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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

El mal hábito de la Virgen de Guadalupe














Estos días jamás los he vivido. Seguro que cualquiera sin esfuerzo puede llegar a lo mismo. Al menos quienes se den cuenta bien. Por las noches, cuando no hay más que dormir, es más fácil pensar en no haber vivido hoy, en ver de lejos diminutas figuras sin distinguirlas realmente. Al final quedan sólo algunas ideas; queda acostumbrarse a no volver a hacer lo mismo cada día. Desde niño mamá acostumbraba decir es necesario que ordenes tus cosas, dejes en su sitio las cosas que encuentras, tal como las encuentras; vez tras vez, sin ponerlo en otro sitio que no sea el que inicialmente encontraste. Repetidas veces así lo hice hasta que de pronto no pensaba siquiera en volver hacerlo; pero no podía, tenía que ordenar. Quizá pocas veces haya sido un desordenado en casa y al fin mamá sentía alivio y no me llamaba la atención. Pero no puedo ordenar igual lo que vivo. Y también no puedo hablarle de lo difícil de ordenar cosas que recuerdo, y no las veo como veo el ropero viejo en las telarañas de la habitación deshabitada.


En decenas de comerciales en la televisión, he visto eslóganes diciendo la confianza genera confianza; confía en nosotros como confiamos en ti; con la confianza no hay ningún truco de magia; nuestra rentabilidad es tu confianza; en confianza nadie se mira las caras; etcétera. Recuerdo antes no entendía los comerciales. Interrumpían los dibujos animados cuando era niño y más tarde, las películas en el cable. Algunos programas me gustaba verlos por la noche; en esas horas los comerciales se hacían interminables. Algunas veces me hacían renegar. Más tarde, empecé a entender a papá cuando decía su importancia y los motivos de los canales al ponerlos. Ahora, sé sus intereses y algo de la audiencia y las ventas que buscan. Los publicistas son muy buenos en esos comerciales de los eslóganes de la confianza. Mayormente eligen actores que hacen de gente entusiasta, que parezca satisfecha por el producto o el servicio que paga. No sé por qué pero a veces he llegado a pensar que nadie en la televisión deja de parecer entusiasta y no deja de decir confía en ti y en nosotros. Solamente, en los noticieros las noticias son malas y producen desconcierto en los televidentes. Papá decía ahí verdaderamente se ve la realidad. Tantas veces repetía la expresión que en una me animé a preguntarle por qué. Me dijo en la realidad no se puede confiar.


2


“Antes que nada quiero decirles que la Virgen de Guadalupe muy milagrosa, te acompaña a donde vayas. Esta carta tiene la finalidad de dar la vuelta al mundo y continuar su cadena. Por ninguna razón debe dejar de circular.


“Todo aquel que permita la normal circulación y continúa la cadena: recibirá como recompensa lo que siempre desea, por simple que parezca.


“Debes hacer 189 copias y repartirlas antes de los 13 días, contando desde que la carta llegó a tus manos. Cuando lo hagas en el tiempo indicado, recibirás una sorpresa que la santísima virgen te lo concederá.


“A saber:

El presidente de Argentina recibió esta carta y la tiró al tacho de basura y a los 13 días murió su hijo en un accidente. Un señor recibió la carta y mandó hacerlas y se ganó la lotería. Alberto García recibió la carta y mando hacer las cartas con su secretaria antes de 13 días; pero se olvidó repartirlas. El perdió toda su familia y ella se quedó sin trabajo.


“Esta carta es mensaje de hechos muy milagrosos. No olvides de hacer las copias y repartirlas antes de 13 días y recibirás una sorpresa muy agradable.


“Nota hecha por uno de los que recibió la carta.

Me alegra saber que muchas personas estén leyendo esta carta y sepan que no estamos solos; porque tenemos a nuestra virgen de Guadalupe. Al margen de todo lo que dice arriba, no lo hagan por suerte o por temor a algo malo. Háganlo por su fe y con amor.


3


Por la tarde del viernes andaba en el techo de la casa, aprovechando el aire fresco que corría. Llegué allí porque papá ordenó revisará unos cables. Saqué un cigarro y luego de revisar, lo fumé. Así iba pensando mejor lo que tanto jodía. Uno de los cables estaba descubierto. En su interior, los hilos de cobre estaban partidos. Se lo dije a papá. Por el mediodía había ido a comprar a la ferretería un par de metros de cable. En la puerta de la casa, a la hora de tirar la colilla del cigarro, encontré una hoja blanca en el suelo. En la parte superior decía Carta a la Santísima Virgen de Guadalupe.


La dejé sobre un aparador en mi dormitorio. Reemplacé el cable. Papá probó los canales en la televisión. Me recosté sobre la cama y cogí la hoja blanca. Terminé de leer. Prendí la radio del aparador. Miré el reloj y di con que tenía que hacer un resumen de unos textos. El escritorio está al frente de mi cama. Abrí los cajones revisando las hojas allí amontonadas. Recordaba los textos los había guardado hacía un rato. Aunque creía que los había llevado a la hora de ir a comprar. Debía estar en el segundo cajón contando de arriba o abajo; si no, debía estar en cualquiera de los otros cajones. Dentro de los cajones encontré decenas de textos. Los había de la universidad, de la colegiatura de papá, la época del colegio hacía ya varios años, revistas amarillentas y textos de la época de la pre. Creí el texto no podía confundirse con las columnas distintivamente separadas una de otra, según las agrupaciones hechas por toda la familia. Pensé pude haber sacado el texto en otra oportunidad que no recordaba. Si hubiese sido así, de nada servía que siguiera buscando. Pero como no estaba seguro, continué buscando en otros lados.


Al lado del escritorio había un viejo mueble giratorio. En la parte inferior, había una tabla al través de las patas. Con el tiempo allí se fueron amontonando hojas inservibles, periódicos y revistas más recientes. Moviendo un pliegue tras otro, buscaba. Sonó el célular sobre el aparador.


4


—Hola, ¿qué tal? Soy Maritsa.

—Maritsa, hola… acá, tranquilo estudiando.

—Aya… ¿tienes tiempo para conversar?

—Bueno, creo que sí. Estoy buscando unos textos no sé dónde los he puesto qué raro.

—Ah…

—Conversemos mientras los busco.

—Ah, chévere.


No estaban en el mueble viejo. Me tumbé sobre el piso para buscar debajo de la cama. No limpiaba el dormitorio haría unas dos semanas. Debajo se notaba puro polvo y algunos zapatos que ya no me ponía. Mamá había intentado hacer algo con ellos; pero me contó que como estaba tan ocupada durante la semana, se le olvidaba. Como estaba oscuro debajo, busqué algo con que llegar a tantear. En el primer piso, había un montón de listones altos de madera. Busqué uno cuya longitud sea suficiente.


—¿Estás segura?

—Me da palta decírtelo pero vamos tiempo, ¿no?

—Sí, pero ¿no crees que sería mejor que siguiéramos así, sin obligarnos a nada?

—No creo que sea una obligación.

—Maritsa, yo creo que sí. A mí me gusta estar solo. No quiero ser duro pero…

—¿Qué?

—… no sé si queremos lo mismo. Yo de verdad quiero continuar así.

—Pensé que querrías lo mismo después de decírtelo.

—Maritsa, no, no digas eso. Solamente que no podría confiar en esto, en ti, en mí.


Después de registrar todo debajo de la cama, pensé alguien pudo haberse deshecho de las hojas. Me fui al ático. Allí iban a parar algunas hojas viejas; solíamos en casa amontonarlas desordenadas, antes de botarlas a la basura, si ya nadie las reclamaba. Había varios números de revistas de moda, electrónica, computación, cosas que no sabía si de verdad existían. Las revistas empolvadas y dobladas estaban sobre un armario mediano; luego de no encontrar nada, abrí la puerta y allí solo encontré las marionetas de unos tíos ya difuntos años.


—¿Así lo quieres?

—Sí, ya déjalo así, Maritsa, de verdad.

—Espera…

—Sí, espera, creo que mi viejo me llama…


Quería que le alcance una herramienta. Bajé las escaleras y revisé la sala de estar. Papá me preguntó qué buscaba. Luego de responderle me dijo era inútil, no estaría allí porque hace unas horas ya habían limpiado y no encontraron basura, ni cosas tiradas por ahí. Saber eso me aventó al cuarto de mamá. Estaba apurado y me ponía nervioso; las hojas no las tenía nadie de mis amigos de la universidad; la edición del documento era inédita y antigua; por internet solo podría encontrar reseñas, algunos comentarios. Era muy tarde y la universidad estaba cerrada. Por la mañana tendría el registro de la investigación. Empecé a culparme; debí ser más cuidadoso. Ahora era muy seguro: habría perdido las hojas en la calle. Del velador empecé a remover los adornos, unas cajas que mamá coleccionaba, sus joyeros; empecé a desesperarme. Sobre ellos, había un madero que podía levantarse; allí mamá guardaba discos de vinilo, casettes y otras cosas que ocultaba con celos en un cofre pequeño. Me deslicé por debajo de su cama pero otra vez no. Girando la cabeza, pensé en si podía estar en un mueble oscuro, no, en las canastas de la basura, no, sobre la tornamesa del patio, no, la cama de papá, tal vez, todo limpio, ni un clavo, encima del viejo televisor de su habitación, tampoco, en las sillas del comedor, de lejos ni pensarlo, no, en el taller de papá, delante de sus máquinas, no, en la azotea, alrededor de las macetas, sin idea en los fierros doblados, en los desmontes de cemento y piedra, no en los triciclos en el patio, no sabían nada mis sobrinas, no en la alacena, perdidas las hojas por los cubiertos, las lechugas, al través de los canastos, tampoco en el horno microondas, en la cocina a gas, tras las ollas, sobre la refrigeradora, las hojas mojadas, no, en el cuarto de hora, no en las cuatro horas de buscar y buscar, ya qué importa, no en cualquier parte ordenada, no en toda la casa ordenada de cuartos de gente ordenada, todos vivimos separados en orden, en orden todos ordenados. Perdí mis hojas por desordenado.


—Qué fue. .

—No lo encuentro por ningún lado.

—Ya pues, qué le vas hacer.

—Voy a buscarlo a la calle

—¿Qué? ¿Estás loco?

—Tengo que tener esas hojas.

—Son las once de la noche, Anto, piénsalo bien; no se acaba el mundo; sólo es una nota.

—Investigo hace tiempo sobre eso.

—No, ¡tienes que calmarte!

—Lo estoy. Necesito tu ayuda.


5


Salí sin decirle nada a papá. Mamá no estaba. Sabía las hojas las había conseguido ese mismo día por la mañana. Y recordaba haberlas guardado en algún momento. Pero me mantuve mucho tiempo leyéndolas y eso en ese rato confundía. Sólo había salido dos veces, a comprar a la ferretería y al supermercado por un mandado de mamá. Las rutas en ambas salidas eran cortas y directas. Las posibilidades de encontrar las hojas no eran pocas sin necesidad de calcular. No se me podía haber caído sin que me parara en algún lado. Sólo pude estar concentrado leyendo en la ferretería o el supermercado. Ambos lugares a esas horas estarían cerrados. Lo sabía pero podría convencer a la señora de la ferretería, de abrirme el local; y con los guardianes del supermercado, hacer lo mismo. A la salida, un viernes a las once en las calles por donde vivo suele haber tantas gentes como no veo en los demás noches.


—Felizmente, me llamas tú.

—Sí, como te dije, Maritsa, estoy por llegar a la ferretería.

—Si no te conociera, Anto, estaría más preocupada.

—Sigamos hablando, así me ayudas.


Toqué el timbre varias veces. Al fin salió un viejo cascarrabias. Se negó. Dijo qué quiere ¿no se da cuenta de la hora? Váyase, ratero, ¿qué quiere acá a estas horas? La señora del local se asomó haciendo a un lado al viejo. Preguntó qué quiero. Preocupado, le dije con paciencia y amabilidad si las hojas estaban allí. Exclamo no, ¡váyase ya, carajo, es hora de dormir! Se lo imploré enseñándole mis documentos, bastante grave ya por hincarme de rodillas en el piso. La señora aceptó bajar a abrirme al último.


—Te falta un tornillo, ja, ja.

—Cómo tú no estás rogando, es fácil decirlo.

—Rogaré si le pones el célular al oído de la señora.

—Espérate, ya bajan; no vaya a ser que nos escuchen.


La señora salió con una lámpara por una puerta chica. Entré y revisé las vitrinas después de que me diera permiso. Me dijo se había ido la luz porque no habían pagado el mes pasado. Detrás de aparadores, sacudí unas guías de teléfono. La señora empezaba a reclamar por qué no entendía, es ilógico, no tenía por qué estar en su ferretería; jamás se ha perdido nada en ella que no fuera de ellos, de su esposo y ella. El viejo apareció entre la penumbra y enfadado, me preguntó por dónde vivía y si ya había terminado. A ambos volví a preguntarles por las hojas, describiéndolas; el viejo al fin me dijo que si así yo hubiera dejado olvidadas las hojas, ahora no se acordaría de nada, ya, que largo, ¡ya buscó y no hay nada! La señora lo interrumpió, dijo déjalo es un buen muchacho, mira cómo está. Dije gracias señora y le rogué me indicará dónde juntaban las hojas con las que envolvían los clavos, tornillos, lo que vendiesen allí; en una repisa, varias hojas amarillas de periódicos iban entreveradas. No en la ferretería.


—En ningún lado vas a encontrar tus hojas, Anto, cariño, ya para, ja, ja, es cosa de locos.

—Todavía me queda el supermercado. Y desanimándome no estás ayudando.

—Ya, ya, es que es difícil entender lo que estás haciendo.

—Solo ayúdame cuando lleguemos al supermercado. No está muy lejos.

—Ya, pero me voy cansar con tanta caminata. ¿No podemos tomar taxi?

—Jodida, ya, no me da risa.

—Ja, ja, ja.


Llamé a los guardias con chocar una moneda contra la reja. Cuidaban del supermercado caminando de un lado a otro. Uno de ellos salió de la oscuridad del parqueo y hablando por un radio, me preguntó qué quería. Le conté el problema. Me dijo no podía dejarme entrar y que me vaya. Le dije llamaría a los policías de la zona y ellos si respetarían mi pedido. Comenzó a reírse.


—Son solo unas hojas ¡qué tiene de importante eso!

—Nadie te va a hacer caso, Anto, entiéndelo de una vez.

—Para usted no valen nada, pero tiene que respetar la valoración de las personas.

—Mira, hermanito, ronda de una vez porque de verdad quienes vamos a llamar a la policía somos los de la seguridad de aquí.


Otro guardia pero esta vez con el cuerpo más grueso apareció detrás de las rejas.


—¿Qué pasa, Quinteros?

—Quiere entrar a buscar unas hojas que se le han perdido aquí hoy.

—Anto, te van a decir que sí, pero seguro mañana.

—Ah, entiendo. Joven, venga mañana por la mañana. Nosotros tenemos órdenes precisas de no dejar pasar a personas no autorizadas a estas horas.

—Quién da la autorización.

—¡Qué terco, Anto!

—El administrador pero está ausente.

—Por favor, señor, haga una excepción. En verdad, necesito esas hojas porque si no mi investigación se irá al diablo…

—Por favor, no insista…

—…es que no sabe el esfuerzo de todo el ciclo. No habrá excepciones en la universidad. Tiene que entenderme.

—…escapa de mí, joven, entienda también mi posición.

—Bien. Entonces llamaré a la policía a ver si ellos si me pueden autorizar el ingreso.

—Vamos a pasar la noche en la comisaría, terco.


Me alejé de las rejas ya desanimado. Pensando en que todo había sido en vano. La investigación no tenía cómo salvarse. En eso, escuché que el guardia gordo llamaba.


—Joven, venga, venga.


Caminé.


—Verá, ahora lo que menos quiero es tener que hablar con policías y que ellos se metan en mis asuntos. Eso me daría más trabajo del que tengo aquí con mis compañeros. Por eso, haré la excepción pero de esto no se tiene que enterar nadie. Luego, puede llegar a orejas de los choros y sonamos.

—Gracias, señor… gracias.

—Todos están locos allí, Anto, de verdad.


Los guardias me llevaron a una especie de almacén donde conservaban los objetos perdidos. Busqué las hojas. Allí no pueden estar, me dijo el guardia gordo, los papeles ni siquiera son extraviados por la gente; quizá si revisa en ese rincón. Allí una columna de papeles de propaganda del supermercado estaba ordenada; pero por su centro, había otros papeles atravesados. Eran papeles en blanco, sin nada escrito. Así lo eran hasta que leí algo que ya había leído antes; era la carta a la Virgen de Guadalupe. Me quedé un poco frío delante de las cartas: había unas siete u ocho.


—¿Por qué estas cartas están aquí, señor?


El guardia gordo me la pidió y la vio atentamente.


—Ah, estos días han estado dejando estas cartas por el supermercado. Seguro las deja esa gente creyente de la Virgen.

—Sí… claro.

—Verdad, eso.

—No creo, Maritsa.

—Sea como sea, joven, aquí no están las hojas que busca.


Salí pensativo. Con los guardias, pasamos por los corredores, atravesando las secciones del supermercado. El guardia gordo me dijo que ya no podía hacer nada por mí y que sería bueno que regresara mañana por la mañana. Lo dijo ya dando la hora, más de la medianoche.


—Bueno, lo intentaste, tonto, eres demasiado necio. Espero ahora no lo seas si te pasa algo parecido.

—No podía fallar, Maritsa, tenían que estar en uno de los dos lugares.

—Ya pues, tontuelo, hemos buscado hasta cansarnos. Crees que tampoco desde acá no me he cansado.

—No…

—Espera…

—… ¿Qué?

—¿Dónde compraste en el supermercado, en qué sección?

—En la de verduras.

—Pues, busca allí.

—Ya olvídalo, Maritsa, ya ayudaste bastante.

—Anda, no sigas necio, anda.

—No sé, estoy cansado, solo quiero dormir y al diablo.

—Tú dijiste que las posibilidades no eran pocas. Que los caminos eran cortos; ya pues sí es posible. Anda, tontuelo, anda.

—Solo lo voy a hacer para contentarte. Debes creer ahora sí de verdad que soy el más imbécil.

—No lo sabré si no vas…


El guardia gordo me dijo que sería lo último; ya tenía que regresar a su guardia. La sección de verduras era algo grande. No me tomaría quizá más de diez minutos en buscar allí; además, desordenaría los tubérculos; allí solamente buscaría; compré tubérculos, sólo tubérculos. Las hojas estaban muy debajo, en la tierra áspera de los camotes, pero dobladas, lo suficiente para que la tierra no entrara en las líneas escritas.


—No jodas, Maritsa, ¡no jodas!

—¿Qué pasa, Anto? ¡Qué!

—Son las hojas… ¡encontré estas hojas malditas!

—Sí, sí, ja, ja, ja, tonto distraído ¡las dejaste allí! ¡Qué habrías estado haciendo!


El guardia gordo quedó mirándome y empezó a soltar carcajadas; los otros guardias lo siguieron. No podía creerlo. Pensé me iba a volver loco. Les agradecí al guardia gordo, estrechándole la mano, y a los otros guardias. Uno de ellos dijo esto merece ser reportado por la tele, ¡es grandioso! Yo no dije nada, estaba colorado, un poco cabizbajo. Todos me acompañaron hasta la puerta. Se despidieron. Los vi alejándose de mí riéndose.


6


—Gracias.

—Me pediste mi ayuda.

—Sí, sin tu ayuda de verdad era el más imbécil que ni yo he conocido.

—No lo eres por eso lo dices.

—¿Qué?

—Te dije que solo yendo adonde habías comprado me diría si lo eras o no.

—No me jodas, ¿sí?

—Sí, no lo eres. Solamente hay que entenderte. Pero igual no creas, hubiera querido estar allí de verdad, ayudándote a buscar; pero tú has querido que sea así...

—No, espera… eso ya no es…

En verdad, tontuelo, no pensamos igual. No puedo seguir así. Hoy me hiciste doler.

—… No, olvida lo que dije, Maritsa, lo que hiciste es…

—No jodas, Anto, de verdad. Tú has decidido que me pierda.

—… No, escucha, Maritza…


El célular sonó ocupado.




La Conciencia en aprietos












You're not as messed up as you think you are

Your self-absorption makes you messier
Just settle down and you will feel a whole lot better
Deep down you're just like everybody else

She's not as pretty as she thinks she is
Just picture her after she's had kids
I bet she sits at home and listens to The Smiths
Deep down she's just like everybody else.

Frank Turner, Reasons not to be an idiot






Un joven no tan joven se queda por las tardes callado mirando por su ventana. Aprecia el movimiento de las nubes. Una aparece nívea a través de redondas e infladas capas. Imagina que son borbotones de algodón a medida que avanzan, arrastran, vuelan y se esfuman en otras nubes de contornos indefinidos; los cuales hacen el suelo gris del cielo. Por esta vista el joven cree que toda estrella otea cabrilleante y nerviosa en la serenidad sabia del cielo. Se cuestiona por qué hoy no se contagia de esta serenidad. Está a punto de concluir enrevesado en el múltiple eco de su conciencia que él es como una estrella; jamás puede dejar de quedarse en un lugar como también no puede dejar de palpitar, como acaso todos los demás hombres no evitan su vida fugaz, sin sentir el cimbreo angustiante de las estrellas, diminutas y colosales, en el universo inconcluso difuso y cambiante.


Ha estado muchas veces así. Oteando arriba, distraído a su alrededor. Escuchando la voz silenciosa y enloquecedora de su conciencia; nada menos que verse en el espejo macabro que no llega a reflejar la inconciencia, o el inconsciente. De esto él sabe bastante pero quisiera saber lo que yo mismo y/o misma no sé. En español las conciencias no sabemos bien si definir nuestro género. No miramos cuando orinamos.


Este joven casi siempre me escucha. Quizá este sea su problema ahora. Sin embargo, ahora anda bien concentrado. A mí vienen voces de una mujer peregrina y semejante en otras cosas a todas. También puedo verla. Está a su lado caminando sonriente y habladora. El joven también habla y a cada tanto la detiene para tomarla por la cintura o él se deja envolver por un abrazo y entonces no puedo saber muy bien lo que ocurre. Sólo vienen sensaciones profundas hasta hacer caer en sí mismas un punto inmenso y compacto. Luego de un rato el recuerdo avanza y puedo volver a verlos. Ahora se persiguen, uno detrás o adelante del otro. Van sobre una vía bien comercial. Varios tipos les ofrecen servicios y cosas. Restaurantes, galerías, vendedores ambulantes, caras parecidas, distintas, primas, no vistas, pasan al lado del joven y la mujer. Entran en algunas tiendas. En una compran una gargantilla para la mujer. Tiene un color dorado brillante en sus eslabones; y en la parte más inferior, una piedra preciosa se incrusta y reluce. El joven la toca con suavidad; lentamente sigue recordando mientras está enfrente del cuello falso, de donde está colgada la joya, sobre algo en su cuarto.


Sus evocaciones son rápidas y difusas a continuación. El muro gris de a lado de su patio se va y las paredes avanzan hasta llegar donde la mujer que baila sola; y el joven le alarga la diestra; y otro día, al parecer, flotan en una piscina inmensa y al mismo tiempo el joven conduce un auto por una carretera ancha hasta que varios carros frenan y van corriendo en un bosque húmedo e iluminado por el este; ambos se tropiezan con distintas ramas y caen por un barranco de vegetación espesa; se ven en el suelo y delante de un televisor se ríen como dos locos; aquí el joven para de evocar y recibe un implacable dolor en el esternón; decae su cabeza. Por sus mejillas se corren despacio dos chorritos de agua salada. Así lo sabe cuando llegan a su boca.


No puedes seguir así. Tenemos la misma edad pero no siempre la misma experiencia. Bien sabes que hasta donde y cuando vives aún puedes mirar un amplio horizonte. Fue muy digna y sin igual tu vida al lado de otra. No te abalances; no mires abajo que le tengo miedo a las alturas; no pruebes ácido muriático que solo me emborracho con alcohol etílico; no pienses en qué fea es la vida si todavía no le han inventado cirugías plásticas ni liposucciones; mejor no sacar esa navaja filuda que a mí no me duele, jojolete, pero me adormece; tampoco pienses que el mundo se va acabar: aún faltan varias guerras mundiales y bailar en los viernes happy hour; por favor, te lo suplico, no se te ocurra rezar y pedirle una solución divina a no sé quién: lo digo por pura envidia: las conciencias no tienen ese tipo de creencias. Mejor, ¡ya!, ¡de una vez! Dejas tu cuarto y sales a caminar. Veamos otras gentes. ¡Lo sé! Muchas parejas en las calles, ¡podría ser peor! Pero no. Te juro por Freud y lo que no sé que no será así. Tienes que convencerte; tienes que hacerlo por mí; me debes cosas: gracias a mí sabes qué decir en el momento indicado (y en los demás, ¡fue teté!); por mí te sientes culpable y no mientes muy a menudo; porque de todos modos te gusta la literatura; sabes qué hacer en casos de emergencia: cosa muy aparte es que no evacues tan rápido; y, claro, me declaro miedosa(o), obesa(o) y culpable: ¡el pepperoni es demasiado!


Y, ¡mira! ¡Tú que tanto recuerdas! Yo tengo mucho que ver con tus reminiscencias. Si me pierdes, ahí si te avientas nomás y te tapas con algo que me vas a asustar. Es que sin mí ¿qué serías? ¿Un animalito con cuatro patas?


Pero el joven se enterca. Sigue mirando ese estúpido cuello falso y vuelve a estar mirando por la ventana. No se ha creído la parte de perderme. No sé dónde ha leído que las conciencias no pueden dejar en definitiva a los individuos; hoy día, si están bajo efectos de un químico, la poesía se haría gritos claros, la sirena de una ambulancia cualquiera. Y dale con ver a la mujer peregrina. Tiene que pensar mejor las cosas. Nadie vive sólo de amor, ni mucho menos muere sólo por eso. Todas las películas, periódicos, la televisión, las novelas, han inventado los suicidios por amor. Ningún ser humano en su sano juicio muere por otro si no es porque no le queda de otra. El sacrificio es más humano y entendible en catástrofes, situaciones peligrosas cuando morir es dar un paso más. El sentimiento por el otro ser humano a la larga es una enfermedad mental, una canción donde él baila como imbécil y a mí me hace quedar como tarada, tarado, ¡no sé!


El imbécil empieza a apoyarse en el marco de la ventana. Alza una pierna antes de alzar la otra. Por fin toma vuelo y se sube por completo por encima del marco y se sostiene de los dos muros de al lado. Es el vigésimo piso. Intenta no mirar el precipicio. El maldito infeliz siente vértigo; parece cerrar los ojos y las voces regresan. Es ella. Ambos juegan de equilibristas caminando por el filo de un muro. Parten de sus extremos. Cada uno extiende los brazos. El insensato imbécil pone la cara de un mocoso torpe y miedoso. Cierra los ojos cuando la mujer llega a él. Cuando los abre se coge de improviso de un muro; ¡casi me caigo, miserable!


Afuera los curiosos ya se han asomado a ver a este imbécil. Una señora parece conocerlo y le empieza a hablar, le ruega que no continúe, ¡por el amor de quién no sé! De ahí pasan unos minutos sin respuesta y con la intervención de un señor canoso. Le implora con respeto, paciencia, que no se tire; le da indicaciones de cómo bajar. Nada de eso funciona. Los curiosos se agrupan más. Forman una tribuna. Los más jóvenes ven callados. Uno que otro tiene el tino de pensar que aparte de imbécil, es un marica, ¡no puede afrontar sus problemas! ¡Huye de ellos! El señor canoso se ve en la imperiosidad de llamar a los bomberos, una ambulancia, un loquero, ¡quién se encargue de estas situaciones!


El so bestia imbécil de porquería también parece ser sordo, o hasta ciego. ¿No se ha dado cuenta de todo el espectáculo que está montando? ¿Tiene idea de la vergüenza por la que estamos pasando? ¿No sabe qué dirán de mí en los magazines de las más galardonadas conciencias? ¿No sabes, eh, soquete, que sufro de acrofobia y tú te has caído de chiquito un montón de veces de la escalera y te has quedado tarado, y a mí todavía no me pasa el susto? Por favor, ¡chismosos de porquería! ¡Hagan algo! Les juro, haré algo. ¡Saldré en toperoles y en calzoncillo de nylon!


En momentos como este, de sufrimiento, acción, suspenso, los pensamientos se van al demonio. Mi destino está echado. La caballería, como quienes dicen la ‘justicia’, llega siempre tarde pero llega. Una unidad de bomberos y otra de serenos llegan al lugar. Bomberos y serenos coordinan abajo para salvarte la vida. Suben aprisa por el ascensor y por las escaleras. Nadie más a excepción de los chismosos, algún gato trepatechos y ¿reporteros?, se interesa por el hecho fatídico a punto de ocurrir. En medio del ajetreo armado, tengo que impedir que te avientes. Vamos de nuevo.


¡Ya! ¡Soy mujer! ¡Luego podemos salir y me cantas el cielito lindo, con todos los charros bigotones! ¿Que deje de hacer el ridículo? ¿Que no tengo sexo? ¡Óyeme, despreciable! Yo sí soy parte de la realidad; no existo sólo en tu cabeza; cómo es eso de que yo sólo existo cuando tú piensas. ¡Eres un egoísta bueno para nada! Sólo piensas en ti. ¿Cuándo de mí? Bueno… ¿yo no siento nada? ¿Yo no tengo cuerpo? ¿Yo no tengo sentimientos? No sé de dónde has sacado esto último; no tiene lógica. Yo sí… espera, yo claro que… sí, yo… No puedo creerlo. Es cierto. No tengo sentimientos y soy incorpóreo. No se cómo soy ni en un espejo. Existes luego existo, maldito desgraciado. Debería aventarme yo en tu lugar ahora que sé esta verdad fatal, pero no siento tristeza.


Entonces los socorristas no llegan a tiempo. Pones una pierna en el aire. Sientes el vacío y la desciendes lentamente. A mí me están dando arcadas. Escuchas las piadosas voces que te suplican por unas veces más ¡no te tires! ¡No te lances! ¡No te avientes! Aún hay curiosos que sólo te miran sin decir nada. Igual tú no hablas con nadie. Entonces, neurótico, parece que tengo que resignarme. Todo indica no puedes soportarlo más. Tal vez puedas contentarte con tu muerte.


¡No! ¡Carajo! ¡Mucha altura! Y no tienes razón. Pese a que sólo una vez vives, hay muchas maneras de vivir, jovenzuelo. En esta sola vida tendrás varias desgracias y multitud de felicidades. Si te avientas, aparte de que estiraré la pata, no saborearás el triunfo, la esperanza, el reconocimiento, el cariño (de quienes te quieren; si yo sentiría, te quisiera), la adrenalina… no volverás a sentir esos sentimientos que tan en cara me has sacado. No tendrías cuerpo. ¡Te olvidaste decirme que no puedo tener sexo! ¿Todo eso lo vas a intercambiar por el mero sentimiento de pena? Y ya, de acuerdo, jovenzuelo, así aceptemos que quizá después de la muerte haya todo eso y más, nadie te lo podría asegurar, nadie ha vuelto después de muerto. Ni qué Lázaro ni qué ocho cuartos. Además, tú quieres a la mujer ¿no? ¿Tú crees que no le harás sufrir con tu suicidio? Acaso ¿no te quiere?


Sí, por culpa de los medios ya se enteró. ¿Y bien? Te cubres la cara. Y bajas de la ventana cuando un bombero gordo y con cara de cura entra y te indica que vayas con él. Tú obedeces. Y recién vuelves a escuchar una canción de tu memoria. Y ya, sí, ¡de nada! Casi me pasó por una mujer, idiota; todavía tengo que hacerme pasar por tu conciencia.




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