Por años en el óvalo
Entonces iba por distintas avenidas cuando el sueño le pegó los dos ojos y una cachetada para esconderlo. Recordaba varias cosas, como por ejemplo el cartel acrílico donde había estado pensando en por qué hacía falta tanto escándalo para promocionar una cerveza; ¿acaso el consumo consumía la poca decisión de la gente? En seguida, los recuerdos caían por su tiempo: los problemas en casa de tía Nancy, las discusiones con Laura, el regalo de cumpleaños (un reloj, sí, quiero un reloj) de la prima, faltaban dos o tres días para recibir la noctificación de los trámites (a quién se le ocurre traspasar un terreno estos días). Ahí el cansancio; de mientras un sujeto estira las manos y ofrece un puñado de caramelos (tres por cincuenta céntimos, señor, caballero, joven, señorita; ¡cada uno veinte céntimos! No me vaya a ignorar...). Colapsa un empuje hacia adelante: el autobús freno casi en seco (¡imbécil de mierda!, por qué has culatiado; ¡baja, mierda! Vamo arreglarlo, pe, comparito, baja tus pasajeros, nomás, manito; hey, jefe, miré...). Salía rápidamente porque no tenía tiempo: el evento no iba a esperar más. Parado en uno de los paraderos junto con los algunos de los otros pasajeros; parado sobre el pedazo de asfalto y el pedazo de tierra, al frente se paraban muros enladrillados y habladores ("votemos por el cambio; marquemos el catorce. Solidaridad Nacional"). Había encendido un cigarrilo y varios custers estaban repletos, penso en entrar una tres veces, pero "tal vez el sencillo me alcanza para un taxi". Las nubes no se diferenciaban con el humo negruzco de los carros (José, cuánto Tico; mira cómo queman aceite), él mismo que tiznaba los pocos limoneros –plantados en el zócalo central de la avenida–, las paredes de las casas, los negocios... las caras. La cara estaba descompuesta y de pronto cambiaba conforme le gesticulaba para decirle al taxista "a la mano derecha, maestro; sí, por el óvalo".
Entonces todo parecía estar como cada temporada. Los transeúntes populosos ocupaban la vereda, caminaban lentamente, como si estuviesen viendo cada casa que dejaban y como si estuviesen viendo a los acróbatas en los cables eléctricos, elefantes en vez de ancianas parapléjicas, monos en vez de los niños. Sin embargo, ahora eran tiempos de imitadores de, tal vez, un personaje agredido por el rumor, por la prensa amarilla y querido por solo su probable vacancia en el congreso de diputados o de los padres de la patria –¡Jajajajaja! ¡De la paria, dijo de la paria!–; sí, todo un circo, un espectáculo de horror y de espectadores monstruosos. Ese era el origen de los personajes, tal vez. Como figurase para todos los transeúntes: un circo anclado en lo que alguna vez fue un óvalo; una carpa algo colorida, con sus bastiones, un farol grande en la cúspide; todo él casi un cono y el óvalo de antes un plato de arena gigante de ahora. Todo el futuro público agrupándose primero de dos, de tres y luego de algo en lo que nadie se puede unir fácilmente (Hey, señor, ¡haga su cola! Señor, me podría cuidar la cola, por favor; gracias, de nada). El tránsito ocupado por taxis, taxicarga; el espectáculo ya va comenzar; boleterías con gentíos enormes, niños alborotados, espumas rosadas y azucaradas sostenidas por sus vendedores, los padres sostenidos por los niños, algunos boletos de microbús sostenidos por el suelo. También había habido más de azúcar en unas palomitas de maíz y en unas manzanas brillantes, como las chispitas quemantes en el lamparín de las palomitas. La noche sin luna, pero si se coge una lupa se verá más que tres lunas en la contenida emoción de la gente.
(Estoy sentado junto a Lucho, él está arreglando las luces, parece que algo se ha quemado. Tú, ¿dónde estás? Ah, claro. Que si la función ya ha comenzado, no, Laura, falta unos cuantos arreglos; sí, el número de las 'choclonas' todavía falta arreglar. Claro, en eso quedamos, tú cuida de Alonso, ¿ya? Chao). El célular se apagó con un dedo y caí seco en un puño: estaba cansado, no tenía ganas de actuar de nuevo. Antes había quedado impresionado: al poco rato de encender el cigarrillo, cerca del muro enladrillado hablador, el atardecer plúmbeo sostenía a unos pajaritos muy negros, estaban con las alas estáticas, de seguro traspasando planos, y sí, estoy seguro no eran murciélagos porque les vi el pico y el cuerpo plumífero, pero con plumas tan pegadas como las de un gallinazo e igual de negras al de ésta. Lo sorprendente era la poca altura con que volaban: era casi al ras del piso y con una velocidad de picada; casi la impresión me gana y fumo de mis dedos. Y eran numerosos, casi una decena, jamás había visto algo así. Esos pajaritos parecen estar picándome en la cara: me pica la cara. Pero no tengo ánimos para rascarme; en realidad, no puedo hacerlo: el maquillaje se arruinaría (Damas y Caballeros, Niños y Niñas, gentil público presente, tenemos el agrado de presentarles al único presidente que no cumple, solo promete, que no hace, solo habla y si alguien se pone delante de él, de una sola patada se lo agradece; con ustedes el galán, el hombre, el presidente). Dos toques de bombo en un toque me apagaron todo.
Eliseo y Nora Bardales habían quedado de la familia más conocida en el mundo circense de la ciudad. A principios de los años cuarenta, la carpa era la misma que había quedado de la última feria de Montecarlo; los trapecistas habían venido de Costa Rica, Panamá; el mago Fellini abría su capa en el escenario y vislumbraría al público expectador con unas gaviotas negras y después ellos asegurarían que las verían volar arrastrándose en el suelo. El máximo ventrilocuista Chicho Catara haría crer cada domingo que la voz de Bubí es muchas voces. El domador de los feroces tigres, Cango, ardería su látigo. (Sí, sí, podré jugar con Cango y decirle al tío Fellini que me haga desaparecer, y a mamá Nora que me lance por los aires y sentirme libre); digo esto y parecía hoy. Me despertó el redoble de tambor de Roger; miro cómo todo ha cambiado y cómo no suelo recordar lo que fue esta familia, pero no resta más que espectáculo por hoy. Mientras me pongo rápidamente los zapatilargos, me doy cuenta que a todos nos toca ser parte de un espectáculo, nos toca fingir que estamos fingiendo.
–Y llegó Tripita y me dijo: "colega, ¿cuál es el colmo de nuestra profesión?"; yo le dije seguro dar tres funciones gratis –las risas se escuchan, de mientras los reflectores parecen agrandar su voz–; y él me dijo "no, colega, el colmo es que le pregunté y, usted, muy estúpido no lo sepa" –las carcajadas se retumban estrepitosas y rodean a la arena.
–Usted hace trampa Tripita; de seguro otro payaso le repitió que haga el chiste pero no le dijo el colmo, le dije. "Ni modo, colega, nos ocupamos de hacernos ver cómo estúpidos, si se queja vaya al Sindicato de Payasos y ellos le dirán que no diga payasadas". ¿En la municipalidad hay un Sindicato, caballero?, le dije. "No, no, no, caballero, usted recién se estrena, ¿no?" –su gesto, su mirada, los multicolores en las mangas y la nariz postiza se movían con todos sus devaneos y el público en hordas se agazapaba, retorcía– Y Tripita, esa alma calata, me dijo: "El Congreso, mi señor partidiario".
Chistes similares proseguían, en tanto uno monos entraban corriendo alrededor del payaso. Hizo un número con ellos: sacaba un plátano, lo pelaba, le echaba un mordizco, y luego lo bajaba hacia los monitos, eran tres o cuatro, y lo alzaba sin dárselos; de repente, sonaba la conocida canción de Celia Cruz ("No hay que llorar, que la vida es un carnaval...") y los monitos se ponían a bailar.
–Bailen, bailen; no es rap, Waldir; ¡ya! Vuelve a sacar a tu pareja, eso, no te pegues mucho, así, así. ¡Qué no te pegues, mañosón!
Pasados unos minutos, el payaso dejo de sonreír y se dirigió a los expectadores.
–Damas, caballeros, caballos, niños, no saben cuánto me alegran y me reviven sus aplausos. Hace años montamos aquí en Villa San Martín este circo; varios de sus padres, padres, venían aquí y disfrutaban de la magia de todos nosotros; igualito, no hacían las colas, se colaban, aplaudían con flojera: la misma vaina. Lo que no es igual es la cantidad que viene a vernos. Ustedes creen que es fácil estar aquí y estar parado sin roche y ser mirado con toda esta ropa, este maquillaje –se quitó el sombrero, la nariz colorida y de una cachetada trato de quitarse el maquillaje (se puso una mancha roja como rastro de la palma)–; creen que es fácil hablar con esta voz –cambió la voz sostenida–, esta es mi verdadera voz; niños, deben saber que soy un viejo como sus abuelitos y, padres, yo los vi chibolos, getones en la feria, algunos todavía eran pirañitas, los muy sinvergüenzas.
El público estaba anodado: vio como poco a poco el payaso empezo a descubrise y vio como todo el demás elenco estaba nervioso, hablando con las manos al payaso (un par de dedos proyectaba una sombra de tijera en la pared falsa de la carpa) y él hablaba despojado de oídos para los demás y con los oídos para sí. Continuaba y las personas –algunas transeúntes de antes– empezaban a buscar la salida –no importaba si de tirones jalaban a los niños: sus sobrinos, sus hijos o sus niños por un día–. Amargos algunos soltaban una grosería, así como los del elenco saltaron a la arena –ya le habían cortado el audio del micrófono– y trataron de forcejear al payaso.
–Así, lárguense, cansense de las payasadas; vayan a atender sus líos, ya no me jodan la vida aquí, ¡carajo! Ustedes suéltenme, vayanse a preparar, faltan dos números, caballeros –en el piso, la peluca, la nariz, el micrófono, uno del elenco y su pensamiento: se ha vuelto loco–; ya saben, ¡toda la mierda se los dicen! –quedaban unas tres o cuatro personas en la salida (los tres o cuatro monitos no estaban)– ¡el show tiene que continuar!
Entonces todo parecía estar como cada temporada. Los transeúntes populosos ocupaban la vereda, caminaban lentamente, como si estuviesen viendo cada casa que dejaban y como si estuviesen viendo a los acróbatas en los cables eléctricos, elefantes en vez de ancianas parapléjicas, monos en vez de los niños. Sin embargo, ahora eran tiempos de imitadores de, tal vez, un personaje agredido por el rumor, por la prensa amarilla y querido por solo su probable vacancia en el congreso de diputados o de los padres de la patria –¡Jajajajaja! ¡De la paria, dijo de la paria!–; sí, todo un circo, un espectáculo de horror y de espectadores monstruosos. Ese era el origen de los personajes, tal vez. Como figurase para todos los transeúntes: un circo anclado en lo que alguna vez fue un óvalo; una carpa algo colorida, con sus bastiones, un farol grande en la cúspide; todo él casi un cono y el óvalo de antes un plato de arena gigante de ahora. Todo el futuro público agrupándose primero de dos, de tres y luego de algo en lo que nadie se puede unir fácilmente (Hey, señor, ¡haga su cola! Señor, me podría cuidar la cola, por favor; gracias, de nada). El tránsito ocupado por taxis, taxicarga; el espectáculo ya va comenzar; boleterías con gentíos enormes, niños alborotados, espumas rosadas y azucaradas sostenidas por sus vendedores, los padres sostenidos por los niños, algunos boletos de microbús sostenidos por el suelo. También había habido más de azúcar en unas palomitas de maíz y en unas manzanas brillantes, como las chispitas quemantes en el lamparín de las palomitas. La noche sin luna, pero si se coge una lupa se verá más que tres lunas en la contenida emoción de la gente.
(Estoy sentado junto a Lucho, él está arreglando las luces, parece que algo se ha quemado. Tú, ¿dónde estás? Ah, claro. Que si la función ya ha comenzado, no, Laura, falta unos cuantos arreglos; sí, el número de las 'choclonas' todavía falta arreglar. Claro, en eso quedamos, tú cuida de Alonso, ¿ya? Chao). El célular se apagó con un dedo y caí seco en un puño: estaba cansado, no tenía ganas de actuar de nuevo. Antes había quedado impresionado: al poco rato de encender el cigarrillo, cerca del muro enladrillado hablador, el atardecer plúmbeo sostenía a unos pajaritos muy negros, estaban con las alas estáticas, de seguro traspasando planos, y sí, estoy seguro no eran murciélagos porque les vi el pico y el cuerpo plumífero, pero con plumas tan pegadas como las de un gallinazo e igual de negras al de ésta. Lo sorprendente era la poca altura con que volaban: era casi al ras del piso y con una velocidad de picada; casi la impresión me gana y fumo de mis dedos. Y eran numerosos, casi una decena, jamás había visto algo así. Esos pajaritos parecen estar picándome en la cara: me pica la cara. Pero no tengo ánimos para rascarme; en realidad, no puedo hacerlo: el maquillaje se arruinaría (Damas y Caballeros, Niños y Niñas, gentil público presente, tenemos el agrado de presentarles al único presidente que no cumple, solo promete, que no hace, solo habla y si alguien se pone delante de él, de una sola patada se lo agradece; con ustedes el galán, el hombre, el presidente). Dos toques de bombo en un toque me apagaron todo.
Eliseo y Nora Bardales habían quedado de la familia más conocida en el mundo circense de la ciudad. A principios de los años cuarenta, la carpa era la misma que había quedado de la última feria de Montecarlo; los trapecistas habían venido de Costa Rica, Panamá; el mago Fellini abría su capa en el escenario y vislumbraría al público expectador con unas gaviotas negras y después ellos asegurarían que las verían volar arrastrándose en el suelo. El máximo ventrilocuista Chicho Catara haría crer cada domingo que la voz de Bubí es muchas voces. El domador de los feroces tigres, Cango, ardería su látigo. (Sí, sí, podré jugar con Cango y decirle al tío Fellini que me haga desaparecer, y a mamá Nora que me lance por los aires y sentirme libre); digo esto y parecía hoy. Me despertó el redoble de tambor de Roger; miro cómo todo ha cambiado y cómo no suelo recordar lo que fue esta familia, pero no resta más que espectáculo por hoy. Mientras me pongo rápidamente los zapatilargos, me doy cuenta que a todos nos toca ser parte de un espectáculo, nos toca fingir que estamos fingiendo.
–Y llegó Tripita y me dijo: "colega, ¿cuál es el colmo de nuestra profesión?"; yo le dije seguro dar tres funciones gratis –las risas se escuchan, de mientras los reflectores parecen agrandar su voz–; y él me dijo "no, colega, el colmo es que le pregunté y, usted, muy estúpido no lo sepa" –las carcajadas se retumban estrepitosas y rodean a la arena.
–Usted hace trampa Tripita; de seguro otro payaso le repitió que haga el chiste pero no le dijo el colmo, le dije. "Ni modo, colega, nos ocupamos de hacernos ver cómo estúpidos, si se queja vaya al Sindicato de Payasos y ellos le dirán que no diga payasadas". ¿En la municipalidad hay un Sindicato, caballero?, le dije. "No, no, no, caballero, usted recién se estrena, ¿no?" –su gesto, su mirada, los multicolores en las mangas y la nariz postiza se movían con todos sus devaneos y el público en hordas se agazapaba, retorcía– Y Tripita, esa alma calata, me dijo: "El Congreso, mi señor partidiario".
Chistes similares proseguían, en tanto uno monos entraban corriendo alrededor del payaso. Hizo un número con ellos: sacaba un plátano, lo pelaba, le echaba un mordizco, y luego lo bajaba hacia los monitos, eran tres o cuatro, y lo alzaba sin dárselos; de repente, sonaba la conocida canción de Celia Cruz ("No hay que llorar, que la vida es un carnaval...") y los monitos se ponían a bailar.
–Bailen, bailen; no es rap, Waldir; ¡ya! Vuelve a sacar a tu pareja, eso, no te pegues mucho, así, así. ¡Qué no te pegues, mañosón!
Pasados unos minutos, el payaso dejo de sonreír y se dirigió a los expectadores.
–Damas, caballeros, caballos, niños, no saben cuánto me alegran y me reviven sus aplausos. Hace años montamos aquí en Villa San Martín este circo; varios de sus padres, padres, venían aquí y disfrutaban de la magia de todos nosotros; igualito, no hacían las colas, se colaban, aplaudían con flojera: la misma vaina. Lo que no es igual es la cantidad que viene a vernos. Ustedes creen que es fácil estar aquí y estar parado sin roche y ser mirado con toda esta ropa, este maquillaje –se quitó el sombrero, la nariz colorida y de una cachetada trato de quitarse el maquillaje (se puso una mancha roja como rastro de la palma)–; creen que es fácil hablar con esta voz –cambió la voz sostenida–, esta es mi verdadera voz; niños, deben saber que soy un viejo como sus abuelitos y, padres, yo los vi chibolos, getones en la feria, algunos todavía eran pirañitas, los muy sinvergüenzas.
El público estaba anodado: vio como poco a poco el payaso empezo a descubrise y vio como todo el demás elenco estaba nervioso, hablando con las manos al payaso (un par de dedos proyectaba una sombra de tijera en la pared falsa de la carpa) y él hablaba despojado de oídos para los demás y con los oídos para sí. Continuaba y las personas –algunas transeúntes de antes– empezaban a buscar la salida –no importaba si de tirones jalaban a los niños: sus sobrinos, sus hijos o sus niños por un día–. Amargos algunos soltaban una grosería, así como los del elenco saltaron a la arena –ya le habían cortado el audio del micrófono– y trataron de forcejear al payaso.
–Así, lárguense, cansense de las payasadas; vayan a atender sus líos, ya no me jodan la vida aquí, ¡carajo! Ustedes suéltenme, vayanse a preparar, faltan dos números, caballeros –en el piso, la peluca, la nariz, el micrófono, uno del elenco y su pensamiento: se ha vuelto loco–; ya saben, ¡toda la mierda se los dicen! –quedaban unas tres o cuatro personas en la salida (los tres o cuatro monitos no estaban)– ¡el show tiene que continuar!
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