El mal hábito de la Virgen de Guadalupe
Estos días jamás los he vivido. Seguro que cualquiera sin esfuerzo puede llegar a lo mismo. Al menos quienes se den cuenta bien. Por las noches, cuando no hay más que dormir, es más fácil pensar en no haber vivido hoy, en ver de lejos diminutas figuras sin distinguirlas realmente. Al final quedan sólo algunas ideas; queda acostumbrarse a no volver a hacer lo mismo cada día. Desde niño mamá acostumbraba decir es necesario que ordenes tus cosas, dejes en su sitio las cosas que encuentras, tal como las encuentras; vez tras vez, sin ponerlo en otro sitio que no sea el que inicialmente encontraste. Repetidas veces así lo hice hasta que de pronto no pensaba siquiera en volver hacerlo; pero no podía, tenía que ordenar. Quizá pocas veces haya sido un desordenado en casa y al fin mamá sentía alivio y no me llamaba la atención. Pero no puedo ordenar igual lo que vivo. Y también no puedo hablarle de lo difícil de ordenar cosas que recuerdo, y no las veo como veo el ropero viejo en las telarañas de la habitación deshabitada.
En decenas de comerciales en la televisión, he visto eslóganes diciendo la confianza genera confianza; confía en nosotros como confiamos en ti; con la confianza no hay ningún truco de magia; nuestra rentabilidad es tu confianza; en confianza nadie se mira las caras; etcétera. Recuerdo antes no entendía los comerciales. Interrumpían los dibujos animados cuando era niño y más tarde, las películas en el cable. Algunos programas me gustaba verlos por la noche; en esas horas los comerciales se hacían interminables. Algunas veces me hacían renegar. Más tarde, empecé a entender a papá cuando decía su importancia y los motivos de los canales al ponerlos. Ahora, sé sus intereses y algo de la audiencia y las ventas que buscan. Los publicistas son muy buenos en esos comerciales de los eslóganes de la confianza. Mayormente eligen actores que hacen de gente entusiasta, que parezca satisfecha por el producto o el servicio que paga. No sé por qué pero a veces he llegado a pensar que nadie en la televisión deja de parecer entusiasta y no deja de decir confía en ti y en nosotros. Solamente, en los noticieros las noticias son malas y producen desconcierto en los televidentes. Papá decía ahí verdaderamente se ve la realidad. Tantas veces repetía la expresión que en una me animé a preguntarle por qué. Me dijo en la realidad no se puede confiar.
2
“Antes que nada quiero decirles que la Virgen de Guadalupe muy milagrosa, te acompaña a donde vayas. Esta carta tiene la finalidad de dar la vuelta al mundo y continuar su cadena. Por ninguna razón debe dejar de circular.
“Todo aquel que permita la normal circulación y continúa la cadena: recibirá como recompensa lo que siempre desea, por simple que parezca.
“Debes hacer 189 copias y repartirlas antes de los 13 días, contando desde que la carta llegó a tus manos. Cuando lo hagas en el tiempo indicado, recibirás una sorpresa que la santísima virgen te lo concederá.
“A saber:
El presidente de Argentina recibió esta carta y la tiró al tacho de basura y a los 13 días murió su hijo en un accidente. Un señor recibió la carta y mandó hacerlas y se ganó la lotería. Alberto García recibió la carta y mando hacer las cartas con su secretaria antes de 13 días; pero se olvidó repartirlas. El perdió toda su familia y ella se quedó sin trabajo.
“Esta carta es mensaje de hechos muy milagrosos. No olvides de hacer las copias y repartirlas antes de 13 días y recibirás una sorpresa muy agradable.
“Nota hecha por uno de los que recibió la carta.
Me alegra saber que muchas personas estén leyendo esta carta y sepan que no estamos solos; porque tenemos a nuestra virgen de Guadalupe. Al margen de todo lo que dice arriba, no lo hagan por suerte o por temor a algo malo. Háganlo por su fe y con amor.
3
Por la tarde del viernes andaba en el techo de la casa, aprovechando el aire fresco que corría. Llegué allí porque papá ordenó revisará unos cables. Saqué un cigarro y luego de revisar, lo fumé. Así iba pensando mejor lo que tanto jodía. Uno de los cables estaba descubierto. En su interior, los hilos de cobre estaban partidos. Se lo dije a papá. Por el mediodía había ido a comprar a la ferretería un par de metros de cable. En la puerta de la casa, a la hora de tirar la colilla del cigarro, encontré una hoja blanca en el suelo. En la parte superior decía Carta a la Santísima Virgen de Guadalupe.
La dejé sobre un aparador en mi dormitorio. Reemplacé el cable. Papá probó los canales en la televisión. Me recosté sobre la cama y cogí la hoja blanca. Terminé de leer. Prendí la radio del aparador. Miré el reloj y di con que tenía que hacer un resumen de unos textos. El escritorio está al frente de mi cama. Abrí los cajones revisando las hojas allí amontonadas. Recordaba los textos los había guardado hacía un rato. Aunque creía que los había llevado a la hora de ir a comprar. Debía estar en el segundo cajón contando de arriba o abajo; si no, debía estar en cualquiera de los otros cajones. Dentro de los cajones encontré decenas de textos. Los había de la universidad, de la colegiatura de papá, la época del colegio hacía ya varios años, revistas amarillentas y textos de la época de la pre. Creí el texto no podía confundirse con las columnas distintivamente separadas una de otra, según las agrupaciones hechas por toda la familia. Pensé pude haber sacado el texto en otra oportunidad que no recordaba. Si hubiese sido así, de nada servía que siguiera buscando. Pero como no estaba seguro, continué buscando en otros lados.
Al lado del escritorio había un viejo mueble giratorio. En la parte inferior, había una tabla al través de las patas. Con el tiempo allí se fueron amontonando hojas inservibles, periódicos y revistas más recientes. Moviendo un pliegue tras otro, buscaba. Sonó el célular sobre el aparador.
4
—Hola, ¿qué tal? Soy Maritsa.
—Maritsa, hola… acá, tranquilo estudiando.
—Aya… ¿tienes tiempo para conversar?
—Bueno, creo que sí. Estoy buscando unos textos no sé dónde los he puesto qué raro.
—Ah…
—Conversemos mientras los busco.
—Ah, chévere.
No estaban en el mueble viejo. Me tumbé sobre el piso para buscar debajo de la cama. No limpiaba el dormitorio haría unas dos semanas. Debajo se notaba puro polvo y algunos zapatos que ya no me ponía. Mamá había intentado hacer algo con ellos; pero me contó que como estaba tan ocupada durante la semana, se le olvidaba. Como estaba oscuro debajo, busqué algo con que llegar a tantear. En el primer piso, había un montón de listones altos de madera. Busqué uno cuya longitud sea suficiente.
—¿Estás segura?
—Me da palta decírtelo pero vamos tiempo, ¿no?
—Sí, pero ¿no crees que sería mejor que siguiéramos así, sin obligarnos a nada?
—No creo que sea una obligación.
—Maritsa, yo creo que sí. A mí me gusta estar solo. No quiero ser duro pero…
—¿Qué?
—… no sé si queremos lo mismo. Yo de verdad quiero continuar así.
—Pensé que querrías lo mismo después de decírtelo.
—Maritsa, no, no digas eso. Solamente que no podría confiar en esto, en ti, en mí.
Después de registrar todo debajo de la cama, pensé alguien pudo haberse deshecho de las hojas. Me fui al ático. Allí iban a parar algunas hojas viejas; solíamos en casa amontonarlas desordenadas, antes de botarlas a la basura, si ya nadie las reclamaba. Había varios números de revistas de moda, electrónica, computación, cosas que no sabía si de verdad existían. Las revistas empolvadas y dobladas estaban sobre un armario mediano; luego de no encontrar nada, abrí la puerta y allí solo encontré las marionetas de unos tíos ya difuntos años.
—¿Así lo quieres?
—Sí, ya déjalo así, Maritsa, de verdad.
—Espera…
—Sí, espera, creo que mi viejo me llama…
Quería que le alcance una herramienta. Bajé las escaleras y revisé la sala de estar. Papá me preguntó qué buscaba. Luego de responderle me dijo era inútil, no estaría allí porque hace unas horas ya habían limpiado y no encontraron basura, ni cosas tiradas por ahí. Saber eso me aventó al cuarto de mamá. Estaba apurado y me ponía nervioso; las hojas no las tenía nadie de mis amigos de la universidad; la edición del documento era inédita y antigua; por internet solo podría encontrar reseñas, algunos comentarios. Era muy tarde y la universidad estaba cerrada. Por la mañana tendría el registro de la investigación. Empecé a culparme; debí ser más cuidadoso. Ahora era muy seguro: habría perdido las hojas en la calle. Del velador empecé a remover los adornos, unas cajas que mamá coleccionaba, sus joyeros; empecé a desesperarme. Sobre ellos, había un madero que podía levantarse; allí mamá guardaba discos de vinilo, casettes y otras cosas que ocultaba con celos en un cofre pequeño. Me deslicé por debajo de su cama pero otra vez no. Girando la cabeza, pensé en si podía estar en un mueble oscuro, no, en las canastas de la basura, no, sobre la tornamesa del patio, no, la cama de papá, tal vez, todo limpio, ni un clavo, encima del viejo televisor de su habitación, tampoco, en las sillas del comedor, de lejos ni pensarlo, no, en el taller de papá, delante de sus máquinas, no, en la azotea, alrededor de las macetas, sin idea en los fierros doblados, en los desmontes de cemento y piedra, no en los triciclos en el patio, no sabían nada mis sobrinas, no en la alacena, perdidas las hojas por los cubiertos, las lechugas, al través de los canastos, tampoco en el horno microondas, en la cocina a gas, tras las ollas, sobre la refrigeradora, las hojas mojadas, no, en el cuarto de hora, no en las cuatro horas de buscar y buscar, ya qué importa, no en cualquier parte ordenada, no en toda la casa ordenada de cuartos de gente ordenada, todos vivimos separados en orden, en orden todos ordenados. Perdí mis hojas por desordenado.
—Qué fue. .
—No lo encuentro por ningún lado.
—Ya pues, qué le vas hacer.
—Voy a buscarlo a la calle
—¿Qué? ¿Estás loco?
—Tengo que tener esas hojas.
—Son las once de la noche, Anto, piénsalo bien; no se acaba el mundo; sólo es una nota.
—Investigo hace tiempo sobre eso.
—No, ¡tienes que calmarte!
—Lo estoy. Necesito tu ayuda.
5
Salí sin decirle nada a papá. Mamá no estaba. Sabía las hojas las había conseguido ese mismo día por la mañana. Y recordaba haberlas guardado en algún momento. Pero me mantuve mucho tiempo leyéndolas y eso en ese rato confundía. Sólo había salido dos veces, a comprar a la ferretería y al supermercado por un mandado de mamá. Las rutas en ambas salidas eran cortas y directas. Las posibilidades de encontrar las hojas no eran pocas sin necesidad de calcular. No se me podía haber caído sin que me parara en algún lado. Sólo pude estar concentrado leyendo en la ferretería o el supermercado. Ambos lugares a esas horas estarían cerrados. Lo sabía pero podría convencer a la señora de la ferretería, de abrirme el local; y con los guardianes del supermercado, hacer lo mismo. A la salida, un viernes a las once en las calles por donde vivo suele haber tantas gentes como no veo en los demás noches.
—Felizmente, me llamas tú.
—Sí, como te dije, Maritsa, estoy por llegar a la ferretería.
—Si no te conociera, Anto, estaría más preocupada.
—Sigamos hablando, así me ayudas.
Toqué el timbre varias veces. Al fin salió un viejo cascarrabias. Se negó. Dijo qué quiere ¿no se da cuenta de la hora? Váyase, ratero, ¿qué quiere acá a estas horas? La señora del local se asomó haciendo a un lado al viejo. Preguntó qué quiero. Preocupado, le dije con paciencia y amabilidad si las hojas estaban allí. Exclamo no, ¡váyase ya, carajo, es hora de dormir! Se lo imploré enseñándole mis documentos, bastante grave ya por hincarme de rodillas en el piso. La señora aceptó bajar a abrirme al último.
—Te falta un tornillo, ja, ja.
—Cómo tú no estás rogando, es fácil decirlo.
—Rogaré si le pones el célular al oído de la señora.
—Espérate, ya bajan; no vaya a ser que nos escuchen.
La señora salió con una lámpara por una puerta chica. Entré y revisé las vitrinas después de que me diera permiso. Me dijo se había ido la luz porque no habían pagado el mes pasado. Detrás de aparadores, sacudí unas guías de teléfono. La señora empezaba a reclamar por qué no entendía, es ilógico, no tenía por qué estar en su ferretería; jamás se ha perdido nada en ella que no fuera de ellos, de su esposo y ella. El viejo apareció entre la penumbra y enfadado, me preguntó por dónde vivía y si ya había terminado. A ambos volví a preguntarles por las hojas, describiéndolas; el viejo al fin me dijo que si así yo hubiera dejado olvidadas las hojas, ahora no se acordaría de nada, ya, que largo, ¡ya buscó y no hay nada! La señora lo interrumpió, dijo déjalo es un buen muchacho, mira cómo está. Dije gracias señora y le rogué me indicará dónde juntaban las hojas con las que envolvían los clavos, tornillos, lo que vendiesen allí; en una repisa, varias hojas amarillas de periódicos iban entreveradas. No en la ferretería.
—En ningún lado vas a encontrar tus hojas, Anto, cariño, ya para, ja, ja, es cosa de locos.
—Todavía me queda el supermercado. Y desanimándome no estás ayudando.
—Ya, ya, es que es difícil entender lo que estás haciendo.
—Solo ayúdame cuando lleguemos al supermercado. No está muy lejos.
—Ya, pero me voy cansar con tanta caminata. ¿No podemos tomar taxi?
—Jodida, ya, no me da risa.
—Ja, ja, ja.
Llamé a los guardias con chocar una moneda contra la reja. Cuidaban del supermercado caminando de un lado a otro. Uno de ellos salió de la oscuridad del parqueo y hablando por un radio, me preguntó qué quería. Le conté el problema. Me dijo no podía dejarme entrar y que me vaya. Le dije llamaría a los policías de la zona y ellos si respetarían mi pedido. Comenzó a reírse.
—Son solo unas hojas ¡qué tiene de importante eso!
—Nadie te va a hacer caso, Anto, entiéndelo de una vez.
—Para usted no valen nada, pero tiene que respetar la valoración de las personas.
—Mira, hermanito, ronda de una vez porque de verdad quienes vamos a llamar a la policía somos los de la seguridad de aquí.
Otro guardia pero esta vez con el cuerpo más grueso apareció detrás de las rejas.
—¿Qué pasa, Quinteros?
—Quiere entrar a buscar unas hojas que se le han perdido aquí hoy.
—Anto, te van a decir que sí, pero seguro mañana.
—Ah, entiendo. Joven, venga mañana por la mañana. Nosotros tenemos órdenes precisas de no dejar pasar a personas no autorizadas a estas horas.
—Quién da la autorización.
—¡Qué terco, Anto!
—El administrador pero está ausente.
—Por favor, señor, haga una excepción. En verdad, necesito esas hojas porque si no mi investigación se irá al diablo…
—Por favor, no insista…
—…es que no sabe el esfuerzo de todo el ciclo. No habrá excepciones en la universidad. Tiene que entenderme.
—…escapa de mí, joven, entienda también mi posición.
—Bien. Entonces llamaré a la policía a ver si ellos si me pueden autorizar el ingreso.
—Vamos a pasar la noche en la comisaría, terco.
Me alejé de las rejas ya desanimado. Pensando en que todo había sido en vano. La investigación no tenía cómo salvarse. En eso, escuché que el guardia gordo llamaba.
—Joven, venga, venga.
Caminé.
—Verá, ahora lo que menos quiero es tener que hablar con policías y que ellos se metan en mis asuntos. Eso me daría más trabajo del que tengo aquí con mis compañeros. Por eso, haré la excepción pero de esto no se tiene que enterar nadie. Luego, puede llegar a orejas de los choros y sonamos.
—Gracias, señor… gracias.
—Todos están locos allí, Anto, de verdad.
Los guardias me llevaron a una especie de almacén donde conservaban los objetos perdidos. Busqué las hojas. Allí no pueden estar, me dijo el guardia gordo, los papeles ni siquiera son extraviados por la gente; quizá si revisa en ese rincón. Allí una columna de papeles de propaganda del supermercado estaba ordenada; pero por su centro, había otros papeles atravesados. Eran papeles en blanco, sin nada escrito. Así lo eran hasta que leí algo que ya había leído antes; era la carta a la Virgen de Guadalupe. Me quedé un poco frío delante de las cartas: había unas siete u ocho.
—¿Por qué estas cartas están aquí, señor?
El guardia gordo me la pidió y la vio atentamente.
—Ah, estos días han estado dejando estas cartas por el supermercado. Seguro las deja esa gente creyente de la Virgen.
—Sí… claro.
—Verdad, eso.
—No creo, Maritsa.
—Sea como sea, joven, aquí no están las hojas que busca.
Salí pensativo. Con los guardias, pasamos por los corredores, atravesando las secciones del supermercado. El guardia gordo me dijo que ya no podía hacer nada por mí y que sería bueno que regresara mañana por la mañana. Lo dijo ya dando la hora, más de la medianoche.
—Bueno, lo intentaste, tonto, eres demasiado necio. Espero ahora no lo seas si te pasa algo parecido.
—No podía fallar, Maritsa, tenían que estar en uno de los dos lugares.
—Ya pues, tontuelo, hemos buscado hasta cansarnos. Crees que tampoco desde acá no me he cansado.
—No…
—Espera…
—… ¿Qué?
—¿Dónde compraste en el supermercado, en qué sección?
—En la de verduras.
—Pues, busca allí.
—Ya olvídalo, Maritsa, ya ayudaste bastante.
—Anda, no sigas necio, anda.
—No sé, estoy cansado, solo quiero dormir y al diablo.
—Tú dijiste que las posibilidades no eran pocas. Que los caminos eran cortos; ya pues sí es posible. Anda, tontuelo, anda.
—Solo lo voy a hacer para contentarte. Debes creer ahora sí de verdad que soy el más imbécil.
—No lo sabré si no vas…
El guardia gordo me dijo que sería lo último; ya tenía que regresar a su guardia. La sección de verduras era algo grande. No me tomaría quizá más de diez minutos en buscar allí; además, desordenaría los tubérculos; allí solamente buscaría; compré tubérculos, sólo tubérculos. Las hojas estaban muy debajo, en la tierra áspera de los camotes, pero dobladas, lo suficiente para que la tierra no entrara en las líneas escritas.
—No jodas, Maritsa, ¡no jodas!
—¿Qué pasa, Anto? ¡Qué!
—Son las hojas… ¡encontré estas hojas malditas!
—Sí, sí, ja, ja, ja, tonto distraído ¡las dejaste allí! ¡Qué habrías estado haciendo!
El guardia gordo quedó mirándome y empezó a soltar carcajadas; los otros guardias lo siguieron. No podía creerlo. Pensé me iba a volver loco. Les agradecí al guardia gordo, estrechándole la mano, y a los otros guardias. Uno de ellos dijo esto merece ser reportado por la tele, ¡es grandioso! Yo no dije nada, estaba colorado, un poco cabizbajo. Todos me acompañaron hasta la puerta. Se despidieron. Los vi alejándose de mí riéndose.
6
—Gracias.
—Me pediste mi ayuda.
—Sí, sin tu ayuda de verdad era el más imbécil que ni yo he conocido.
—No lo eres por eso lo dices.
—¿Qué?
—Te dije que solo yendo adonde habías comprado me diría si lo eras o no.
—No me jodas, ¿sí?
—Sí, no lo eres. Solamente hay que entenderte. Pero igual no creas, hubiera querido estar allí de verdad, ayudándote a buscar; pero tú has querido que sea así...
—No, espera… eso ya no es…
—… En verdad, tontuelo, no pensamos igual. No puedo seguir así. Hoy me hiciste doler.
—… No, olvida lo que dije, Maritsa, lo que hiciste es…
—No jodas, Anto, de verdad. Tú has decidido que me pierda.
—… No, escucha, Maritza…
El célular sonó ocupado.
mi querido joel!
me encanta como escribes!
sigue esribiendo!!!
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