Debajo de fríos y caminos
Después de bastante tiempo, volví a sentir frío. Vi esas instantáneas apariciones del aliento como si fuesen el humo que soltamos los fumadores. Me dijeron, entre risas, que los cigarrillos caen bien con tanto frío; en especial, si estás caminando solo toda una avenida, no hay nada como prender un cigarrillo. Es una pose, se vuelve, tal vez, una necesidad. Sí, de hecho es una pose. Y que haya llegado prendido de la mano de alguien que me convidaba, de alguna manera, también fue el medio para relacionarme con esa persona y con otras. Sí, cómo no, está de moda, siempre está de moda. Y estará de moda relacionarse por medio de la moda. Porque conjuga una serie de aspectos que vinculan a las personas. En esa ocasión, cuando los humos se perdían entre los vahos de las personas, iba prendido de un cigarrillo prendido. Recuerdo que se apagó tan pronto doblé por el recodo entre calle y avenida.
Lima se enlutaba –esa neblina densa– con los inviernos que solían llegar antes de la mitad del año, mucho antes. Ha llegado por estos días algo atrasado. Pero sí ha llegado a tiempo para lo que pude ver. Había un señor de camisa rayada arrugada, pantalones de tela, de un color celeste, ya viejos él, su pantalón y la camisa. Pasó por mi lado cuando tiraba el cigarrillo -aún pasaba por la esquina de una cuadra- y llevaba un rostro también algo acabado: la frente surcada por un montón de arrugas, los pómulos iban salpicados de manchas -no ahondo en detalles pues no estuve cerca mucho tiempo y también porque le hubiese fastidiado-. Lo que me llamó la atención fue la expresión que dibujaba ese rostro, una expresión mohina, preocupada que se explicaba por su andar cansino, derrotado, de pelmazo. Tan pronto ya estábamos ambos en la calle a la que entré cuando doblé, caminé un tanto disimulando ese andar. Quería seguirlo. Así fue.
Para algunos pueda ser raro encontrar bancas en una calle pequeña de Breña. Muchos de ellos no viven por ahí, y solamente atraviesan algunas de sus calles, avenidas, algunos parques, por accidente. Ese viejo encontró una banca cerca de un árbol limonero. Para seguir siendo su compañía sin que se diera cuenta, tuve que fingir que buscaba un taxi. Y a fin de hacerme el desatendido de él, prendí otro cigarrillo. Paré un taxi.
-Señor, una carrera hasta la avenida San Felipe, Jesus María. ¿Cuánto es?
El taxista que se estacionó me miraba antes por el espejo retrovisor para cuidar de no chocar con un Toyota Station Wagon estacionado en esa calle. Tan pronto, le hice la pregunta, me respondió con una sonrisa pícara, "quince soles, flaco". Solo por no detener mi curiosidad, le dije que aceptaría si aceptaba el precio de diez. Lo hice al instante, sin hacer una rebaja paulatina. Así se desanimaba y se iba de una vez. Hizo lo contrario. Amistosamente, me abría ya la puerta. No lo esperaba. Así que tuve que decirle que había mentido, que la verdad: "estoy esperando alguien y estoy haciendo hora". Pensé que me iba a dar un portazo y se iba a enfandar. Pero...
-¡Ah! Entiendo. Es el amor, ah. Yo también. Chino, tengo que ver a mi señora.
Echó una carcajada, y arrancó rápido. Será que puse una cara bastante clemente cuando se lo dije. Que se tradujo en una ingenuidad de apasionado. No pude notar mi rostro. Sí pudo notarlo el viejo que había presenciado lo ocurrido -ya con todo, una anécdota- y entonces hizo un gesto amistoso con la mano, como si me saludará y compuso una cálida sonrisa, una lozana restante en esos escombros de piel, vellos, canas y sarro en los dientes. Se puso de pie mirándome en silencio. Yo pensé que me iba a decir algo, tal vez, algún comentario alusivo a la persona que esperaba. Solo paso lentamente a darme la espalda y empujó su cuerpo viejo con sus viejas piernas aprisionadas por el viejo pantalón. La camisa le desteñía la espalda hasta hacerla sombra a lo lejos. Habré estado detenido unos dos minutos con el cigarro cogiéndome la mano y fumándome de a pocos.
Seguí en dirección opuesta al viejo. Parecía que le alegré el día. Algo debe haber pensado, figurado. Tal vez, sí creyó la creencia del taxista, sí esperaba a alguien. Eso no era cierto. Caminé hasta atravesar la avenida por donde había estado caminando antes. Pasé el semáforo escuchando los boleros que suenan por algún lugar del dial y de las radios de los comerciantes. No sé mucho de boleros. Lo poco que sé es lo extraído en relación a los demás ritmos. Eran melancólicos, un tanto tristes. Eso lo hace literario respecto de todo lo visto del día: estaba de luto y bastantes personas -no sé si decir desgraciadamente- desgraciadamente -ahora lo sé- iban así, descompuestos, preocupados. Más literario sería decir que la felicidad no anduvo caminado por esta avenida, tal vez debe caminar con la mirada en alto en alguna otra avenida, en algún otro distrito.
Una señora caminó a prisa, con sus piernas torciéndose, ella quería, seguro, que se hicieran ruedas y toda la energía gastada en la fricción contra el suelo se aminore y, así, acelere, avance, me dejara adivinando la causa de su prisa. Un tipo de anteojos, cabello corto y bien peinado, chompa ploma, brazos delgados, todo él delgado, caminaba un tanto con mi velocidad -más quiso gatear con sus piernas, ir lento, no había prisa-. No obstante, algo lo apremiaba, su expresión decía cosas con voz apachurrada y no dejaba espacio para que haya aire, sino un vacío. Los físicos bien saben que al no haber moléculas en el aire, no hay sonido. Y bien ahí estaba, queriendo decir algo pero con el vacío de impedimento. Se detuvo a mi lado cuando iba a cruzar -él, no yo- hacia el otro lado de la calle. Yo estaba leyendo los periódicos en la esquina. Ahí fue cuando lo vi, ese rostro en combate contra él. Se puede decir que estoy exagerando, pero no lo diría él que anduvo con la cara mirando solamente el piso que se movía sobre él -solo en apariencia-. Lo seguí unas dos cuadras, luego de comprar un diario y caminó con los hombros a cuestas y la cabeza descompuesta sobre su cuello.
Las demás personas que anduvieron por ahí si no estuvieron con esas expresiones entre tristes e incoloras, lo habrían estado con tensas muecas, ceños fruncidos, exprimidos. Las personas por estar en los lugares públicos de Lima, por saberse de lo peligroso que puede ser depositar confianza en personas desconocidas, tienen un mínimo de atención las unas en las otras. Con el stress tan de moda como el cigarro, todos andan rápido, y los mismos siempre llegan tarde a todos -de seguro, los mismos- lados. Los relojes se han vuelto una causa de nuestros estados de ánimo. Me inquietaba la falta de alegría porque los otros días sí había visto caras rebosantes de ella. Por lo que leía en las líneas del periódico no había una crisis tan masiva como para borrar alegrías de nuestras caras, al menos ese viernes, pasado el mediodía, una y algo. Algo más puedo decir lo que vi una vez terminando la calle que desembocaba en la avenida Brasil.
Dejé al tipo -ah, tendría mis veintitantos, más o menos- que doblará en una esquina y continúe y una mujer pasaba en dirección contraria por mi lado. Lo sorpredente es que iba feliz. Sí, tenía la cara rebosante, cachacienta y su andar rápido, acompasado desdibujaba todo el paisaje que había visto durante mi caminata. Era de cabello negro, muy negro, pantalón jean -un azul clásico-, capucha azul, tez blanca. Su rostro aparecía con rasgos finos, bien femeninos. Eso pude apreciar a su regreso. Al principio, pasó y solo distinguí su capucha y el cabello. Caminó unos pocos metros y se detuvo en la puerta de una casa. Tocó el timbre y miró hacia el segundo piso, del que se podía divisar una ventana algo mediana, lo suficiente para tomar un primer plano de una pose, a una persona de metro setenta, en una fotografía. Ya iba a reanudar mi paso cuando salió por la ventana una menuda chica de pelos castaños; esta sería adolescente y le dijo algo pero no sé si será exactamente eso.
-Ya dejé de llamarte y te está esperando. Le dije que vendrías temprano, Ivonne.
Creo que sí se llamaba así. Es difícil confundir un nombre que no oigo mucho. En vez de 'dejé' creo que ella dijo 'dejó', refiriéndose a esa persona que estaba esperando por la otra. A ella, la chica de la ventana, no se le notaba esa alegría que Ivonne tenía. Pronto, la chica no estuvo en la ventana. Ivonne quitó la mirada de la ventana y retomó el paso pero esta vez iba en el sentido en el que yo iba y pensaba retomar. Ahora eliminó la alegría de hace un momento -todo parece indicar que también iba para la chica de la ventana y era causada por el asunto del que trataba su mensaje- y optó por mostrar un rostro apacible, sin las connotaciones de un paisaje sombrío. Tuve que dirigir la mirada hacia cualquier dirección, como si hubiese estado fijándola en alguna otra cosa -otra mujer, quizá- y ponerla adelante, mirando el fin de la calle. Ivonne fue menos rápida que antes y se detuvo al lado mío para cruzar la pista que la llevaría a otra calle. Ahí, la miré con paciencia y lo molestoso resultó que ella también lo hizo conmigo. El momento en que descubrí que nuestras miradas se chocaron, pude enarcar el ceño, en respuesta a una tímida sonrisa que ella dbujó con sus labios. Solo fue un instante. Luego cruzó la avenida y pasó a la otra calle. Yo lo hice pero ya distante de ella. Como antes pasará con ella, toqué una puerta, olvidé mis llaves. Me abrió la portera de la casa -con situaciones de un edificio- .
Ese día había visto varias caras. Solo dos expresiones humanas pude distinguir de aquellas. La última me dejo un tanto pasmado porque hace poco he visto otros rostros y nadie pudo enseñar esa cálida mirada, de una persona convencida de sí, confiadísima de sí. Eso de mirar dice mucho que ocultar y bastante que uno no se imagina qué puede mostrar. Al llegar, me miré al espejo. Había pensado un poco lo ocurrido. Ahí estaba, una persona de pómulos salientes, labios delgados, qué se yo, no soy bueno dibujándome. Miré lo que más me importaba. Puse la cara tal y como estaba cuando caminaba. Recordé que hace un tiempo había tenido un rostro feliz.
Lima se enlutaba –esa neblina densa– con los inviernos que solían llegar antes de la mitad del año, mucho antes. Ha llegado por estos días algo atrasado. Pero sí ha llegado a tiempo para lo que pude ver. Había un señor de camisa rayada arrugada, pantalones de tela, de un color celeste, ya viejos él, su pantalón y la camisa. Pasó por mi lado cuando tiraba el cigarrillo -aún pasaba por la esquina de una cuadra- y llevaba un rostro también algo acabado: la frente surcada por un montón de arrugas, los pómulos iban salpicados de manchas -no ahondo en detalles pues no estuve cerca mucho tiempo y también porque le hubiese fastidiado-. Lo que me llamó la atención fue la expresión que dibujaba ese rostro, una expresión mohina, preocupada que se explicaba por su andar cansino, derrotado, de pelmazo. Tan pronto ya estábamos ambos en la calle a la que entré cuando doblé, caminé un tanto disimulando ese andar. Quería seguirlo. Así fue.
Para algunos pueda ser raro encontrar bancas en una calle pequeña de Breña. Muchos de ellos no viven por ahí, y solamente atraviesan algunas de sus calles, avenidas, algunos parques, por accidente. Ese viejo encontró una banca cerca de un árbol limonero. Para seguir siendo su compañía sin que se diera cuenta, tuve que fingir que buscaba un taxi. Y a fin de hacerme el desatendido de él, prendí otro cigarrillo. Paré un taxi.
-Señor, una carrera hasta la avenida San Felipe, Jesus María. ¿Cuánto es?
El taxista que se estacionó me miraba antes por el espejo retrovisor para cuidar de no chocar con un Toyota Station Wagon estacionado en esa calle. Tan pronto, le hice la pregunta, me respondió con una sonrisa pícara, "quince soles, flaco". Solo por no detener mi curiosidad, le dije que aceptaría si aceptaba el precio de diez. Lo hice al instante, sin hacer una rebaja paulatina. Así se desanimaba y se iba de una vez. Hizo lo contrario. Amistosamente, me abría ya la puerta. No lo esperaba. Así que tuve que decirle que había mentido, que la verdad: "estoy esperando alguien y estoy haciendo hora". Pensé que me iba a dar un portazo y se iba a enfandar. Pero...
-¡Ah! Entiendo. Es el amor, ah. Yo también. Chino, tengo que ver a mi señora.
Echó una carcajada, y arrancó rápido. Será que puse una cara bastante clemente cuando se lo dije. Que se tradujo en una ingenuidad de apasionado. No pude notar mi rostro. Sí pudo notarlo el viejo que había presenciado lo ocurrido -ya con todo, una anécdota- y entonces hizo un gesto amistoso con la mano, como si me saludará y compuso una cálida sonrisa, una lozana restante en esos escombros de piel, vellos, canas y sarro en los dientes. Se puso de pie mirándome en silencio. Yo pensé que me iba a decir algo, tal vez, algún comentario alusivo a la persona que esperaba. Solo paso lentamente a darme la espalda y empujó su cuerpo viejo con sus viejas piernas aprisionadas por el viejo pantalón. La camisa le desteñía la espalda hasta hacerla sombra a lo lejos. Habré estado detenido unos dos minutos con el cigarro cogiéndome la mano y fumándome de a pocos.
Seguí en dirección opuesta al viejo. Parecía que le alegré el día. Algo debe haber pensado, figurado. Tal vez, sí creyó la creencia del taxista, sí esperaba a alguien. Eso no era cierto. Caminé hasta atravesar la avenida por donde había estado caminando antes. Pasé el semáforo escuchando los boleros que suenan por algún lugar del dial y de las radios de los comerciantes. No sé mucho de boleros. Lo poco que sé es lo extraído en relación a los demás ritmos. Eran melancólicos, un tanto tristes. Eso lo hace literario respecto de todo lo visto del día: estaba de luto y bastantes personas -no sé si decir desgraciadamente- desgraciadamente -ahora lo sé- iban así, descompuestos, preocupados. Más literario sería decir que la felicidad no anduvo caminado por esta avenida, tal vez debe caminar con la mirada en alto en alguna otra avenida, en algún otro distrito.
Una señora caminó a prisa, con sus piernas torciéndose, ella quería, seguro, que se hicieran ruedas y toda la energía gastada en la fricción contra el suelo se aminore y, así, acelere, avance, me dejara adivinando la causa de su prisa. Un tipo de anteojos, cabello corto y bien peinado, chompa ploma, brazos delgados, todo él delgado, caminaba un tanto con mi velocidad -más quiso gatear con sus piernas, ir lento, no había prisa-. No obstante, algo lo apremiaba, su expresión decía cosas con voz apachurrada y no dejaba espacio para que haya aire, sino un vacío. Los físicos bien saben que al no haber moléculas en el aire, no hay sonido. Y bien ahí estaba, queriendo decir algo pero con el vacío de impedimento. Se detuvo a mi lado cuando iba a cruzar -él, no yo- hacia el otro lado de la calle. Yo estaba leyendo los periódicos en la esquina. Ahí fue cuando lo vi, ese rostro en combate contra él. Se puede decir que estoy exagerando, pero no lo diría él que anduvo con la cara mirando solamente el piso que se movía sobre él -solo en apariencia-. Lo seguí unas dos cuadras, luego de comprar un diario y caminó con los hombros a cuestas y la cabeza descompuesta sobre su cuello.
Las demás personas que anduvieron por ahí si no estuvieron con esas expresiones entre tristes e incoloras, lo habrían estado con tensas muecas, ceños fruncidos, exprimidos. Las personas por estar en los lugares públicos de Lima, por saberse de lo peligroso que puede ser depositar confianza en personas desconocidas, tienen un mínimo de atención las unas en las otras. Con el stress tan de moda como el cigarro, todos andan rápido, y los mismos siempre llegan tarde a todos -de seguro, los mismos- lados. Los relojes se han vuelto una causa de nuestros estados de ánimo. Me inquietaba la falta de alegría porque los otros días sí había visto caras rebosantes de ella. Por lo que leía en las líneas del periódico no había una crisis tan masiva como para borrar alegrías de nuestras caras, al menos ese viernes, pasado el mediodía, una y algo. Algo más puedo decir lo que vi una vez terminando la calle que desembocaba en la avenida Brasil.
Dejé al tipo -ah, tendría mis veintitantos, más o menos- que doblará en una esquina y continúe y una mujer pasaba en dirección contraria por mi lado. Lo sorpredente es que iba feliz. Sí, tenía la cara rebosante, cachacienta y su andar rápido, acompasado desdibujaba todo el paisaje que había visto durante mi caminata. Era de cabello negro, muy negro, pantalón jean -un azul clásico-, capucha azul, tez blanca. Su rostro aparecía con rasgos finos, bien femeninos. Eso pude apreciar a su regreso. Al principio, pasó y solo distinguí su capucha y el cabello. Caminó unos pocos metros y se detuvo en la puerta de una casa. Tocó el timbre y miró hacia el segundo piso, del que se podía divisar una ventana algo mediana, lo suficiente para tomar un primer plano de una pose, a una persona de metro setenta, en una fotografía. Ya iba a reanudar mi paso cuando salió por la ventana una menuda chica de pelos castaños; esta sería adolescente y le dijo algo pero no sé si será exactamente eso.
-Ya dejé de llamarte y te está esperando. Le dije que vendrías temprano, Ivonne.
Creo que sí se llamaba así. Es difícil confundir un nombre que no oigo mucho. En vez de 'dejé' creo que ella dijo 'dejó', refiriéndose a esa persona que estaba esperando por la otra. A ella, la chica de la ventana, no se le notaba esa alegría que Ivonne tenía. Pronto, la chica no estuvo en la ventana. Ivonne quitó la mirada de la ventana y retomó el paso pero esta vez iba en el sentido en el que yo iba y pensaba retomar. Ahora eliminó la alegría de hace un momento -todo parece indicar que también iba para la chica de la ventana y era causada por el asunto del que trataba su mensaje- y optó por mostrar un rostro apacible, sin las connotaciones de un paisaje sombrío. Tuve que dirigir la mirada hacia cualquier dirección, como si hubiese estado fijándola en alguna otra cosa -otra mujer, quizá- y ponerla adelante, mirando el fin de la calle. Ivonne fue menos rápida que antes y se detuvo al lado mío para cruzar la pista que la llevaría a otra calle. Ahí, la miré con paciencia y lo molestoso resultó que ella también lo hizo conmigo. El momento en que descubrí que nuestras miradas se chocaron, pude enarcar el ceño, en respuesta a una tímida sonrisa que ella dbujó con sus labios. Solo fue un instante. Luego cruzó la avenida y pasó a la otra calle. Yo lo hice pero ya distante de ella. Como antes pasará con ella, toqué una puerta, olvidé mis llaves. Me abrió la portera de la casa -con situaciones de un edificio- .
Ese día había visto varias caras. Solo dos expresiones humanas pude distinguir de aquellas. La última me dejo un tanto pasmado porque hace poco he visto otros rostros y nadie pudo enseñar esa cálida mirada, de una persona convencida de sí, confiadísima de sí. Eso de mirar dice mucho que ocultar y bastante que uno no se imagina qué puede mostrar. Al llegar, me miré al espejo. Había pensado un poco lo ocurrido. Ahí estaba, una persona de pómulos salientes, labios delgados, qué se yo, no soy bueno dibujándome. Miré lo que más me importaba. Puse la cara tal y como estaba cuando caminaba. Recordé que hace un tiempo había tenido un rostro feliz.
Muy bien descritas las expresiones físicas y las emociones que los rostros dibujan y le dibujan sentimientos y pensamientos al autor.
Casi un "ejercicio rebelde" este, del autor, mirar a quienes entre sí no se quieren mirar porque temen, desconfían... de los otros y de lo que en los otros pueden de sí ver reflejado.
Un texto diré "suave" por sus buenas descripciones, nada intrincado (al menos en apariencia). Y es que lo narrativo filosofa con la calle, con sus gentes agestadas por tanto traginar en la vida.
Finalmente el espejo en el que se mira el autor y por el que tuvo, seguramente, el sentimiento borgiano de no saber lo que veía. Y el tan humano de añorar la felicidad que otrora existió (o creemos que existió).
Nadie más que un "poeta de calle", con calle. Un "poeta de cantina", como dice Zavalita. Pero un poeta de la vida, finalmente, que la ve y le habla, le coquetea y sufre sus desengaños.
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