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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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La espera de la cola

Doña Pocha le contaba al señor Anselmo como Luis, hijo del cambista de la casa de cambio de "Ceci", había logrado una beca la San Marcos; apenitas había salido del colegio, "¡Sí! Vecino, es que no se imagina qué chancón era, vecino; todas las tardes lo buscaban sus amigos zánganos, los muy zánganos; él, nada que sí. Ni qué decir, la señora Angustina tiene su carácter". El señor Anselmo asentía con respuestas cortas, apenas la conocía, hace unos cinco minutos se habían enterado que eran vecinos, qué casualidad, él tenía su cabeza en otra parte, sin cuello, sin orejas, al menos, sin audición, casi. La doña era habladora, se notaba que guardaba los hábitos de esas vecinas antojadizas de todo tipo de buenas nuevas de la comunidad, todas unas periodistas ambulantes o residentes mientras los maridos las tengan en un mueble con su telenovela de las tres de la tarde. La noticia de Luis fue agarrando buenos senderos en el aire y arribó a otros oídos de otra gente. Gente cercana que por ahora era Andrés, Mario y Eugenio –compadres de muchos años, pero de días, meses sin verse; compartían los últimos sucesos en sus vidas–. "Mejor, compadre, ya son más del mediodía y nada".

–Sí, Eugenio, mejor nos hubiésemos dado unas cuantas cervezitas. Mira que el compadre Mario no lo vemos, saco largo, cuándo volverá a vernos; Tulio me dijo que ayer fue su cumpleaños –sonríen ambos y Mario...

–Ya cincuenta y cinco años, compadre. Elvira invitó a la familia y cenamos con los chicos. Hasta, capaz ya voy a ser abuelo –mira el cielo y casi piensa, amén.

–Andrés; ¡este viejo! ¡Carajo! Para nosotros todavía es joven, compadre, aunque saco largo –carcajadas, habituales carcajadas; Mario se alzaba unos cuantos centímetros más que los dos y lucía un porte casi atlético, como rezago de una larga dedicación al fisicoculturismo cuando un poco más joven, según les parecía–. El otro día lo vi en la pichanga de la cooperativa, se mete sus zurdasos y una que otra gambeta; ese mi compadre, ¡caracho!

–Uno envejece si no se siente joven...

Compartieron cigarrillos Premier y Freddy pensaba qué bestia, con esta calor no me da ganas de tirarme ninguno. Hacía unas cuantas horas, Freddy caminaba tres cuadras adentro del jirón Huallaga, pleno cercado de Lima y pleno verano limeño en estas fechas, con tanto estío la estación se hacía un lugar más. Ambulantes se movían si la seguridad ciudadana, "mejor, tombería, compadre", andaba por ahí, "peor no coima, después se hacen los pendejos, careros del carajo, compadre". Preguntaba por los repuestos de unos relojes pulsera a un señor con cara de bonachón pero pendejo de palabra –"sí, caballero, ahí tiene todos los modelos... ese Casio, miré, qué pulenta, qué eleganciaa, anímese, anímese"–, al menos así lo calificaba Freddy después de darse cuenta de que ese Casio no era tan Casio.

Casi deteniéndose, caminaba lentamente entre los murmullos de la gente –no por él– y la celeridad de sus avances. Él sabe muy bien que esa parte era bien caótica y por más que hace un par de días ya se habían ido los rochabuses con algunos ex senadores; y el presidente había sido de mano dura, aunque acá nada más sería una palmadita, la gente caminaba por donde le daba la gana. Ahora estaba mirando como un par de señores se miraba fijamente, casi de manera obscena si alguien más reconociese los apretujados labios, casi entornados a forma de besos. Se agarrarían de la mano, se tocarían los muslos y se abrazarían candentemente si Freddy no dejará de desfigurar esa escena de un par de viejos que se mentaba la madre, la puta y hasta el padre nuestro de cada día porque no estaban de acuerdo uno en su venta, el otro, en su compra.

Mientras seguía avanzando, no veía como los ómnibuses armonizaban con el caos de los peatones, dejando sus ruedas casi fuera del rectángulo que la carrocería dibujaba cuando el sol o un poste derramaban iluminación. Los sudores se mezclaban con el azufre, carbono, plomo y otra sustancia que me falté nombrar en las ventanas rajadas por espacio y tiempo, los años se les notaban, sin calendario, como velas en torta poligonal –¿cuántos lados?–; estudiantes, comerciantes, señoritas dícese señoras porque se unieron en un himeneo prematuro, profesores que parecían los abogados de las oficinas de Abancay, Nicolás de Piérola. Había dicho comerciantes, pero no que eran sujetos de algún lapicero Novo en la oreja izquierda derecha, derecha izquierda (cambiaba de lugar según la hoja apátrida sobre la pierna izquierda dere... (igual). En realidad, seguía anotando Freddy en un cuaderno Loro, acá hay tanta gente de tanta clase que prefiero no seguir.

En ese rato, ya pasaba Huallaga y llegado a Emancipación, el señor Anselmo recién llegaba al Banco de la Nación. Con la mano derecha como parapeto para un gallinazo enclenque y, más bien, como biscera de gorra para desviar, o acaso para guiarlos, los rayos del inclemente sol. Se detuvo y continúo avanzando después pero casi como no lo hiciera. Freddy preparaba una novela después de publicar un par de poemarios; estaba buscando un buen lugar para detenerse y poder registrar todo en detalle. Claro, él no venía a menudo por esos lares, por eso, por esto, Paola Fernández, el apellido sobresalía de un fotocheck, un zapato de taco alto y de color guinda pisaba varias veces el piso en señal de ansiedad: tenía que hacer un par de operaciones y se le acababa la hora –es un decir en vez de decir "se le acababa el tiempo"–. Freddy anotó esa ansiedad aplastada por el zapato, casi a la velocidad de un código morse y casi con un mensaje para él; sin casi entender el mensaje, izaba la mirada sobre una sexy panty oscura que mostraba la pierna aprisionada en una malla de decenas de agujeros; se hacía más lúbrica, más apetecible mientras la mirada ascendía hasta perderse en pura imaginación dentro de una entallada minifalda negra de secretaria. Paola notó la fijación de Freddy y antes de dejar de aplastar su ansiedad por aplastarlo a él, le da un homólogo vistazo, una rápida venia; quita los surcos hendidos de la frente y le sonríe tímidamente. Pero, el mensaje fuera del morse, no llegó a él porque había volteado arrastrando los rabillos y veía como un trío de viejos prendían sus cigarros.

Avanza por bastantes personas; todos juntos forman una fila o una columna, pero no forman una fila o una columna, pero no forman algo recto. Los policías custodian y tratan de rectificarla y de que no haya colones, "¡Ah ¡ Anselmo, mira qué conchuda esa señora, ¡dios mío!" Paola llevaba su frente hendida nuevamente de lado a lado y se acordaba que ese día pagaban. Los dientes mordían los labios y de repente salía un tenso suspiro. Freddy está en el último lugar y decide quedarse ahí. Encuentra algo divertido ahí, la cola. Pero, acaso alguna de estas personas, tal vez Anselmo que siempre asentía, estaría divertido. Eso lo hacía más divertido, se comentaba Freddy, la desesperación era la causa de los dimes y diretes; como Alonso Meza le preguntaba a un desconocido por un movimiento de cuenta corriente, que era "para mi padre, señor, ayúdeme, por favor, él está internado en el Casimiro Ulloa". Como después de terminarse los Premier, Mario Hinojoza salía de la cola con sus amigos, cansados de la maldita espera, maldita cola de tres cuadras y cuatro cinturas porque doblaba en meandros por otras calles. La cola era descomunal, como pudo sobrentenderse ya; todos se habían acostumbrado, pero si no, de una rabieta se acostumbraban. Se pregunta por quién habrá ideado las colas, son una manera de espera.. no, según un ingeniero que estaba casi en la mitad, era un sistema de espera, ¿sistema?

A Freddy le viene por esa palabra otra como orden, funciones, niveles, organización. Entiende por sistema una agrupación organizada en un orden a diferentes niveles, para que cada elemento o miembro agrupado realizara alguna función. Esa cola, a simple vista, no era una agrupación que estuviera definida en base a esos términos. Después supondría que los niveles los componen el orden de llegada de los clientes del banco –elementos agrupados–; las funciones debían ser las operaciones bancarias que haría una vez llegado el turno; y el orden era ascendente en turnos (primero, segundo, tercero... tardón, señor, ¡puntualidad!) benditos. El turno, pues, era la máxima funcional de la moral de cada miembro de esa cola.

–¡Es el colmo! Estoy desde las ocho de la mañana y es más de las doce. Burócratas rateros de mierda, holgazanes –refunfuñaba un señor de faz colorada que a sus sesenta y cinco años las horas en cola se hacían años más miserables.

–Sí, señor. En este país todo es cola. Parece que sigue habiendo aprista. Porque me mudé tengo que venir a renovar la Libreta Electoral, sacadera de plata, señor.

Los dos alaridos habían entrado en un díalogo breve en algún torcmiento de la cola. Adentro veían el estrecho espacio que separaba los primeros viandantes de los jóvenes de las ventanillas (era una típica agencia que tenía a sus empleados arropados con trajes ejecutivos). Los funcionarios estatales quedaron desacreditados tras la ineficiencia del servicio anterior del gobierno. La opinión pública no se había olvidado de aquello, los recuerdos aún eran pintura roja y fresca de la estrella aprista, y recaía en el actual gobierno.

Freddy lleva más de una hora ahí y, al poco rato de meditar la cola como sistema, se le ocurre que una cola podría ser también un vehículo de socialización. Hombres, mujeres desconocidos terminan conocidos y así, muchas veces, salen amigos; aunque las personas estén presionadas por un sinnúmero de contratiempos, la necesidad de comunicar sus problemas, quejándose de ellos, buscar charlar en esa total pérdida de tiempo. Así ocurría, sí, así ocurre, piensa.

–Vecino, al fin llegamos. Tanta gente un lunes. ¡Ay! Tengo que remallar una telita para la seño Lupe, ¡cómo se me iba, ya!

–Debe ser quincena.

El banco tenía cuentas de las que los trabajadores extraían dinero. El estado pagaba a través de esas cuentas cada quincena, esta vez, fin de mes. De ahí que las quejas del servicio público reverberaron en veintenas de burócratas en la cola. Algunos de ellos se sintieron avergonzados y otros crearon su sordera. No hubo una asociación que sentará orgullo de la labor de estos trabajadores de la Nación (como cotidianamente vociferan los diarios). Peor, ni se pensó con mayor esfuerzo poner alguna defensa, distinguirse como burócrata y acallar la rabia idiota, así lo pensaba uno que otro, de esos quejones que se dejan llevar por los rumores, no tienen ninguna constatación real de la consistencia de su trabajo, mal pagado, remunerado apenas con las hostias que no comulgaban los grandes jerarcas homónimos del estado siempre opresor, nunca agradecido. Estas ideas giraban en las mentes de esos incriminados públicos y por causa de personas que salían del gentío para hacerse escuchar y, rápido, retornaban, qué gentío, a esa hansa germana de comerciantes de provocaciones malévolas y querían protegerse en el anonimato, sin tener la arrojo de dar las caras.

Freddy llega al ingreso del banco; entra pegando un vistazo rápido a todo el interior; las personas están ahí al fin en las ventanillas, éstas son divisorias por marcos de metal y detrás de ellas los empleados parecen títeres, él anota, del protocolo de servicio del banco. Las ventanillas encierran a los empleados durante varias horas; ellos se libran de ellas por momentos para salir a al baño, atender alguna llamada telefónica urgente, almorzar. Hay diferentes áreas en el banco para diferentes servicios. Arriba hay una escalinata que conduce a unas cuasi oficinas donde ejecutivos brindan un servicio de consultoría por las diversas operaciones, depósitos, créditos, documentos y otros asuntos de índole corporativo bancario, así como de otros de injerencia estatal. Freddy voltea al instante de terminar el vistazo, calculando unos cinco segundos, y voltea para marcharse. Antes de salir completamente, trata de poner cara de apurado, como si algo se le hubiera olvidado para que la gente no lo tome de intruso, peor que de colón, pensaba. La misma puerta que servía como entrada por su derecha y salida por su izquierda. Mira rostros enardecidos, ya cuando está con las huellas dibujándose en la vereda pública, de gente que podría tramar alguna sublevación contra el orden impuesto. Al rato de que doña Pocha le dijera al señor Anselmo lo de la tela sin remallar, ingresa cuando Freddy la ve seguida de su enjuto vecino. Con tantas habladurías de la doña, no se percataron de que hubo una coladera a pocos centímetros, en la que se sorteó Paola unos minutos antes de que Freddy llegara. Y, entonces, el reloj incrustado en la pared más ancha del banco marca las cuatro de la tarde y los guardias, o centinelas, policías falsos disfrazados con algún ornamento civilmilitar, se dicen que ya es la hora. La secretaria los ve con sorpresa, no lo puede creer –le faltaban tres personas, tres turnos–, los señores de los alaridos replican ese cartel de CERRADO en el escaparate de ingreso, "¡mal nacidos!" Algunos dispersan miradas y cuerpos y descuartizan la cola, pero ciñéndose algunos a algunos compañerismos, así sea de enojo. Otros salen aprisa, no hay tiempo, "ni cagando", replica un profesor de lenguaje.

El sol cae sangriento, con un ámbar entre ardiente y desapercibido. Las veredas llevan más gente ahora; las pistas arden por nuevas suelas calientes; taxis, ómnibuses, carros se comen entre ellos y varios cuarteamientos de la cola. Los alrededores del banco casi quedan límpidos y se vuelven pasadizos transitorios, nuevamente. Freddy camina unos cincuenta pasos irregulares, había prendido un Hamilton, y tira el filtro humeante, camina encima de él y se apresta a entrar a un cine, más tarde no recordará el nombre, si Tacna, si Excelsior. Compra los tickets y tercea una mirada restante; tres, once sujetos detrás de él, una nueva cola. Medita, cola propia, ¡qué tal democracia!

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