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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Primeros pasos sin vuelo

Miraba con inocencia hacia delante. Sus jóvenes dientes se asomaban apenas y sus ojos saltones iban sobre sus cachetes, también saltones. Apenas daba breves pasos. Intentaba extenderlos con optimismo; esto les parecía a las dos persones que lo esperaban. La mujer no esperaba más. Se acercaba rápido y lo cargó. El hombre siguió esperando de pie, de cerca de una de las sillas de espera. Traía una expresión seria, al contraste de las sonrisas del cachetes saltones y la mujer. Doblando su brazo chico, se chupaba el dedo más chaparro mientras era movido de arriba abajo, en pequeñas oscilaciones, por la mujer. Veía que de pronto varios individuos más grandes que él iban vestidos de blanco y celeste. No se había fijado más que en las sillas celestes. Cada silla le recordaba un columpio de ese color. Tan rápido dejó de sonreír y de dejar saltando a sus ojos, la mujer lo fue bajando como si bajará una carga pesada y frágil hasta ponerlo de pie. El hombre se les había acercado y hablaba con ella. Al cachetes saltones poco le interesaba. Más interesante le parecía las camillas lentas o rápidas que pasaban por el pasillo, al frente de la sala de espera grande en la que estaba. Había estado merodeando a gatas por ahí hacía una hora. De repente, ver a todos tan ocupados lo aburría un poco o lo inquietaba más. Tales opciones no fueron pensadas por las dos personas que discutían. El dedo más chaparro apuntaba siguiendo una camilla.

Había consultorios dispuestos a lo largo de las paredes del pasillo. La luz del mediodía entraba al pasillo a través de un ventanal y descubría los nombres de los consultorios. En el pasillo daban otros pasillos estrechos, unos cinco se podían contar si alguien hiciera la cuenta al pie del ventanal. Con esa anchura, el pasillo podía ser transitado por numerosas personas. Pero, en teoría, sin sobrepasar el límite aforo que se indicaba en un cartel pequeño, colocado en lo alto de una pared. En este piso estaba la sección de obstetricia y, como en todos los pisos del hospital, había una sala amplia de espera, para entrar a las citas médicas o para solicitarlas. Los pacientes se sentaban buen rato. Algunos dormían, otros se hablaban entre sí, unos últimos veían la televisión en lo alto de una esquina entre dos paredes. El hombre y la mujer seguían conversando, pero ya casi no se escuchaba lo que decían. Parecía ser que habían bajado el volumen a propósito para que nadie escuchase. Cosa contraria ocurría en los alrededores del pasillo. Un señor rezaba en voz alta su rosario, y, alternadamente, leía versículos de la biblia a la gente que pasaba o los pacientes sentados a su lado. Es que en las paredes también había sillas, más pequeñas estas que las de la sala, y soldadas a las paredes, sin un soporte que las sostuviese en el suelo.

Los pacientes sentados junto a las paredes se parecían a las de la sala. Con las diferencias de que ellas no tenían una televisión que mirar, veían pasar más personas, se veían más las caras (y no tanto las espaldas porque estaban dispuestos frente a frente) y, por todas las anteriores, tenían más oportunidades de comunicarse entre ellas. Aunque el número de ellas fuera inferior a los de la sala. Y aunque comunicarse no sea el afán general. Varios preferían entretenerse con alguna revista, un periódico, alguna prenda que tejer. Los niños jugaban entre sí, riéndose, persiguiéndose en círculos, manoteando en el aire, o dando vida a sus juguetes; pero sin separarse de quienes los habían traído aquí. El cachetes veía varios de sus juegos pero no se acercaba. Después de todo algo de timidez habría tenido en un espacio tan grande, con gente tan grande, con cosas grandes y todo grande. Porque hasta esos niños eran más grandes que él.

Usualmente, alguien sentado se daría cuenta cuando un extraño pasa por su lado. Aquí pasar era algo tan frecuente que hacía que todos no fueran extraños. Al contrario. Todos de alguna manera empezaban a conocerse. El cachetes pasaba así medio conocido, pero a la vez medio desapercibido. Las personas que se percataban de su presencia solo ponían sus miradas unos segundos en él, y después ya no más. No hacía ruido, ni tenía una figura sobresaliente. A veces se pegaba bastante a las paredes porque podría estorbar el paso de los gigantones. Fue curioso, no lo hacían a un lado pues no resultó ser un estorbo quieto. Más bien siempre se salía del camino e impedía ser un estorbo. Había estado siguiendo una camilla, pero la perdió de vista cuando le atrajo un mural. Alzó los ojos saltones y se dejaba llevar por los colores prendidos que tenía. Luego se cansó de ver y miró a una enfermera que hablaba con unos pacientes. Unos segundos después, giró la mirada hacia tres paramédicos que casi corrían apurados con unas bolsas de suero, unos estetoscopios, pinzas y una mesa móvil que llevaba varios utensilios quirúrgicos. El cachetes dio dos o tres pasos en dirección la mesa móvil pero la velocidad con la que iba fue superior a su intento por seguirla. Se quedó en medio del pasillo cuando otra camilla aparecía a distancia. Se hizo a un lado y esperó alerta a darle el alcance.

Seguía a la camilla, mientras una enfermera y un enfermero la conducían. Ellos iban concentrados, no se veían las caras; sus mascarillas ocultaban buena parte de sus rostros; no se les veía hablar, ni se les escuchaba hacerlo. Sus pasos eran cortos. Por eso el cachetes podía seguir la camilla. Un paciente estaba echado en ella. Tenía casi todo el rostro tapado y una mancha de sangre a lado de una oreja interrumpía el color blanco de las vendas. Solo un ojo estaba descubierto. Al frente de un consultorio, los enfermeros se detuvieron y dejaron la camilla. El cachetes se detuvo a husmear lo que había en él. Se empinaba para ver ya que no alcanzaba a tocar, peor a ver. El paciente se movió de lado y dejó caer su brazo izquierdo. Al ver eso, el pequeño retrocedió con un paso. Sus cachetes se movieron con la misma sorpresa y tal vez mostraban un susto. Pero no. Sonreía y se ponía a saltar sobre su sitio. Dando brincos pequeños. Tocaba la mano del paciente. Tenía varios callos, y las uñas mugrientas, sin cortar. El saltón empezó a tirar la mano, haciéndola oscilar un poco. Veía hacia arriba cada vez que daba un empujón a la mano. Tal vez esperaba alguna respuesta de arriba, del dueño del brazo en la camilla. Era inútil. Parecía que el dueño había salido, no se encontraba. Así que dio unos paso y empezó a examinar las patas de la camilla. Luego trataba de imitar la posición de los enfermeros, intentando empujar la camilla para que se moviese. Otra vez era inútil. La camilla parecía haber salido. Entonces, regresó a empujar la mano y esta vez sí se encontraba el dueño. Pues se movió rápido a un lado y asomó la cabeza por el filo de la camilla. La cabeza se alzó, junto con todo el torso tapado por una sabana celeste, y el dueño vio con su único ojo al cachetes saltones. Justo cuando éste también lo miraba. Ahora sí parecía asustado. Se mantenía quieto. La mano del dueño se movió para coger la mano del saltón pero la mano chica no se dejó. Se escabulló yendo al cuerpo del saltón. Solo así, el saltón se hizo a un lado, yéndose contra la pared. El dueño lo miró ahí un instante y rápido volvió a tumbarse sobre la camilla. Cerró su ojo. Y los enfermeros salieron del consultorio y volvían a conducir la camilla. El cachetes, también, volvía a seguirlos.

Los enfermeros tenían que conducir la camilla hasta otro piso. Por lo que se dirigían a unos ascensores que estaban al terminar el pasillo. Unos parlantes iban siendo dejados por sus pasos, pero no pasaba lo mismo con la voz que salía de ellos. Varias indicaciones eran dadas por esa voz. Se dirigía a los pacientes, hablándoles a todos o solo a alguno de ellos. Por eso la voz identificaba a varios pacientes. En uno de los anuncios, antes de que los enfermeros llegasen al ascensor, la voz comunicaba que un niño se había extraviado y ponía al tanto a todos que si lo encontrasen lo llevaran a la sala de espera. También la voz señalaba la ropa y otros rasgos que llevaba el niño. El saltón sonreía caminando casi en zigzag, para burlar a los gigantones que podían pisarlo y hacerlo puré de alcachofas (¡asqueroso para él!). Por fin la camilla legó al ascensor. Los enfermeros hacían a un lado a las personas que estaban dentro del mismo, pidiendo permiso. El cachetes ya se prestaba a ingresar, pero algo vio que lo detuvo. Un guardia estaba al lado del ascensor. Lo veía con una cara áspera, sin gracia, arisco. El guardia estaba por arrodillarse cuando el cachetes dio un salto y escapó de su vista. El uniformado se había llevado una mano para quitarse la gorra y rascarse una cabeza desnuda. Era en señal de extrañeza. Se puso de pie y retomó la vigilancia.

Una mujer rompió en llanto, empapando un pañuelo rosa, mojando una mano algo arrugada. Otra mujer iba secándole las lágrimas. Era un rostro conmovedor, seguro para todos que pueden sentir pena. Tal vez en algún momento aprendieron a sentirla; quizá es algo inexplicable si no se toma en cuenta alguna vivencia en ellos. Otros más entendidos podrían explicarlo aludiendo a la información genética. Negaran que se necesite exclusivamente de vivencias para poder sentir pena u otros sentimientos. Así se armaría una discusión. Haciendo algo de caso a ella, de todos modos, muchos piensan que los niños no son capaces de sentir, pues ellos aún son muy jóvenes para experimentar sentimientos tan desarrollados y complicados. No, no lo entienden, afirmaran estas personas. Por ello resulta normal y, es más, aconsejable, sin dudas, que las personas adultas arreglen situaciones delicadas a solas, en ausencia de los niños. Es lo mejor, seguirán entusiastas diciéndose entre sí. Así se evitan posibles traumas, trastornos psicológicos, patológicos, mentales, esos tales. Total, difícilmente, aprendices son de ayuda en esas situaciones. ¡Son un estorbo! A todos ellos, entonces, les parecerá inusual que el cachetes saltones se haya detenido enfrente de la mujer llorosa porque sintió pena.

Extendió sus minúsculos manos hacia la cara de la mujer. Para ambas mujeres el se había parecido de improviso, sin sonido algunos, olor o alguna señal supra o infrasensible. La carita del cachetes de pronto se notaba dolida; los ojos pararon de saltar; los cachetes dejaron de estar prominentes y alzados, para ponerse gachos y quietos. Sus manos iban palpando la cara húmeda de la mujer. Ella iba mirándolo sorprendida, con los ojos brillantes, bien abiertos, coloridos (un negro intenso); en metáfora, parecían sonreír, vivaces, presentes, muy presentes, pero también difíciles de describir. Una sonrisa empezó a alzarse despacio, tirada de la nariz de la mujer. Había interrumpido su llanto y más bien lo reemplazaba por el silencio. Solo se escuchaba el susurro de las ruedas, los pies y el aire pesado. No de ninguna de palabra. No había cómo decirlo, tal vez. El habla se extraviaba en esas expresiones humanas, humanizantes. El saltón jamás lo intentó, capaz no tenía como intentarlo siquiera. Tan solo breves instantes. Una risa tímida rompió el silencio, animando otras risas. Las dos mujeres reían rebosantes. La mujer antes llorosa tomaba de la cintura al saltón. La otra mujer le acariciaba el rostro fresco y suave, pasaba una mano ya cálida por sus cachetes. El cachetes empezó a sonreírles también. La primera mujer lo besó en la frente, una vez, cinco, vez tras vez. Luego ambas lloraban, pero de alegría. Seguro pensaban que era un regalo, era un ángel caído del cielo. El cachetes travieso empezaba a poner por contrabando la mirada al vacío del pasillo. Se reía con bulla como si alguien le estuviese haciendo cosquillas. Ellas ahora sí habían encontrado palabras.

–¡Qué lindo angelito!
–Sí, ¡lindo chiquito! – la otra mujer.
–¿De dónde habrá venido?
–No sé, pues. Su mamá estará por aquí. Seguro alguien lo espera, pues.
–¿Crees que estén buscándolo?
–No creo que ande solito.
–Sí, amiga, fijo que es.

Siguieron hablando acerca de lo ocurrido. La primera mujer le dijo a la otra que se parecía a su hermano cuando era pequeño. Además, le aseguraba que los niños así de repente aparecen sin que nos demos cuenta. Ay, sí, es que son unos ángeles. Angelitos, amiga, tiernos, inocentes angelitos. Algo se les olvidó de pronto.

–Oye, ¿a dónde se fue? – dijo la otra mujer.

Moviéndose despacio, se zafó de la mujer que ya había estado sentada. Descendió intrépido cogiendo la bufanda de la mujer primero, y la tela de su pantalón, por último. Se fue de allí como vino, de improviso. Tomó uno de los pasillos estrechos, a su izquierda. Dio unos cuantos pasos. Un enfermero lo vio divertido, daba risa verlo caminar de repente como si estuviese torpemente bailando. Sonriente, todo payaso y despreocupado. Era un extranjero en ese país convulso. El enfermero no se fijó que nadie se divertía. Era obvio, para qué pensarlo. También no lo hizo debido al apuro que tenía. Pero sí pensó en otra cuestión derivada de lo otro obvio. Recordó que quizá diversión, falta de preocupación, hacía falta en todos los pacientes y bastantes de las personas recluidas en ese hospital. El mismo se precisaba muy falto de humor. "¡Pero claro! ¡Qué tonto! ¡Aquí están los pacientes para recuperar la felicidad, perder preocupación!" Todos ellos implicados en el gozo de la salud. Evidente en ese semblante lozano y rebosante en el cachetes. Pero, qué chico, le había hecho reír, recuperar el humor aunque sea en un instante. Hasta allí llegó su pensamiento y de inmediato se detuvo en la puerta de un quirófano.

Pueda ser que el cachetes haya llegado a ese lugar para recordarles a todos los que les faltaba. Sin embargo, esta sería una conclusión bastante lejana de una afirmación más llana y cercana: el cachetes era un ángel. Un ser sobrehumano. Y ello porque tal vez todo lo humano presente en el hospital es triste, desesperado, herido, sin sonrisa alguna. Un ángel llega para salvarlos de esa condición. Pero, así mismo, llega sin darse cuenta de estar haciéndolo. Y no porque no sea capaz, sino porque no sabemos que sea capaz. ¡No somos capaces de saber si un ángel, el cachetes, sabe lo que ha hecho!

Unos tres guardias habían sido ordenados para buscar al niño extraviado. Se pusieron a preguntarles a los pacientes. Si habían visto a un pequeño de unos jeans con tirantes, un polo de Pato Donald. Si habían visto a un niño de unos tres años o dos (no sabían su edad con precisión) y de cabello castaño, corto apenas. Si lo habían visto pasar por el pasillo. Varios negaron sin vacilar las posibilidades. Incluso algunos que lo habían visto unos cuantos segundos, ya lo habían olvidado. Había pasado una hora y media casi desde que se había desaparecido. Luego uno de los guardias llegó a dar con las mujeres que habían concordado en que fue un angelito. Le dijeron que sí, hace poquito había estado con ellas. Que, ay, pena que haya estado andando perdido el pobrecito. Y que sí, una de ellas tiene la culpa; lo dejó continuar vagabundeando por ahí. Tonta, le decía la otra mujer, no se había dado cuenta. La mujer antes llorosa se preocupó bastante y se ofreció para buscar al niño extraviado, junto con los guardias. La otra mujer se disculpaba; no podía, pues tenían que esperar a una paciente que estaba siendo operada. Así dados la información y el ofrecimiento, en los once pisos del hospital se pusieron en alerta a todos los presentes.

Hace media hora se había avisado a todos, pero el niño no aparecía. Otras personas ya habían declarado que sí lo habían visto ir por ahí, como borrachito, sin tener destino conocido. Casi todas pensaban que sus padres estarían con él de cerca. Todos confiaban en ello. Pero al hacerse más alarmante la búsqueda, empezaron a dudar, poner en tela de juicio la seguridad del hospital. Varios padres y familiares responsables empezaron a mantener mucho más quietos a los niños. No vaya a ser que otros se perdiesen. Los antecedentes de la seguridad del hospital sugerían que estos extravíos eran bastante inusuales. Y no solo por la vigilancia constante que cada piso tenía, sino porque los adultos en la mayoría de veces eran responsables de los niños. Y, por otro lado, en la sección de obstetricia no había muchos niños. Ni siquiera en pediatría se habían dado casos de niños perdidos, últimamente. El tiempo corría y la urgencia se hacía más notoria, pues la mujer y el hombre que habían venido con el niño estaban preocupados, no sabían como remediar ya lo ocurrido. Ellos ya no tenían nada que hacer allí; la mujer fue atendida minutos antes que el niño se perdiera de vista.

Se llegó a preguntar a los doctores y enfermeros que no se encontraban en los pasillos. Hasta los que habían estado en una operación. De todos ellos, uno afirmó haber visto a un niño pasando chistoso por el pasillo del quinto piso. Lo hizo hacía una media hora, más o menos. Uno de ellos fue preguntado por los guardias cuando ya estaba desocupado y se dirigía al baño. No era difícil que un niño así se pierda entre tantas personas tan ocupadas y tensas, agregó a la respuesta que dio. Dos guardias lo dejaron una vez que le agradecieron la información. Cuando estuvo orinando, miró a la pared y se dijo que en ese hospital algunas cosas andaban mal. No era solamente que no se implementen aparatos de última tecnología el problema principal, sino la atención misma que se ofrece a los pacientes. Una atención muy seria, falta de entusiasmo y calidez que les recordaran a los pacientes que la vida continuaría luego de esa situación eventual. O como la muerte solo es un momento en la vida; y de esa forma aliviar el dolor de los familiares y amigos. Cómo solo el personal, continuaba pensando, nos hemos especializado en tratar con gente que está al borde de la muerte, y nos hemos dejado arrastrar por ella, alejándonos de la vida. Un hospital no solía tener ese cariz tan enfermizo. Es este país injusto que tampoco implementa el ambiente; fecunda los valores necesarios para que nosotros y los doctores retomemos la labor desinteresada por los pacientes. Y me refiero, ya más meditabundo, a una labor única por ser tan preciada, tiene el precio de salvaguardar la vida humana. Precio que apenas es remunerable en monedas porque necesitamos subsistir como todos los empleados del Estado, y como todos los trabajadores. El pago de este mismo que no compensa lo suficiente una labor de ese calibre, y, por ello, termina causando una labor mediocre. Las negligencias y los paros de la sociedad de médicos es una muestra más notable de esto. Cuando iba por estas ideas, ya el enfermero estaba saliendo del hospital. Iba a almorzar. Y pensaba en comentar con seriedad sobre lo cuestionado en el almuerzo y en otros más. Pensaba en revertir la situación. Atender al mensaje que se podía tomar del niño. Aunque no exactamente una reversión, pues sería un manicomio el hospital si todos empiezan a divertirse por la muerte y nadie se preocupara por la enfermedad, pensó por último el enfermero y se sentó en una silla pensando en otras cuestiones.

Al cachetes, al menos es sospechable, le interesa un comino esa cuestión. Miraba a un niño parecido a él, de tres años igual que él. El niño estaba en los brazos de su madre. Pero algo andaba mal. El niño estaba pálido; tenía los ojos legañosos y los labios inflamados. Su madre estaba preocupada, solo podría abrazarlo y esperar en ese asiento. Nadie estaba al lado de ellos. Era el fin del pasillo estrecho. El cachetes le sonrió al niño. No se acercó a ellos. Se quedó quieto. Algo parecía esperar. Ni el niño ni su madre se habían fijado que él estaba allí. La madre atendía escrupulosamente a su hijo, y este solo la veía en un instante, para después dirigir la vista al suelo. La madre le pasaba las manos por las del hijo, sobándoles para contrarrestar el frío; pues sus manos estaban frías. Era solo el pequeño porque la temperatura del lugar era cálida. Pasó un momento breve más y ya el saltón estaba volteando para regresar por donde había venido. Antes de desaparecer de la vista de la madre y el hijo, giró la cabeza para verlos por última vez. Apenas la madre, entonces, consiguió verlo. Las miradas entrecruzadas en un pequeño lapso. Se separaron en seco cuando el niño empezó a toser fuerte, con violencia. El cachetes dejó de verla una vez la madre volvió a poner preocupada la vista en el hijo, y se disponía a continuar con su salida. Tan rápido giró, la mujer que andaba buscándolo junto al hombre lo tomó de la cintura. Con igual rapidez, pues ella parecía venir corriendo, llevaba la respiración agitada; y con voz accidentada algo le dijo al hombre que la acompañaba.

–¡Tu primo es un diablo!

  1. Anonymous Anónimo | 11:29 p. m. |  

    Este comentario ha sido eliminado por el autor.

  2. Anonymous Anónimo | 11:48 p. m. |  

    Este comentario ha sido eliminado por el autor.

  3. Anonymous Anónimo | 11:51 p. m. |  

    Ahora sí un relato con esencia. Aunque, por ahí, en voz de un enfermero y un huachimán se (in)filtren reflexiones que delatan al autor deseoso de expresar su punto de vista. Eso, otra vez, deforma al personaje (le quita su calidad como tal) y, por ende, al cuento.
    Pero, en este caso, no hay que detenerse en lo anterior, pues el relato en general es muy interesante. Otra vez, hay luminosidad. No sólo por el ambiente abierto, sino por esa metáfora de la esperanza en la recuperación de la salud. O, en otras palabras, en la no pérdida de la vida.
    La encarnación angélica de ese niño cachetón, risueño es una bonita metáfora. Expresa muy bien ese elemento faltante que es la esperanza. Es, pues, un farol en medio de la desolación de un hospital.
    La visión despreocupada del mismo, por otro lado, logra un contraste interesante: el mundo agobiado de preocupación de los adultos y el mundo lúdico y lleno de esperanza de los niños. Dentro del mismo paraje, ambos lo ven con distinto tul -uno que les brinda la edad-.
    Finalmente, una graciosa ironía: el ángel es un diablillo. Otra vez, se deja al descubierto la falta de entendimiento del adulto hacia el niño.
    Un cuento agradable, con una carga metafórica creativa.

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