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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Diagnóstico de una neurosis. También Marcia.











Síntomas

Ver caer una persona, volar un avión, pasar un perro, escuchar noticias, enterrar a la que se cayó, mirar por mirar, pasar una paloma, explotar una bomba, pasar las cosas. Ver sin tener la sensación de ver a una persona volar, sin tener la sensación de ver nadar el avión, hablar al perro, comer las noticias, celebrar al muerto un año más de su muerte viéndolo caer una vez más sin gravedad, mirar el infinito admirable al contemplar el movimiento de una cara hermosa o el claroscuro de una tarde a prisa, pasar creyendo a las palomas suaves criaturas y risueñas, explotar la bomba celebrando algo, detenernos de vez en cuando a imaginar, saborear, recrear las cosas. Sea lo uno lo otro, lo último me termina por agradar más ahora. No puedo continuar solamente actuando sobre la tierra; no puedo limitarme a no pensar y aceptar que soy real nada más y lo que me rodea es real nada más y lo que digo es real y entonces es verdad, justamente nada más; no puedo vivir sin falsear lo verdadero porque no puedo aceptar que no me equivoco; no puedo vivir sin creer que puedo no hacerlo sin que me haya muerto. Estar atento al televisor y estar plantado seriamente en la deuda externa o la crisis fiscal o el hambre a costa del empacho de otras gentes, es algo que me atonta, asfixia, aburre y me da nauseas. Ahora escribo porque no sé.

La semana pasada me encontré a Marcia. Creo que vuelvo a verla justamente, no, cuántas veces no sirve la justicia (no es un reproche, es una aceptación inteligente), cuando cruza la calle y yo camino sin mirar porque ando tarde; ella primero me saluda, sí, hola, y qué tal, ella está muy bien, parece explicarlo un gimnasio, un buen masajista, algún amante. Me da la mejilla y la pasa muy rápido. Sus mechas negras se estiran hacia adelante y sé con que se los ha lavado. En su camiseta verde claro (es verano) no puedo ver nada. No es la luz. Hablamos rápido. Quiero parar de hablar pero saber de ella me impide. Ella está hecha una aeromoza por un parlante. Soy su pasajero en clase adinerada y de hoteles de cinco estrellas. Su altura da a la mía. Sus ojos ni muy grandes ni pequeños dan con los míos a veces y hoy sigo hablando y no puedo dejar de mirar a otro lado porque sé que se dará cuenta y luego qué pensará. Los carros pasan y ninguno choca contra nosotros porque nos vamos caminando. A donde va está por donde todavía no llego con atraso, hace meses, a tiempo. Me cuenta de los amigos. Algunos nos conocen y otros hacen que dicen hola y luego se olvidan de alucinar que dicen chao o uno que otro bye, cuz to speak in english is the same modish bullshit for ever in peruvian english. Están bien algunos y me río en su frente de los que me parece que sí, están mal, se lo merecen. Llegamos a hablar de Patricia, Aldo, Guillermo, Antonio y casi siempre ellos. Llegamos a un semáforo. Por fin la veo claramente e imaginé que la veré ahora.

Flaubert se sienta en un destiempo y hace lo posible por buscar relojes y tirar mucha arena a ver si algo afecta. Está maquillada como para casarse de blanco y acostarse los viernes no con el último ni el primero que alguien ordene los sábados porque siempre lo fueron porque no se acostumbra decir otro día después de la medianoche. Marcia procura no sonreírle a cualquier porque que es un
para quiero, deseo y se me ha parado. Lasting colour lipstick Max Factor se maquilló una y otra vez en el espejo que denota las nalgas redondeadas, alzables, enfermizas de eso que no me atrevo a mirar porque no de ella a lo que sobre todo se me para. El rouge fragance Dior se me mete y me cautiva y me olvida y casi pasa un carro y ella dice que tenga cuidado. El cuello embalsamado con el mismo rouge y ni un poco de saliva, que hace falta. Ya hablé de la camiseta verde, no más. El pantalón blanco primero se redondea en las caderas y al último quiero que no termine jamás; pero mucho antes se angosta por las antepiernas, las rodillas y no llega a los tobillos. En realidad, qué idiota, es un pantalón corto o pescador. El mimbre del fin de sus piernas es tapado por unas medias tan elásticas que mejor se largan; y, finalmente, calza unas zapatos deportivos, ahora sí los hay, y me pregunta por qué miro tanto abajo.

Flaubert escribe lentamente. En la casa hay unos muros de los cuales se cuelgan unos cuadros en los que están dibujados unos paisajes, los cuales muestran unas casas de donde no se mira antes de saber que al frente hay unas muebles forrados de cuero; al lado de los respaldares están los cojines cosidos con unos hilos chiquitos de color amarillo, cerveza, jengibre (se refiere, entiende al color de una planta cingiberácea de hojas de la forma lanceolada, algo lineal, de corola purpúrea, y de más que no me importa y me quedo ciego); el piso tiene unos cuadrados y rombos por todos lados; los que se parecen a los platos cuadrados y rombosos (muchas copas de rombo) que están guardados y no sé porque lo sigo leyendo. Flaubert lo dejo. Es por distante guiño. Siguiendo, se encuentra messie (pour plus, messie) con una escalera típica de la casa de los marqueses que querían llamarse condes pero qué piñas. Solo hay una sola ventana. Hay baños en ambos pisos y la casa es de un piso; si usted, messie, entra a uno de ellos depende donde se sienta y si le asienta. Es una pena, messie; se sabe como se dice en tercera persona que no sabe el que escribe sin querer escribir en primera persona, que aquí no hay nadie. La casa está inhabitable y solamente Flaubert sigue diciendo que hay una columna que desciende por debajo de la tierra para chocar con la mesosfera de un continente atestado por hordas mongoles durante la construcción de una muralla bien visitada hoy y deseada para su destrucción cada vez que empieza a describirse cada bloque de su muro y así nada más se continuaría. La cosa es que al lado de la casa inhabitable creo que Marcia se va a despedir.

Es eso. Da la maldita, esperable hora de irme y le dije algo que era para que ella o yo, chao. Ni siquiera puedo quedarme a ver cómo se va. Tomo un taxi e indico varias cosas para que el conductor me lleve a mi destino. Es amable. Me pregunta por el trabajo. Allí, sí. Luego me empieza a confesar su currículum vitae, de seguro falso, y se las das la de todo un experimentado asesor en banca. Tiene su empresa. Le gusta sacar el máximo rédito de todo. Es exitoso. Corre en ese auto para llevar a muchos a su destino por una afición más que deportiva. Me hace pensar. No quiero ir al trabajo. Hace años que llevo con la misma presión, el mismo edificio, los mismos curriculums de los taxistas, el mismo sudor y, lo que es peor, no soy el mismo ni ahora ni hace un segundo. Le digo que pare de una vez. No se lo espera. Le pago. Se queda con la boca dándome un sermón. Que píenselo bien, mejor. Mi conciencia le está mentando la madre.

Doy vueltas a un parque donde siempre quise sentarme y jamás paré de pasar apurado. También jamás terminé de decirle a una que otra mujer que las quería y tenía ganas de seguir saliendo con ellas. Ahora casi me parece mentira pero lo cierto es que fue verdad. No les mentí excepto a una que otra, con la que probablemente exageré porque diablos no me gusta ocultar mis intenciones; mejor es que con honestidad se dé a entender la intención y a veces hacerla pasar porque en fin también lo mismo hacen con uno; sin embargo, qué malo, pero, qué desconsiderado, mal hombre, maldito homosexual cabro reprimido de mierda; despechado cabeza caliente corrompido machista cornudo maldito hijo de la puta, gran puta, san putísima de tu madre. No hay manera de evitar un sentido de la justicia que todos conocemos: si a él le toca, por qué a mí no, ¡no es justo! De aquí si me hacen algo, yo les hago lo mismo. Y así casi en automático, sin darnos cuenta porque solo vemos las cosas pasar y luego nos cantan en misa para rogar por nuestra admisión en el cielo; pasamos nuestras vidas con las personas, pero de igual modo nos pasamos la vida eligiendo y siendo parte de cosas como esta por ejemplo: si él es tu amigo porque lo conoces hace un par de días, por qué yo no soy tu amigo si no sé cómo te llamas y ni siquiera te he visto o me han contado de ti en algún sueño siquiera. Pese a todo, nosotros no somos todos amigos porque solo de algunos en algunos llegamos a ser todos, pero jamás hasta ahora amigos todos. Y se ve mejor cuando hablamos de mí y de Marcia. Unos amigos con unos pasatiempos y que si no fuera porque hace unos años Antonio me habló de ella y yo me quedé especialmente fascinado con las medidas que eran asombrosamente suyas; hubiera estado en el ejemplo pero sin hacerme esas preguntas que a nadie se le ocurre, a menos que la neurosis esté en camino.

En estas cosas pienso sentado en una banca viendo cómo una niña es perseguida por un niño. Está de moda pensar mal. Como también no pasa de moda todavía pensar bien, que ambos serán pareja cuando crezcan. No termina de ser una gran suerte, un ideal, ¡desde chiquitos se conocían! Algo que Flaubert después de muerto sigue manteniendo como un azar deseable en cada reunión que tiene con Balzac y Víctor Hugo. Pero sabemos bien que resulta de eso que no es parte de las telenovelas mejicanas, colombianas, (no brasileñas del todo como estas por mera experiencia y los diálogos con un realista): apenas y volverá cada uno a saber de la vida del otro. Si lo de la telenovela, cosa que es probable, y no tiene sentido porque precisamente por ello tendrá sentido luego (cuando ya nos enteremos y alguien diga, es parte de la historia) funciona, entonces lo menos que uno puede hacer es admirarse y dar buenos deseos (tampoco aquí se trata de ser como el estúpido del Bukowski). Y todas estas cosas, este paréntesis inmenso que pasa en mi cabeza y de seguro tiene algo aburrido a quien lee, son causa y efecto de Marcia, como también de la neurosis.

Alguien dirá que además de todo sufro de una obsesión y que además no se entiende bien si Marcia me hace caso o no, no está claro. Aclaro, nada de nada. Marcia como mujer despampanante y una cuenta corriente que se infla como grasa quema en su vida deportista, se ha vuelto bastante excluyente, es decir, injusta. La vida que llevo, así de materialista (tengo de todo según mis ahorros y mi sueldo, un departamento en un malecón de Miraflores, el Peugeot estacionado en Cantuarias, todo el fast food, los servicios de lavandería, los muebles, el equipo, los televisores nuevos plasma, juegos de todo, vajillas, Dos Dual Core, playstation 2, vasos, licores... no recuerdo qué más, pero es bastante), así de repetitiva, hace que esté en dos posibilidades o tenga que optar por dos opciones. La decisión antecedente es necesaria y verdadera: me tomo el día libre sin importar las consecuencias en el trabajo. Entonces 1era opción, ir donde un psicoanalista o un psicólogo terapeuta que me convenza de sanarme luego de su tratamiento y mucho después de cobrarme por adelantado; 2da opción, ir en búsqueda de Marcia por tener en claro una posibilidad de curación: conquistarla cambiaría mi vida monótona y miserable. No suelo renegar del psicoanálisis pero esta vez prefiero algo más personal.

Apenas decido, voy rápido por mi auto. Decido que quiero empezar a hacer poesía, declamar en silencio en una hoja. Abro la Blackberry y escribo un momento lo que será mi recorrido hasta la casa de Marcia. Así pasará entonces. Iré por una avenida muy rápido porque minutos antes seré víctima de un atasco en una esquina. Sí avanzaré contra el tránsito más de una vez. Veré como las gaviotas se agitan en el cielo, revoloteándose unas tras otra o delante de otra y haciéndose que no vuelan. Observaré con sorpresa el arco iris que del cielo saldrá inconcluso y se moverá hacia el mar; de igual manera observaré a un imbécil que me está insultando por nada. Quedaré atónito con la belleza de una enredadera bella trepadora como no hay Marcia sola y exclamaré con ensueño que casi me chocó por no mirar adelante. Seguro que el chasis del carro no sufrió muchas averías, apretaré el pedal del acelador para ir a la calle Las Almendras; sabré que es el primer edificio medio plateado con un huachimán barrigón y crudo. Estaré al borde de enloquecer cuando vea la hora y esté creyendo que no estará en su depa. Oleré inexplicablemente la brisa del mar pues está a lo lejos y me conmoverá a tal punto que dibujaré en medio de esto y todo será romance y gitanos. Un imbécil policía me pondrá una papeleta por no respetar un par de señalizaciones y escuchar baladas latinas a alto volumen. Llegaré algo cansado, afiebrado por la faena y tocaré varias veces el timbre; esperaré su diminuta voz en el intercomunicador. Una señora vieja me responderá con furia. De todas las cosas, solamente pasa lo último.

La vieja me dice que salió a comprar y llega dentro de diez minutos. Me es tan descortés que me niego a pasar para esperarla. No quiero creer que es su familiar. Ojalá no. Y la espero fumando un Marboro rojo. Ella de seguro me ve a lo lejos esperándola. Reconoce la camisa a rayas de poliester, y sobre todo, las buenas condiciones musculares en que me encuentro; ya por la mañana además le habrá llamado la atención el jean Levy negro y ceñido. Verá mis zapatos lustrados y relucientes. Lo que quizá no haya visto con igual atención serán mis lentes, ¡está acostumbrada a ellos! Marcia está cerca finalmente y la escucho saludándome y además riéndose por la sorpresa. Fue a comprar unas galletas integrales y un six pack de botellas de agua mineral (el objetivo de cuidar la línea es visible). Le cuento que por un motivo de fuerza mayor cancelaron la jornada; aparentemente, se ha producido una grave falla en la red de sistemas del departamento de contabilidad. Me las ingenio detallándole algunas de las supuestas fallas en otros años y descargo todo el rencor en los malditos de los ingenieros de sistemas. Salimos del ascensor y el pasillo nos lleva a su depa por fin. La vieja horripilante abre y me hace un ademán. Yo le hago otro y en mi cabeza, si algún día me la abren sin que me muera, pasa una sola palabra, ¡váyase! No hay por qué enloquecer. Se va apenas me siento en el sofá. Ella está en el sofá de a lado. Se ha acercado porque se dio cuenta que estamos muy separados. Me habla de su trabajo. Yo sonrió porque de verdad es muy chistoso que dos idiotas se la pasen diciendo quién es el mejor conocedor de fútbol europeo mientras la amiga de Marcia estuviera insinuándose a uno de ellos. “¡Qué manera más estúpida de los hombres de no fijarse en cosas como esa!” Casi me interpela. Luego de reírme no le digo que no pienso igual, quizá simplemente no estaba interesado o interesados en su amiga (habían salido los cuatro por unas cervezas) (¿hay algo indirecto para que alguien se acerque a alguien?) (Ellos dirán que no si están viendo un partido de la Champion League).

Yo le doy la razón. Marcia tiene la razón, sí, sí, está en lo correcto, sí, Marte es el planeta más alejado del planeta Tierra y si es que conozco a los Cardigans, son la banda mejor del planeta que no sé por qué no está más alejado de, ¿Venus? Prende la televisión y un grupo de modelos ameniza a la teleaudiencia de un programa de concursos, muy conocido en Lima. La atención que causa es suficiente para que la vea y no lo note. Me señala a varios de las chicas. Conoce a una. Yo estoy por decirle que se vaya al diablo y que mejor está ella con su buzo y su busto. Le digo solo de su buzo y que la chica mejor que siga bailando, es su amiga. Sí, un día puede presentármela. Yo quiero nada más que no me la promocione tanto que me cambia los planes. Sus caras, las ropas, los estilos, ese aspecto femenino tan maduro y mutable por veces en algo pueril, son características suficientes para no saber con quién quedarse o a quién gustar. Ella me habla algo al oído porque no sé, de seguro no quiere que la vieja mala escuche.

Consultas

¿Por qué Marcia? ¿Por su voz? ¿Su aliento? ¿Lo que ha pasado cuando bailamos más de una vez? Marcia aparte de lo que veo sin chistar y quiero deleitar con las manos o solamente con el olfato, es alguien que puede enfadarse tan rápido como puede alegrarse. Le gusta las canciones de fiesta y solo escucha salsas, merengues, pop, alguna que otra canción de bossa nova; creo que todo se explica porque baila desde que era pequeña y salía cuando el pobre mequetrefe del payaso, de seguro Chicharrita, hacía concursos de baile con todos los avergonzados chiquillos, y no chiquillas –porque ellas al menos hacían algunos intentos–. Veo a Marcia dar uno que otro pasito a un lado y otro. Su mamá le puso durante unas tres horas videos del trío Pandora u Oscar de León; los dos intérpretes cambian solamente de canciones y de ritmo pero la música se le mete junto con los movimientos de los bailarines. No puedo evitarlo. Le gusta el sonido. Hay algo, no sabe explicarlo porque ni quiere hacerlo; sólo quiere pedir un replay más. Hoy se alegra que las modelos bailen tan bien. Aparte, sí.

También aparte le gusta hacer deporte. Correr y jugar tenis por las mañanas antes de ir a la oficina donde trabaja como administradora senior de una compañía de seguros. Ha estado allí durante buen tiempo y por eso tiene una cartera brillante y reluciente. Le gusta vestir a la moda. Le tiene miedo a conducir. Hace unos tres años, me pidió más de una que le diera un aventón a su trabajo. Le gustan los peces. Tiene varias peceras. Veo ahora un escalar naranja que nada casi sin cerrar los ojos. Pero no puedo hacerlo durante más que unos segundos porque en seguida me dice aquello y lo otro, ¡el programa está, recontra bueno! No le gustan ni los perros ni los gatos porque dejan pelo y es alérgica a cualesquiera de ellos. Le gustan los colores claros, que sean mate, nada de oscuros a menos que sea de noche y entonces hay que combinarlos. Le tiene miedo, mejor decir, fobia a las alturas. Odia a los cazadores. Está de lado de los protectores de los animales. Así también protejan a los canes y los felinos. Una vez me comentó que lo de su alergia no le impedía tener cierto aprecio por estos animales. Le tiene miedo al dentista. La última vez exigió que la anestesiaran hasta que pierda eventualmente el conocimiento. No a las drogas, proclama, pero algunas cosas no sé si creerle. Un día la vi bastante sedada, sin dudas, lucía sedada, y estuvo así por varias horas. Unas cuatro o cinco ocasiones la he visto igual pero no he podido más que aceptar su explicación, “estoy cansada”. Finalmente, se ríe con programas de comedia como el Chavo.

¿Es todo lo que conozco de Marcia? ¿Es ella? Podría ser María, Zoila, Carmen, Graciela... se puede parecer hasta a Socorro. No es todo esto. Hay algo que no puedo explicar ni con todo lo conocido. A mí me gusta dar las vueltas a la manzana de donde vivo, hacer ciclismo, gastar más de quinientos soles en ropa o accesorios para el Peugeot cada mes o dos meses, mirar cuándo en el reloj cuándo será lo que tanto espero. Me interesa la verdad, así sea no real, después de todo; no puedo vivir siendo una negación de algo; tengo que ser la negación de la negación y nada más. Por eso quiero enterarme. ¿Es Marcia precisamente ella la que me hará ponerme mejor?

–Te noto pálido –apaga la televisión y mira, me mira.
–¿Ah? No, no creo. Debe ser que últimamente no como hortalizas rojas. Pero me he visto en el espejo y estuve bien.
–Me parece también porque hace rato que te estoy hablando y parece que estás en otro lado.
–Sí, estuve pensando en algunas cosas.
–Ah, ¿sí? ¿Cuáles? –su nariz rosácea se alza.
–Leo una novela antigua. Pensaba en ese libro. No sé, seguro que no lo conoces –su frente se surca–, o sea, no es muy conocido. Se llama Madame Bobary.
–Ah, sí, creo que no es muy conocido.

De chico yo era aficionado a las lecturas. El profesor de Lengua dejó la novela y a mí me gustó. Él me la obsequió; creo que le había caído muy bien. Varias veces Flaubert se mete en mi cabeza y me cuenta cosas. Leí toda su correspondencia con una mujer de la nobleza y bla, bla, bla. Entonces le cuento algo de esto a Marcia. Que yo creo que el autor es un obsesionado, leo ahora su libro y me aburre, me pesa y no me hace entender qué cosa le veía antes.

–¿Te gusta leer libros todavía?
–No, solamente cogí ese libro hace un mes.
–¿Has estado leyendo todo el mes?
–No, algunas veces en todo el mes.
–Ah. A mí me aburre un poco –aprieta unos botones en el control remoto– mira ese comercial ¿es chistosísimo, ¿no?

Un imbécil le pregunta a otro dónde está un, seguramente, imbécil, su amigo, al parecer. Al imbécil lo encuentran corriendo calato por las calles y llevando una botella verde de gaseosa; lo ven de espaldas y sus nalgas tienen escritas las letras G-O, una en cada nalga, respectivamente. Los imbéciles se ríen entre ellos y rápidamente se desvisten y van corriendo tras el imbécil. Varios peatones los ven y murmuran groserías. Los tren gritan we’re honest, don’t wear animal skin, wear human skin. Al último sale un fondo en blanco donde la botella verde de la gaseosa aparece y señala en letras verdes be yourself, obbey to thirst, Sprite; al costado, veo un icono y unas siglas ALF.

–¿Qué significa eso?
–Ja, ja, ja, no sé, pero qué gringos más estúpidos.
–Ah, allí está. Está en chiquito –tengo que acercarme un poco al televisor–. Es Animal Liberation Front.
–Aya, pero no importa mucho. Además no sé mucho inglés, casi nada.

Algo pasa. No me da risa.

–No creo que ayuden con eso a las sociedades protectoras de animales –digo.
–Ah, no, no sé.
–¿No te amargaría que en vez de ayudar perjudiquen a las sociedades?
– Cuántos se deben estar riendo con esto, ja,ja,ja.

Puede que Marcia se haya distraído mucho y no se ha tomado las preguntas con seriedad; con la seriedad que yo he puesto en mi cara y en la forma de decírselo. Sin pensar estoy estirándome por encima del respaldar del mueble. Llego a coger su hombro derecho. Ella se vuelve a mí y me pregunta por mi familia. Le respondo que únicamente tengo una hermana. Lo primero que pregunta tras la respuesta es en cómo es.

– No sé parece a mí –digo.

De inmediato se zafa de mi brazo estirado, se pone de pie y comienza a hacer gestos señalando su cuerpo; las veces que contornea su silueta me pregunta por el cuerpo de mi hermana.

–Es un poco más ancha allí.

Me pongo de pie y le señalo las caderas. Y ella ríe; ríe cuestionándome por qué no va mi hermana al gimnasio.

–No soportaría estar así.

Me agacho fingiendo que hay algo en el piso. Ella mira abajo. Calculo unos segundos antes que se agache mucho. Subo rápidamente y la enrostro. En el acto estoy viéndola. La veo detenidamente. Hasta en la menor de todas las capas de piel, el maquillaje, el olor que lleva impregnado en todo el cuerpo y el cabello, no hay nada repugnante. Creo que ella va a ver que la estoy viendo. Es cuando cierro los ojos. Tampoco veo ninguna imperfección. Quizá sea perfecta. Entre mí lo repito varias veces; y en la mente tengo varias imágenes de actrices, modelos, bailarinas... hasta una joven profesora. Ninguna de estas mujeres me habla. Solamente posan enseñándome su cuerpo o le hablan a una cámara, o algún público. Una de ellas sale en un escenario y recibe la ovación y las pifas del público. La anterior profesora sólo pasa por el pasadizo de la universidad y tras ella varios de mis amigos le silban y murmuran obscenidades. Me separo rápido. Todo es perfecto.

Exámenes

–Espérame acá. Quiero cambiarme.

Al oído me susurra que quiere salir. Va a su cuarto. Me siento en el mueble. No sé qué pensar. Lo he logrado. Marcia hoy día hará conmigo lo que tanto he querido. Estoy seguro que todo será mejor desde ahora. Nada más que cuando digo esto, nada se mueve. De repente siento que todo está como si nada. En eso empieza a moverse algo. Es la vieja horripilante quien pasa por el medio de la sala y recoge unas bandejas salpicadas de migajas de galletas. Agarro una revista de al lado para no verle la cara.

–¿Quiere algo más, joven?

Debería decirlo con una voz amable, servicial. Sin embargo, lo dice con una pésimamente actuada.

–No, señora…

Me quedo allí. Tengo la boca algo abierta y la lengua lista para seguir hablando. Pero la cierro algo confundido. No sé si estoy seguro de lo que dije.

–Con su permiso. ¡Ah!, por cierto, sabe de las últimas noticias. A unas cuadras, hubo un tiroteo. Intentaron robar un banco. Atraparon a todos y les falta uno. Cómo es, joven, Lima cada vez está peor. Una no sabe si salir por la noche tranquila.

–Ah…

Antes que intenté nuevamente a decir algo se va. Pensaba decirle que si podía avisarle a Marcia que avanzará; de pronto creí que la señora me hablaría más. Habló con confianza; me lo confió. Además quería decirle que sí quiero algo más. Qué diría Flaubert en mi lugar. Esperaría muy aterrado, pero, cauto a su amada, a su Emma Bobary en le salon; y con bastantes miramientos, sutilmente le espetaría imprecisamente lo que siente. Abundaría en detalles pero no diría lo único que diera con lo que siente. Finalmente sucumbiría a su dolor; le arrebataría desquiciado el vestido, las enaguas; la empujaría contra un roble y antes de avanzar le declararía encendidamente su legítimo sentimiento. Me doy cuenta pese a todo que yo estoy por hacer lo mismo. Pero todo es confuso.

Marcia avanza por el corredor angosto seguramente antes de aparecer ahora, antes de mostrarme un vestido siniestro. Es de una sola pieza. Tiene cuadrados negros gigantes; están dibujados de manera oblicua en la tela. Al estar juntos, los espacios blancos que dejan también son cuadrados. Sí, ¡es un tablero de ajedrez! Su cabello rubio se posa en sus hombros de mimbre y se pone en mi frente. Sonríe engatusadora y se pone las manos en la cintura. Habla.

–Quiero ir a Begonias a comprarme algo. Después podemos irnos a otro lado.
–Ya –me detengo un unos segundos–, bueno, ya veremos después.

Me levanto. Y ella va hacia donde está la señora vieja. Le da indicaciones. Salimos. Le abro la puerta; supongo que lo hago sin pensar, por costumbre. Se ve picantemente reluciente y rebosante sobre el asiento. Es un día soleado pese a que se acerca el atardecer. Conduzco viéndola a ratos. Me cuenta cosas. No sé dónde tengo la cabeza. No logro entender ninguna de las relaciones de las cosas que me cuenta. Si pregunta, le respondo no, sí o ah, ¿sí? Y no sé de verdad dónde tengo la cabeza porque no le puedo contar nada o discutir de algo. Estoy bloqueado. Tiene el vestido de ajedrez. Los cuadrados blancos sugieren su cuerpo, la mimbre aceitosa de bacalao, bronceador, mar, agua de ducha, sudor, vino... Los cuadrados negros esconden cierta parte, pero lo calientan todo, ojalá no solamente el vestido; el negro conduce mejor el calor; no puedo concentrarme y los carros parecen pasar por la calle en sentido contrario al carril. Pongo la mano en la palanca de cambios para ponerla en neutro; en un estrecho bocacalle los carros de porquería se han detenido. Me distraigo en sus muslos. Los ha cruzado. Enseguida, como de un susto, me abalanzo sobre ella y me recibe sorprendida.

–No, no, de verdad. Tenemos que ir a Begonias –me saca la cabeza de su busto– Estoy pensando en comprarlo hace tiempo.

En silencio absoluto, me separo despacio. Dejo la Javier Prado y doblo en una esquina. Le digo que vaya ella sola que yo quiero solearme en el carro.

–¿Estás bromeando?¿Qué te vas a solear acá?
–No. Estoy cansado, Marcia, querida, anda no más.
–Necesito tu opinión para probarme –clava sus ojos y no me duele, pero pienso que si se amarga no tendré mucha chance de continuar con mis impulsos.
–Bien. Conste que lo hago por ti, únicamente por ti –me escucho y recuerdo claramente una escena de una telenovela del cable. Un imbécil –la cara casanova y un peinado femenino a través de su frente– se lo dice a una muñeca delgadísima, caprichosamente guarda la línea, y seguramente vomita comida.

–Te gusta este. Mira me queda algo bombacho por acá.
–Está bien.
–Y este otro. Tiene un diseño que nunca he visto. Mira estas líneas marrones. Me encanta.
–Sí, ajá, está mejor que los otros dos.
–Este me lo pondría para un matrimonio. Está bien recatado, aunque el escote esté medio abierto por acá, ¿no?
–Está bien. El padre se quedaría rezando más oraciones al siguiente día del matri.
–Éste me hace gorda. Debería estar más pegado a esta altura. O creo que con una bufanda quedaría mejor. ¿Qué opinas?
–De todas maneras eso se puede arreglar.
–No crees que este Victoria’s Secret está muy transparente –se queda con el índice estirado; la punta del dedo apoyada en una mejilla.
–De noche todos se darían cuenta. Pero lo usarías a veces nada más.
–¿De día?
–También pero si hace calor tienes más pretextos.

Me levanto delante de ella y le agarro el trasero.

–Espera, no te pongas así. Voy a llevarme este. No está el de Channel. Ni modo.

Se va por un pasaje de la boutique. A su célular le envío un mensaje de texto donde le digo que estaré esperándola en el auto. Abro la puerta y prendo el aire acondicionado. Hace un calor insoportable. Pienso en el día. En el trabajo. Como odio ahora mi trabajo. Estoy cansado de hacer lo mismo todo el tiempo el mismo tiempo en el mismo lugar con la mismas personas en las mismas personas y me siento lo mismo tras los días mismo sé que no soy el mismo pero me siento el mismo. Quiero dejar todo. Hoy día quiero salir de todo. Todo diferente; cosas algunas diferentes se tendrán que diferenciar y no ser nada reconocibles; igual de extrañas que el vestido ajedrez de Marcia. Quiero jugar ese juego poniendo piezas modernas. Tanques, aviones, gente gritándose soeces groserías, mentadas de madre, flema; que carraspeen, que se sienten humillados por todos. Pero que ya no caminen más entre los edificios; sus pantalones finísimos en sus piernas robustísimas; ya no salgan con sus insignias, logotipos de bancos, empresas aseguradoras, confiterías, agencias de viajes, de empleo, de subempleos, de subíndices de decrecimiento diario de la curva de utilidades del semestre maldito porque, una nueva auditoria; por favor ya no quiero asistir; me enferma, no sueño, duermo parado, casi me accidento con el carro; me caigo en el precipicio de la Herradura. Todo es real. Mi carro es real. Los asientos reales. El celular realmente timbrando es real. La gente en sus vestidos formales y los muchachos del María Reina son reales, todos los ven, nadie duda de su realidad. La realidad está por todos lados. No hay nada, nadie que me haga sentirla deforme, difusa. Por la vereda real, por donde quisiera caminar Flaubert, se acerca Marcia con una bolsa enorme de vestidos, adornos, artefactos, un mamut gigante peludo lanudo y cachudo, malévolamente cachudo. Ella solamente lo trae con un solo brazo. No, es real, es verdad, es desquiciadamente real. Aplasto el real botón de mi llave real y se abre la puerta realmente y el mamut no entra.

–Te gusta este peluche. Lo encontré en un estante. Estaba de oferta. Creo que se lo voy a regalar al sobrino de Amanda.

Tengo la cara áspera.

–¿Te pasa algo? ¿Demoré bastante?
– ¿Sabes qué?
–¿Qué?
–Quiero tirar.

No importa. Enciendo y le vuelvo a decir de frente lo que quiero. Me dice que no es necesario que vaya tan rápido. Le digo que puedo ir por esa calle para frenar un poco; allí hay rompemuelles. No, me dice. Que no me adelante con ella tan rápido. Quiere que tratemos de hacerlo algo especial. Que ella no es así. Que no la confunda.

–Discúlpame, estoy algo mal. Te necesito, en serio.
–¿Así?
–Sí, no lo veas así de malo. Seré maravilloso. Esa es la idea. Tengo que confesarte que bastantes cosas me van mal. Creo que también estoy enfermo –un peatón distraído no se da cuenta del carro y le mento la madre antes de tocar el claxón fuertemente–. Mira, disculpa, son unos animales.
–Así son esos imbéciles. No saben si avanzar o parar siempre.
–Creo que sufro de una neurosis.
–¿Qué es eso?
–Es bueno, es…

Es complicado. Le digo que es algo así como estar muy confundido y defraudado de un montón de cosas. Le comento sobre el trabajo y todo. Ella por fin parece entender. Parece por fin acceder a la proposición que le hice. Lo dice como una protectora de los animales. Me ve como si fuera un perro. No le muevo la cola, ni le lengüeteo la cara pero me hace unos gestos sobre el cabello como si tuviera pulgas y un collar anti distemper. Quiero ladrar pero no puedo porque el español no me deja. Ladro letras y oraciones bien conexas, aunque son pocas. Después me callo y ella lamenta todo lo que le he dicho.

Paramos en algún lado de una playa de Chorrillos. Le sonrío y le doy las gracias. Pienso en que hacer las cosas así como se lo he pedido es casi como pagarle, como tratarla como una puta. No me importa. Estoy muy mareado y neurótico como para verme en consideraciones como esas. De la guantera saco una botella chica de Whisky, Chivas Regal. La bebo primero y le doy a que le dé un bocado ella.

–Despacio, no vayas a cometer alguna huevada…

Se queda allí, intentando decirme cosas que no sé que dicen. Voy por su cintura. Alzo por el borde el vestido. Lo manejo con lentitud. Vago en sus muslos. Me besa y bota la Chivas por la ventana. Se oye el destrozo. No importa. Toco el vestido. Me doy cuenta de la intención de sus fibras. Un poco más arriba descubro que Marcia lleva portaligas. Ahí anudo un dedo y lo estiro. Voy a su sexo. Me caigo por su cuello. Y en el momento que la alzo y desplazo el espaldar del asiento para ponerla encima, me detengo y la miro. Ella está colorada. Pese a que está bronceada su verdadera piel cruda alardea su sonroje en las mejillas, los labios, la frente. Despierta de un ensueño. Se acerca a besar. Y yo le burlo la cara. Volteo la cara.

–¿Qué pasa?
–Nada.
–¿Entonces?
–Eso es lo malo. No pasa nada.

Despacio la retiro de mí. Se apoya en el espaldar y se sienta en el asiento.

–¿Quieres decirme por qué?
–Marcia, me gustas y todo, pero eres real.
–¿Qué? Es obvio, obvio, ¿no?
–Sí, claro. Ya te expliqué que quiero cambiar todo. Quiero sentirme otro.
–Eso no se puede. Eres tú nada más.
–No entiendes.

Enciendo el carro y no hablo más. Pienso en varias cosas y tras ellas aparece una conclusión. Jamás he estado irreal y real con alguien; jamás me he declarado a alguien sabiendo que no sé por qué pasa y sabiendo no saber nada; pero todo esto sin perder las ganas de saberlo. Detengo el auto a unas cuadras del departamento de Marcia.

–Lo intenté. Creo que todavía…
–Ya, cállate. Chau.

Cierra la puerta y el tablero cuadrado de ajedrez se marcha con un mamut que lo sigue muy de cerca.

Diagnóstico

Lo tengo todo, pero justamente eso es quizá una de las causas de un estado tan miserable como este. Solamente lo tengo y me conformo con esto. Flaubert me mira algo burlón. Se ríe porque un caballero como antaño ha sufrido a razón de las mujeres, a razón de los romances. Dice que nunca faltarán las Emmas Bobary que hagan sentir sus ausencias y sus soñadas, idealizadas existencias. Quizá este viejo tenga razón. Quizá en medio de su parla francesa esté hablando cosas bien pensadas y, sobre todo, experimentadas. Esa es la razón por la que me gustó de niño, cuando no tenía casi nada y era muy ignorante, muy inexperimentado. Eran tiempos en los que tenía más ganas de aprender en vez de la convicción de ya saber. Marcia se ve mucho y me hace confirmar lo que conozco. No hay nada en ella que me indique que soy un niño
sabelonada y pierda el sentido y tenga reacciones con el mismo u otros. No creo que aparezca la silueta de una niña que alargue sus manos para poder alcanzarme y alcanzar el muro por donde mirar el resto de sus días creciendo en mundo que está fijo y es rodeado a cada rato por el sol, los cosmos, una mosca; y, bien, luego creo que alguien no vació los frenos. Así que no hay necesidad de negarle las manos. Mejor ir con ella, una desconocida y, por eso mismo, más irreal que una idea con brazos, piernas y un vestido de ajedrez.

  1. Anonymous Anónimo | 3:19 a. m. |  

    Lo primero que hay que mencionar -y felicitar- es el manejo de la tensión, es decir, el lector comprende la ansiedad del personaje. Esto genera, evidentemente, que la narración no caiga en el sopor.
    Por otro lado, es también muy interesante el personaje de Marcia. Su construcción falla un poco ciertamente, no logra cuajar con suficiente fuerza de verosimilitud. Sin embargo, la imagen balsámica que le da el narrador resulta un engranaje central en el relato. En ese sentido, el personaje funciona.
    Por último, el guiño a Flaubert y en especial a Madame Bovary no deja de ser una buena ironía. Se sugiere acaso que las Emmas Bovary son un mal que cura otro, la neurosis. Neurosis generada por una vida monótona que las mujeres como Emma pueden romper.
    Un relato muy interesante, en suma. Matiene el interés y no deja caer al lector en una neurosis de aburrimiento ni en una psicosis imaginativa.

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