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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Un cuento

Será algo de minutos del mediodía que ha empezado aparecer por el reloj. Con este clima de cara de luto, en alguna parte de la capital. Uno puede ir por las calles, por donde está mi casa, y percatarse de la tranquilidad que yace en todas sus entradas; aunque dicen que han asesinado a un joven pandillero, que lío de barristas, esto del deporte de pasiones, del deporte de trincheras y equipos íntimos. Ha pasado tiempo desde que algún día vine aquí, a vivir aquí; unos quince años, más o menos. Antes de esos, era este un distrito de inmigrantes, la mayoría de Ancash y Huaraz, que estaban preocupados por hacerse de un terreno y poder construir tranquilos; Sr., de poquito a poquito, hija, hay que pagarle al maestro de obra. Así las casas, tú si las hubieras visto, permanecían calatas con sus ladrillos y paredes con algo de pintura. Los chiquillos persiguiéndose alrededor del concreto y la piedra chancada, persiguiendo, también, una pelota viniball, terminan en dos postes, para gritar ¡gol, golasso! Así era. Ahora es un distrito de comerciantes pujantes, de sus casas quedan boticas, bodegas, librerías, consultorios, restaurantes, hostales y cualquier negocio que les permita ganar alguito, aunque ya he dicho que son pujantes y ganan bastante a la larga. A quién le guste o a quién le pueda hartar esta situación, si es que vive en ella puede quedar satisfecho si pudiera de vez en cuando salir de ella, dejarla de una vez por todas. Pueda este ser mi caso.

Más o menos –estos días me he sentido como un más o menos, justamente– estas son las cercanías del cual planeo ahora hacer algunas lejanías. Quiero relatar un cuento que todavía no escribo, todavía no sé cuál es; supongo que en la medida de la que el escritor, más o menos, pueda seguir con los párrafos y quedar resuelto en seguir y seguir hasta terminar y darse con la descabellada idea de que eso quise contar. Vamos a ver cómo voy con esto. Estaba buscando la idiota forma de encontrar una que otra palabra en el diccionario; lo que pasa es que tengo la manía de sacar el diccionario y tomar nota de varias palabras; basta que en un momento me encontré con baboyana o íncola o carraspera, me llevo el diccionario a los ojos y registro el significado de la palabra. Decía, entonces, que estaba buscando a chasco; claro, yo sabía esa palabra, otro día, es más (no más o menos), ya la había usado en alguna redacción. De chasco el diccionario contaba cosas: una que significaba burla o engaño que se hace a alguno; otra que es decepción que causa a veces un suceso contrario a lo que se esperaba, subrayo a lo que se esperaba. Eso me hizo recordar un cuento que el otro leí en algún libro viejo y derruido de mi viejo, qué raro que tuviese un libro de cuentos; el autor era anónimo, bien hubiese querido conocerle.

El cuento, recuerdo, comenzaba con una memoria del señor Álvaro Vivanco. Se encontraba un día en su escritorio escribiendo una crónica de la guerra de Úrbides –un evento del que yo no sé nada, parece según leí más adelante que es un suceso de la historia de Ecuador –en la que él fue un médico de guerra. En esos tiempos, yo me desempeñaba en la posta de Santa Ana, a algunos kilómetros del centro de la ciudad de Quito. Úrbides había sido un canciller del gobierno de José María Velasco; el canciller tomó el control del gobierno en el invierno de 1934, porque el presidente tuvo que ir a realizar negociaciones en la junta Internacional de Cartagena. Uno de los servidores del gobierno, y en su calidad de Ministro de Hospitales, me hizo llegar una carta en la que me pedía viajar a Cuenca. Hubo una toma de las fuerzas armadas, después anunciaba El Financiero de Guayaquil, por parte de los principales generales al mando del canciller Úrbides. De su excelentísima labor y ardua diligencia, necesitamos de su apoyo para prevenir cualquier movimiento de las nuevas fuerzas rebeladas... Tenía que ir pese a que me costaría dejar Ibarra, el momento era muy poco crucial para salir de viaje. Me encontraba estudiando para obtener el máximo nombramiento en neurología y dejar la medicina general; a mi edad de veintiocho años, todos decían que aún era un muchacho, pero yo tenía en mente dejar Ecuador para irme a realizar investigaciones a Alberta, Canadá; pues ya tenía muchas consideraciones y respaldo de muchos maestros míos miembros del institut neurologique de la recherche comparative. Y ahora que parece que el país está en una terrible situación, ni siquiera teniendo los fondos para partir podré salir, temo que la embajada no tenga la amabilidad de ayudarme con el pasaporte, pese a las recomendaciones. Recuerdo que yo estaba muy enamorado de una compañera mía de la universidad, y tuve la fortuna de que ella también lo estaba de mí. Estaba desde hace algunos meses conviviendo con ella en un departamento en Ibarra, aunque más parecía una hacienda, me decía ella por su aspecto bizantino y el corte rococó de sus ambientes. Cecilia hubo de pensar algún día bastantes veces en irnos a Alberta una vez terminados sus estudios en medicina general; ella se había atrasado un poco porque tuvo que trabajar duro en el hospital de Quito antes de poder continuar en la universidad. Esta situación fue la que me encontró en vísperas de atender el llamado oficial del ministro Rojas. Mi labor en la guerra es muy larga de contar, por eso estoy haciendo un esfuerzo de poner el inicio. El ambiente es bastante más crudo que el de una morgue, ahí veía muertos algo vivos y suplicando que me quedé a socorrerlos; las vicisitudes que pasé en la guerra son muy difíciles de recordar (ahora mismo me cuesta sostener el bolígrafo para seguir continuando).

A Cecilia no le gustó la idea de que yo vaya a los campos. El presidente no había vuelto al país, decidió quedarse en Granada, pues estaba amenazado por las fuerzas nacionales; es cierto que la opinión popular tenía varias denuncias y resquemores del gobierno hacia esos últimos años. Cecilia había estado guardando muy celosamente ese viaje para nosotros. Yo la quería bastante, no podía dejarla sola. Me decía que era un abuso, que ninguna distinción me habían hecho al solicitar mis servicios al pueblito de Cuenca y que ya había recibido noticias de bastantes compañeros doctores que tuvieron la misma citación ("solo le han cambiado el destinatario, el vocativo, amor"). Sin embargo, yo tenía fe en que las aguas se posaran, por así decirlo. Estoy un poco preocupado, por empezar esta memoria; siento que necesito terminar de dejar escrito algo antes de mi salida de los campos níveos de Loja, antes de dejar de apreciar la fotografía que tanto le gustaba a Ceci, esa que compramos en nuestro viaje a Lima, en el museo de Bellas de Artes, según ahora lo recuerdo. Es por algo muy poco importante para este viejo como yo, que ahora escribe lejos de aquel país y lo hace en español, aunque lo hable poco por el francés advenedizo de Borgoña; al final estoy casado con María Reina Gonzaga Dupont y nunca fui a Canadá; porque desde ese tiempo sé que mi vida, más allá de los reconocimientos en Guayaquil y, después, en Quito, fue un verdadero chasco.

Un jueves estuve haciendo unas investigaciones y Cecilia tuvo la inesperada idea de salir a una fiesta de los hermanos Aguirre en su hacienda. Yo quería quedarme en la habitación, pero ella insistió. Entradas las veinte horas de ese día estuvimos en un ford clásico yendo a la fiesta. Las cosas, más bien dicho la moda de los jóvenes había cambiado con la influencia norteamericana; de repente todos los hombres estabamos en smoking y las mujeres lucían peinados grandes y desordenados en ondas redondas, alejados de sus rímeles rojizos, todos los labios; y parloteaban varios ever, ever y and like your eyes; al ritmo de la música seguida por el bajo. No sé en qué momento todo esos gustos tuvieron esta elección, pese a que nuestra ciudad no era tan grande, de Quito lo hubiese podido creer. Cecilia comentaba de Coco Chanel, de Ginger Fosters –ella no solo sabía de encefalogramas y esas cosas– a nuestro amigo Roberto, cuando yo decidí salir al patio intermedio entre la recepción y el enorme umbral de la hacienda Ugarte. Prendí un cigarillo, y estuve viendo los cultivos de caña y cerezo. Empecé a verme las manos, estaban ya algo gastadas, nunca me había percatado de sus sinosas rayas tan claramente como esa noche. Otro día recuerdo, más o menos (hasta aquí vengo a encontrarme), que ni con un microscopio las había visto tan transparentes. De repente veías una ramita y una ramita más arriba, pese a que sé de los nudillos y de la circunvalación de Eponte. El marboro se iba con el paso del aire, cuando la señora Anaís Ugarte vino desesperada con una cara que no voy a olvidar nunca.

–Hijo, hijo, tu novia, Álvaro, ¡se ha desmayado! Hijo.
–Carajo ¿qué pasó? –en realidad al marboro se lo llevó la gravedad porque lo dejé de apretar.
–Mi hijo está que la revisa, están que se la llevan a tu auto –estaba bastante ofuscada, recuerdo– ¿en dónde estabas?

Cecilia no podía mucho con el alcohol, desde siempre le dijé que sería mejor que lo dejará. Conduje rápido hacia la avenida Del Valle, tenía miedo, no sé como sujeté el timón, las manos me temblaban. Es muy curioso: cómo no me temblaron en una operación quirúrgica, en otro transplante de riñón. Ulises Ugarte estaba ayudándome con ella, aliviándole en los asientos posteriores, hubiera querido estar junto a ella en vez de él, pero llegue tarde. No hubiera sido necesario llevarsela a un hospital si hubiera recuperado el conocimiento al rato, qué raro, no despertaba. Tan pronto llegamos, solicitamos una camilla; era lo que nos temíamos: una intoxicación elevada de ácido etílico (les dan a las personas que sufren del hígado o tienen algún problema linfático en la corriente intravenosa). Tan pronto como me estaba castigando en mis pensamientos, estaba en el quirófano; pues teníamos que extraerle el alcohol antes que llegué al hígado (parece ser que el corazón tuvo una parálisis breve porque hubo una carga de carbamida en las arterias (eso debería estar en el hígado) y eso era indicio de que el estado del paciente se podía agravar). Yo la intervine. La presión de a pocos se me fue yendo, no sabía qué hacer, estaba haciendo las incisiones indicadas, pensé que no teníamos la tecnología necesaria para intervernirla; era un mal muy raro. Estuve haciendo el último corte para dejar paso a la vena porta y ahí estuvo mi error: rocé la vena sin pasarla bien por su abdomen; el resultado fue una hemorragia interior: no pude deternerla. Así los paramédicos me auxiliaron, el doctor Ugarte estuvo agilizando las mediciones; mis manos me temblaron, me temblaron y no pude continuar. Salí, al breve momento, a la sala de espera con el rostro cansado y con el cabello arruinado por mis manos, pasaban y pasaban; no podía creerlo: había fracasado en una operación, en la que no debí fallar nunca. Vi mis manos, estaban ensangrentadas; las enfermeras me llevaron a una habitación desocupada. No tardaron muchos minutos hasta que vino Ugarte, con esa cara me lo decía todo, con esa cara me gritaba que he sido un pobre imbécil, alguien que no pudo controlar sus manos y alguien que debío pedirle que interviniera a su novia, a su prometida (íbamos a casarnos en Diciembre). Él tenía los ojos llorosos y me abrazo soltando un quejido denso y partido, yo lo secundé.

–Hombre, ¡hiciste lo que pudiste!

Ese momento, ¡maldición!, hubiera querido irme junto con ella, morir de cualquier otra cosa y no escribir esta memoria de una guerra que viví mal y que no se comparó con todo el número de muertos que significó la muerte de Cecilia. Tan pronto como regresé a Ibarra tuve que encarar un juicio de sus familiares por negligencia médica; hubiera querido pudrirme en la cárcel, pero mi carrera y mi fama reconocida en Quito me defendieron dándome el consuelo del ostracismo y el relegamiento a los confines de Francia para seguir con mi carrera; el gobierno de María me debía mucho. Gracias al apoyo de mis amigos y mis familiares me repusé y fui hacia París el cuatro de junio de 1936. De la guerra ya no sé ahora si escribir, no sé si continuar.

La verdad es que no voy a continuar con la voz. Esta historia logró conmoverme en el momento que lo leí; y ahora que la he reproducido con algo de detenimiento –son las quince horas exactas del día sábado dos de junio– me doy cuenta que bien había podido ser él; que bien he estado en mi humilde condición como él en un terrible chasco del que ahora hay que seguir... El gobierno de Ecuador, del presidente Rodrigo Borja me ha hecho un llamado en una carta fechada el quince de diciembre de 1989... emprenderé a contar mi historia... Esa era la parte inicial de la memoria, de la que después continúe; pero ahora no hay que dejarlo de una vez. No me he tomado el trabajo de verificar en algún diario por este personaje y tampoco me tomaré el trabajo de seguir con este cuento porque creo que ya se acabo. Al inicio quise contar algo de Babel, espero poder hacerlo en la siguiente vez. Debo seguir, quizá, buscando significados, pero no dentro del diccionario sino dentro de afuera de cualquier cuento, de mi mismo cuento, de ese cuento que sigo escribiendo y nadie lee mucho porque hace falta decir que se acabo.

  1. Anonymous Anónimo | 6:57 p. m. |  

    Creo que lo más saltante aquí es el cambio de narrador: eres tú. O al menos ese es el indicio más acertado que se puede sacar. Pero no dejemos que mi intuición le quite emoción a la historia. El cambio de voz que hiciste me hizo pronosticar otro final, pero, para sorpresa, continuaste con la voz del principio, con la "tuya".

    Sobre la estructura de este "cuento", se puede decir que es bastante ingeniosa: tienes un personaje que comienza narrando en primera persona; luego, pasas rápidamente a otra primera persona que no debería estar allí: claro, ese no debería star allí sigue una lógica acostumbrada al canon, no te preocupes, bien sabes que es algo positivo. Este señor, Vivanco, comienza dándonos algunos datos sobre su ocupación en tiempos de guerra, para pasar a explicarnnos aquellos sucesos que antecedieron su decisión a tomar ese puesto. Pero, en medio camino, encontramos una referencia directa de este hombre, dentro del tiempo objetivo: Cecilia ya no está con él, es un proscrito que vive en Borgoña y está viejo. Así pues, se sigue la narración sin problemas, esta "intromisión" del dato escondido hace más interesante el relato.

    Y bueno, está también Cecilia, con pocas interveciones, pero las suficientes como para delinear la significación de este personaje para Vivanco: lo suficiente como para decir que con su muerte, comenzó el chasco. O, bueno, ahí estaba el chasco.

    Es curioso como tomas elementos de ambas historias para que confluyan en una. Tú historia, la historia de Vivanco. Este metatexto, sin darte cuenta (o tal vez sí) ha logrado hacer de "un cuento" más que sólo uno, pero se logra detectar la unidad.

    Hay aún más que decir, pero el tiempo apremia. Felicitaciones, nuevamente. Y como siempre, aunque creo que ya es innecesario, keep going, as long as you want to.

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