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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Boca tras pistola

¿Por dónde terminar? Ya te conté sobre el parque de diversiones; ¿recuerdas? Mis primos iban tras los niños que iban tras los juegos. Había un juego que se hacía llamar el tren fantasma, no sé si allá en tu vecindario de edificios, supermercados y un montón de parques, habrá habido algo parecido. Pagabas un ticket, luego de hacer una cola, y te subías en un vagón pequeño. La entrada era oscura, una caverna que ocultaba el final del trayecto. Subí empujando a Aldo que estaba temblando de miedo. Un señor de cara medio pálida nos indicaba donde agarrarnos, "no vaya ser que sea un viaje sin regreso", dijo. El vagón era pequeño para justo contener nuestro infantiles cuerpos. En este rato, había unos seis niños, tres filas separadas por unos fierros idénticos a los que tienen los asientos de los microbuses. Por supuesto, así, todo oxidados, la vieja y tu vieja, "chicos, no se agarren de esos fierros oxidados". Pero, por un muy no obstante, no estaban ese rato. Y en lo que cabe preguntarse cuando comienza el viaje del tren fantasma ya estaba lanzando un grito porque una hoz caía sobre tu frente.

Era bien realista la cuestión pese a que sabías que otros más grandes decían, "no, esas son huevadas para ustedes que son unos mocosos". El paso del tren hacía sonar las ruedas contra los carriles. Aldo me agarró de mi brazo izquierdo pese a que estaba a mi derecha y le hubiese sido más sencillo coger el otro brazo. Pero quién puede acusar a los reflejos cuando se está pasmado. Beto se reía de Aldo y yo trataba de estar inmutable. Había una canción de fondo que se parecía a una la Symphonie des Psaumes de Stravinsky, bueno, ahora creo que así fue. La garganta oscura descubría a monstruos horripilantes, ya sea por los costados o el techo. Brujas verrugosas, cadáveres sangrientos -la sangre chisporroteaba pero no caía-, duendes riéndose de Aldo, de mí, de Beto y Beto se calló: un duende gritó en su cara y lo dejo enmudecido. Las paredes eran las de una cueva, era como entrar a una mina; había velas que iluminaban apenas. Más en realidad, todo estaba coludido para que los monstruos se vean tenebrosos. Lo que más le asustaba a Aldo eran los movimientos del tren. Los demás pequeños vagones dejaban los aullidos, gritos, gemidos, "ya, ya, ya, mamá, nomás, mamaaaa, "¡ayyy, ya no quiero", de los niños. Nos íbamos de atrás para delante, viceversa; y Aldo versaba una plegaria. Beto había regresado de algún trauma y ya empezaba a fastidiar a Aldo de nuevo y yo quería vomitar.

A la salida no recuerdo mucho y sí, tienes razón, debí haberte contado sobre el tren fantasma y no sobre el parque de diversiones, de este, pues, no recuerdo mucho. Salí asustado, no era tan miedoso, pero ese día temblé por la noche. Todo esto te lo digo por lo que discutimos la útltima vez. Esto. Después de varios años vuelvo a sentir mucho miedo, temo con esa inocencia de no saber por qué exactamente esos monstruos no era monstruos, algunos eran muñecos, hombres difrazados. Solo era un juego del parque de diversiones, eso sí recuerdo, diversiones, debe divertir. Ahora no sé qué explicar sobre lo que ocurre, ¿debe pasar? ¿Me debe asustar? ¿Solo debe hacerme pensar? Yo sé que ya no quieres que siga con el mismo tema, ya ha llegado a su fin, no tiene caso alguno. Pero sigo asustado.

Un día vi que ibas a comprar no sé que cosa a la farmacia de la avenida. Estaba ahí de pasada, crucé la avenida porque iba a buscar a tu vecina, necesitaba que me devolviera unas novelas que le habías prestado, siendo mías, "pídeselas, cariño, por fa, hoy no voy a llegar a casa cuando esté Marisol". Legué tarde. Por eso estabas ahí. Cuando te vi ya tenía los libros y quise pegarte los brazos y decirte que ese día dormía en casa de la Tía Alejandra; no pude. Tan pronto compraste no sé que cosa y lo pusiste en una bolsa que se ceñía a no sé qué forma, vi que no te dirigías a casa. Doblaste por una de los pasajes que te llevan a otras calles o a cierto parque.

Estabas sentada en una banca mirando el piso, mirando el reloj; algo esperabas, lo podría pensar aquel hombre si no se dirigiera a ti. En ese rato él pensaba, "me esperabas a mí". Un beso se resbalaba por su mejilla derecha, así nos saludamos por estos lares. Te sonrió, le sonreíste y se echaron a andar. No quería seguir, perseguirlos, por qué tendría que hacerlo. Seguramente ya irías a tu casa con él, ya era tarde, hacía frío; una gota de lluvia se secaba mientras otras caían encima de ella. Decidí no perseguir. Di marcha atrás hacia mi casa, queda al otro lado de la avenida.

Estaba sentado al pie de mi cama y llamaste. Estabas amarga, ¿por qué estabas amarga? Me decías que habías descubierto que yo había escrito un poema para Ana, la que vivía en el parque los borrachos. Te dije que era una infamia, cariño, no era cierto, cariño, alguien te había mentido y nos tendría cólera. Te dije que ya había recuperado a Víctor Hugo, Faulkner y Flaubert, pero poco te importó. "No me ha gustado Faulkner, es muy lento para escribir. Feos lugares los de Santuario". Discutimos sobre eso, te detallé sobre los pasajes más destacados de esa novela. Todo fue para peor.

Dejaste una carta encima de nuestro velador -de tu casa, no de nuestra casa pese a que quise compartirla contigo- y decías que te ibas a vivir a Surquillo. Mientras te escribo veo una señora leyendo unas cartas en la otra mesa de esta Fuente de Soda. Es raro ver a personas leyendo cartas a estas 'bajezas', será alturas, de la tecnología. Se ve amarga y casi parece leerlas en voz alta. De todas las cosas por las que estoy temeroso hay una: huelo un aroma extraño, como café quemado mezclado con algo putrefacto. Sé que esa descripción no es tan fácil de captar. Y le tengo miedo porque me pareció sentirte pasar con ese olor más de una vez y porque me parece que la señora lo tiene. Sus cartas expulsan ese olor y también viene a mí un sabor. Amargo, sangre cruda crudo, es decir, el sabor del fierro en la sangre. Me paso el dedo índice por la boca pero no hay rastro de sangre. La señora paso a entristecerse; creo que de algún lugar viene de nuevo la melodía de Stravinsky, el coro hace caer su canto en un lamento compungido de sopranos, parece que alguien ha muerto. La señora empieza a deshacer su cara con sus sollozos, se pasa las manos por la cara para desarrugarse y las manos buscan tersura pero ella no lo sabe. Todos en el lugar, esto es, el público presente, respeta el llanto ajeno y solamente se limitan a darle su espacio a esta mujer de unos ochenta lustros de apariencia. Las cartas empiezan a mostrar unas cuantas huellas dejadas por las lágrimas. Empieza a descontrolarse, no pude sostener el llanto; su cuerpo contiene una tristeza que terminará rebasándolo. El coro se calla para dar paso a la flauta traversa, aunque solo un momento. Empieza a ponerse de pie rápido y esconde sus manos en su cara y su cara retira sus manos pero ella no lo sabe. Las voces se agrupan en coro nuevamente. Las manos terminan empuñándose en la mesa; mira desolada hacia el frente; un vaso se aproxima a su boca, va tirado de las falanges que van armados con las uñas arriba; y toma el agua que lo contiene. Las falanges de la mano derecha habían hecho caer una pastilla adentro de su boca. Tan pronto la pastilla es desintegrada, se liberan unos químicos que aceleran su pulso, el torrente sanguíneo, hasta hacer chocar todo contra las venas más estrechas y los vasos deformes. Los gritos se alternan hasta elevarse en crescendo. El desmayo sigue detrás de un contrabajo de la ópera del músico ruso y ahora la veo pálida al lado de todas las personas. Yo me acerqué tan pronto todas las personas lo hicieron y en medio del coro salieron unos gritos que pedían "¡socorro!, ¡médicos!" Tuve miedo cuando veía la señora leer esas cartas que ahora se dividen entre la mesa y el piso. Cojo algunas de ellas; algunos hacen lo mismo. Luego de que leo, parece que uno de sus hijos había muerto; la parte dos de la ópera termina tras el temblor de un par de cuerdas vocales.

Todo se ha vuelto muy tenebroso. Los autos se han detenido y yo regresé a la mesa. Se la llevaron tan pronto los paramédicos la pusieron en la ambulancia. Sabes, no conozco a alguien que haya intentado suicidarse. Mucho menos conocí a un suicida. Hace un tiempo pensaba que era casi inútil que alguien pensara en quitarse la vida. Claro, debes reconocerlo. Bastantes veces me platicaste que no lo podrías hacer porque tendrías antes agallas para remover cualquier estorbo; desearías la vida antes de cualquier condición para quitártela. Estuvimos hablando de algo sin constatar realmente la naturaleza de las condiciones; tuvimos la suficiente confianza en nosotros para poder dominar nuestras pasiones, pues no las sentimos; solo te dejaste llevar por la seguridad que te da estar bien, ¿verdad? Sentirte bien contigo, conmigo mismo, ¿verdad? Llevarme contigo a donde quisieras y hacer que quisiera lo mismo, ¿verdad? Yo nunca te he reclamado nada; jamás te miré a los ojos, ¿cariño?, para insistir en que hicieras algo. Solo te bastaba decir algo y ya era incosnciente.

La Fuente de Soda parece que cerrará porque ya vienen en camino reporteros y algún oficial que descarte algún homicidio. Ya declaré hace unos minutos. Dije que la señora estuvo ahí, y después ella sola, va al revés, ella sola se desmayó. Aún no se puede afirmar que fue un suicidio puesto que las pastillas pudieron estar medicadas según la receta de un doctor. Los peritos están en eso. Aunque yo por las cartas, lo visto anteriormente, podría investigar las cosas en lugar de ellos para demostrar que fue un suicidio. Hubiera querido que lo vieras. Pena que estés lejos, o tal vez se te dio por marcharte de donde estuviste cuando empezaste las líneas y te aventuraste a cruzar la ciudad, pasar por los distritos que ya no transitas; tal vez, para encontrarme o para encontrarte hablándome acerca de tu miedo. Te lo repito, tú también tienes miedo.

Miedo de continuar estas líneas, miedo de escuchar mi quejumbre. Aún no olvido que el hombre con el que te vi puede estar contigo. ¿Lo está? Desde ya es el que sigue tus pasos y recoge tu cabello con su rostro para borrar las huellas de los demás rostros que se escarbaron y escarbaron tus filamentos. Tal vez ya no es el mismo. No me importa si es así o de otra manera. Y lo digo con miedo, porque creo que ya aparecerás por la Fuente de Soda y verás que ya no estoy allí y concluirás que estoy aquí, en una banca del frente. Le doy de comer entre unas señoras generosas a las palomas que alargan sus cabezas para alcanzar los granos que compré hace unos minutos.

La última pieza de la Symphonie des Psaumes se inicia en cuanto el atardecer cae sin peso y el anochecer sube sin escalera. Por fin comprendo a Aldo, sabes, así debió estar durante breves segundos. Con las entrañas revolviéndose, debió soportar como retumbaban los asientos y oyó quejidos de desfallecientes desconsolados; habrá oído el clamor del coro y, por eso, nosotros no podíamos entenderlo. Ahora lo entiendo. Puedo enrollarme una soga al cuello, estar parado sobre una silla por unos segundos, dejar de estarlo y esperar que la salida del aire sea mi último aliento. Debía coger... espera, no te asustes, no pongas esa cara, ya sé, no te miro, pero el terror debe quitarte las ganas de continuar. Te decía o creía decirte, que se necesita estar muy consciente para suicidarse. Nuestra inconsciencia nos dice al oído que debemos vivir. El existencialismo irá saliendo a flote, hundirá nuestra conciencia y no podremos con éxito acabar con todo. ¿Escuchas? Las sopranos casi parecen anunciar una ceremonia. No seremos capaces de vencer al instinto si nuestra propia inconsciencia no tomó significado en la conciencia, el significado de la autodestrucción. Alguien tiene que destruir lo que debe ser destruido. Tú destruiste parte de tu vida cuando te fuiste a otro lado. Claro, a esto le tienes miedo. Que lo diga la orquesta, que lo profieran los trombones. Escucha: los sopranos me dan la razón y las sopranos acatan. Mírate, estás enferma, eres adicta a la cocaína desde hace meses y yo en ese tiempo estuve al pie de tu cama. Pero, sí, volviste por más placer, por más autodestrucción. Por cada dosis esperas vivir más unos minutos que vivir años. Tú descubriste la racionalidad para suicidarte antes que yo; ya estoy dejando de tener miedo; ya estoy más consciente antes de no estarlo jamás; para descrubrir lo restante yo solo tuve que quererte. Quiero recordarte gentil como eras, la figura femenina que me ofreció su gratitud sin esperar la mía. Ya vienes, de seguro recibiste la llamada. (Me viste tendido en el sofá verde y la canción de verdad suena por un parlante viejo, el vinilo gira). Y si no, alguien me vio al menos así. Ahora que lees habrán pasado muchos minutos. Por el momento no quiero verte. Ya es muy tarde. El concierto está por terminar. El ritmo entona un suspenso y el coro grita por vez última. Miro al techo buscando nada y encuentro un révolver en mi boca abierta.

  1. Anonymous Anónimo | 12:00 a. m. |  

    Hay, sin duda, una vuelta a la etapa oscura, una reminiscencia de todavía pero ahora con más luminosidad. Y acaso esa luz la dan los ojos de un narrador psicoanalítico que explora los insterticios de su conciencia, hurga en un recuerdo de su niñez que ahora hace las veces de símbolo de una vida aciaga que termina -con sorpresa- con una pistola en la garganta.
    Una trama oscura, confusa como la (in)consciencia misma.
    Un relato en que el autor interpela en varios niveles: a sí, a ella, acaso a la señora (¿se habría suicidado?) y al lector. Y todo ello nada menos que con la ópera como siniestra voz de la conciencia.
    Una mezcla muy buena de elementos oscuros a los que el autor les agrega la luz de una vela propia, muy intereante, por cierto.

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