La tímida, el torpe y el miedoso en la hora del café
Primera parte
La mujer deseó ser desconocida, una desconocida en ese lugar de desconocidos. Aunque no era precisamente así. Varias personas habían venido juntas; especialmente, varios jóvenes. Ellos degustaban de un café o de algún postre entretanto charlaban contentos. Habrán pasado unos cuarenta o cincuenta minutos desde que la mujer entró a lugar, cuando ya varios de ellos habían sido reemplazados por otros. Reemplazados. Eran otros pero las actividades eran las mismas. Reían en grupos de dos a cuatro personas. Había parejas que menos ruidosas solo escatimaban en sonreír. El uno al otro le sonreía mientras por debajo de la mesa las manos se hacían emparedados. La pastelería, todo parece indicarlo, era un concurrido punto de reunión juvenil a esas horas.
La garúa aún tímidamente humedecía el ambiente. Hacía cuarto de hora, la mujer había dejado de mirar fijamente al pastel; en cambio, sorteaba la mirada por la ventana cada tanto como por dentro del lugar. Lo más atractivo le había parecido las personas que ingresaban. Como no conocía a nadie, todas ellas le parecían vistosas. Un muchacho de barba rala, cabello crespo, no tan largo (apenas le tapaba los oídos) entraba tras una tensa chalina roja. Esta se había atascado al cerrarse la puerta de vidrio. Al principio, casi al final, solo unos segundos, pensó que el percance se solucionaba con solo mover el cuello. No necesitaba ni pensarse. Pero fue en vano. Pasaron diez segundos. La mujer pensó en una horca. El muchacho trataba de tirar con ambas manos de la chalina. Cinco más. Era de esperarse: con ello no solo la mujer lo miraba; unas cinco personas estaban atentas, y tres esperaban tras la puerta ingresar. Cuando ya uno de ellos comenzaba a reírse, la mujer se tapaba la boca con las manos para contener una carcajada. El muchacho empezaba a sonrojarse, vez que la chalina salió del atasco.
Era algo de mala suerte, pensó la mujer. Algunas mesas estaban ocupadas. El desconcierto del muchacho podía ser menos visible si rápido dejaba de estar parado. La mujer lo miró nuevamente, y, con una sonrisa, lo invitó a sentarse en su mesa, frente a ella. Él la saludó solo con un hola. La mujer seguía sonriéndole sin que ya hubiese motivo alguno. Entonces el muchacho decidió averiguar el motivo aunque era muy dudoso su hallazgo.
–Tienes una linda sonrisa. Solo que se ve muy forzada. ¿Pasa algo? –inquiría algo provocador.
Sus ojos no parecían atender a su sonrisa. Vio hace atrás durante unos segundos y le respondió.
–Disculpa, me distraje.
–¿En qué?
–En tu chalina.
–Sí.
–Mi nombre es Julián.
–Ah, está bien.
–¿Cómo? –sorprendido.
–Es un lindo nombre.
–Gracias.
Ella no respondió al agradecimiento. En todo caso respondió solo con tomar de un café con leche bien frío –hace cerca de una hora estaba humeando–. La moda en ese momento no dictaba que las mujeres jóvenes vistan en camisas, a menos que alguna ocupación en especial lo impida. Aparte de la camisa, la mujer llevaba unos jeans bien descoloridos; esto la relacionaba con una moda próxima que predispondría lo gastado delante de lo vistoso y nuevo. Llevaba unas gafas colgadas del cuello de la camisa. El muchacho enrollaba su chalina para guardarla en una mochila. Ordenó un expresso y un bizcochuelo al poco tiempo que ella no respondiera. Quiso entretenerse desde un comienzo con tomar y comer, para salir rápido. La mujer lo miraba minuciosamente cada vez que él no la mirase. Sí, básicamente se turnaban o ambos no se miraban. Ambos tenían miedo o sentían correr un riesgo si eran descubiertos.
Ella acercaba la cabeza, inclinándose hasta sostenerse con los brazos sobre la mesa. Él movía la cucharita dentro de la taza. Miraba el remolino que parecía formarla una corriente blanca y espumosa. Ella se mantenía fija y a poco empezó a arrodillarse sobre su asiento; llegó a estar gatas. Miraba al muchacho desde esa posición. Pronto no hubo motivo alguno para retirarse, pero ella sigilosamente retrocedía el abdomen y ponía sus sentaderas donde deberían estar de acuerdo a lo usual. Solo así él la miró. Ahora ella miraba fijamente su pastel. Todavía no volvía a probar bocado de él.
Cayó el bizcochuelo a un lado del plato. Fue derribado por el brazo derecho del muchacho cuando se llevaba la taza a la boca. Enseguida lo recogió con el derecho pero a la par el izquierdo se movió ladeándose lo suficiente para derramar el café. Dejó de mover el izquierdo para que el café no siga derramándose pero así a la par no movía el izquierdo, para recoger el bizcochuelo (bien vendría a la imaginación, una balanza clueca). Arrugaba su frente, el cejo y ponía la cara de un Einstein viejo y concentrado en un experimento, consistente en realizar una descarga electrostática. No parecían darse los efectos esperados, solo muchos inesperados que arrojarían un fracaso muy caro para la ciencia de la primera mitad del Siglo XX. Por más que excitaba el positrón no podía llamar la atención del neutrón. Si ambos no conseguían la corriente eléctrica, el campo magnético no se generaría tal como se esperaba, siguiendo la Ley de Ohm. Habría que reconstruir el largo camino de experimentos y búsquedas de interacciones entre otros cuerpos menos estables en su carga potencial eléctrica. En otras palabras, y tómese como conclusiones, no hubiese caído ninguna bomba atómica en Japón, nadie sabría qué diablos es eso de la velocidad de la luz, Einstein no hubiese sacado la lengua cuando le tomaron esa famosa fotografía en su cumpleaños heptagésimo segundo, no se hubiese dado la Guerra Fría y, entre muchas de los hechos más, el muchacho no había conseguido comer de su bizcochuelo, ni terminar el expresso.
–¿Por qué no sueltas la taza?
–Tienes razón.
La taza se cayó y se rompió.
–No, idiota, me refería a dejarlo en la mesa; –empezaba a sonreír– pero no… – estuvo riéndose de repente.
Pasaron unos segundos en los cuales él miró abajo, reconociendo el café –todavía tibio– regado sobre el piso; llegaba a las suelas de sus pies. El sonido producido por el rompimiento de la porcelana había llamado la atención de todos; todos estaban volteados mirándolo.
–¡Está bien! Es mi culpa. Mierda, aquí todos quieren enterarse de todo. Ah, ¿me llamaste idiota? –amargo e inquisidor preguntaba.
–¡Ay! ¡Fue impresionante! –entre risas.
–¡No te burles! Le puede pasar a cualquiera.
–Sí, a mí se me cae la cara de risa –escondió la cara entre sus brazos cruzados sobre la mesa.
–¡Estás exagerando, imbécil!
–Espera, no te enfades tanto. Termina… –se calló unos segundos–… ¿ya? ¿Julián?
–No imaginaba que fueras tan burlona y grosera.
–Discúlpame, no tuve intención de burlar. Solo me dio risa.
–No pareces como eres –se calló unos segundos, y conjeturó con cuidado lo siguiente–. No eres como pareces.
–Volteas. No vayas a romper algo.
–¡Yo sí que parezco lo que soy!
–Es eso es innegable…
–¡Claro que sí!
–… innegablemente negable.
–¿Qué?
–Olvídalo –comió recién de su pastel.
Se quedó pensando en lo que dijo. Ella no comía, devoraba el pastel. Tenía bigotes de chantilly y chocolate. Él ponía cara de disgustado, sentía repugnancia. En ese momento, entre los nuevos clientes, ingresaba un joven de cabeza rapada, sin barba alguna. Tenía la piel un tanto clara. Estuvo mirando unos instantes, buscando una mesa. Fue en vano. Solo restaba dos sitios en la mesa de la mujer y el muchacho.
–Disculpa. ¿Me puedo sentar aquí? –tenía la voz más grave que la del muchacho.
Ambos asintieron moviendo las cabezas. El joven se sentó al lado del muchacho. Le ordenó al camarero en breve solo un café americano. Sacó de un fólder un cuadernillo; hizo unos apuntes con un bolígrafo azul. Durante unos minutos, los tres estuvieron en silencio. Cada uno estaba concentrado en lo que tenía sobre la mesa. El camarero se acercó un momento a preguntar si se les ofrecía algo más. Solo para responder se miraron buscando la respuesta.
–Yo estoy bien, gracias –dijo la mujer.
–Creo que tiene que limpiar. Lo siento, fue un accidente –el muchacho miraba el líquido ya secándose. El joven había dejado un espacio en el piso para no pisarlo. Se dio cuenta recién que hubiese sido mejor sentarse al lado de la mujer.
–Seguro el café estaba muy caliente –apuntó con aire de condescendencia.
–Solo me quedé recordando algo –el muchacho no miraba o miraba más que frente a él, sin apreciar a la mujer, que le aparecía como una mancha indefinida.
–Ah, disculpa, soy Miguel –el joven ofrecía su mano– mucho gusto.
–Yo soy Julián, igual gusto –eran dos embajadores conociéndose y firmando algún protocolo, sin saberlo muy bien.
–Eres un maleducado, Julián –la terrorista.
–¿Cómo?
–No me preguntaste el nombre –¡no hay monumento a los terroristas sin nombre!
–Pero sí me presenté; es parecido, tú debiste presentarte luego de eso.
–Pero ¿qué están hablando? ¿Ustedes no se conocían?
–No nos conocemos –dijo la mujer– él vino porque sí.
–Pensé que era amable, pero ya ves –se dirigía al joven.
–¡Es que no tienes mis problemas! –alzó la voz de repente, como si le hubiesen aplastado un pie.
–Pero todos tenemos problemas –buscaba la aprobación del joven.
–No como las mías –miraba a ambos ahora. Pasó un momento breve. Nadie hablaba hasta que…– me llamo Zulema.
Segunda parte
Zulema había estado desanimada desde su llegada a la pastelería. Quiso estar únicamente consigo misma. Para hacerlo no encontró mejor lugar. Hace tiempo conocía la pastelería. Incluso en la mesa que ocupaban había recibido un cumpleaños de chica. Sus padres acostumbraban traerla. Siempre era para pasar un momento feliz. Durante el colegio, venía con sus amigas pese a que para ellas era lejos. Aún lo era. Ella vivía a varios kilómetros. Por ello y porque no había ido a otro sitio de esta parte de la ciudad, una vez más, era una desconocida.
–Es algo grave. Te ves muy mal –Zulema había dejado la apariencia a mofa; ello había llamado la atención de Miguel.
–Es difícil –parecía ocultar la cara con la nada: Zulema no quería ayudarse aún.
–¿Qué está pasando? –protestaba Julián.
Necesitaba olvidar (contadas veces, recordar).
–¿Qué es?, Zulema –Era Miguel. No hubo respuestas, ni nadie hizo otra pregunta en casi un minuto–. No somos tus amigos, pero te ves mal. Puedo ayudarte en algo.
–Igual yo –Julián se sumaba.
–No es nada. No sé. Tengo amnesia.
Necesitaba creer en alguien (si estaba perdida, ya pues).
–¿Estás segura? Eso es grave –Miguel hizo un gesto con la mano derecha; movía la cabeza ligeramente hacia los costados. Julián miraba con gestos de incredulidad a Zulema.
–Sí.
–Bueno –tal vez no se esperaba una respuesta tan breve–, tal vez necesitas ver a un doctor –Julián aún no hablaba.
–Jamás curan.
–¿Qué? ¿Cómo vas a decir eso? –Julián no evitó decir algo sobre la respuesta.
–Bueno, no les tengo confianza.
–Debes confiar. Además Dios Padre no dejará que padezcas; tu pena solo es un obstáculo al Reino de Dios–de pronto Miguel se había convertido en un monje luterano, y su cuadernillo pasó a ser una biblia traducida en alemán.
–No creo en Dios –por la cabeza de Miguel pasó la idea de convertirse al budismo. Por su cabeza, casi también, le quedaría mejor ser un monje tibetano.
Necesitaba volver a amar (añoraba comprar su felicidad).
–Yo no creo que tenga amnesia –Julián rápido asestó sin darse cuenta que cambiaba de tema–. Solo debes tener alguna pena.
–No es una broma; ¡por Dios!, no recuerda nada –estaba por levantar en unción su cuadernillo, sabemos ya, al buen alemán del Siglo XVI.
–Disculpe, me da vergüenza –Zulema puso cabeza gacha.
–¿Qué es entonces? –Miguel perdió la paciencia.
–¡Perdí algo importante! –levantó la cabeza y lo dijo tal como Cleopatra hubiese expresado su pena a Julio Cesar.
–Seguro ha roto con su enamorado –un Julián más seguro que nunca jamás (un tipo que siempre está seguro).
–Imbécil, me robaron un bolso.
Necesitaba clamar y calmar ese terrible dolor de su corazón (la diástole se había producido hace… ahora de nuevo se está produciendo).
–¿Cómo? –Un Miguel consternado. Mientras otros Migueles y otros Julianes hacen cola. Se quejan de que no haya mejor atención.
–Tres malditos rateros en la Salaverry me arrancharon.
–¡Es terrible! –Un Miguel que cundía en indignación.
–Es vergonzoso. Solo iba a comprar a la panadería.
–Es un poco peligroso por las noches; prefiero ir por la Arenales –Este era acaso un Julián solidario, que estaría inscrito en alguna liga fraterna–. ¿Tenías bastante plata en el bolso? –no recaudó mucho en la última colecta.
–Poco. Solo para comprar el pan y venir acá y comer.
–Pero parece que no te hicieron daño. A cualquiera le da miedo –un Miguel menos impaciente guarda un momento la biblia auspiciada por imprentas Gutenberg.
–Me golpeé en la rodilla cuando corrí por ellos. Ya no me duele.
Necesitaba volver a comenzar (game over, fine, K.O, goal, the end, apocalypses…).
–Así está la delincuencia en esta ciudad –Julián tomaba de la taza repuesta por el camarero, que había ido y regresado solo una vez en lo que iban conversando. El expresso aún estaba caliente.
–¡Mierda! ¡Ah! –¡regresó el expresso de tierra del Fuego!
–Ten cuidado. Disculpe, ¡necesitamos agua! –Miguel se puso de pie y dirigió la mirada donde el camarero, que, aclarando, nadie le decía camarero.
–Ah, está bien, ya estoy bien, solo me quemé.
–¿Estás seguro? ¿No es algo más? –casi pregunta, ¿no es alguien más?–Te pudiste quemar la garganta, ¡Dios mío! –el alterado nuevamente; todos los demás migueles (entre ellos un tal Cervantes esputaba a rabia por delante, a la veda de un trebejo, “de la ojeriza, beodo trashumante, vayáis donde el afilillo mozalbete a cantarle plegaria; hidalgo ninguno y vuestro ha de seguiros tras muy suyo”. Los Migueles cansados lo tomaron como al Quijote. Pena que ningún filólogo estaba presente).
–Pero fíjate que es otra taza. No puedes ser tan… –Zulema rompió en risas. La risa la poseyó de un momento a otro.
–¿Eh? ¿No estabas triste, amarga? –decidieron por fin no darle paso al castellano hombre. El que preguntaba es un Miguel con problemas existenciales.
–¡Ay! Todavía me da cólera. No sé. Tengo risa, de todas maneras –soltó una carcajada, y todos los Migueles y Julianes se preguntaron por qué diablos no había otras Zulemas.
Tercera Parte
A Zulema le pareció que una mujer de cabello negro, vestido semitransparente (de un color algo rosa; se le veían las bragas y el sostén porque el juego de lencería era negro) y cogida de un paraguas negro empezó a bailar delante de todos, al lado de la barra donde estaba la caja, y se hacían pedidos para llevar. Algo parecido vieron Miguel y Julián. Estaba sonando la canción Mind the Gap. “There’s a tick tack ticking down your wounding month/There's a drip drop dripping from your forehead man”. La mujer se contoneaba, de manera que la mano libre congeniaba con el paraguas, a veces para pasar el paraguas de una mano a otra. La mujer movía el culo lentamente, y, en un movimiento, deslizó delicadamente un paraguas por sus piernas, descubriéndose los portaligas que habían sido transparentes y no se veían de lejos. “So there's just no way out/ You just have to get up/And mind the gap”. El rostro de la mujer cerraba los ojos y la mujer abría apenas los párpados. La mano descubierta por la luz ya débil de la pastelería fue por la otra escondida en el vestido semitransparente. Cuando esta última avanzaba por debajo del vestido, empezó a marchar en dirección a la salida, cogiendo el paraguas como si fuera una especie de vara, con la que le hacía un distinguido saludo castrense a todos. Ya había salido cuando la canción iba terminando. Y sacó por la puerta una sola pierna, dejándola en alto, para luego hacer un gesto grosero con la mano alzada. Zulema sintió un estremecimiento, y le pareció recordar quién era la mujer. La había visto en la televisión, y, si no se equivocaba, era la misma que interpretaba la canción, y que interpretó a una desdichada mujer en una película de Almodóvar.
Mientras tanto, Julián y Miguel hablaron poco porque a ratos el baile de la mujer les interrumpía. Así que la conversación había pasado a ser un pequeño intercambio de comentarios breves. Durante el tiempo que los tres comenzaron a conversar, hasta el momento en que acabó la canción, para pasar a otra, cerca de quince personas habían dejado de conversar por escucharlos. Estas, por los gestos y sus actividades, no vieron el baile, pero sí estuvieron viendo a los tres conversar. De seguro, la elevación de la voz de Miguel llamaba la atención. Pero hasta el momento no había producido fastidio.
Julián retomó la conversación, contándoles que dentro de poco no tendría donde vivir. Un día fue a cobrar su sueldo en un banco. Estuvo feliz porque ese mes aquello se juntaba con la gratificación de Julio. Saltaba de un lado a otro; saludaba a desconocidos; corrió una carrera como intruso, ganándoles a unos valerosos atletas discapacitados; ingresó a un karaoke por la noche y se llevó el espectáculo por entero, al ser invitado no tan cordialmente a abandonar el local. Luego estuvo fumando un cigarro al revés, pues, según él, estaba lo suficientemente ebrio como para darse cuenta y probar cosas nuevas. Tanto Zulema como Miguel dijeron con seguridad que se había gastado el dinero; él lo negó; nuevamente, que se le había perdido; nuevamente, lo negó; otra vez (emocionada), Zulema aseguró que le habían robado; sensacionalmente, lo negó. De pronto, se quedaron callados; esperaban a que les siguiera contando. Y Julián replicó que esperaba que siguieran asegurando. Miguel le aseguró entonces que había dejado olvidado el dinero en el departamento, pues eso explica que lo hayan botado del karaoke. Zulema soltó una carcajada; dijo que eso lo explicaba su horrible voz. Entonces, parándose sobre su asiento, afirmó categóricamente que “¡Miguel estaba cerca de la verdad!”
El premio justamente ya estaba en la misma respuesta: la verdad, ¡el premio mayor! Los concursantes especularon varias situaciones. Una, en la cual la abuela de Julián había llegado muy borracha cantando ‘Cielito lindo’, y tomó ‘prestado’ el dinero para irse a bailar mambo; otra daba por responsable a alguna ex enamorada vengativa de Julián, que luego de seguir cursos de gimnasia y entrenarse en algún doyo japonés, había logrado burlar la seguridad del edificio donde estaba el departamento y cometer el delito; una última señalaba como actor al mismo Julián mientras andaba sonámbulo, confundiendo el baño con su caja fuerte. Ninguna de ellas era. El premio crecía para la siguiente semana.
Pronto Julián se entristeció porque llevaba una semana buscando el dinero en su departamento, pues aseguró que allí lo dejó. Afirmó que había buscado por todas partes; al siguiente día siguió a unos sospechosos de la pérdida de su dinero hasta un colegio para niños especiales; ello lo convenció de que eran buenos hombres. No cualquiera se lleva consigo de manera tan rápida a un niño especial, haciéndole entrar –ayudándolo ‘despacito’ si no puede– a un auto negro. Él exclamó que le pareció increíble, “sin ser familiares, amigos o conocidos suyos”. Esto, contó, lo enorgulleció de la bondad que aún hombres y mujeres pueden tener; pero desconfiaba de esos tipos: ¿era una bondad desprendida (en el otro sentido también) del hecho que eran especiales o de que los tipos eran bondadosos por sí mismos? Luego, continuaba, habló con el responsable del cobro de la renta. Le rogó que le diera un plazo extra; le explicó que el dinero se le había extraviado. El tan bonachón empleado de la inmobiliaria supo comprender la situación de Julián: se iría desalojado del edificio porque lo único que importaba, por el medio que sea, era el pago. No contó más al respecto; ni siquiera que estaba por verse con un abogado. Zulema estaba en pleno ataque de risa.
–¡Qué mala suerte! ¡Tienes que conseguir el dinero! –un sobresalto de Miguel, otra vez, afectado.
–Te jodiste. Ten más cuidado, la chalina te va ahorcar.
–Veo que además de grosera, eres mal agradecida.
–¡Ya!, Julián. No peleen. Necesitas ayuda.
–Hay que prestarle dinero –Zulema se resignaba.
–Acaso te olvidaste ya del robo. No tienes ni un cobre –triunfante, Julián saltaba encima de las palabras de Zulema.
–Regresaré rápido a la casa. Ahí tengo –tirando por la cuneta el triunfo epopéyico.
–Sí es lo mejor. Yo tengo unos ahorros –Miguel accedía.
–Tienes que darnos tus datos personales, presentar recibo de luz, agua o teléfono, internet… –indicaba Zulema, empleada potencial de alguna agencia financiera o de cobros de impuestos, y quien se había puesto unas gafas.
–¿Qué? –Julián ponía el grito en el cielo, con el cuidado de que no choque con ningún avión u ovni.
–… también tu expediente judicial. Ve al registro civil y solicita la transferencia de un duplicado del mismo que está archivado en el ministerio público. A veinte fojas, el adjunto ‘veritate’ debe garantizarnos que eres persona jurídicamente confiable–retomó la risa la posible funcionaria pública.
–Un momento, ¿a qué te dedicas?, Zulema –preguntó muy extrañado Miguel.
–Me gusta ir al cine –siguió riéndose.
A continuación, le prometieron que sí le prestaban luego de que Julián dijera la suma. Varios en otras mesas reían prestando atención al diálogo. Todo en la mesa ya se había consumado. Miguel ya estaba pensando en irse, pues tenía que solucionar un problema.
–Voy donde un psicólogo.
–¿Qué tienes? –Julián se encogía de hombros.
–Tengo mucho miedo.
–¿A qué? –continúo Zulema con sus brazos.
–A muchas cosas. Soy muy nervioso.
–Se te notaba un poco –Zulema prosiguió con sus piernas.
–No se notaba –A Zulema le pareció que Julián estaba encogido, parecía bajito mientras negaba si se notaba.
–Sí, la última vez,, alerté a todos en la universidad que había una bomba en la cafetería.
–¿Cómo vas a decir eso? Es muy en serio –Julián inusualmente estaba angustiado (Zulema lo veía casi como un enano)–. No puedes alarmar así nada más.
–Unas tres horas después estalló una bomba en la universidad.
–¿Qué? –Julián se exaltó un poco. Zulema empezó a amarrarse las zapatillas.
–No era en la cafetería, era en un laboratorio de Química –ella hizo un nudo entre sus pasadores y sus dedos.
–Más mal agüero no podías dar.
–Creo en el cuco, además, al igual que en el diablo, los fantasmas y los extraterrestres –Miguel afirmaba apenado–; creo que Dios será el único que me curará.
–El psicólogo está esperando –espetó Zulema, ya con las zapatillas desanudadas.
–¡Es un mediador del señor!
–Cobra caro.
–¡Zulema! –Julián quería contenerla (a Zulema le pareció que había crecido hasta tener la estatura de un cíclope, y le parecía un poco agachado para no darse contra el techo).
–Trata de recordar los proverbios, ¡por favor! Sé razonable.
–Solo deseo que te cures –el ojo gigante la estaba mirando de manera amenazadora. Mejor concordaba.
–Bueno, siendo así, está bien.
Luego Miguel dijo que después de las majaderías de Zulema, había sido un gusto conocerlos, y qué tal casualidad que así haya sido. Los tres intercambiaban teléfonos y correspondencias. Cuando se pusieron de pie recién se percataron que muchos habían traído sillas; otros, bancas; y unos pocos estaban de pie. Se habían agrupado alrededor de ellos. La pastelería estaba repleta. Enseguida, todos empezaron a aplaudir y a felicitarlos por un supuesto show; e, inclusive, el dueño de la pastelería se hizo presente felicitándolos; y, acto seguido, los exoneró de la cuenta.
–¡Se han vuelto locos! –contestó Miguel; mientras Zulema y Julián solo sonreían sorprendidos.
Lo mejor era hacerse los locos, pensaron los tres. Esa tarde había estado garuando. Solo cuando salieron ya de noche, empezó a llover como en mucho tiempo no llovía en Lima. Una mosca se estrelló contra una ventana de la pastelería. Adentro, de tanta felicidad, todos se tiraron entre sí pasteles en la cara.
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