos. Hace un rato trataba de mover los brazos y las piernas; me salía algo mal pero me importaba un bledo. Ver la risa de Tomás o la de Corina o la de Silvia me hacía olvidarme por un rato de mí mismo, y por esforzarme en imaginarme bailando. El trago también contagia bastante. No paro de reírme. Hace unos segundos me preguntó Cori qué estoy escribiendo. Le dije que planeo hacer una especie de relato de un tono. Me dijo que estaba cagado, y qué tenga cuidado que ni siquiera en este lugar podía estar con la laptop tan tranquilo y confiado. Tomás me amenazó con tirar su vaso de chela sobre el teclado si no dejaba de escribir. Silvia no paraba de reírse, de decirme que soy el antropólogo más tieso de la promoción, que no me gustaba bailar y que esto no era más que un pretexto para bailar. Luego puse una cara seria y con voz afectada les dije que se vayan a bailar de una vez que yo estaría concentrado en ver como lo hacen. Silvia se avergonzó un poco y amenazó con hacer otra versión del mismo relato en el que describiría exactamente como bailaba. No pienso decir como baila entonces. Aunque no sé qué dirá ella y los demás cuando vean que no los puse en el anonimato.


Doy uno que otro sorbo de un vaso de plástico, de esos que tienen el sello de una cerveza. A mis costados no hay más que unas casacas, un par de bolsos y una mochila gigante para acampar. Tomás la trajo decidido a irse de aquí a dos días. Siento de repente que estoy haciendo uno de los trabajos de campo que tanto nos tienen acostumbrados en la facultad. Me llaman la atención las dos parejas de mujeres que bailan solas. Solo se conocen de en dos en dos; van mirándose y riéndose por la manera de mover las caderas. Dan la vuelta sobre el mismo sitio y se agachan. Bailan reggaeton y corean la letra de memoria, levantando las manos y derramando sus tragos. A su alrededor apenas veo otras parejas que se mueven un poco más rápido. Las mujeres dan de leves tacones contra el suelo. En la parte más conocida del ritmo, cuando la percusión se detiene en una sola tonada y se parece al ritmo de un temblor rápido, las mujeres se voltean y mueven el culo a la misma velocidad que la percusión; cada abdomen tiembla bajando hasta tener a los cuerpos de los hombres y las mujeres de cuclillas. Esa posición nos causa bastante risa y nos pica más, es un reto mantener el ritmo. Al menos yo no estoy tan en forma y puedo dar una que otra contorsión a las rodillas y la pelvis. Eso fue hace unos cinco minutos. Vuelvo a la laptop varias veces para continuar pero no recuerdo un período definido.


Las mujeres que bailaban solas ahora están sentadas en una de las mesas que están muy pegadas a una pared de la discoteca. Me gustan las luces. A ellas las ponen coloradas, amarillas o azules. Hay un láser que a ratos nos recorre todo el cuerpo. Una de estas mujeres me gusta. Lleva un pantalón blanco, muy estrecho, y una top negra. Tiene la piel bien clara; y el cabello, avenado. Solo noto un poco su cara. La forma de los ojos, alargada; y las demás formas son pequeñas y apretadas. Su boca parece un botón carmesí que se abre apenas para mostrar el hilo negro y los dientes de un cierre blanco. La he mirado varias veces y ella me ha atrapado mirándome haciéndolo en unas tres o cuatro veces. En la última le sonreí. Pienso en invitarla a que tome asiento en estos muebles. Me encantaría ir conociéndola mientras escribo. O si gusta me detengo y vamos a bailar y esto se va al diablo.


Pero no lo conseguí. Fui al baño y estuve dando vueltas por la barra. Vi a Cori abrazada de Tomás. Al cabo de unos segundos la volví a ver de espaldas muy pegada a él. Riéndose se decían cosas al oído y no se dieron cuenta de que estaba hecho un sapo viéndolos. Silvia estaba en otra parte. Me pareció verla prendida de un moreno más alto que ella. Busqué a la mujer de cabello avenado y no la encontré. Por desgracia solo encontré el trago vacío y colillas de cigarros. Tuve que contentarme con sacar a bailar a una chica de cabello bastante ondulado. Su cuerpo no me gusta. Pero le pone bastante ánimo al baile y se deja llevar bien en las salsas. Estuve bailando con ella por más de media hora. Acabando se acercó al oído y me dijo que estaba cansada y preguntó mi nombre. Asa o tal, le dije. Y ella me respondió que un gusto. No hablamos más y le agradecí por el baile. Antes de regresar a la mesa donde está la laptop fui a la barra a pedir unos tequilas. La cerveza se me hacía muy amarga a estas horas. Una pantalla gigante muestra animaciones y mosaicos de Barrena o Cristal. Me quedé viéndola durante unos breves minutos mientras sorbía la copa de tequila. También aproveché para dar una mirada panorámica de todo el local. Me empiné y habré calculado unas ochenta personas. Terminé la primera copa de tequila; pedí otro y regresé al sitio.


Han pasado unos veinte minutos. Estuve conversando con Silvia. Estaba muy mareada y me dijo que tenía sueño. Las luces le mareaban y mejor se quedaba sentada un tiempo. Me hizo varias preguntas y ya leyó lo que está arriba. Estuvimos forzándonos. Ella quería borrar los nombres y yo por supuesto que estaba impidiéndoselo. En uno de sus afanes por llegar a la tecla backspace, pude cerrar el procesador de textos. La laptop se cayó al suelo. Y riéndome la tomé de la cintura y ella hizo algo que no esperaba ni siquiera en la alucinación más morbosa que haya tenido. Se ladeó a un lado y se subió en mí. Acercó su cara de golpe a la mía. La empujé a un lado y me seguí riendo, fingiendo que todo era un juego. Ella siguió riéndose como loca y me dijo que iba al baño.


Veo hacia un rincón del frente. Por fin me quedo sin nada que decir. Mejor escribo. Tomás está besuquéandose con Cori. Es inaudito. Jamás los he visto compartir tiempo y uno que otros apuntes de un curso. Apenas los he visto hablar. Tomás es muy amigo mío y me cuenta todo al respecto de la universidad. No me dijo nada sobre ella. No sé cómo tomarlo. A Cori la conozco más que a él, desde que ingresé. Jamás me ha hablado de algún gusto por alguien de nuestros amigos. Entonces o ellos han sido muy desconfiados conmigo o yo he sido un completo imbécil para no darme cuenta o recordar. Tardo más en escribir y borro más de una vez para tratar que esto sea entendible. Ya las luces pasan más rápido y menos puedo distinguir las cosas. Silvia ha desaparecido de repente. Ella también me ha sorprendido como mierda. Está muy borracha; yo jamás la he visto con ojos para gustarle o insinuarme; no he hecho nada de ello porque más me atrae una amiga suya. Seguramente después hablaré con ella, necesito hacerlo. Yo también pienso al igual que todos que el trago te cambia y haces cada estupidez. Creo que una es estar escribiendo ahora. Total al inicio pensé en solo hacer descripciones del lugar y la gente; pero se está volviendo cada vez más personal y no lo puedo evitar. El trago hace más hablar y escribir en mi caso. Y seguramente mañana veré que he escrito puras huevadas sin importancia alguna. Eso pienso.


Eso pensé. Es ella, no, no, eso no puede ser. Un grupo de tres mujeres y dos hombres ocupa el sitio que una de las parejas de mujeres, el sitio de la mujer de cabello avenado. La que no puede ser ella resopla el humo del cigarro y hace un gesto con la otra mano a una mujer morena de a su costado. El otro costado está uno de los hombres. Y los restantes están al frente de ellos. Si es ella tengo que acercármele. Difícilmente me reconocerá pero haré el intento; no puedo dejarla pasar así nada más. Al menos que sepa que estoy aquí y ha venido al mismo lugar que yo.


Cuando me prestaba a ir Silvia vino. Me detuvo diciéndome que quería que dejara de escribir y nos quedáramos dormidos hasta que Tomás y Cori se aburran y nos digan para irnos. Le dije que ya pero que me espere un rato. Se tiró al mueble y cogió su célular. Fui donde ella pero será que ya estoy tan borracho que sentí un mundo antes que llegará. Una vez al frente suyo, le pregunté algo haciéndome el interesado pero sin dejar de estar sereno.


–Disculpa, ¿tú no eres Lucía?

–Sí, hola –se quedó mirándome y sonrío al saludarme–, pero de dónde te conozco.

–Entonces no me reconoces. Estudié en el Bolognesi.

–¿Qué?

–Que estudié en el Bolognesi junto contigo –le grité porque había mucho ruido y ni yo me escuchaba–.

–¿En el Bolognesi? Pucha, sí conozco el colegio, pero, o sea, no estudié allí, estudié en el Nazareno, un cole particular chiquito que está por el tuyo.

–Ah, no te creo. Tú conoces a Esther y a Laura, ¿recuerdas? Tú andabas con ellas. Pero qué imbécil; no te he dicho mi nombre. Soy Franco.

–Ah, Franco, más bien yo soy la imbécil que no te había preguntado. Pucha pero no te recuerdo. O sea no me acuerdo de tu nombre. Tu cara si se me hace un poco conocida. Y sí debo conocerte, claro, si conoces a Laurita y a Esther.


En ese rato sus amigos salían a bailar y entonces aproveché para sentarme a su lado. Me miraba sorprendida, sonriendo a cada rato porque no me recordaba. Mientras sí yo un poco a ella. Y lo recordé todo cuando giró su cabello y olí algo. Le empecé a hablar de las cosas que se me venían alocadas a la mente. Ella también empezó a recordarme a los amigos que tenía en su colegio y todo fue cobrando orden y claridad. Noté por un momento que Silvia estaba mirándome. Inclusive me hizo una o dos señas para que regresará con ella. Ahora duerme a mí costado y a ratos me besa. Todo lo que teníamos entre nosotros, entre Lucía y yo, era cierto pero pese a ello ella no daba con siquiera un momento que hayamos estado juntos. Fue muy extraño. Intenté con varias cosas que conocía de ella pero se quedaba callada recordando y pidiéndome más de una disculpa por no recordarme; Lucía lucía preocupada porque de hecho tenía que verse con el doctor; seguro algo tenía mal que había olvidado eso y de seguro también ya ha olvidado otras cosas. Me presentó a sus amigos y les contó lo que nos tenía serios y ocupados.


–La verdad es que te manyo desde la universidad. Pero sí me has hablado de Laura –una de las voces varoniles le dijo a Lucía–.

–Yo sí vivo por tu jato pero recién lo supe en el inglés, Luci. Pero estás tan borracha, huevona, como para no acordarte de vainas como esa. ¡Mañana no va a recordar a nadie! –Dijo la voz femenina que estaba más cerca de ella.


No tuve otra que dejarle mis datos para ver si nos juntábamos otro día. Ella me los pidió en realidad porque estaba de verdad preocupada. No la saqué a bailar porque me dio un poco lástima Silvia que yacía dormida. Pienso en sacarla dentro de un rato si convenzo a Silvia de que se quedé sola y no fastidie. Y no es para exagerar nada; ha pasado menos de una hora cuando vi a Lucía. Me despedí dándole un beso en la mejilla y olí algo nuevamente.


Segunda Parte


Es una mañana de verano en Lima. Camino por unas cuadras de mi casa, en dirección a un parque. El sol atraviesa los resquicios de los árboles y permiten el reflejo de las cosas en pequeños charcos, formados por los primeros chorros de agua de las vecinas que atentas y solícitas disparan sobre las hojas de sus jardines. Tengo una mano metida en el bolsillo de una bermuda. Doy con una calle estrecha y a escasos metros, aparece la figurilla de una chica en bicicleta. Conduce despacio, mirando al frente y enseña una sonrisa. La reconozco. Sé muy bien quién es. Dejo de darle la cara y volteo. Camino siguiendo la calle y retomando el sentido original. Extiendo los dedos de la otra mano y estos raspan las paredes. Siento los surcos que forman los dedos y se deshacen por la pintura roída. Haciéndome el bizco, la vi un poco. Casi está a la misma altura que yo. Escucho mi nombre. La veo y digo su nombre. Estoy atolondrado. Raspo su mejilla con la boca. No la beso. Y ella me sonríe y habla en voz baja. Me pregunta qué hago por acá.


–A veces voy a comprar pan por las mañanas.

–Sí, Franco, tienes una cara de recién levantado.

–No sabía que eras de hacer ciclismo por las mañanas –se ríe.

–Fui a casa de Esther a dejarle unas cosas que me prestó el otro día…

–¡Ah¡ –ella continúa.

–… También vamos a salir por la tarde. Iremos a caminar por allí.

–¿A qué hora? –mira mi pregunta y pone los ojos arriba, pegados a su frente y veo que me encanta.

–Seguro que a las cinco estaremos yendo. Vente pues a esa hora. El otro día nos faltó vernos.

–Claro, Luci. Te veo allá a esa hora.


Continuamos caminando en silencio. Parece que me acompaña caminando junto a su bicicleta. Me doy cuenta de que no sirve teniéndola a ella a mi lado (también la bicicleta). Le ofrezco llevarla en ella. Ella dice que ya, pero no conduzcas tan rápido que ya me he caído varias veces. Se sienta en el fierro y no puedo evitar ver la tersura de sus piernas. Conduzco como ella me lo indicó. Por un pasaje rodeado de arbustos, cipreses y flores diminutas y grandes, salimos a la avenida. Un carro nos sorprende de improviso. Doblo despacio. Cruzamos el primer lado de la avenida. Para el segundo esperamos unos segundos de pie. Un semáforo a lo lejos detiene los autos. Pasamos entre pickups y un par de volksvagen. Vuelve a subirse en el fierro. Huelo algo. Llegamos a la panadería y me espera en las afueras. Hay una cola. Un señor tose detrás de mí y delante está una señora de unas arrugas chistosas, se parece a un perro danés. Recibo el vuelto e indico cuales son los panes que me interesan y que en realidad no en lo absoluto porque no me gustan y me lo mandaron. Y ella me mira sonriente. Me pregunta por el pan. Le digo que sí, no me gustan pero a papá sí, y a mamá se le pasa con varios sorbos de leche o jugo de naranja. Ella le gusta la naranja, me dice. Yo también, rico, delicioso y huelo de nuevo. Conduzco la bicicleta y me desvio adrede para retrasar el viaje, asegurándome si ya se va luego de que deje el pan. Me pregunta si no se molestarán por demorarnos en el parque. No, sabrán entender. Me cuenta sobre Zulema; una amiga suya; la vi un par de veces. Le quito un carmín que tenía en la muñeca izquierda. Lo estiro bastante. Lo trato de enroscar en mi cuello. Se hace la molesta y, pícara alarga las manos para quitármelo. Me tira algo en el vientre. Un codo. El carmín se abalanza al piso. Ella se agacha para recogerlo. Luego va en busca de una manguera en medio del parque para mojarse que le hace calor.


La miro alejarse. Siento algo adentro. Muevo la pierna derecha que solamente años después sé que es la indicación de ansiedad o de una fuerte señal de emoción. Estoy emocionado porque estoy con Lucía. Aspiro como si el sereno de la mañana vendría cargado de florales inciensos y aromas de mujeres. Encuentra la manguera y la acerca a su cara. Yo sigo oliendo algo que ya sé que es. Me pongo de pie y saco de mi bolsillo un colet. Mientras se iba, no se percató del robo. Mi mano y brazo se percuden del olor. El sol quema y alumbra para rebosar el sudor. Se moja cerrando los ojos; sus jeans shorts se mojan ligeramente por los bordes; las zapatillas deportivas y blancas, también. Su pecho se alza cerrándose en dos redondas curvas sedosas tímidas y ella se agacha una vez más y su cabello negro liso se desprende en un montón de líneas desviadas casi rectas difusas frescas humedecidas frías heladas estribas perfumadas y sigo oliendo. Me ve a lo lejos y gestual rápida brillante avienta la manguera al suelo y camina curvilínea en una recta y las manos se balancean en intercalado y se detiene sin que me lo espere. Se amarra las zapatillas a medio camino. Le digo algo pero no lo recuerdo. Me río de algo pero lo sigo olvidando y confuso recuerdo, me muevo y oculto lo que me he robado. Vuelve mirando a donde no sé.


Tercera Parte


Cuando me levanté encontré la laptop al borde de la cama, casi se cae. Me puse a escribir sobre cosas que me hizo recordar lo de anoche. Casi tiro con Silvia. Fue patético. No quiso ir a su casa porque no le iban a abrir y no tenía las llaves. Mejor regresaba por el amanecer. Duerme y por veces parece roncar levemente. Estuvo buscándome con varias frases empalagosas; me ordenó con histeria que nos acostáramos. No le dije nada. No dije algo. Callé lo que ella veía como todo y solo me preocupé por detener su violencia. Se ha destapado un poco y le paso la almohada por encima de su cabeza. Gritó varias veces insultándome y acusándome de homosexual e impotente. Luego se tumbó a llorar sobre la cama. Que estaba enamorada de mí, que yo era injusto y que casi le saca la mierda a la estúpida con la que estuve bailando un rataso. Así no sabía que estaba enamorada, así se dobla un poco encogiendo su vientre con sus rodillas y abre los ojos. Dijo que no sabía nada al final, qué cosa puede saber una de amores cuando todo es engañoso y una basura. ¡Basura¡ ¡Basura! Por acá dondequiera en mi casa su casa la esquina la avenida Surco su casa Jesús María La Virgen del Rosario, el colegio, donde sea es donde digan a donde saben encuentran basura y…


–¡Basura de mierda, Franco!, ¡Basura de mierda!


Yo soy basura y me olvidé de sacarla. La dejé un rato mientras se sentaba en el borde de la cama. El basurero viene los viernes. Me olvidé de dejar abierta la puerta del departamento. Toqué el intercomunicador para decirle al guachimán que abra. Avancé por las escaleras. Al entrar divisé el fondo y por la cocina la vi sentada en la mesa. Comía una manzana. Me la mostraba con dulzura, indicando con sus mejillas partes de la redondez de un par de manzanas que la manzana está rica y que si quiero una manzana, que con gusto le gustaría también para desayunar una mermelada de manzanas. Yo le digo que solo me recuerda a las navidades, cuando usual y típicamente se come en Lima acompañado de un asado de pavo. En ese instante aprovechó que me acerqué para hablarle, para sentarse al borde de la mesa y jalar una silla con los pies. La vi impactado, no sabía qué hacer. Cruzó las piernas y se remangó el borde del polón que uso para dormir varias veces. Vi que tenía caído un poco el elástico de su ropa interior y acto seguido cogió una manzana de una frutera que estaba a su derecha y me dijo que era mía. Luego bajó la cabeza, no me vio más y se bajó rápido de la mesa y con los pies descalzos se fue cabizbaja a la sala; cerró tras de sí la puerta y no dijo nada, ni dije nada, mordí la manzana y salió un jugo que me salpicó y me cegó un instante un ojo derecho.


Acabo de entrar a mi habitación y retomo el hilo del relato. No hay ruido y no le he dicho nada. En la noche, me animé a sacar a bailar a Lucía y a apagar la laptop un momento. Este se convirtió en un par de horas. Bailamos todo tipo de música. Conocí más a sus amigos y e intercambié risas y burlas. Corina y Tomás no aparecieron pero llegó un mensaje de texto de él unos minutos más tarde, cuando giraba el brazo de Lucía al son de una salsa cubana. Leí el mensaje cuando me fui al baño. No regresaría más. Que no me preocupe, que se fue a dejarla a su casa pues se sentía mal. Recordé que Tomás puede asumir una tragedia a cambio de conservar un triunfo. Le respondí al mensaje diciéndole que le deseaba mucha suerte, que no lo había pensado jamás con ella; al último le puse una frase chica que daba a entender que Corina era una buena chica; no la vaya a cagar.


Lucía se pegaba a mi hombro la vez que hicimos piruetas torpes; yo me sentí torpe; ella, lironda a las luces de la discoteca, se arropaba con unas sombras borrachas que retrocedían y avanzaban a trancas y se contoneaban sin paciencia; la música cambió. No lo esperaba. Pegó su cuerpo estando de espaldas. Y quitó lo sonrisa de su cara. Se limitó a igualar los labios y redondear aún más sus ojos. La expresión en su rostro la vi parecida a la de mujeres libertinas, ocupadas en conseguir ir a agarrar de una vez con el objeto de la expresión. Pero sus demás gestos y comentarios no se correspondían con esas mujeres. Solo estaba entretenida en ser amigable y mantenía su distancia cuando respondía con igual juego a sus acercamientos. Finalmente, al haber pasado cerca de media hora de baile continuo, me dijo que quería sentarse.


–Bailas bien pero te falta un poco más de soltura. Eso sí, manyas la coordinación y puedes guiarte bien con tu pareja.

–Me he esforzado. No acostumbro a bailar mucho; solo bailo de manera eventual en oportunidades como esta.

–Bueno.

–Sí.


Unos segundos. Cada uno sorbió de su vaso.


–Hasta ahora no puedo recordar de dónde te conozco.

–Mejor deja de pensar en eso; no vaya a ser que de verdad tengas problemas neurálgicos.

–¡Qué extraña palabra!

–¿Cuál?

–Neurálgicos.

–¿No la habías escuchado?


Y no. Le dije de que se trataba. Asintió y explicó que porque estudiaba sobre finanzas y leyes, no había escuchado esa palabra. Taradeó la canción que estaba sonando y volví a sacarla. Esta vez fue más extenuante. Y el aroma húmedo de su cuello se escurrió. Iba recordando. Quería decirle tantas cosas. Moverla a por fin delatar su memoria perdida. También pensé en que estaba fingiendo y por alguna razón ha estado enfadada conmigo y que se separó de mí por algo que hice. Me culpé. Todo estaba borroso. Estaba borracho. Y taradeaba en voz alta letras de canciones que no sabía. Me imaginé como un imbécil pero no me importaba. A ver si las imbeciladas con rigor le decía quien era. Si el nombre por fin se separaba de las palabras y ganaba un significado no verbal en imágenes, sensaciones, vivencias, ruidos, insensateces, sandeces, ropa, miradas, atardeceres, globos inflados con agua, pieles y la existencia concreta de alguien que creí ser yo en un tiempo. La letra, los pensamientos se combinaron en caos de sensaciones donde ella siempre estaba avispada y cauta con sus pasos; yo, más torpe. Al sentir el pesado tumbo de mis piernas y todo mi cuerpo, le agradecí por el baile y le dije que tenía que irme. Solo me hizo un gesto de chao y cogió una mano que un sujeto le tendía para invitarle a bailar. La vi bailando a lo lejos mientras me alejaba con una distancia precavida y mayor que tuvo cuando bailábamos. Me alegre bastante que fuera tan cuidadosa y que me haya concedido esa cercanía un poco en exclusiva. Fui a la mesa donde sus amigos conversaban. Me despedí de cada uno. Y le dije con descaro y exceso de confianza a su amiga con la que había conversado muchas más veces durante esas horas, que tomaba prestado esa pulsera de la cartera de Lucía. Ella me preguntó que para qué lo quería. Le dije que lo sabría después. La expresión que puse fue incitadora, quería que se convirtiera en mi cómplice. Así fue. Rebané su cara con mi mejilla y termino de comer todas las mejillas de la manzana.


Tocaré la puerta que da a la sala. Me preocupo por Silvia. Su ropa está en mi habitación y solo puede tomarla atravesando la puerta que está cerrada. Le preguntaré por cómo está y le pediré disculpas o le concederé más tiempo; pienso en intentarlo con ella; me preocupa que sea tan loca cuando se le pasa los tragos. Tendré paciencia. Es una buena chica. No puedo negármele. Con su gusto la verdad que me enorgullece. Veré qué pasa.


Cuarta Parte


No abrió. Grité. No hizo nada. Pareció desaparecer. Le ordené de mala gana que abriera. Busqué en la repisa de la cocina. Encontré un llavero grande. Empecé a descartar varias llaves. Probé en la cerradura. Me demoré más de un minuto. Perdía la paciencia. Abrí. Vomitaba por la ventana. Unos gritos se oían de afuera.


–¡Carajo! ¡Idiota, qué mierda haces!

–Let me go! Fuck off! –Apenas gritaba dándome varios codazos en el estómago y jalándome el cabello con su mano empapada de vómito.

–Ahora se te dio por decir cojudeces en inglés. No te pasa la borarachera, Silvia.

–Who you think you are, huh?


Su estrambótico cabello marrón empezó a encresparse por arriba, tanto como mi cabello. Me dolía bastante. Tuve que me meterle un puñete en el estómago. Se quedó privada. Se retorció arrodillándose. Temí que sangrara por la boca. No hubo rastro de sangre. Le pedí muchas disculpas. Y la acaricié. La besé con el vómito encima de su boca y dentro de la mía luego. Le pasé las manos por la cara, limpiándole los restos de comida o lo que haya provenido de su estómago. La eché en el sofá. Y se quedó allí tiesa y tranquila. En inglés me pidió disculpas. Le pregunté por qué hablaba así. Me dijo que había vivido durante su toda su niñez en Detroit y sin pensar dijo todas esas cosas. Yo comprendí al instante y le volví a decir que me disculpará. Se quedó dormida. Me lavé en el baño durante un rato.


Varios pasos de los vecinos se escuchaban tras la puerta. Temí que al menos uno se animará a preguntar por el escándalo que había hecho con Silvia. Felizmente nadie se atrevió. Me siento a escribir lo ocurrido. Pero suena el timbre. Debe ser finalmente un vecino que por fin se animó.


Quinta Parte


–¿Sí?

–Hola. Disculpa, seguro debes estar resaqueado.

–Lucía.

–Estefani me dijo que te llevaste una pulsera. No es por nada pero…

–Sí, no sé qué decir.

–¿Puedo pasar? Es que hay mucha gente.

–Claro, sí.


Unos instantes. Se sentó y vio impresionada a Silvia que dormía.


–Veo que tuviste una gran noche, ah.

–No es eso –solté una risa– necesariamente.

–Debería reclamarte mi pulsera pero no sé por qué pienso que al mismo tiempo no debo hacerlo.

–¿Cómo?


Hubo una pausa.


–Me tomo un poco de tiempo llegar a tu edificio. Apunté un poco mal en el cel la dirección cuando me la diste.

–Ah, sí, si no conoces es difícil llegar.


Hubo otra pausa.


–Sentí algo, Franco.

–¿Qué?

–Es una cosa de antes.

–No entiendo.

–No lo sé. Pero eso basta. Te recuerdo un poco –tomó un leve respiro–. Recuerdo que un día estábamos en una tarde. Era en un verano, creo. O sea, creo que fue hace bastante tiempo. Es chistoso –comenzó a reírse–, no sé cómo pude olvidarlo.

–No será un día que íbamos a jugar a los carnavales. ¿Eso es?

–Puede ser. Tuviste algo mío. Te robaste algo mío.

–Tomé tu colet por la mañana de ese día.

–Nos besamos.

–En la mañana creo que sí.

–No, ayer.

–No, Luci, no lo hice.


Sexta Parte


A diferencia de hablar, escribir tiene ese toque de pensar y de tomarse tiempo para comunicar algo, al menos. Por eso no lo puedo evitar un poco; no puedo evitar poner cierto orden cuando lo hago.


Me paso toda la mañana jugando con el colet. Pero no quiero estirarlo. Quiero que lo vuelva a usar y que tenga el olor de ella o de lo que use. Antes de entregar el pan, la arrincono conversándole de una ramita que pende de lo alto de un techo. Le digo que la mire y luego la tengo de su mentón. Me dice que le gusta. Y que ya sabe que lo haría. Que algo romántico. Y que Laura ya se lo había contado. Ya le habían dicho que me gustaba y que haría una cosa así. Después de unos segundos me dice que tenía que pensarlo. No podía estar conmigo así nada más. Es bueno esperar tiempo, me dice cogiéndome de las manos. Me besa los dedos. Me pide disculpas si quiero que de una vez estemos. Suelta mis manos y se despide.


Pasan las horas. Mis padres me ordenan que haga unas cosas. Es sábado y tengo la tarde libre. Prendo la televisión y miro varios clips. Me gustan varios de las bandas roqueras que salen en el cable. Salgo al balcón. Quiero ver quién camina por la calle. Me entretengo con un vecino barrigón que enseña su montón de grasa sin vergüenza y con comodidad, sin tal vez proponérselo, mientras habla con otro vecino. Encuentro a Laura caminando por mi casa. Me cuenta que se reunirá con los demás una hora después luego de que le conté que conversé sobre el tema con Lucía. Al anochecer comienza. Pongo la ropa y las cosas que usaré en orden. Entro a la ducha. Mis padres salen de compras. Soy hijo único. Me ofrecieron llevarme. No quise. Que voy a salir.


Hace poco fumo. Preparo los cigarros en un bolsillo. Salgo por la cochera de la casa. Atravieso unas tres calles antes de llegar al lugar donde habíamos quedado. Era un bazar. Allí varios compraban materiales para el colegio. Voy seguido por aquí para lo mismo. Frente al bazar, hay unas banquillas con respaldar donde se puede sentar cualquiera. Allí esperan Laura, Esther y Lucía acompañadas de un amigo seguramente de ellas. Intercambiamos saludos, uno que otro comentario, no lo sé con exactitud. Caminamos por la avenida. En algunos lapsos breves Laura o Esther se murmuran cosas en los oídos de Lucía. Ella responde con monosílabos, sí, no, ya. Y yo quiero saber. El amigo seguramente de ellas conversa divertido con Esther y me comenta algunas cosas de su colegio. Las tres están en el mismo colegio pero en diferentes secciones. Somos cinco adolescentes que llegan a una casa de donde proviene música en alto volumen. Me dicen que ya llegamos. “Pensé que íbamos a caminar”, dije extrañado. Lucía con determinación dijo, “ya lo hicimos”.


Nadie bailaba. Solo se juntaban en círculos, pasando por ellos mismos una botella de licor. El ponche que quién sabe quién había preparado para la ocasión se había terminado. Pedí la hora a un chico más joven que yo, anda por los catorce años con facilidad. Diez y diez. Lucía se me acerca y no sé qué decirle. Le comento cosas que jamás habían pasado por mi cabeza. Hago comentarios improvisados sobre el lugar y sobre los demás chicos. Ella aprovecha para contarme anécdotas y advertirme que Laura se puso más mosca que Esther y ya está coqueteándole a su amigo. Me relata riéndose y bebiendo pocos sorbos de un vaso apenas lleno en su acuarta parte, que ellas estuvieron persiguiéndolo desde segundo de secundaria. A ella no le gustaba nada, me dice. Me entusiasmo.


Por ello le estaban murmurando. No tenía nada que ver conmigo. Ella me lo asegura. Bailamos unas cuantas músicas. Coge mi mano y juega con los dedos. Meto su mano en uno de mis bolsillos.


–¿Esto? –alza lo que encuentra.


Me gusta. Huélelo. Sí. Asiente y me le jalo sin decirle palabra alguna afuera. Camino junto con ella unos cuantos pasos hasta llegar al lado de un poste de teléfonos.


–Ya sé que vas hacer –me dice mirándome con ojos saltones.

–Qué raro porque yo no lo sé –sonrío y de hecho tengo los cachetes colorados.

–¿No crees que estamos grandes para andar con esos juegos? Franco.

–Sí, creo que sí.

–Quédate allí.


Tarda varios minutos. La primera vez no quise hacerlo. Fue con alguien que no me gustó jamás.


–No sabes lo que iba a hacer de verdad, Luci.

–¿Ah? –alza el cejo.


Voy más allá. Y ella está todo el tiempo en el mismo lugar. Luego entramos a la casa de nuevo. No nos cogemos de la mano. Ni hablamos del asunto. Sus padres tocan el claxón una hora más tarde. Se despide y me dice que me llamara. Unos tres días, la llamo. A un mes pregunto por ella a sus amigos y a mis amigos y me dicen donde puedo encontrarla. Voy a encontrarme pero no lo consigo. Pienso que se esconde. Dos meses casi y no dejan de decirme que ha salido o está dormida. No le entrego aún el colet. Lo olió y lo dejó en mi bolsillo. Unos tres meses la vuelvo a ver. Se besa con otro a la sombra de un árbol de su colegio.


Séptima Parte


–Sé que no me gustaste en serio y fui una creída estúpida que no te pudo ser sincera antes, Franco. Pero ahora sí quiero ser tu amiga.

–¿Ayer también fue por joder?

–No –hizo caer su cabeza y sus ojos

–Solo me gustó lo que sentí ayer. La pasé chévere, Luci.

–¿Entonces?

–Entonces puedes irte y otro día hablamos. Hoy, mira –apunto a Silvia–, estoy un poco ocupado.

–Ah, entiendo, claro. ¿No me odias, lo haces por despecho?

–No. Sé que volveré a verte y habrá manera de arreglar lo que sientes. De ahí vemos. Hay cosas que están mal –le digo pensativo y raro, bastante raro.

–Gracias –me tiende la mano.

–Nos vemos.


Me senté a continuar con esto hace unos segundos. Vi como relato lo de Lucía y me duele un poco. Al rato Silvia despertó y me dijo que oyó toda la conversación. Me dijo que siempre los romances de verano tienen cosas engañosas y también le ha ido mal con ellos. Le recordé que también estamos en verano y que le gusto y me gusta. Se lo dije porque la vi diferente de pronto. No tengo como explicarlo pero la vi como jamás la había visto. Me dejé llevar por esa vista nueva y por las sensaciones nuevas que causaba. Olí otras cosas. Nos fuimos a la ducha juntos. Leyó luego de salir la laptop que aún estaba prendida. Me dijo que no sabía que me gustaba la literatura o escribir cosas tan largas. Le dije que recién lo estoy descubriendo. Se vistió. Volvimos a besarnos en el dintel. Se despidió y dijo algo breve en inglés.


–Happy end.


No estoy seguro si lo afirmo o lo pregunto.





Limeño busca Lima con cama adentro

(Un lienzo sobre castas remitido por el virrey Amat)


Qué, qué, qué. Le da un puntapié al despertador electrónico, encima del pequeño velador. Se enjuaga el sudor con las manos, se quita las legañas con los dedos; levanta de un tirón su almohada, tose cubriéndose parte de la barriga con un brazo; corre mirando el piso, llevando el cabello sobre la frente. La puerta del baño se cierra de otro tirón. Levanta la tapa del escusado; se baja el pantalón, el calzoncillo. ¡Otro día más de cagar!, gime. Se enjuaga la boca metiéndose las manos llenas de agua.; se cachetea; se exprime los párpados; se calatea de espaldas a la ducha; se pasa el jabón por debajo de los muslos; ensancha la abertura de su trasero con la mano; se enjabona y refriega todo su cuerpo. No hay tiempo. Seis y cuarenta. Casito se saca la mierda. El piso está resbaladizo. Lo seca con un trapeador. Enciende la televisión. Enciende la cocina. Quiebra tres huevos contra el borde de las hornillas. La sartén le salta tres gotas de aceite. ¡Mierda!, gime. ¡Mierda!, tose. Busca una toalla. Salió calato sin secarse. Se seca frente al televisor. Unos periodistas van corriendo tras bastante gente. Lenguas de fuego rozan a tres personas y gritan desesperados. La voz de la periodista está agitada. La sartén chilla. Saca una espátula y remueve el huevo. A la inglesa, no, al carajo. Mete un pocillo con agua al microondas. ¡Putamadre, nada está hervido! “Hay bastante heridos, Gonzalo, los bomberos necesitan otras cisternas”. Suena una sirena, grita como loca en celo. Está en su habitación y saca un montón de ropa de los cajones. Salta en un pie pues el otro es atrapado en la pierna de un pantalón. Se tira la camisa al hombro. Suena la alarma del microondas. Se saca la entremierda en el pasadizo. Se soba la cabeza. No hay quien le sobe la rodilla. Tira su culo en la silla. Su abdomen se erige accidentalmente. Rebana un pan con un cuchillo plateado y sin mango. Con la espátula lo mete en el pan. Hombres vestidos de rojos y con cascos salpican un chorrón de agua sobre los escombros. Una señora sale llorando y clama el nombre de Esteban, “mi Estebancito, ayúdenme, Dios mío”. Masca y salpica la clara del huevo en su cuello. Casito en el cuello de la camisa, las mangas de la camisa, felizmente para él estaba planchada. Toma un sorbo de una taza vacía. Se olvidó del microondas. ¡Putamadre! Saca algo humeando. Un cuerpo humeando entra a una ambulancia mientras la periodista acerca el micrófono a alguien que está en la camilla inconsciente. “Qué mierda le vas preguntar, imbécil”, protesta mientras consigue remover el café duro que sacó de un frasco. Se lo toma de un sorbo. Se mete la boca en el caño. El café estaba muy caliente. Creyendo que es el final, sale tras la puerta. Gónzalo habla lo que ve en el prompter.


Un tico lleva al limeño mientras lo que lleva se pone una corbata y se arregla varios mechones parados. Piensa en lo que dejó anteayer en el trabajo. Se acuerda de la cara monstruosa de Pérez. El tico amarillo avanza si no fuera por el conductor bigotudo que superó una luz roja y le gritó a transeúnte, ¡avanza, huevón! El limeño saca de una cartera ejecutiva un formulario ejecutivo con un membrete ejecutivo y también saca un bolígrafo ejecutivo; firma en encima de una línea, al pie de donde dice, Ejecutivo limeño tal tan y talán. Y ve con un poco de satisfacción lacrimógena tardía sin nada de ejecutiva la marca Ejecutivo de su agenda nueva Dos mil nueve para exitosos ejecutivos. Quita de un espasmo la cara de enamorado y mierda, “¡conduzca con cuidado, para eso le pago!”


–Hermanito, no seas tan huevón. Pagaste para que llegues a tu chamba… tu jefe te va a carajear y te va meter un memo en el culo.

–Huevón, qué tienes.

–Suave, chino, no seas faltoso. Que por mi mare no querrás bajar acá en Canadá, ¿no, chinito?

–Tranquilícese, señor, ya entendí –estaba bien cogido de la pierna izquierda–. No haga nada que se puede meter en líos.

–Está bien, chinito. No te molestes –le guiñé un ojo vidrioso y horadado por una ojera violácea–. Mira, yo quiero trabajar tranquilo. Ya te he visto que estás más forrao, un regalito para la vieja. Ese maletín, tienes buen gusto.

–Aquí tiene veinte soles más, ¿está bien?

–Conchatumadre –detiene el carro en una esquina; le mira a los ojos, y lo coge del cuello–, suelta cincuenta que ahorita te cañoneo. Por las huevas vas a mirar la placa. Por acá está San Jacinto.

–Ya, manito, no te amargues.


Es una mañana nublada en una parte que se llama criollamente la esquina de Arriola con Canadá. El limeño camina hacia un Metro y entra en dirección al baño. Molesto se trata de planchar con las manos las arrugas del cuello de la camisa. Del bolsillo de su maletín saca una cajetilla de Lucy Strike y prende con un zippo un cigarro. Piensa en qué rico se sentía cuando respiraba el alquitrán y sentía el golpe en el cerebro, la espalda, mientras un señor de unos setenta años conduce a su lado un station wagon.


–Suerte que no le robaron todo.

–Conozco a tipos como ese. Por eso no tomo ticos.

–Sí, Lima es una cagada de las seis hasta las nueve. Ahora paran parchando cualquier arruga.

–Me llega al pincho, maestro, por eso tanto peruano anda fuera, carajo.

–Ya, seguro llega tarde.

–Un poco.

–¿Aquí es? Prescott, ¿no?

–Aquí tiene.


Baja y el viejo zambo arranca. Acaso vacila y no quiere entrar en el Dunkin Donuts, para comprarle las roscas a Pérez. Su cumpleaños y su jefe. Por eso había acordado con el administrador del local que abriesen más temprano de lo habitual. Veinte soles, el chistecito. Desde que el limeño recibió su ascenso por un autovaluo exitoso –en verdad, truculento– de sus ventas del pasado mes, había que ganarse más a Peréz. Amargo, vivo, pero un “bruto de mierda”, siempre piensa el limeño; gracias a que se hizo de la vista gorda, no se había dado cuenta de una pintarrajeada a una que otra cifra, la maquillada se la debía. Así que había que llegar más temprano, le rezaba la conciencia un día antes.


La cajita de varios colores y muchos poderes como las chicas superpoderosas de sus sobrinas que le tenían cansado. Se para en la Javier Prado y alza la mano. La otra se queda agarrando las rosquitas de muchos poderes. Un taxi se detiene. Del célular brota la voz y la imagen: Beyonce bailando, vibrándole las tetas y el célular al limeño, meneándole el cable del handsfree y las caderas de dos morenos altos muy de cerca a Beyonce. El conductor avisa que ya llegaron a Cantuarias.


–¿Dónde estás, De la Torre?

–Sufrí un asalto.

–No me jodas.

–Me sacaron cincuenta mangos.

–Hablamos de eso luego. Llega rápido, cuñao, hay dos filas de distribución que están que te esperan con las piernas abiertas.

–Ya llego.


Se baja. Las donuts superpoderosas se quedan en el primer piso, que la encargada de mantenimiento lo ponga en su casillero, le dijo. A la hora del primer descanso el limeño lo piensa obsequiar. Aprieta un botón del ascensor. Mira las casas que se achican. Beyonce sale en paños menores gritando shake it, shake it. Es valeria la que llama. Detrás de otro célular, es una mujer con un capri dentro de otro edificio en Begonias. Sus labios encerados de un pintalabios granate granados se mueven humedeciéndose con la lengua para decir que hola, cómo estás, cariño, ¿ya llegaste? ¿No hay problemas? El limeño le responde que sí, llego tarde, cariño, llámame más tarde. Ella mueve su silla giratoria a un lado y le recuerda antes de un beso y una sonrisa, “conseguí los dos pases para REM”. La puerta del ascensor se abre y el limeño camina unos diez metros. Mira arriba para buscar alguna orientación. Sabe que en el edificio, a fin de llegar a su destino, tiene que esperar unos vehículos. Luego de llegar a la orilla dibujado en un cuadro, uno de Gauguín, tiene que esperar al ferry dibujado por Van Gogh que siempre llega abultado.


–¿Hacia qué oficina va? –preguntó una señora de unos cuarenta años.

–Me cambiaron de oficina ayer. Soy De la torre, el gerente del departamento de ventas comerciales.

–¿Cuál es su módulo de asignación?

–Debe ser VL231. Mire, es el departamento con cargo administrativo en Lima.


La señora empleada del Ferry le dio paso al limeño. Lo cogió de las antepiernas y lo llevó a galope por las aguas del río que Van Gogh iba trazando con un pincel lleno de acuarela azul y de saliva. La señora se ponía medio roja pero con un esfuerzo extraño, sacó una musculatura maciza y rocosa de sus pezones. Infló los cachetes, puso cara de sansón enfurecido; su melena oxidada y teñida cubrió la cara del limeño que gritaba y gritaba. Con las dos rocas grandes, avanzó y elevó al limeño. Gauguín se sienta en el dibujo siendo dibujado por Van Gogh, lo mira y le levanta el dedo medio. Este se enfada y tira el dibujo de un manotazo. El ferry se precipita en un peñasco. La señora, furibunda, le indica con un dedo. Van Gohh se pinta en el dibujo y le mete un puñete a Gauguín y le amenaza con unos pinceles pequeños.


–El señor Peréz siempre habla de esos cuadros.

–Esa belleza de Gauguín y la otra de Van Gogh.

–Le confieso, señora Lourdes, me tiene harto el Vicepresidente Pérez con esos dos.

–Qué me hace hablar. Apúrese. Ya le indiqué donde es la oficina.

–Señora Flores, ¿está segura que no va al gimnasio y ejercita la espalda?

–¡Qué me dice, atrevido!

–Tiene una espalda muy femenina, señora –lo dice y siente una enorme risa en su estómago.

–Ah, si es eso, gracias. Pero, ¡no se propase! ¿Se olvida que soy una viuda respetable?

–Bueno, disculpe, tengo que irme rápido.

–Voy a ponerlo en la encuesta, señor De la Torre.


En una oficina por donde se entra al atravesar una puerta que tiene un cartelito de Vicepresidencia, un alto joven de cara recta, nariz aguileña, labios delgados, frente breve, pómulos apenas redondeados y mentón partido, entra tras la puerta y saluda al señor Pérez, un señor bajísimo de unos veintitantos años, trigueño, achinado, labios resecos, pómulos planos y salpicados de grietas y acné, nariz inmensa y larguísima, y de un mentón chiquito y enterrado.


–En Partes me informaron que has llegado a las ocho y cuarenta. ¿Qué clase de pendejadas has hecho, De la Torre?

–Me quedé apreciando los cuadros que le gusta, señor Pérez. Además, compré por la mañana las donuts que a usted tanto le gustan. Que pase un Feliz Cumpleaños –le estrechó la espalda con los brazos–.

–De la Torre, no me jodas; muy huevón, mi cumpleaños es la próxima semana.

–Mierr…¿no era el miércoles?... eh, le compraré otras donuts, igualitas para el jueves próximo.

–Mira, grandísimo cojudaso, quiero el registro de las colasas de distribuciones que Arcor nos puso en la noche. Necesito esa huevada ya. Antes de las tres de la tarde, De la Torre, ¿escuchaste? No me interesa que no almuerces, ¿entendiste?, ¡huevón! –le gritó.

–Sí, señor Pérez.


El limeño avanza por el pasillo del vigésimo piso y vuelve a tomar por quinta vez el ascensor. Hacía unas cuatro horas que había llegado. Maldice a su jefe, Pérez. Desde que fue contratado le asignaron como jefe a Pérez Pachas Ramiro. Desde un comienzo hubo una rivalidad y un rencor infranqueables. El limeño tenía muy en claro las creencias y las repetidas enseñanzas de su abuelo; no tenía por qué ningún serrano estar sobre él. ¡El renombre y la casta de los De la Torre Y Graña no podían macularse bajo ninguna justificación! Sin embargo, gracias a las represalias de gobierno de Velasco en contra de una de las familias aristocráticas de San Isidro, por haber buscado salidas en políticos extranjeros, aseguró la expropiación de unas propiedades. Por lo que la familia De la Torre y Graña se vio obligada a separarse en varias familias pequeñas.


En esta época, una señorita procedente de Huanuco había encontrado un trabajo de mesera en un restaurante por el Jirón de la Unión. Justo Pérez comía una causa rellena y tomaba unas cervezas con sus compadres de Huancavelica que recién habían llegado a la capital. Entre la putada y el tapujo de la botella, vio una cadera algo curveada y unas piernas pronunciadas, silbadas y deseadas por sus compadres. Creyó que era cosa de puterías. En cuanto le vio el rostro que llevaba la enseña de un capulí del valle del Mantaro, calló las habladurías de los huancavelicanos. La siguió un momento. Le invitó unos tragos. Primero, se negó. Segundo, se negó. Tercero, quizás se pudo negar. Se dio cuenta que parecía un provinciano triunfante, de seguro tiene bastante chacra y ha venido a invertir en algún negocio, se dio ideas. Mejor, no estaba tan feo. Olía a alcohol. Su padre todo el tiempo había olido así. Un día con ese mismo olor fue concebido Pérez.


–¿Qué te dijo ese Pérez? –un pelado afeitado al ras hasta el cuello le pregunta al limeño.

–Ahí, hermano, tengo que terminar una chambasa para la tres. Putamadre, salí un rato a prenderme un cigarrito y a tomar un vaso de café con leche. A ver si me aguanta la huevada.

–Ese gran puta me tiene los huevos hinchadazos, huevón. Creo que me ha enviado un par de vainas al correo. Para jodiendo. Y no sé qué chucha hace en ese cargo; es más chíbolo, ¿dónde ha hecho carrera?

–No sé, huevón. El Directorio lo eligió hace tres años. Seguramente es un chancón el huevonazo y estuvo en el extranjero un rato. Ahora se ve de todo. Pero es un burro, una bestia, un conchasa, sinvergüenza el desgraciado.

–Ah, cierto, me contaste del ascenso. Al menos en esa huevada te fue bien.

–No sé. Parece que este pendejo sabe de ese error y ahora solapasa está que me pasa recibo.

–Pucha, a la mierda. Si te despide, ¿qué? Tú eres joven todavía. Te irías a otra compañía. Hay un huevo de puestos en Adecco, por ejemplo.

–La misma huevada me da. No me voy sin cagarlo, César, de verdad, sin verlo hecho mierda no me voy, huevón. Hoy la hago.

–Cuidado, huevón, no te vayas a meter en lío.

–Algo suavecito como para empezar, pasar por un trabajaso esto que hago. Le entrego el registro visado y calificado; como el muy imbécil cuando le hablo confiado se la cree todito, hoy cae. Me despedirán a mí pero fácil a él también por no haber revisado los registros. El contrato con Arcor depende de esta entrega. Sabe que se viene la cagada si falla alguito.

–Parece que la has craneado con tiempo.

–Lo quería comprar con unas donuts por su cumpleaños; pero me huevié de fecha; qué pobre cojudo se acuerda de su cumpleaños. Me metió una escenita que me agarro de huezonazo en frente de la señora Clotilde y el gerente Arteaga. Hoy la última vez que se la hace a alguien de acá.

–Entonces, hermanito, me vengo despidiendo.

–Todavía no seas cachoso tampoco, pelao. Si no tengo como hacerla, cosa que lo dudo, retrocedo.


Pasaron unos segundos. Van por los cristales inmensos de la oficina del limeño. Ambos fuman. Siguen conversando de otras cosas. Cuando el joven rapado tocó el tema de las mujeres, el limeño se apresura en hablar.


–Sí, Valeria llamó. Me la llevo un rato por la noche.

–Ten cuidado con la cama. Ya te he dicho que la cambies por un King Size. Vives en esa parte de Reducto y no te dignas a vivir como gente.

–Es una cama de soltero, futuro señor de Olaechea.


Ambos ríen. El limeño está solo y sentado más tarde. Escribe en una computadora por ratos. Busca en unos ficheros una que otra hoja por otros ratos. Arregla algunas señas, pasando por verdaderas algunas cifras. Está convencido que no puede ser denunciado en la compañía por estafa. Pues no dejará que la compañía entera salga agraviada sino solamente Pérez. Finalmente, se pone de pie y mira a través de los cristales y comienza a pensar. Comienza a decirse varias cosas para sus adentros.


“Cómo se hubiese sentido el abuelo encontrando esta vista de Lima. Tanto indio de mierda hubiese dicho. Él que conocía de nombres, apellidos y hasta de heráldicas de familia. Tal vez, hubiese cogido esa escopeta americana que le regaló Leguía y hubiese hecho una carnicería. No me hubiese perdonado que estuviese trabajando en una compañía donde un asqueroso indio esté por encima mío. En este país todo está patas arriba. Veo cuanta gente camina y las diferencias que hay en ellas son demasiadas. No se puede, qué, habrán Quispes, Huamanís, Huamanes, Pucarís, Mamanís, Pomas, Vilcas, Puquios, Paucarís, Ñahuis, Capacs; mi abuelo no se cansaba de mencionar varios apellidos; muchos fueron de sus criados, de sus campesinos; seguro sabía de las combinaciones, seguro que había escuchado de cualquier Capac Monterroso, Capac Martínez, Capac Montañez, Capac Solari, Capac Benavides, Capac De la Puente. Se hubiera muerto de un infarto si escuchaba Capac De la Torre, Pachas De la Torre; ni lo pensó, ni pensarlo. Pero así está Lima, así están todos los que pasan por abajo. Ni la Miraflores a la que tanto le gustaba ir para mirar el mar y gustar de él se ha salvado. Se les ve feos carachosos pero nadie se los dice; solamente hay que decirlo cuando estamos en confianza; con esto de la discriminación todos nos hemos vuelto más respetuosos; hay que tolerar, todos somos al fin peruanos. Claro, no dicen que si somos todos limeños. Ese de allá que toma el taxi ni cagando es limeño, que se vaya al diablo. Esa señora que vende diarios no es como las señoras que distinguidas y primorosas llevan vestidos y ajuares de moda; dicen que los tiempos cambian, por eso nosotros cambiamos. Es en verdad. Pero aún así este serrano huevón no va necesariamente cambiar mi dignidad.


Tira un cigarro en un cilindro metálico. Se sirve un vaso con agua mineral de un bidón. Y sale de la oficina con un fichero sostenido con el brazo derecho. Ahora un cantante pronuncia por un micrófono grande la ‘l’en vez de la ‘r’ y se yergue por debajo de los meneos de una mujer morena: esta vez llamaba un amigo suyo. Le preguntaba si iría al concierto de REM. Responde que sí y luego se despide. A todos que lo saludan por las distintas secciones del área, les muestra una sonrisa garante, rebelde, triunfante y pícara. Los ojos le brillan. Son dos estrellas en el firmamento. Dos fuegos artificiales que anuncian el triunfo. Saluda a todos y les dice que fue un gusto trabajar con ellos. Le responden si se está despidiendo. Él les responde que jamás, los verá todavía y les promete una vez más su prometida presencia en la reunión del fin de semana, un día después del esperado concierto en la compañía. Cuando termina de saludar e intercambiar estos comentarios, le faltan pocos metros por llegar a la oficina de la Vicepresidencia. La secretaria informa a Pérez su llegada. Antes él le hace un pequeño gesto de agradecimiento, algo cortés, algo insinuante. La joven secretaria se sonroja un poco y sonríe unos segundos. La puerta se abre.


Es una oficina grande. Un escritorio dos veces y medio más grande que el del limeño, un asiento varias veces más confortable y de más cuero. En él se sienta el pigmeo ejecutivo y mira con expresión arisca, burlona e insidiosa la cara sardónica y engañosa del limeño. Ambos se sonríen entonces. Al frente del limeño la grande ventana hace pasar unos radiantes rayos de sol. Una paloma parda muy limeña pasa rápidamente por allí. Una idea estúpida y sin sentido aparente para por la cabeza del limeño: no es blanca, pero ¡señala mi victoria!


–Veo que tu trabajo debe estar terminado. Pero ¿por qué estás tan alegre, De la Torrecita?

–El día está bien soleado. No sé que pasa con Lima, señor, no solea hace mucho tiempo aquí.

–Ah, pendejaso, de seguro estás esperando de una vez un buen sol para irte a veranear a las playas. A Asia de seguro.

–No necesariamente, señor.

–Todos los de tu clase no son más que una tira de vagos de mierda. Toda tu gente de mierda piensa en gringas idiotas y brutas, en tablas de surf, en comida grasienta, en emborracharse por huevadas, en fin, en hacer cosas que no producen nada.


De repente las sonrisas de los dos se desfiguran en gestos serios, sin llegar a ser amargos, solo desafiantes.


–Seguramente, señor, usted ha trabajado mucho para llegar donde está.

–Fíjate, huevonazo, yo soy casi de tu edad. Tú tienes veintiséis, yo veintiocho. A tu edad ya estaba en este puesto. Es que yo sentí necesidades; así me críe con huevos; no estuve haciendo mariconadas y consumiendo cojudeces que me dejaban tarado. Ah, De la Torrecita, que te quite de la cachimba que hablándote así demuestro ser un ignorante. Solamente tengo esquina; tú, no, Torrecita.

–Eso es indiscutible, señor Pachas.


Una sonrisa vuelve a ponerse en la cara blanca y lampiña del limeño. Un gesto cerril y adusto borra el sutil gesto serio de Pérez.


–Los de tu clase también tienen esa cachacienta terquedad en cagarnos por nuestros nombres. Ya sé que te cagas de risa porque te estás burlando de mí. Crees que no me he dado cuenta que lo haces día a día, ¡cabro de mierda! –grita–. Estoy esperando cualquier metida de pata para sacarte a patadas de la compañía.


Una pausa se eleva como una pared entre los dos. Pérez revisa brevemente el fichero, y pasa por sus dedos las hojas rápidamente. Luego tira abajo la pared.


–Pero cambiémos de tema que este te va a poner un poco tristón, Torrecita. Voy a seguir dándote instrucciones para que conozcas más a tu clase. A esos hijos de puta y de gamonales se les han puesto las cosas siempre fáciles. Los españoles encontraron aquí una vida fácil. Qué mierda les costaba tirarse a tanta mujer que encontraran esos cerdos, ¡ah! –grita y golpea la mesa–. Y la misma huevada pasó con sus tataranietos, Torrecita, la misma cagada hicieron. Y siempre ellos nos hacían el favor. Ellos nos daban la oportunidad de superarnos.


Saca un habano y se pone de pie y le da la espalda al limeño. Este se queda mirándolo en posición firme. Sin ya presentar ningún gesto más que la atención a las palabras del que habla. Saca unos cerillos. El humo se prende y se arrastra en borbotones. Mira la ventana y continúa con sus dichas instrucciones.


–Ellos nos educaron. Por ellos hablo este idioma. Por ellos sé de tan rica cultura, me gustan las gringas y las blanquiñosas de Miraflores. Y esto no lo sé de libros, ¡Torrecita! –otra vez grita– yo he vivido entre tu clase desde mi adolescencia. Años como mierda. Ahorita nada más estoy esperando unas cuantas jugadas y me hago con la presidencia. Ya tengo convencidos a los accionistas. Me miran como un provinciano exitoso e inteligente. Provinciano, carajo, ¡he nacido en la capital! Eso sí, entre ellos yo soy la imagen del progreso del hombre peruano. Yo les estoy agradecido, Torrecita, la mejor forma es presidiendo las más altas gestiones en esta compañía. El presidente, Véliz Mufarat, es un pobre descendiente de árabes tan poco práctico y necio como borracho y fumón. Ya hablé con él también y hemos quedado en que le taparía una cochinada para que se vaya de viaje a Atenas. De mientras yo recibo el cargo de manera provisional y el puta que vaya renunciando, que por allá tiene unos negocios y le basta, cacha y se caga en varias huevadas. Después le daré el alcance –suelta una carcajada–, después bailaremos en algún night club por Bahamas.


–Me alegro por usted, señor Pérez. Con su permiso y con mucho respeto, tengo una duda por lo que me cuenta.


Pérez voltea y le da la cara algo alzada (así porque con su estatura no lo alcanza de otra forma). Lo mira con ceño desconfiado y se sirve en un vaso vodka de una botella que tiene un icono en ruso. Cuando se lleva el vaso a la boca el limeño se presta a hablar.


–¿No sabe que por lo mismo que usted me parece una mierda yo lo puedo cagar ahora que sé de varias cosas por su boca? Me imagino que al menos así como es alguien tan charlatán conmigo y con bastantes directivos de esta empresa, también es inteligente. ¿Qué tiene para mí? ¿Alguna enorme suma de dinero?

–Seré huevón, Torrecita, seré huevón. Lo único que tengo es un memo y una carta que te mandan a la mierda. Infeliz, ¿crees que no me he dado cuenta de tus falsificaciones? Tampoco te atrevas a demandarme que ya sabes cuál es mi buffete de abogados preferido. Y si has pensado en hacer chisme lo que te he dicho de nada te va a servir. Tengo a todos tus cretinos amigos fichados. Cualquiera suelta algo, alguna cosita le saco para botarlo de acá. Si te digo todo esto es porque ya no hay marcha atrás, Torrecita, ya me tiro a todos aquí. Ese autovaluo que conseguiste fue grande. Con ese las estadísticas y la curva de ganancias e intereses se elevó como una buena perra.

–Señor Pérez, la verdad es que creo que ha tomado mucho y está hablando mal las cosas. Me gustaría hablarle otra vez del tema cuando esté mejor. Tal vez mañana.


La seguridad y la ausencia de miedo en la voz, la cara y en todo el yo del limeño lo hacen desconfiar aún más a Pérez. Lo mira alzando su cabeza con inquina.


–¡No soy ningún pollo, Torrecita! Qué te has creído.


El limeño lo interrumpe alzando un poco la voz.


–¡Lo suficiente respetuoso como para no ofenderlo y preocuparme por usted, señor!

–¡No me interrumpas!

–Le aseguro que no está bien.


Un sonido los interrumpe. Es el timbre del teléfono. Es una de sus asistentas. Le comunica con una voz delgada y amable que ya lo esperan algunos funcionarios en la sala del quinto piso. Pérez responde viendo con más detalle el fichero del limeño. Coge un bolígrafo y empieza a apuntar algunas líneas. Sigue contestando por el auricular cuando alza la tapa de una laptop. Le pide un código al limeño. Esté responde solo señalando el código. Mira algunos datos en el ordenador portátil. Y vuelve a echar ojeadas a al fichero. Frunce el ceño durante unos minutos y continúa hablando por el auricular, dándole algunas instrucciones a cumplir en breves minutos. Al final del fichero hay una hoja donde en la parte más inferior una línea delgada se alza por encima del nombre y el apellido de Pérez. Pone una firma con el bolígrafo, cierra el fichero y le entrega el fichero al limeño.


–Todo está en orden. Puede entregarlo a los agentes beneficiarios del acuerdo. Los movimientos tienen que empezar cuanto antes, Torrecita. No, no le digo a usted señorita Zúñiga. Ya siga como le indiqué… –deja de mirar al limeño y mira hacia su escritorio.

–Con gusto así será. Muy agradecido por la charla. Hasta la vista.


El limeño sale campante de la oficina. Va hacia otra oficina. Un joven de barba y de camisa a rayas le recibe el fichero. Luego va hacia su oficina. Entra en el ascensor. Ve como los pisos se van uno tras otro. Las casas se hacen más grandes. Entra a su oficina. Se sienta de golpe; y extiende las piernas cruzándolas a la altura de su escritorio. Levanta desde allí el auricular un teléfono portátil y parece llamar a su secretaria que se encuentra trayéndole unos documentos a esa hora. Le da algunas indicaciones. Y luego se despide de esta, deseándole buenas noches. Del otro lado, la secretaria se queda atareada por lo que le dijo, porque recién van a dar las cuatro de la tarde.




Unas cuantas horas pasan. El limeño va caminando por una transversal de Miraflores y luego toma la Porta. Compra un par de churros. Enciende un Lucky y se pone unos audífonos. Oye varias voces. Parece que es un coro de mujeres y hombres que canturrean alegres y embebidos por algo. Camina rápidamente. Solo se detiene ante un edificio nada polvoriento y encendido en todas sus ventanas. En el célular, pulsa un par de botones. La voz de Valeria interrumpe las voces coristas y le dice que ya baja. Por la puerta de cristal se ve el vestíbulo del edificio y muy de cerca, aparece Valeria. Con una sonrisa notoria pero discreta abraza al limeño. Lo besa y le pregunta por su día.


–Sufrí un asalto, llegué tarde al trabajo, lo cagué a mi jefe, cagué mi trabajo y de seguro me despiden. ¿Y tú?


Valeria se sorprende y le dice cómo puede estar contento con las cosas malas que le ha pasado. Le dice que es bromista pero esta vez está siendo muy exagerado.


–De ninguna manera. Ya verás que estoy siendo muy serio. Solo tengo un poco de confianza.


Empieza a contarle en algo más de detalle lo que le ocurrió en el día. En eso, un mensaje de texto llega al célular del limeño. Ahí se lee: “Te vi, Torrecita, peendejo de mierda. Vi que no engrampaste bien el fichero. Te queda poco tiempo en esta compañia”.


–¿De quién es, cariño?

–No es nada. Es un mensaje de promociones. Están dando más minutos por este mes a los post pago.


Valeria gira la cabeza a un lado para apreciar unos zapatos en la vitrina gigante de Ripley. El limeño responde en su célular, “señor, excuseme esa falta, por favor. Que tenga una buena noche. Renuncio, señor, y me despido. Despidase, por favor. Hasta luego”.




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