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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Inminente peligro


[Llevaba por título Peligro Inminente; pero al así coincidir con la traducción del título de un filme, se alteró el orden. Hubiese sido peligroso dejarlo así nada más].





Con la mano derecha, Muriel iba enrollando el tallarín en salsa roja que Aquilina cocinó hacía minutos. Pablo corría tras Carlos, Carlitos, mejor, para quitarle el Max Steel y, seguramente, pegarle porque, según él, no era novio de Clara, de Clarita, peor, mucho peor. La salsa roja saltaba y manchaba la camiseta marrón de Muriel. Intentaba quitar de sí los chorros de salsa. Combatía con la izquierda, defendiendo la textura de algodón, salvando también el dril negro. Su cara se hacía muecas mientras el paso del tiempo lo sentía más acelerado. "¡Llegaré tarde, ma! ¡Cómo mancha esto! ¡Ma! ¿Me estás escuchando?" Aquilina, señora de más de cuarenta años, bailarina virtuosa durante el tiempo de los Bee Gees, había ingresado a una habitación pequeña –más conocido como el toilet cuando iba al Biz Pix de Miraflores–. Entretanto, Pablo había logrado su cometido, propinaba una paliza a Carlitos, luego de haberlo tumbado y gritarle que no está –"¡no estoy con la muticuco!"–; que ellá tenía orejas de plato, cuello marrano. El niño tumbado empezó a ser arañado. Pablo estaba encima de él. Carlitos le gritaba maricón, ¡solo las niñas arañan! Muriel cogía el vaso con la izquierda y gritaba luego de saborearlo y de que Pablo le dijera, "no pongas cara de muticuco". "¡Carajo!"–Ella–. ¡Lávate la boca, lisurienta! –Pablo–. "Ma ¡Por qué pusiste el vaso de aceite cerca! ¡Ahhh! ¡Tú cállate, Pablito! A pablo le disgustaba el diminutivo, ya creía ser al menos mayor que Carlitos.

Muriel regurgitaba lo que tenía en el lavabo, remojando toda su boca en el pocillo formado con sus manos para contener el agua del caño. Su pantalón dril negro quedó manchado y ella lo notaba, era lo peor, lo notaba. Aquilina llegaba al auxilio y separa a Pablo... no, así era como pasaba, separaba Carlitos de las garras de Pablo. Aquilina insistía en el reproche a ambos, ¡cómo tío o sobrino podían pelear todo el tiempo! Carlitos insistía en que ese no era su tío, era maricón; ya no estaría con Clara así. Entonces, tampoco sería su tía política así. Pablito se reía. Carlitos era jalado de las orejas por Aquilina y chillaba con rabia. Muriel, quejas, Muriel, amargura. Aquilina le responde que lo sentía y ya, sí, ya que se fuera de una vez. La mochila púrpura caía tratando de rodar hasta la silla. Muriel se había equivocado; buscaba su mochila y tiró del maletín de Aurelio –muy aficionado a los comic de Batman y fiel seguidor de los Sex Pistols durante los salmos de Velasco y los trocas llenos de cachacos–. Un latigazo salvaje. Los niños recibían latigazos de cuclillas en medio de la sala. Aquilina enfadada propinaba uno detrás de otro. Muriel se cepillaba; era rápida; el empaste dental antes se le había caído; lo levantó y se volvió a caer cuando buscaba un peine entre las cosas del aparador, a pocos centímetros del espejo; lo volvió a levantar y con fuerza de demás aplastó el empaque causando no solamente su nueva caída, también que el chorro del empaste no caiga en el cepillo, sino al fondo del lavabo. Muriel, amargura, Muriel, tardanza. Después de rezar en voz alta un salmo completo a la madre con, al hijo de, al espíritu santo y a la ida de todas las santas de una familia entera, volvía a coger el empaque; y en el plan de una especialista integrante de un escuadrón antiexplosivos, minuciosamente, cuidadosamente, escrupulosamente, lentamente, aplastaba el empaque, sin resbalar, sin que nada se moviera a excepción de sus dedos, era peligroso; sin que nadie se acercará, nadie se moviese. Un silencio penetró de pronto toda la sala, el comedor, la cocina, las habitaciones, los pasillos, el ático... el cine mudo. Aquilina estaba atónita junto a la puerta del baño y parecía decir, "¡vamos, hija, tú puedes! ¡Hurra, hurra!" El tío y su sobrino, alertas en posición de asalto, adoptaban la estrategia de combate de los Max Steel. Todos se encontraban mirando fijamente el empaste dental. El sudor corría en gotitas por la cara de Muriel; los nervios la invadían. El chorro sale poco a poco. Se respira el suspenso. Dos sujetos comían cancha blanca. Brian de Palma pensaba en ese instante decisivo, "how are you doing it?" David Fincher, en un esforzado español, resolvía, "no poderr hacerr éscena tan díficil, yo no haciendo, mi no poderrr entenderr". Y ¡de pronto! ¡Rayos! Demonios! ¡Judas, Pedro... traidores! ¡Catapún! El chorro se escurrió despacito sobre las cerdas. El tío y su sobrino, celebrando. Aquilina, ensayando unos pasitos de música Disco. David y Brian, tirándose canchitas, y gritando alegres, vivaces, eufóricos, esperanzados, el lema del posible primer presidente demócrata y, esto es lo importante, afroamericano, "yes, we can!". Muriel casi no pensaba más; salía disparada del baño. Tomaba la mochila púrpura y se despedía de todos mientras bajaba por las escaleras.

Un carro viene a prisa y no para pese a que hay bastante gente en el paradero, y debido a mucho más gente pasajera dentro del vehículo. Muriel, para buscar calma y entretenerse, lleva rato escuchando soul; don’t you ever let it end, de Harvey Scale and the Seven Sounds. Un distraído peatón intenta detener a uno de los vehículos rápidos, pero es superado por otros que estaban más cerca de la trayectoría del bólido. El peatón muestra pesadumbre, desilusión, acaba de tener una derrota. Pero, piensa enrevesado, la fátiga, la tristeza –no, tal vez no necesariamente en estas palabras–, la negativa sirven para continuar con la lucha. Decide armarse de valentía, arrojo y, con gran esfuerzo, técnica y cálculo, alza el brazo y dirige la mano sacudiéndola. Es tarde. Una chica corpulenta le llevaba ventaja y, gracias a algunos privilegios por ser pasajera, -era, -era, es aceptada en el ingreso del vehículo. Un ex monje oraba luego de ver la entrada de la mujer, "que Ala, Dios, Buda, Jesús, Yahvé, Jehova... Matusalén (un infiltrado y menor de edad), juntos la tengan en su misericordia; o, mejor, Dios mío, nada más, le paguen un taxi para la siguiente oportunidad" . Muriel estaba muy entretenida con el soul, ahora de Reggie Saddler. Cerraba los ojos y creía levitar mientras una masa desesperada de peatones hacían del cuarto pelotón de una división británica de infantería, durante la Guerra de Las Trincheras. Ella, feliz; ellos, infelices; sus vidas, bueno, sus trabajos y sus clases corrían peligro. El peatón abría la boca en señal de furia y con la postura aguerrida de un Jim Carrey va contra un vehículo más; trata de inmolarse como un talibán; pero esta vez un sujeto con la corpulencia de un Silvester Stallone pone de súbito su amplia espalda, golpeando la tenaz mueca del peatón y deteniendo su avance. El agresivo Silvestre se introducía en la masa de los pasajeros. El pobre peatón yacía de espaldas en el piso con los brazos extendidos para sostenerse. El cobrador de ese vehículo y Silvestre soltaban carcajadas a dúo. El peatón pensaba desilusionado que ellos se burlaban de él.

Otra vez, el peatón yacía derrotado al filo de la pista. Se sobaba la faz. Mientras tanto, insultos, pifias, imprecaciones, van y vienen por ese lugar; él toma asiento en el banco del paradero, que había estado a unos pocos metros de lo ocurrido. Mira como se acrecienta el número de personas, es cerca de cincuenta esparcidos en un espacio que parecen demasiados para el ancho del suelo. Los vehículos, ya sean particulares o públicos, pasan a razón de tres por cada minuto y diez segundos. Por dentro de algunos vehículos públicos, los pasajeros están sonrientes, abren las ventanas para soltar carcajadas; incluso cuando ellos mismos han estado insomnes durante toda la noche y el amanecer, aún en estas siete horas del día; incluso cuando otros de ellos están hambrientos y débiles. Misteriosamente, señores de saco y corbata, mujeres de traje formal, jóvenes estudiantes uniformados y no uniformados, señoronas en mandiles y delantales se reían sin control. En esa situación bélica e inusual para muchos, el peatón mira fijamente a su izquierda. Sentada en esa dirección, junto a él, estaba Muriel. Aún estaba despreocupada y extasiada con la música. El peatón la tocó en el brazo derecho, con el dedo índice apuntado. Ello lo mira de inmediato. Sin sonoridad más que la de la percusión y las cuerdas de una guitarra, hace un gesto para decirle, "qué". "Puedes quitarte los audífonos", le responde con otro gesto. Ella se dispone obediente y entonces la sonoridad de un gentío, de una muchedumbre se oía.

–¿Te has fijado como están todos?
–Sí –respondía tranquila, sin ninguna señal extrañamiento o molestia; no con la primera opción de estas que era la que resultaba natural al peatón.
–Pero ¿qué? No te parece algo extraño el paradero hoy. Mira la cantidad de gente, ¡es increíble!
–A veces se pone así –apenas el ceño se mueve.
–¿Estás segura? –el tono de su voz se exaltaba, estaba sorprendido, con razón– Esto me parece cosa de locos ¿Te parece poco que ese señor del carro insulte feliz a una mujer embarazada? ¿Te parece normal que ese colegial –un chico parecido al tío Pablo– le saque la lengua a un señor de edad y le diga "¡feliz cumpleaños! Mi más sentido pésame, fue un gran hombre, usted".
–La señora embarazada y el señor atraviesan momentos difíciles. Seguro, el chico conoce al señor y conoce la fecha de su cumpleaños –se enternece–. A mí me parece encantador. La compasión es buena a veces.
–¿Qué? ¿Acaso estás loca?
–¿Has escuchado Sharon Jones?
–¿Qué? ¿De qué hablas?
–Me encanta Sharon Jones –se alegra y mira con ternura al peatón.

El distraído peatón se queda desencajado durante unos segundos. Decide no mirarla, pues le afecta su actitud. Gana la iniciativa nuevamente.

–Hay que llamar a la policía. ¡Ah! –pierde la serenidad, un poco– Hay tanta gente peleándose que esto puede acabar en una tragedia.
–A ti solo te gusta Sharon Stone –hace a un lado el tirante de su camiseta marrón y descubre su hombro. Le sonríe provocadora, haciéndole ver el tirante transparente de su sostén–. Aunque, uhm, aunque ella es mejor con las piernas.

El peatón no podía esconder más su sorpresa y ahora, su miedo. Ella estaba a punto...

–¡Qué te pasa!, Muriel.

... de recordarle algo.

–A dónde se fue tu calma. Mira, si me decías que si conocías a Sharon Jones, te disculpaba lo que hiciste el otro día –le mira acusándolo con un gesto en la cara.

Él piensa, ¿qué hice el otro día?

–Disculpe, señorita, yo sí he escuchado a Sharon Jones –un anciano se les había acercado.
–Mira, al señor le gusta la música de Sharon.
–No –decía el peatón desencajado, nuevamente.
–Con mucho respeto, señorita, también me gustan sus piernas –el anciano se acerca un poco a ella, iba a ganar confianza.
–Ni se atreva, señor –pasan unos segundos, en los cuales ella lo mira con indignación– Tenía razón el niño. Usted fue un gran hombre, lo siento mucho, ¡cuánto lo siento! –lo dice apenada hasta terminar para ver como el anciano se sonroja y retrocede. Una vez la espalda de cara a ellos, Muriel le sonríe al peatón. Y le devuelve otra sonrisa. Se ríen cómplices.

Ya habían dejado de ser cincuenta para disminuir. Ahora toda la avenida está repleta. Algunos peatones que no habían conseguido aún irse del lugar formaron una horda armada de palos y piedras; y atacaron un vehículo público.

–Jamás había visto tanta violencia en un día normal como este, Muriel.
–¿Normal? Difícil hablar de un día normal.
–¿Qué dices? Estás loca.
–Los normales no lo están solo porque para bastantes personas es así.
–Sí hay situaciones normales.
–Bueno, tienes razón. Es normal que esté ocurriendo todo esto. Ah, ¿sabes qué? Las cosas en mi casa son anormales.
–Esas son las más normales, las de una casa.
–¿Qué dices? –por fin se sorprendió– ¿Acaso es normal que dos chiquillos no paren de pelear; que uno de ellos arañe y no golpeé; que al mismo no le guste una chica linda y le diga muticuco; que, ¡para colmo!, sea un tío tan joven, solo le gane por meses a su sobrino que es el otro chiquillo con el que pelea?
–¡Pasa hasta en las mejores familias!
–No, ¡no! ¡No! Mamá a veces baila música Disco, estando desnuda y cuando la música que ponen es salsa. Mientras que papá es un anciano parecido al otro, tan mujeriego, pendenciero y sinvergüenza. ¿Te parece normal esto? –se amarga tanto que empezaba a infundirle miedo al peatón.
–Entonces, lo de tu casa es anormal y esto es normal; pero, tranquilízate.
–Ahora sí, ya estamos. Te voy a prestar discos de Anna King; es una reina.

Pasan unos segundos, casi un minuto. El vehículo asediado por la horda se incendia después de que varios heridos sean auxiliados por paramédicos y bomberos. El incendio causa tres explosiones en tres vehículos contiguos al vehículo. El pánico se incrementa. Ciertos conductores aún se ríen al volante. Todos tocan sus bocinas y el bullicio trepida a los lejos. El peatón y Muriel están aún lejos de los incendios. En el paradero solo ellos están. La policía empieza un operativo de emergencia. Hay varios inconscientes en las aceras y en la pista. Los bomberos están desesperados, necesitan de más cisternas. Las que tienen están averiadas.

–Bien, ¡ya! Se me hizo tarde para ir a la academia. Me voy. Un gusto.
–¿No vas a preguntar mi nombre?
–No –con la inicial serenidad.
–¿No te preguntas, Muriel, cómo sé tu nombre?
–En la guía de teléfonos.
–¿Qué?

El peatón se queda con esa palabra y está atento a la ida de Muriel. Ella cruza la pista y, de pronto, un automóvil dobla por una esquina y sigue veloz por la avenida. No frena. Va a atropellar a Muriel.

–¡Cuidado! –grita el peatón.
–¿Ah? –ella caminaba tranquilamente– Sí, ten cuidado, cuídate –lo mira luego de haber girado sobre sus pies, solo un instante.
–¡No! –otro auto atravesó el paradero y hace un par de segundos estaba delante de él.

  1. Anonymous Anónimo | 5:34 p. m. |  

    Una novedad, sin duda. Pero al mismo tiempo el relato me remite hacia algunas reminiscencias: Leo Masliah y su cuento aquel en el que dos bandos de peatones se enfrentan; ese raro realismo pícaro de las películas de Buñuel; y un poco de Saramago, además.
    Es un logro importante, eso sí. El autor presenta una novedad en su narrativa, le pone más luz a las sombras, le brinda más dinamismo al relato.
    Los personajes resultan interesantes: inmersos en la cotidianidad, sumergidos en la masa, son como los puntos de colores en medio de un color uniforme.
    Un relato ágil e interesante. Novedoso dentro del trabajo del autor, además, y que acaso promete una nueva línea narrativa.

    P.d.: Ya te caerá tu crónica.

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