Limeño busca Lima con cama adentro
Qué, qué, qué. Le da un puntapié al despertador electrónico, encima del pequeño velador. Se enjuaga el sudor con las manos, se quita las legañas con los dedos; levanta de un tirón su almohada, tose cubriéndose parte de la barriga con un brazo; corre mirando el piso, llevando el cabello sobre la frente. La puerta del baño se cierra de otro tirón. Levanta la tapa del escusado; se baja el pantalón, el calzoncillo. ¡Otro día más de cagar!, gime. Se enjuaga la boca metiéndose las manos llenas de agua.; se cachetea; se exprime los párpados; se calatea de espaldas a la ducha; se pasa el jabón por debajo de los muslos; ensancha la abertura de su trasero con la mano; se enjabona y refriega todo su cuerpo. No hay tiempo. Seis y cuarenta. Casito se saca la mierda. El piso está resbaladizo. Lo seca con un trapeador. Enciende la televisión. Enciende la cocina. Quiebra tres huevos contra el borde de las hornillas. La sartén le salta tres gotas de aceite. ¡Mierda!, gime. ¡Mierda!, tose. Busca una toalla. Salió calato sin secarse. Se seca frente al televisor. Unos periodistas van corriendo tras bastante gente. Lenguas de fuego rozan a tres personas y gritan desesperados. La voz de la periodista está agitada. La sartén chilla. Saca una espátula y remueve el huevo. A la inglesa, no, al carajo. Mete un pocillo con agua al microondas. ¡Putamadre, nada está hervido! “Hay bastante heridos, Gonzalo, los bomberos necesitan otras cisternas”. Suena una sirena, grita como loca en celo. Está en su habitación y saca un montón de ropa de los cajones. Salta en un pie pues el otro es atrapado en la pierna de un pantalón. Se tira la camisa al hombro. Suena la alarma del microondas. Se saca la entremierda en el pasadizo. Se soba la cabeza. No hay quien le sobe la rodilla. Tira su culo en la silla. Su abdomen se erige accidentalmente. Rebana un pan con un cuchillo plateado y sin mango. Con la espátula lo mete en el pan. Hombres vestidos de rojos y con cascos salpican un chorrón de agua sobre los escombros. Una señora sale llorando y clama el nombre de Esteban, “mi Estebancito, ayúdenme, Dios mío”. Masca y salpica la clara del huevo en su cuello. Casito en el cuello de la camisa, las mangas de la camisa, felizmente para él estaba planchada. Toma un sorbo de una taza vacía. Se olvidó del microondas. ¡Putamadre! Saca algo humeando. Un cuerpo humeando entra a una ambulancia mientras la periodista acerca el micrófono a alguien que está en la camilla inconsciente. “Qué mierda le vas preguntar, imbécil”, protesta mientras consigue remover el café duro que sacó de un frasco. Se lo toma de un sorbo. Se mete la boca en el caño. El café estaba muy caliente. Creyendo que es el final, sale tras la puerta. Gónzalo habla lo que ve en el prompter.
Un tico lleva al limeño mientras lo que lleva se pone una corbata y se arregla varios mechones parados. Piensa en lo que dejó anteayer en el trabajo. Se acuerda de la cara monstruosa de Pérez. El tico amarillo avanza si no fuera por el conductor bigotudo que superó una luz roja y le gritó a transeúnte, ¡avanza, huevón! El limeño saca de una cartera ejecutiva un formulario ejecutivo con un membrete ejecutivo y también saca un bolígrafo ejecutivo; firma en encima de una línea, al pie de donde dice, Ejecutivo limeño tal tan y talán. Y ve con un poco de satisfacción lacrimógena tardía sin nada de ejecutiva la marca Ejecutivo de su agenda nueva Dos mil nueve para exitosos ejecutivos. Quita de un espasmo la cara de enamorado y mierda, “¡conduzca con cuidado, para eso le pago!”
–Hermanito, no seas tan huevón. Pagaste para que llegues a tu chamba… tu jefe te va a carajear y te va meter un memo en el culo.
–Huevón, qué tienes.
–Suave, chino, no seas faltoso. Que por mi mare no querrás bajar acá en Canadá, ¿no, chinito?
–Tranquilícese, señor, ya entendí –estaba bien cogido de la pierna izquierda–. No haga nada que se puede meter en líos.
–Está bien, chinito. No te molestes –le guiñé un ojo vidrioso y horadado por una ojera violácea–. Mira, yo quiero trabajar tranquilo. Ya te he visto que estás más forrao, un regalito para la vieja. Ese maletín, tienes buen gusto.
–Aquí tiene veinte soles más, ¿está bien?
–Conchatumadre –detiene el carro en una esquina; le mira a los ojos, y lo coge del cuello–, suelta cincuenta que ahorita te cañoneo. Por las huevas vas a mirar la placa. Por acá está San Jacinto.
–Ya, manito, no te amargues.
Es una mañana nublada en una parte que se llama criollamente la esquina de Arriola con Canadá. El limeño camina hacia un Metro y entra en dirección al baño. Molesto se trata de planchar con las manos las arrugas del cuello de la camisa. Del bolsillo de su maletín saca una cajetilla de Lucy Strike y prende con un zippo un cigarro. Piensa en qué rico se sentía cuando respiraba el alquitrán y sentía el golpe en el cerebro, la espalda, mientras un señor de unos setenta años conduce a su lado un station wagon.
–Suerte que no le robaron todo.
–Conozco a tipos como ese. Por eso no tomo ticos.
–Sí, Lima es una cagada de las seis hasta las nueve. Ahora paran parchando cualquier arruga.
–Me llega al pincho, maestro, por eso tanto peruano anda fuera, carajo.
–Ya, seguro llega tarde.
–Un poco.
–¿Aquí es? Prescott, ¿no?
–Aquí tiene.
Baja y el viejo zambo arranca. Acaso vacila y no quiere entrar en el Dunkin Donuts, para comprarle las roscas a Pérez. Su cumpleaños y su jefe. Por eso había acordado con el administrador del local que abriesen más temprano de lo habitual. Veinte soles, el chistecito. Desde que el limeño recibió su ascenso por un autovaluo exitoso –en verdad, truculento– de sus ventas del pasado mes, había que ganarse más a Peréz. Amargo, vivo, pero un “bruto de mierda”, siempre piensa el limeño; gracias a que se hizo de la vista gorda, no se había dado cuenta de una pintarrajeada a una que otra cifra, la maquillada se la debía. Así que había que llegar más temprano, le rezaba la conciencia un día antes.
La cajita de varios colores y muchos poderes como las chicas superpoderosas de sus sobrinas que le tenían cansado. Se para en la Javier Prado y alza la mano. La otra se queda agarrando las rosquitas de muchos poderes. Un taxi se detiene. Del célular brota la voz y la imagen: Beyonce bailando, vibrándole las tetas y el célular al limeño, meneándole el cable del handsfree y las caderas de dos morenos altos muy de cerca a Beyonce. El conductor avisa que ya llegaron a Cantuarias.
–¿Dónde estás, De la Torre?
–Sufrí un asalto.
–No me jodas.
–Me sacaron cincuenta mangos.
–Hablamos de eso luego. Llega rápido, cuñao, hay dos filas de distribución que están que te esperan con las piernas abiertas.
–Ya llego.
Se baja. Las donuts superpoderosas se quedan en el primer piso, que la encargada de mantenimiento lo ponga en su casillero, le dijo. A la hora del primer descanso el limeño lo piensa obsequiar. Aprieta un botón del ascensor. Mira las casas que se achican. Beyonce sale en paños menores gritando shake it, shake it. Es valeria la que llama. Detrás de otro célular, es una mujer con un capri dentro de otro edificio en Begonias. Sus labios encerados de un pintalabios granate granados se mueven humedeciéndose con la lengua para decir que hola, cómo estás, cariño, ¿ya llegaste? ¿No hay problemas? El limeño le responde que sí, llego tarde, cariño, llámame más tarde. Ella mueve su silla giratoria a un lado y le recuerda antes de un beso y una sonrisa, “conseguí los dos pases para REM”. La puerta del ascensor se abre y el limeño camina unos diez metros. Mira arriba para buscar alguna orientación. Sabe que en el edificio, a fin de llegar a su destino, tiene que esperar unos vehículos. Luego de llegar a la orilla dibujado en un cuadro, uno de Gauguín, tiene que esperar al ferry dibujado por Van Gogh que siempre llega abultado.
–¿Hacia qué oficina va? –preguntó una señora de unos cuarenta años.
–Me cambiaron de oficina ayer. Soy De la torre, el gerente del departamento de ventas comerciales.
–¿Cuál es su módulo de asignación?
–Debe ser VL231. Mire, es el departamento con cargo administrativo en Lima.
La señora empleada del Ferry le dio paso al limeño. Lo cogió de las antepiernas y lo llevó a galope por las aguas del río que Van Gogh iba trazando con un pincel lleno de acuarela azul y de saliva. La señora se ponía medio roja pero con un esfuerzo extraño, sacó una musculatura maciza y rocosa de sus pezones. Infló los cachetes, puso cara de sansón enfurecido; su melena oxidada y teñida cubrió la cara del limeño que gritaba y gritaba. Con las dos rocas grandes, avanzó y elevó al limeño. Gauguín se sienta en el dibujo siendo dibujado por Van Gogh, lo mira y le levanta el dedo medio. Este se enfada y tira el dibujo de un manotazo. El ferry se precipita en un peñasco. La señora, furibunda, le indica con un dedo. Van Gohh se pinta en el dibujo y le mete un puñete a Gauguín y le amenaza con unos pinceles pequeños.
–El señor Peréz siempre habla de esos cuadros.
–Esa belleza de Gauguín y la otra de Van Gogh.
–Le confieso, señora Lourdes, me tiene harto el Vicepresidente Pérez con esos dos.
–Qué me hace hablar. Apúrese. Ya le indiqué donde es la oficina.
–Señora Flores, ¿está segura que no va al gimnasio y ejercita la espalda?
–¡Qué me dice, atrevido!
–Tiene una espalda muy femenina, señora –lo dice y siente una enorme risa en su estómago.
–Ah, si es eso, gracias. Pero, ¡no se propase! ¿Se olvida que soy una viuda respetable?
–Bueno, disculpe, tengo que irme rápido.
–Voy a ponerlo en la encuesta, señor De la Torre.
En una oficina por donde se entra al atravesar una puerta que tiene un cartelito de Vicepresidencia, un alto joven de cara recta, nariz aguileña, labios delgados, frente breve, pómulos apenas redondeados y mentón partido, entra tras la puerta y saluda al señor Pérez, un señor bajísimo de unos veintitantos años, trigueño, achinado, labios resecos, pómulos planos y salpicados de grietas y acné, nariz inmensa y larguísima, y de un mentón chiquito y enterrado.
–En Partes me informaron que has llegado a las ocho y cuarenta. ¿Qué clase de pendejadas has hecho, De la Torre?
–Me quedé apreciando los cuadros que le gusta, señor Pérez. Además, compré por la mañana las donuts que a usted tanto le gustan. Que pase un Feliz Cumpleaños –le estrechó la espalda con los brazos–.
–De la Torre, no me jodas; muy huevón, mi cumpleaños es la próxima semana.
–Mierr…¿no era el miércoles?... eh, le compraré otras donuts, igualitas para el jueves próximo.
–Mira, grandísimo cojudaso, quiero el registro de las colasas de distribuciones que Arcor nos puso en la noche. Necesito esa huevada ya. Antes de las tres de la tarde, De la Torre, ¿escuchaste? No me interesa que no almuerces, ¿entendiste?, ¡huevón! –le gritó.
–Sí, señor Pérez.
El limeño avanza por el pasillo del vigésimo piso y vuelve a tomar por quinta vez el ascensor. Hacía unas cuatro horas que había llegado. Maldice a su jefe, Pérez. Desde que fue contratado le asignaron como jefe a Pérez Pachas Ramiro. Desde un comienzo hubo una rivalidad y un rencor infranqueables. El limeño tenía muy en claro las creencias y las repetidas enseñanzas de su abuelo; no tenía por qué ningún serrano estar sobre él. ¡El renombre y la casta de los De la Torre Y Graña no podían macularse bajo ninguna justificación! Sin embargo, gracias a las represalias de gobierno de Velasco en contra de una de las familias aristocráticas de San Isidro, por haber buscado salidas en políticos extranjeros, aseguró la expropiación de unas propiedades. Por lo que la familia De la Torre y Graña se vio obligada a separarse en varias familias pequeñas.
En esta época, una señorita procedente de Huanuco había encontrado un trabajo de mesera en un restaurante por el Jirón de la Unión. Justo Pérez comía una causa rellena y tomaba unas cervezas con sus compadres de Huancavelica que recién habían llegado a la capital. Entre la putada y el tapujo de la botella, vio una cadera algo curveada y unas piernas pronunciadas, silbadas y deseadas por sus compadres. Creyó que era cosa de puterías. En cuanto le vio el rostro que llevaba la enseña de un capulí del valle del Mantaro, calló las habladurías de los huancavelicanos. La siguió un momento. Le invitó unos tragos. Primero, se negó. Segundo, se negó. Tercero, quizás se pudo negar. Se dio cuenta que parecía un provinciano triunfante, de seguro tiene bastante chacra y ha venido a invertir en algún negocio, se dio ideas. Mejor, no estaba tan feo. Olía a alcohol. Su padre todo el tiempo había olido así. Un día con ese mismo olor fue concebido Pérez.
–¿Qué te dijo ese Pérez? –un pelado afeitado al ras hasta el cuello le pregunta al limeño.
–Ahí, hermano, tengo que terminar una chambasa para la tres. Putamadre, salí un rato a prenderme un cigarrito y a tomar un vaso de café con leche. A ver si me aguanta la huevada.
–Ese gran puta me tiene los huevos hinchadazos, huevón. Creo que me ha enviado un par de vainas al correo. Para jodiendo. Y no sé qué chucha hace en ese cargo; es más chíbolo, ¿dónde ha hecho carrera?
–No sé, huevón. El Directorio lo eligió hace tres años. Seguramente es un chancón el huevonazo y estuvo en el extranjero un rato. Ahora se ve de todo. Pero es un burro, una bestia, un conchasa, sinvergüenza el desgraciado.
–Ah, cierto, me contaste del ascenso. Al menos en esa huevada te fue bien.
–No sé. Parece que este pendejo sabe de ese error y ahora solapasa está que me pasa recibo.
–Pucha, a la mierda. Si te despide, ¿qué? Tú eres joven todavía. Te irías a otra compañía. Hay un huevo de puestos en Adecco, por ejemplo.
–La misma huevada me da. No me voy sin cagarlo, César, de verdad, sin verlo hecho mierda no me voy, huevón. Hoy la hago.
–Cuidado, huevón, no te vayas a meter en lío.
–Algo suavecito como para empezar, pasar por un trabajaso esto que hago. Le entrego el registro visado y calificado; como el muy imbécil cuando le hablo confiado se la cree todito, hoy cae. Me despedirán a mí pero fácil a él también por no haber revisado los registros. El contrato con Arcor depende de esta entrega. Sabe que se viene la cagada si falla alguito.
–Parece que la has craneado con tiempo.
–Lo quería comprar con unas donuts por su cumpleaños; pero me huevié de fecha; qué pobre cojudo se acuerda de su cumpleaños. Me metió una escenita que me agarro de huezonazo en frente de la señora Clotilde y el gerente Arteaga. Hoy la última vez que se la hace a alguien de acá.
–Entonces, hermanito, me vengo despidiendo.
–Todavía no seas cachoso tampoco, pelao. Si no tengo como hacerla, cosa que lo dudo, retrocedo.
Pasaron unos segundos. Van por los cristales inmensos de la oficina del limeño. Ambos fuman. Siguen conversando de otras cosas. Cuando el joven rapado tocó el tema de las mujeres, el limeño se apresura en hablar.
–Sí, Valeria llamó. Me la llevo un rato por la noche.
–Ten cuidado con la cama. Ya te he dicho que la cambies por un King Size. Vives en esa parte de Reducto y no te dignas a vivir como gente.
–Es una cama de soltero, futuro señor de Olaechea.
Ambos ríen. El limeño está solo y sentado más tarde. Escribe en una computadora por ratos. Busca en unos ficheros una que otra hoja por otros ratos. Arregla algunas señas, pasando por verdaderas algunas cifras. Está convencido que no puede ser denunciado en la compañía por estafa. Pues no dejará que la compañía entera salga agraviada sino solamente Pérez. Finalmente, se pone de pie y mira a través de los cristales y comienza a pensar. Comienza a decirse varias cosas para sus adentros.
“Cómo se hubiese sentido el abuelo encontrando esta vista de Lima. Tanto indio de mierda hubiese dicho. Él que conocía de nombres, apellidos y hasta de heráldicas de familia. Tal vez, hubiese cogido esa escopeta americana que le regaló Leguía y hubiese hecho una carnicería. No me hubiese perdonado que estuviese trabajando en una compañía donde un asqueroso indio esté por encima mío. En este país todo está patas arriba. Veo cuanta gente camina y las diferencias que hay en ellas son demasiadas. No se puede, qué, habrán Quispes, Huamanís, Huamanes, Pucarís, Mamanís, Pomas, Vilcas, Puquios, Paucarís, Ñahuis, Capacs; mi abuelo no se cansaba de mencionar varios apellidos; muchos fueron de sus criados, de sus campesinos; seguro sabía de las combinaciones, seguro que había escuchado de cualquier Capac Monterroso, Capac Martínez, Capac Montañez, Capac Solari, Capac Benavides, Capac De la Puente. Se hubiera muerto de un infarto si escuchaba Capac De la Torre, Pachas De la Torre; ni lo pensó, ni pensarlo. Pero así está Lima, así están todos los que pasan por abajo. Ni la Miraflores a la que tanto le gustaba ir para mirar el mar y gustar de él se ha salvado. Se les ve feos carachosos pero nadie se los dice; solamente hay que decirlo cuando estamos en confianza; con esto de la discriminación todos nos hemos vuelto más respetuosos; hay que tolerar, todos somos al fin peruanos. Claro, no dicen que si somos todos limeños. Ese de allá que toma el taxi ni cagando es limeño, que se vaya al diablo. Esa señora que vende diarios no es como las señoras que distinguidas y primorosas llevan vestidos y ajuares de moda; dicen que los tiempos cambian, por eso nosotros cambiamos. Es en verdad. Pero aún así este serrano huevón no va necesariamente cambiar mi dignidad.
Tira un cigarro en un cilindro metálico. Se sirve un vaso con agua mineral de un bidón. Y sale de la oficina con un fichero sostenido con el brazo derecho. Ahora un cantante pronuncia por un micrófono grande la ‘l’en vez de la ‘r’ y se yergue por debajo de los meneos de una mujer morena: esta vez llamaba un amigo suyo. Le preguntaba si iría al concierto de REM. Responde que sí y luego se despide. A todos que lo saludan por las distintas secciones del área, les muestra una sonrisa garante, rebelde, triunfante y pícara. Los ojos le brillan. Son dos estrellas en el firmamento. Dos fuegos artificiales que anuncian el triunfo. Saluda a todos y les dice que fue un gusto trabajar con ellos. Le responden si se está despidiendo. Él les responde que jamás, los verá todavía y les promete una vez más su prometida presencia en la reunión del fin de semana, un día después del esperado concierto en la compañía. Cuando termina de saludar e intercambiar estos comentarios, le faltan pocos metros por llegar a la oficina de la Vicepresidencia. La secretaria informa a Pérez su llegada. Antes él le hace un pequeño gesto de agradecimiento, algo cortés, algo insinuante. La joven secretaria se sonroja un poco y sonríe unos segundos. La puerta se abre.
Es una oficina grande. Un escritorio dos veces y medio más grande que el del limeño, un asiento varias veces más confortable y de más cuero. En él se sienta el pigmeo ejecutivo y mira con expresión arisca, burlona e insidiosa la cara sardónica y engañosa del limeño. Ambos se sonríen entonces. Al frente del limeño la grande ventana hace pasar unos radiantes rayos de sol. Una paloma parda muy limeña pasa rápidamente por allí. Una idea estúpida y sin sentido aparente para por la cabeza del limeño: no es blanca, pero ¡señala mi victoria!
–Veo que tu trabajo debe estar terminado. Pero ¿por qué estás tan alegre, De la Torrecita?
–El día está bien soleado. No sé que pasa con Lima, señor, no solea hace mucho tiempo aquí.
–Ah, pendejaso, de seguro estás esperando de una vez un buen sol para irte a veranear a las playas. A Asia de seguro.
–No necesariamente, señor.
–Todos los de tu clase no son más que una tira de vagos de mierda. Toda tu gente de mierda piensa en gringas idiotas y brutas, en tablas de surf, en comida grasienta, en emborracharse por huevadas, en fin, en hacer cosas que no producen nada.
De repente las sonrisas de los dos se desfiguran en gestos serios, sin llegar a ser amargos, solo desafiantes.
–Seguramente, señor, usted ha trabajado mucho para llegar donde está.
–Fíjate, huevonazo, yo soy casi de tu edad. Tú tienes veintiséis, yo veintiocho. A tu edad ya estaba en este puesto. Es que yo sentí necesidades; así me críe con huevos; no estuve haciendo mariconadas y consumiendo cojudeces que me dejaban tarado. Ah, De la Torrecita, que te quite de la cachimba que hablándote así demuestro ser un ignorante. Solamente tengo esquina; tú, no, Torrecita.
–Eso es indiscutible, señor Pachas.
Una sonrisa vuelve a ponerse en la cara blanca y lampiña del limeño. Un gesto cerril y adusto borra el sutil gesto serio de Pérez.
–Los de tu clase también tienen esa cachacienta terquedad en cagarnos por nuestros nombres. Ya sé que te cagas de risa porque te estás burlando de mí. Crees que no me he dado cuenta que lo haces día a día, ¡cabro de mierda! –grita–. Estoy esperando cualquier metida de pata para sacarte a patadas de la compañía.
Una pausa se eleva como una pared entre los dos. Pérez revisa brevemente el fichero, y pasa por sus dedos las hojas rápidamente. Luego tira abajo la pared.
–Pero cambiémos de tema que este te va a poner un poco tristón, Torrecita. Voy a seguir dándote instrucciones para que conozcas más a tu clase. A esos hijos de puta y de gamonales se les han puesto las cosas siempre fáciles. Los españoles encontraron aquí una vida fácil. Qué mierda les costaba tirarse a tanta mujer que encontraran esos cerdos, ¡ah! –grita y golpea la mesa–. Y la misma huevada pasó con sus tataranietos, Torrecita, la misma cagada hicieron. Y siempre ellos nos hacían el favor. Ellos nos daban la oportunidad de superarnos.
Saca un habano y se pone de pie y le da la espalda al limeño. Este se queda mirándolo en posición firme. Sin ya presentar ningún gesto más que la atención a las palabras del que habla. Saca unos cerillos. El humo se prende y se arrastra en borbotones. Mira la ventana y continúa con sus dichas instrucciones.
–Ellos nos educaron. Por ellos hablo este idioma. Por ellos sé de tan rica cultura, me gustan las gringas y las blanquiñosas de Miraflores. Y esto no lo sé de libros, ¡Torrecita! –otra vez grita– yo he vivido entre tu clase desde mi adolescencia. Años como mierda. Ahorita nada más estoy esperando unas cuantas jugadas y me hago con la presidencia. Ya tengo convencidos a los accionistas. Me miran como un provinciano exitoso e inteligente. Provinciano, carajo, ¡he nacido en la capital! Eso sí, entre ellos yo soy la imagen del progreso del hombre peruano. Yo les estoy agradecido, Torrecita, la mejor forma es presidiendo las más altas gestiones en esta compañía. El presidente, Véliz Mufarat, es un pobre descendiente de árabes tan poco práctico y necio como borracho y fumón. Ya hablé con él también y hemos quedado en que le taparía una cochinada para que se vaya de viaje a Atenas. De mientras yo recibo el cargo de manera provisional y el puta que vaya renunciando, que por allá tiene unos negocios y le basta, cacha y se caga en varias huevadas. Después le daré el alcance –suelta una carcajada–, después bailaremos en algún night club por Bahamas.
–Me alegro por usted, señor Pérez. Con su permiso y con mucho respeto, tengo una duda por lo que me cuenta.
Pérez voltea y le da la cara algo alzada (así porque con su estatura no lo alcanza de otra forma). Lo mira con ceño desconfiado y se sirve en un vaso vodka de una botella que tiene un icono en ruso. Cuando se lleva el vaso a la boca el limeño se presta a hablar.
–¿No sabe que por lo mismo que usted me parece una mierda yo lo puedo cagar ahora que sé de varias cosas por su boca? Me imagino que al menos así como es alguien tan charlatán conmigo y con bastantes directivos de esta empresa, también es inteligente. ¿Qué tiene para mí? ¿Alguna enorme suma de dinero?
–Seré huevón, Torrecita, seré huevón. Lo único que tengo es un memo y una carta que te mandan a la mierda. Infeliz, ¿crees que no me he dado cuenta de tus falsificaciones? Tampoco te atrevas a demandarme que ya sabes cuál es mi buffete de abogados preferido. Y si has pensado en hacer chisme lo que te he dicho de nada te va a servir. Tengo a todos tus cretinos amigos fichados. Cualquiera suelta algo, alguna cosita le saco para botarlo de acá. Si te digo todo esto es porque ya no hay marcha atrás, Torrecita, ya me tiro a todos aquí. Ese autovaluo que conseguiste fue grande. Con ese las estadísticas y la curva de ganancias e intereses se elevó como una buena perra.
–Señor Pérez, la verdad es que creo que ha tomado mucho y está hablando mal las cosas. Me gustaría hablarle otra vez del tema cuando esté mejor. Tal vez mañana.
La seguridad y la ausencia de miedo en la voz, la cara y en todo el yo del limeño lo hacen desconfiar aún más a Pérez. Lo mira alzando su cabeza con inquina.
–¡No soy ningún pollo, Torrecita! Qué te has creído.
El limeño lo interrumpe alzando un poco la voz.
–¡Lo suficiente respetuoso como para no ofenderlo y preocuparme por usted, señor!
–¡No me interrumpas!
–Le aseguro que no está bien.
Un sonido los interrumpe. Es el timbre del teléfono. Es una de sus asistentas. Le comunica con una voz delgada y amable que ya lo esperan algunos funcionarios en la sala del quinto piso. Pérez responde viendo con más detalle el fichero del limeño. Coge un bolígrafo y empieza a apuntar algunas líneas. Sigue contestando por el auricular cuando alza la tapa de una laptop. Le pide un código al limeño. Esté responde solo señalando el código. Mira algunos datos en el ordenador portátil. Y vuelve a echar ojeadas a al fichero. Frunce el ceño durante unos minutos y continúa hablando por el auricular, dándole algunas instrucciones a cumplir en breves minutos. Al final del fichero hay una hoja donde en la parte más inferior una línea delgada se alza por encima del nombre y el apellido de Pérez. Pone una firma con el bolígrafo, cierra el fichero y le entrega el fichero al limeño.
–Todo está en orden. Puede entregarlo a los agentes beneficiarios del acuerdo. Los movimientos tienen que empezar cuanto antes, Torrecita. No, no le digo a usted señorita Zúñiga. Ya siga como le indiqué… –deja de mirar al limeño y mira hacia su escritorio.
–Con gusto así será. Muy agradecido por la charla. Hasta la vista.
El limeño sale campante de la oficina. Va hacia otra oficina. Un joven de barba y de camisa a rayas le recibe el fichero. Luego va hacia su oficina. Entra en el ascensor. Ve como los pisos se van uno tras otro. Las casas se hacen más grandes. Entra a su oficina. Se sienta de golpe; y extiende las piernas cruzándolas a la altura de su escritorio. Levanta desde allí el auricular un teléfono portátil y parece llamar a su secretaria que se encuentra trayéndole unos documentos a esa hora. Le da algunas indicaciones. Y luego se despide de esta, deseándole buenas noches. Del otro lado, la secretaria se queda atareada por lo que le dijo, porque recién van a dar las cuatro de la tarde.
Unas cuantas horas pasan. El limeño va caminando por una transversal de Miraflores y luego toma la Porta. Compra un par de churros. Enciende un Lucky y se pone unos audífonos. Oye varias voces. Parece que es un coro de mujeres y hombres que canturrean alegres y embebidos por algo. Camina rápidamente. Solo se detiene ante un edificio nada polvoriento y encendido en todas sus ventanas. En el célular, pulsa un par de botones. La voz de Valeria interrumpe las voces coristas y le dice que ya baja. Por la puerta de cristal se ve el vestíbulo del edificio y muy de cerca, aparece Valeria. Con una sonrisa notoria pero discreta abraza al limeño. Lo besa y le pregunta por su día.
–Sufrí un asalto, llegué tarde al trabajo, lo cagué a mi jefe, cagué mi trabajo y de seguro me despiden. ¿Y tú?
Valeria se sorprende y le dice cómo puede estar contento con las cosas malas que le ha pasado. Le dice que es bromista pero esta vez está siendo muy exagerado.
–De ninguna manera. Ya verás que estoy siendo muy serio. Solo tengo un poco de confianza.
Empieza a contarle en algo más de detalle lo que le ocurrió en el día. En eso, un mensaje de texto llega al célular del limeño. Ahí se lee: “Te vi, Torrecita, peendejo de mierda. Vi que no engrampaste bien el fichero. Te queda poco tiempo en esta compañia”.
–¿De quién es, cariño?
–No es nada. Es un mensaje de promociones. Están dando más minutos por este mes a los post pago.
Valeria gira la cabeza a un lado para apreciar unos zapatos en la vitrina gigante de Ripley. El limeño responde en su célular, “señor, excuseme esa falta, por favor. Que tenga una buena noche. Renuncio, señor, y me despido. Despidase, por favor. Hasta luego”.
este post estuvo genial, lo volví a encontrar luego de hace un tiempo en que lo publicaste. Una muy buena forma de entender el revolcón que se dieron las razas en este país.
Me he fijado que ya no estilo esas maneras en la prosa, jaja. Me ha dado nostalgia, jajaja.
Gracias por la atención a algo ya pasado, compare.
Un saludo.
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