Cazamoscas
Había pasado algo de tiempo, por eso decía que no decía ni que no se acordaba, simplemente habían desaparecido los hechos en esa conciencia ágil que le gustaba jugar con los números, con los cálculos rápidos. Los exámenes en la secundaria de un colegio particular parecían teoremas falsos, pensaba Aníbal; son pruebas que son rendidas por los alumnos; así los alumnos tendrían que rendirse a buscar la manera de ser examinados y pasar, pasar. Seguía pensando, un teorema falso: una afirmación en términos matemáticos para solo satisfacer un número reducido de posibilidades: tres casos, cinco casos, diecisiete casos; pero, no eran esos, eran once casos, ese sería el número predilecto para los alumnos, la cantidad que garantizaría que ese teorema los hiciera pasar, qué teorema de Euclides, Arquimedes, Aristóteles Picho (en algún lugar lo escuchó). Se había dejado llevar fuera del curso de Comunicación y Lenguaje durante varios minutos y como estaba sentado al fondo, estaba recóndito y no podía ser visto. Pero, hubo una excepción, casi cruza la mirada con la profesora que había mantenido el entrecejo fruncido mucho tiempo y entonces tenía que poner la cara avispada en la clase o, a lo mejor, en ella. Cuando descubría que la profesora seguía hablando de fonemas, abandonaba su persecución visual y les recordaba a los alumnos repasar hasta el tema de sinalefas, Aníbal recuperaba la vista en unos problemas de matemáticas. Le gustaban esos que parecían dictar un aforismo con varios conectores lógicos, algunos de aritmética, álgebra o geometría; no, de trigonometría porque ese año era lo que más veía en clase y ya lo tenía hastiado. Estos problemas sobre la carpeta eran de aritmética, divisibilidades; Aníbal era bueno reconociendo los múltiplos y agrupando de tanto en tanto, imaginariamente, cantidades que planteaban los problemas. Claro, no había resuelto aún cómo cronometrar bien el tiempo sin la ayuda del reloj en su mano izquierda: ya había terminado la clase.
–¡Ahí está Aníbal! Mírenlo, ese gilaso ahí... ¡Chancón de mierda! ¿Quieres ser astronauta? –Es el famoso Yute, compañero de clase de ojos vidriosos (tantas hierbas espirituosas en los recreos), rasgos toscos que imitaban los rasgos de un roble joven, pero macizos y se acompasaban con la espalda y brazos anchos; el cabello, negro, grueso y caído en pequeños mechones sobre la frente. Esa voz que está jodiendo: amarga, gruñona.
–Pero, ¡mírenlo a este pobre huevón! –un cocacho en la cabeza– ¡Jajaja! Huevones, ¿qué mierda le hemos robado a esta maricón? ¡Ni mierda! ¡Carajo! Solo ha traído una calculadora simple, la última era científica –Yute acercaba la cara a Aníbal que había estado mi rando su cuaderno y solo se movió para cerrar el cuaderno y abrirlo, haciéndose el ocupado. Ya cerca, con la voz casi silenciada, Yute... –¡Qué,mierda! ¡No escuchas!, yo he sido el choro de esa científica, qué chucha esperas pa mearte de miedo.– unas cachetaditas– Miren ese cacharro, pe, huevones, ¡ja, ja ,ja! ¡Cague de risa! Ya, ya, ya –Yute está sonriente y le da unas cuantas palmadas en la espalda – ¡tranquilo! No vayas a llorar, tampoco, pe, huevón –Aníbal seguía huraño con el rostro perdido en la carpeta sin haber pronunciado palabra alguna.
–Oe, Yute, huevón –es Julio, "el cabezón", otro famoso– ya déjate de mierditas, Raquel está que nos espera afuera y, ya sabes, los auxiliares te tienen hambre, huevón, estás con advertencia.
–Tú con tus cuadernos y yo con huevadas de hombres, pe; Aníbal, te dejo, me voy ya porque me espera un rico aníbal afuera que se llama Raquel y también tiene unas patricias que ya quisieras, pajero de mierda, ¡ja, ja, ja,! –Yute se iba con Marco y Julio que habían estado riéndose todo el rato y ahora estaban avanzando unos cortos veinte quince metros que les tomaba para llegar a la salida del aula.
Son cerca de las dos y media de la tarde y, después de unos minutos después de la ida del Yute, Aníbal había estado sonriendo, de repente le resultaba gracioso que ese bribón de Yute haya vuelto a fastidiarlo y dejarle un par de moretones. Antes, Aníbal también había tenido la misma actitud de silencio, de quietud; una vez, recuerda, en cuarto de media, le había mentado la madre después de que Yute le pateó el culo en la salida –así, de la nada, como bien suele decir Aníbal– y se había ido picándola antes de que Yute lo alcanzará. Era de esperarse que lo alcanzó y una vez en el suelo, el Yute se abría la bragueta y sacaba un pene arrugado para empezar a estimularse con la mano derecha; mientras lo acercaba a la boca de Aníbal y llegaba cuando estaba enhiesto, pero solo fue un instante porque Aníbal se logró zafar de la llave que el Yute le había hecho con las piernas y se fue embalado. El Yute se quedó detenido mientras se subía los pantalones. Habían estado en un callejón por un parque cerca del colegio, el mismo que ahora Aníbal recorre para llegar a casa.
Ese callejón da una calle, que se llamaba Los Almendros, y se dividía en unas tres cuadras. Al terminar, dobla a la izquierda y sigue por el medio de la pista. El día es soleado, el cielo despejado que es cortado por varias copas de los árboles en los pequeños jardines de las casas. Un Hyundai, Nissan, Toyota o cualquier otro deberían estar en masa en cualquier otra calle de la ciudad; pero aquí, en Los Almendros, la masa era compuesta por BMW, Mercedes Benz, Volkswagen, Audi, Ford y a Aníbal le había fascinado los Volvo, quizá, meditaba, porque son elegantes, no tan deportivos, espaciosos, aerodinámicos y serios a la vez, ¡una ganga! Se excitaba mientras exclamaba. Ahora veía un BMW morado, de seguro, pensaba, uno de los últimos; pues había visto parecidos en un catálogo de su papá. Con esa calor, Aníbal estaba húmedo y la camisa ya estaba abierta por tres botones y la mochila solo la tenía sujeta de un tirón. Terminando Los Almendros, llega a la avenida Sarástegui y dobla hacia la derecha, para después doblar a la izquierda, nuevamente, para tomar el Jirón Arquitecto Alberto Zuñiga y contar tres, cinco Audi, Ford, Mercedes, Meches, Mechitas; contar tres, cinco hasta un total de siete casas y llegaba a un edificio que era parte del cruce con la calle General Alberto Miranda (¿Albertos? Ingeniero y un arquitecto, en eso estaba, entre un ingeniero y un arquitecto, se divertía con esa idea).
Después del almuerzo, Aníbal salía al jardín interno de la residencia y miraba insectos: desde mariquitas, mariposas a chanchitos, cucarachas. Las hormigas, no; estaban por todas partes, como la trigonometría, le había hastiado mirarlas. Sentado en una banca redonda merodeaba por los arbustos para buscar insectos. Los cogía con las manos desnudas (no vestidas de algún guante; en eso, Aníbal era bastante natural) y los hacía posarse hasta los antebrazos, casi en los hombros y, también, bajaban y subían los insectos por sus piernas si estas estaban desnudas (¡bastante natural!). Esa tarde, particularmente, él de nuevo intentó recordar algo que repentinamente no sabía qué era, ni cuándo fue, ni en dónde, ni cómo, ¡mierda! Se decía, ¡nada de nada! Mientras el sol caía a pelma y pelma por el estómago del cielo, en el oeste y su sombra –discontinua en área pero continua en trazos– se resbalaba por las paredes del edificio (de repente, veías un fondo naranja intenso que te traía sabor a naranja, unas tajadas, un juego jugo jugoso de naranja naranjada), halló una pista de ese recuerdo inefable mentalmente: una lluvia, unos ruidos, un auto que aceleraba con los limpiaparabrisas (por eso llovía, eh, por eso, llovía, Aníbal), un sollozo interminable, una cara cariacontecida de una mujer, tú en el asiento trasero junto a ella, claro, junto a ella pero después sin ella en la pista, pero ya no tiene más pistas y esa voz que le hablaba se fue en segundo, un segundo, sin trigésimo, ni una Boda de Plata. Ya era de noche cuando esa pista corrida en cinta en el ecran de su memoria que yacía apagado. Subiendo unos tres pisos, Aníbal tocaba la puerta de casa y, al ratito, su madre le regañaba por no haberse puesto algún pulóver, una casaca, cualquier cosa para abrigarse de ese frío espantoso que de la nada –cómo le gustaba la frasesita– ; hace unos minutos, mientras transcurría el "toc, toc" de la mano sobre la puerta, pensó en "qué tal si veo a mamá y, de la nada, ¡recuerdo todo!". Ahora que la veía como Sherlock Holmes buscaba un enigma en una mujer que, de seguro, no era su madre, nada, nada de nada, de las nadas, ni el famoso de la nada.
–Aníbal, te dejo, ya sabes que tengo que ir a casa de tía Consuelo. Tiene un poco de problemas y la haré salir para que se tranquilicé, ¿ya, hijo? Te sirves la cena y si Elías llega temprano le sirves, porque seguramente llego en la madrugada, ¿ya, hijo? –Le planta un beso en la mejilla izquierda, pues, parece que lo mimaba cuando se despedía.
Chao. La silueta se diluía en el espacio a la vez que las piernas removían el fondo de la taza que era el piso; una vez terminada la taza de espacio, Aníbal la olía y pasaba por el borde los labios hasta que la alzaba para beber el espacio y no ver nada: ese era el sabor de una taza de espacio preparada, con poco azúcar. El departamento se extendía en unos ciento ochenta metros –su padre Elías decía que eran doscientos justipreciados y redondos– suficientes para albergar todo tipo de movimientos de esa familia de tres miembros. Cuando otra taza de espacio se volvía a llenar para ser tomada por los transeúntes que pasaban cerca de la silueta de Susana –genealogía: esposa de Elías–, Aníbal prendía el televisor rápido para prender el Playstation 2 que le habían comprado hace poco. Los relojes andarían poniéndose de acuerdo para señalar con sus brazos o piernas las veintiún horas del día, en el momento que Aníbal ya se había cansado de jugar y quería hacer mejores cosas. La televisión cuando estaba prendida y Aníbal estaba frente a ella, el aburrimiento podía ser crucificado y botado a pedradas, igual que si estuviera latoso el Yute con su sonrisa de delincuente, sus rasgos amenazantes y, pensaba sintiéndose defendido por la soledad, su voz carcomida por sinalefas –de paso, repasaba para el examen– y su cuerpo ancho, fornido, todo un semental, un toro. Quería torearle, quiere abrirte la espalda y el vientre cosidos por esa trepanación carnosa que te hiede, que es su hediondez. Ahí es que sin explicaciones, más bien, busca de explicaciones, pero no las mismas, Aníbal se ponía a pensar en el Yute: un ser que hiede su existencia porque es su hediondez, un alimento podrido y reducido a un barato compuesto de carbón y que no servirá para cualquier fin, solo para plantas carnívoras. Un momento como este, el reloj estiraba su pierna apuntando unos diez minutos restantes para las veintidós horas, era diferente de otros porque nada más ocurrían en otros días, pero eran similares porque Aníbal se ganaba la fama a sí mismo, el se conocía famoso ante su estrado que era él mismo –o Freud, "como Simón dice", dice Ego, Yo, Superyo– y se ovacionaba a falta de más aníbales –no esos aníbales con los que el Yute soñaba acaloradamente–, aplaudía se, felicitaba. Y, en esto él era bastante único, lo hacía bastante amargo, sí, con el entrecejo amoratado por tanta tensión y los ojos como de algunos insectos.
Pasó una semana para que se empezará a sentir raro. Al rato de resolver unos cuantos logaritmos –Aníbal sabe que no hacía falta la precisión, pero no quitan su ontología de logaritmos–, miró las paredes de su habitación. Era la madrugada de un jueves, hubiese preferido que sea jueves diurno, cuando empezó a sentir profundos golpes en la cabeza. Golpe, tras golpe, como la oscilación indefinida de un martillo a cincuenta centímetros de su cabeza y la velocidad –ya no podía hacer cálculos– era alta, como la secretaria de Elías que estaba patiabierta como un alicate sobre el lavadero de la cocina en uno de esas salidas de Susana y al lado, muy al lado, del paticerrado de Elías –en un golpe recordó todo esto y de repente sintió pena mezclado con dolor–; por esa distancia y esa velocidad –incalculable, simplemente– los golpes se situaban cercanos y Elías rompió en llanto, se agarró la cabeza para desplazarla y escapar de ese martillo que ahora parecía un mortero gigante. Y... nada de la nada, los golpes desaparecieron y solo quedó llanto, lágrimas y un retorcimiento.
–Hijo, ¿qué pasó? –Elías suena como un bisonte dolido porque casi depredan a su vástago–.
–Nada, papá –llorando, llorando, me estás jodiendo, se gritaba en ovación de su público, de él mismo–. Solo estuve viendo una serie que es un poco triste, sabes. Ya se me pasa –cambiando el tono–, no te preocupes.
Aparte del retorcimiento y esa cantaleta, le quedó un recuerdo, justo que él buscaba, lo había encontrado después de tanto tiempo, de tantos momentos en la tarima o en una zona de guerra o, mucho mejor, de caza, donde y cuando ni siquiera estaba la soledad. Su madre había estado en el auto con él porque se perdió en las calles cuando tenía seis años. Ella había estado al borde de un terrible colapso emocional, pues entró en shock y ese taxi los llevaba al hospital central del Estado. Ahora recuerda mejor la lluvia porque siente la humedad en su transpiración. Había estado jugando solo por la calle Morandas, en alguna parte de Francia, y por culpa de unos primos, pero, no, se dice, "eramos pequeños y no teníamos culpa, no teníamos culpa".
Sonreía, sonreía y el Yute lo tenía arrinconado contra la pared de la sala de recreos del colegio y le preguntaba por qué sonreía. Otra vez, sordomudo y casi ciego porque no lo miraba, pero no exánime de expresión: ahí yacía con una sonrisa frenética, desabrida, la de un esquizoide valiente. Un brazo ascendió al tiro y, ya, Aníbal era estrangulado, pero el aire no blandicia y la respiración continua, la sonrisa continuaba. De ser Da Vinci, Yute nunca hubiera pintado esa Giaconda que tenía en una mano derecha –su padre era izquierdista de mano, palabra, pensamiento y cuando jugaba tenis en un club prestigioso de la ciudad– sin pintura, pero lo hubiese hecho parte de algún artefacto para eliminarlo en ese instante. Todos estaban asustados y ya habían ido todos los auxiliares a separar al Yute de Aníbal que se quedaba succionado por la presión sin oxígeno, pero "ahí seguía sonriendo", como alguna malversación de la "Masa" vallejiana. Le dieron unos cuantos golpes y él soltó su prensa por mano, y los separaron en un instante. Lógicamente, al que había que capturar y tener magullado era al victimario, pero no escatimaron lo ilógico, que la víctima o la liebre o Aníbal seguía sonriendo pero con las demás facciones del rostro encolerizadas, muy tensas. No solo eso: los brazos tendían los músculos poderosamente y las piernas se habían enterrado en el suelo. Solo fue cuestión de un par de segundos para que Aníbal, geométricamente, recorriera por el plano en línea recta y se zambullera en un clavado con puñetes, patadas, pero sin lisuras, ni pensamientos. Ahora tenía la ovación de todos sus curiosos compañeros que aplaudían sin hacer mucho ruido porque no se escucharían sus pifiadas. La sonrisa comía del sufrimiento del Yute y acompañaba al jadeo con que los auxiliares separaban a Aníbal, pero era inútil: tres, cinco golpes contados bastaron para espantar todos los auxiliares: Aníbal los había golpeado, era un energúmeno que ya no tenía ovación porque todos habían corrido despavoridos por sus vidas. Los auxiliares en el suelo, y el Yute sanguinolento seguía recibiendo las patadas violentas del sonriente Aníbal, que golpeaba y calculaba unos tres minutos en esa faena, así de rápidas las cosas. El Yute aplastado, auxiliares heridos, Aníbal despedazado por sus piernas al correr y Aníbal fuera del colegio seguía corriendo; porque ya todo había sido calculado, las operaciones no podían fallar, las probabilidades no podían fallar porque todos esos días de fama con esa sonrisa predecían la victoria.
Todo el colegio estaba hecho un caos apenas creíble para la atención de algún nosocomio. Las ambulancias llegaron a los veinte minutos de ocurrido el incidente. Las alarmas vociferaban tremendos alerta y peligro en los alrededores. Los vecinos, curiosos, salieron como pudieron para acercarse al colegio y preguntaban a varias voces: "qué ha pasado, señores, qué ocurrió, un accidente, un incendio, secuestro". Nada de eso. El subdirector, el director estaba ausente, dio algunas explicaciones porque era vecino también de ese vecindario que de siempre había sido tranquilo, pero ahora había sido amenazado por un desquiciado: "un alumno molió (entiendan, señores, literalmente eso) a golpes a un compañero suyo y hirió a los auxiliares, todos ellos lo doblaban en peso y habían estado capacitados para casos extremos como este; pero, ni qué decir, esto superaba cualquier caso". Prometió a los vecinos que vuelvan a sus casas, que la policía y la guardia local están ágilmente buscando al desquiciado. Se apellida Romero y vive cerca; ya hemos llamado a su casa y su madre está al tanto de todo.
Después de sonreír unos minutos, su seriedad volvía con los zumbidos. Se reiniciaban las escondidas en la vieja habitación grande que servía ahora para guardar trebejos de los otros tres pisos de la casa. Aníbal construía pasos mientras destruía paredes de polvo, aire y espacio. Veía alerta, después de moverse rápido, y paralizado –la posición de un comando del ejército al asecho, furtivo, esperando al enemigo– se enderezaba; unos segundos, ya iba moviéndose sigilosamente, tenía que ver dónde estaba escondido, escondida, tenía que sentir el descenso alterado por un ascenso imprevisto. Y, entonces, veía a tres moviéndose juntas, describiendo todo tipo de trayectorias, a gran velocidad. Aníbal, por experiencias anteriores, sabía que al encontrarlas, encontrarlos ya alertados, acelerados, lo más cauto era detenerse. Por eso, ahora estaba en ese páramo de trebejos. Pasaban unos cuantos minutos con él inmóvil, cuando el aire era rápidamente despedazado en dos por el brazo derecho, millones de partículas se rehuían para dejar el paso al sonido apenas perceptible, la malla de plástico encontraba a una de ellas. Pero no llegó a tumbar ni detener el vuelo del díptero, de ese insecto vulgar que hurga con la trompa esa mierda que cree ser Aníbal, momentos como esté la fama y la derrota se mezclan para formar una ojeriza violenta.
Ahí está moviéndose encolerizados las moscas y Aníbal. Él parece que zumbase con el rozamiento de los pies contra el suelo, con los látigos del matamoscas. De en cuando en cuando, en los pocos minutos que pasan en su temible caza, sonríe y tira el matamoscas al suelo –por creerlo inservible– y con todo su cuerpo, persigue con euforia a las moscas, tres, cinco, ya han estado reuniéndose en ese páramo que arrastra desperdicios a propósito: Aníbal los quería ahí, quería a esas moscas, las quería ver volar y zumbar las alas. Sus recuerdos son como esas moscas, veloces, de trayectorias indefinidas y escurridizas; también hay que ser cauto y esperar si ellas te esperan, piensa rápido Aníbal. Pero, si no, entonces tienes que ¡ser mosca! Movilizarte rápidamente y volar con ellas. Ahora manoteaba ferozmente mientras de la cocina brotaban gemidos de una mujer (Aníbal piensa que son de la patiabierta, ya se acostumbro), qué caso faltaba hacerle, pensaba. Él permanecía silente y perseguía a los dípteros, ahora pensaba en decapitar sus cabezas elípticas con unas pinzas o quitarles las alas o quitarles los ojos, esos divididos en cientos, le parecían miles de cristales. (Se sentía el sonido del lavadero y una voz extasiada que salía comprimida de las cuerdas vocales de Elías). Iba tras de es, aquella, la otra, puta otra mosca olorosa mierdosa sonsa; y, de repente, tenía ovación, sentía los aplausos, "ya no son yo, ¡por fin! Todos me conocen, me respetan, me admiran, quieren que les enseñe matemáticas, conteo rápido, simple, cualquier múltiplo". Las moscas empezaban a multiplicarse en el espacio repentinamente hasta rebasar cualquier tasita de espacio, ¿quién la va a tomar si están infectadas de quién sabe qué enfermedad? Y, en el mismo momento de su aparición, ingresa en la oscuridad Susana y llora, empieza a llorar, y todo se vuelve los recuerdos de esa vez en Morandas, pero esa mosca la dejaste, dejaste ir al recuerdo –la voz reapareció también–; tu madre te busca desconsolada, está gritando, Aníbal, aparece, aparece, ¡ya! Tú eres el cazamoscas, lo saben todos, todos. No solo asesinas moscas, las persigues y las cazas en sus últimos instantes de vida. Eres un gran cazador, Aníbal. Mira, allá está Yute, allá está, es una mosca, cázala. Si, ahora estás en el colegio, vamos, destrózale todo lo que veas: y siempre sonríe, así es, Aníbal, así es. Y ahí está el moscón de tu padre; mira, está atrapado por una araña. Vamos, tienes que sacarlo, porque lo debes cazar tú, no, una araña. Vamos, ¡eso es! Esa trompa, ese glande, eso es, esa mosca peluda.
–¡Ahí está Aníbal! Mírenlo, ese gilaso ahí... ¡Chancón de mierda! ¿Quieres ser astronauta? –Es el famoso Yute, compañero de clase de ojos vidriosos (tantas hierbas espirituosas en los recreos), rasgos toscos que imitaban los rasgos de un roble joven, pero macizos y se acompasaban con la espalda y brazos anchos; el cabello, negro, grueso y caído en pequeños mechones sobre la frente. Esa voz que está jodiendo: amarga, gruñona.
–Pero, ¡mírenlo a este pobre huevón! –un cocacho en la cabeza– ¡Jajaja! Huevones, ¿qué mierda le hemos robado a esta maricón? ¡Ni mierda! ¡Carajo! Solo ha traído una calculadora simple, la última era científica –Yute acercaba la cara a Aníbal que había estado mi rando su cuaderno y solo se movió para cerrar el cuaderno y abrirlo, haciéndose el ocupado. Ya cerca, con la voz casi silenciada, Yute... –¡Qué,mierda! ¡No escuchas!, yo he sido el choro de esa científica, qué chucha esperas pa mearte de miedo.– unas cachetaditas– Miren ese cacharro, pe, huevones, ¡ja, ja ,ja! ¡Cague de risa! Ya, ya, ya –Yute está sonriente y le da unas cuantas palmadas en la espalda – ¡tranquilo! No vayas a llorar, tampoco, pe, huevón –Aníbal seguía huraño con el rostro perdido en la carpeta sin haber pronunciado palabra alguna.
–Oe, Yute, huevón –es Julio, "el cabezón", otro famoso– ya déjate de mierditas, Raquel está que nos espera afuera y, ya sabes, los auxiliares te tienen hambre, huevón, estás con advertencia.
–Tú con tus cuadernos y yo con huevadas de hombres, pe; Aníbal, te dejo, me voy ya porque me espera un rico aníbal afuera que se llama Raquel y también tiene unas patricias que ya quisieras, pajero de mierda, ¡ja, ja, ja,! –Yute se iba con Marco y Julio que habían estado riéndose todo el rato y ahora estaban avanzando unos cortos veinte quince metros que les tomaba para llegar a la salida del aula.
Son cerca de las dos y media de la tarde y, después de unos minutos después de la ida del Yute, Aníbal había estado sonriendo, de repente le resultaba gracioso que ese bribón de Yute haya vuelto a fastidiarlo y dejarle un par de moretones. Antes, Aníbal también había tenido la misma actitud de silencio, de quietud; una vez, recuerda, en cuarto de media, le había mentado la madre después de que Yute le pateó el culo en la salida –así, de la nada, como bien suele decir Aníbal– y se había ido picándola antes de que Yute lo alcanzará. Era de esperarse que lo alcanzó y una vez en el suelo, el Yute se abría la bragueta y sacaba un pene arrugado para empezar a estimularse con la mano derecha; mientras lo acercaba a la boca de Aníbal y llegaba cuando estaba enhiesto, pero solo fue un instante porque Aníbal se logró zafar de la llave que el Yute le había hecho con las piernas y se fue embalado. El Yute se quedó detenido mientras se subía los pantalones. Habían estado en un callejón por un parque cerca del colegio, el mismo que ahora Aníbal recorre para llegar a casa.
Ese callejón da una calle, que se llamaba Los Almendros, y se dividía en unas tres cuadras. Al terminar, dobla a la izquierda y sigue por el medio de la pista. El día es soleado, el cielo despejado que es cortado por varias copas de los árboles en los pequeños jardines de las casas. Un Hyundai, Nissan, Toyota o cualquier otro deberían estar en masa en cualquier otra calle de la ciudad; pero aquí, en Los Almendros, la masa era compuesta por BMW, Mercedes Benz, Volkswagen, Audi, Ford y a Aníbal le había fascinado los Volvo, quizá, meditaba, porque son elegantes, no tan deportivos, espaciosos, aerodinámicos y serios a la vez, ¡una ganga! Se excitaba mientras exclamaba. Ahora veía un BMW morado, de seguro, pensaba, uno de los últimos; pues había visto parecidos en un catálogo de su papá. Con esa calor, Aníbal estaba húmedo y la camisa ya estaba abierta por tres botones y la mochila solo la tenía sujeta de un tirón. Terminando Los Almendros, llega a la avenida Sarástegui y dobla hacia la derecha, para después doblar a la izquierda, nuevamente, para tomar el Jirón Arquitecto Alberto Zuñiga y contar tres, cinco Audi, Ford, Mercedes, Meches, Mechitas; contar tres, cinco hasta un total de siete casas y llegaba a un edificio que era parte del cruce con la calle General Alberto Miranda (¿Albertos? Ingeniero y un arquitecto, en eso estaba, entre un ingeniero y un arquitecto, se divertía con esa idea).
Después del almuerzo, Aníbal salía al jardín interno de la residencia y miraba insectos: desde mariquitas, mariposas a chanchitos, cucarachas. Las hormigas, no; estaban por todas partes, como la trigonometría, le había hastiado mirarlas. Sentado en una banca redonda merodeaba por los arbustos para buscar insectos. Los cogía con las manos desnudas (no vestidas de algún guante; en eso, Aníbal era bastante natural) y los hacía posarse hasta los antebrazos, casi en los hombros y, también, bajaban y subían los insectos por sus piernas si estas estaban desnudas (¡bastante natural!). Esa tarde, particularmente, él de nuevo intentó recordar algo que repentinamente no sabía qué era, ni cuándo fue, ni en dónde, ni cómo, ¡mierda! Se decía, ¡nada de nada! Mientras el sol caía a pelma y pelma por el estómago del cielo, en el oeste y su sombra –discontinua en área pero continua en trazos– se resbalaba por las paredes del edificio (de repente, veías un fondo naranja intenso que te traía sabor a naranja, unas tajadas, un juego jugo jugoso de naranja naranjada), halló una pista de ese recuerdo inefable mentalmente: una lluvia, unos ruidos, un auto que aceleraba con los limpiaparabrisas (por eso llovía, eh, por eso, llovía, Aníbal), un sollozo interminable, una cara cariacontecida de una mujer, tú en el asiento trasero junto a ella, claro, junto a ella pero después sin ella en la pista, pero ya no tiene más pistas y esa voz que le hablaba se fue en segundo, un segundo, sin trigésimo, ni una Boda de Plata. Ya era de noche cuando esa pista corrida en cinta en el ecran de su memoria que yacía apagado. Subiendo unos tres pisos, Aníbal tocaba la puerta de casa y, al ratito, su madre le regañaba por no haberse puesto algún pulóver, una casaca, cualquier cosa para abrigarse de ese frío espantoso que de la nada –cómo le gustaba la frasesita– ; hace unos minutos, mientras transcurría el "toc, toc" de la mano sobre la puerta, pensó en "qué tal si veo a mamá y, de la nada, ¡recuerdo todo!". Ahora que la veía como Sherlock Holmes buscaba un enigma en una mujer que, de seguro, no era su madre, nada, nada de nada, de las nadas, ni el famoso de la nada.
–Aníbal, te dejo, ya sabes que tengo que ir a casa de tía Consuelo. Tiene un poco de problemas y la haré salir para que se tranquilicé, ¿ya, hijo? Te sirves la cena y si Elías llega temprano le sirves, porque seguramente llego en la madrugada, ¿ya, hijo? –Le planta un beso en la mejilla izquierda, pues, parece que lo mimaba cuando se despedía.
Chao. La silueta se diluía en el espacio a la vez que las piernas removían el fondo de la taza que era el piso; una vez terminada la taza de espacio, Aníbal la olía y pasaba por el borde los labios hasta que la alzaba para beber el espacio y no ver nada: ese era el sabor de una taza de espacio preparada, con poco azúcar. El departamento se extendía en unos ciento ochenta metros –su padre Elías decía que eran doscientos justipreciados y redondos– suficientes para albergar todo tipo de movimientos de esa familia de tres miembros. Cuando otra taza de espacio se volvía a llenar para ser tomada por los transeúntes que pasaban cerca de la silueta de Susana –genealogía: esposa de Elías–, Aníbal prendía el televisor rápido para prender el Playstation 2 que le habían comprado hace poco. Los relojes andarían poniéndose de acuerdo para señalar con sus brazos o piernas las veintiún horas del día, en el momento que Aníbal ya se había cansado de jugar y quería hacer mejores cosas. La televisión cuando estaba prendida y Aníbal estaba frente a ella, el aburrimiento podía ser crucificado y botado a pedradas, igual que si estuviera latoso el Yute con su sonrisa de delincuente, sus rasgos amenazantes y, pensaba sintiéndose defendido por la soledad, su voz carcomida por sinalefas –de paso, repasaba para el examen– y su cuerpo ancho, fornido, todo un semental, un toro. Quería torearle, quiere abrirte la espalda y el vientre cosidos por esa trepanación carnosa que te hiede, que es su hediondez. Ahí es que sin explicaciones, más bien, busca de explicaciones, pero no las mismas, Aníbal se ponía a pensar en el Yute: un ser que hiede su existencia porque es su hediondez, un alimento podrido y reducido a un barato compuesto de carbón y que no servirá para cualquier fin, solo para plantas carnívoras. Un momento como este, el reloj estiraba su pierna apuntando unos diez minutos restantes para las veintidós horas, era diferente de otros porque nada más ocurrían en otros días, pero eran similares porque Aníbal se ganaba la fama a sí mismo, el se conocía famoso ante su estrado que era él mismo –o Freud, "como Simón dice", dice Ego, Yo, Superyo– y se ovacionaba a falta de más aníbales –no esos aníbales con los que el Yute soñaba acaloradamente–, aplaudía se, felicitaba. Y, en esto él era bastante único, lo hacía bastante amargo, sí, con el entrecejo amoratado por tanta tensión y los ojos como de algunos insectos.
Pasó una semana para que se empezará a sentir raro. Al rato de resolver unos cuantos logaritmos –Aníbal sabe que no hacía falta la precisión, pero no quitan su ontología de logaritmos–, miró las paredes de su habitación. Era la madrugada de un jueves, hubiese preferido que sea jueves diurno, cuando empezó a sentir profundos golpes en la cabeza. Golpe, tras golpe, como la oscilación indefinida de un martillo a cincuenta centímetros de su cabeza y la velocidad –ya no podía hacer cálculos– era alta, como la secretaria de Elías que estaba patiabierta como un alicate sobre el lavadero de la cocina en uno de esas salidas de Susana y al lado, muy al lado, del paticerrado de Elías –en un golpe recordó todo esto y de repente sintió pena mezclado con dolor–; por esa distancia y esa velocidad –incalculable, simplemente– los golpes se situaban cercanos y Elías rompió en llanto, se agarró la cabeza para desplazarla y escapar de ese martillo que ahora parecía un mortero gigante. Y... nada de la nada, los golpes desaparecieron y solo quedó llanto, lágrimas y un retorcimiento.
–Hijo, ¿qué pasó? –Elías suena como un bisonte dolido porque casi depredan a su vástago–.
–Nada, papá –llorando, llorando, me estás jodiendo, se gritaba en ovación de su público, de él mismo–. Solo estuve viendo una serie que es un poco triste, sabes. Ya se me pasa –cambiando el tono–, no te preocupes.
Aparte del retorcimiento y esa cantaleta, le quedó un recuerdo, justo que él buscaba, lo había encontrado después de tanto tiempo, de tantos momentos en la tarima o en una zona de guerra o, mucho mejor, de caza, donde y cuando ni siquiera estaba la soledad. Su madre había estado en el auto con él porque se perdió en las calles cuando tenía seis años. Ella había estado al borde de un terrible colapso emocional, pues entró en shock y ese taxi los llevaba al hospital central del Estado. Ahora recuerda mejor la lluvia porque siente la humedad en su transpiración. Había estado jugando solo por la calle Morandas, en alguna parte de Francia, y por culpa de unos primos, pero, no, se dice, "eramos pequeños y no teníamos culpa, no teníamos culpa".
Sonreía, sonreía y el Yute lo tenía arrinconado contra la pared de la sala de recreos del colegio y le preguntaba por qué sonreía. Otra vez, sordomudo y casi ciego porque no lo miraba, pero no exánime de expresión: ahí yacía con una sonrisa frenética, desabrida, la de un esquizoide valiente. Un brazo ascendió al tiro y, ya, Aníbal era estrangulado, pero el aire no blandicia y la respiración continua, la sonrisa continuaba. De ser Da Vinci, Yute nunca hubiera pintado esa Giaconda que tenía en una mano derecha –su padre era izquierdista de mano, palabra, pensamiento y cuando jugaba tenis en un club prestigioso de la ciudad– sin pintura, pero lo hubiese hecho parte de algún artefacto para eliminarlo en ese instante. Todos estaban asustados y ya habían ido todos los auxiliares a separar al Yute de Aníbal que se quedaba succionado por la presión sin oxígeno, pero "ahí seguía sonriendo", como alguna malversación de la "Masa" vallejiana. Le dieron unos cuantos golpes y él soltó su prensa por mano, y los separaron en un instante. Lógicamente, al que había que capturar y tener magullado era al victimario, pero no escatimaron lo ilógico, que la víctima o la liebre o Aníbal seguía sonriendo pero con las demás facciones del rostro encolerizadas, muy tensas. No solo eso: los brazos tendían los músculos poderosamente y las piernas se habían enterrado en el suelo. Solo fue cuestión de un par de segundos para que Aníbal, geométricamente, recorriera por el plano en línea recta y se zambullera en un clavado con puñetes, patadas, pero sin lisuras, ni pensamientos. Ahora tenía la ovación de todos sus curiosos compañeros que aplaudían sin hacer mucho ruido porque no se escucharían sus pifiadas. La sonrisa comía del sufrimiento del Yute y acompañaba al jadeo con que los auxiliares separaban a Aníbal, pero era inútil: tres, cinco golpes contados bastaron para espantar todos los auxiliares: Aníbal los había golpeado, era un energúmeno que ya no tenía ovación porque todos habían corrido despavoridos por sus vidas. Los auxiliares en el suelo, y el Yute sanguinolento seguía recibiendo las patadas violentas del sonriente Aníbal, que golpeaba y calculaba unos tres minutos en esa faena, así de rápidas las cosas. El Yute aplastado, auxiliares heridos, Aníbal despedazado por sus piernas al correr y Aníbal fuera del colegio seguía corriendo; porque ya todo había sido calculado, las operaciones no podían fallar, las probabilidades no podían fallar porque todos esos días de fama con esa sonrisa predecían la victoria.
Todo el colegio estaba hecho un caos apenas creíble para la atención de algún nosocomio. Las ambulancias llegaron a los veinte minutos de ocurrido el incidente. Las alarmas vociferaban tremendos alerta y peligro en los alrededores. Los vecinos, curiosos, salieron como pudieron para acercarse al colegio y preguntaban a varias voces: "qué ha pasado, señores, qué ocurrió, un accidente, un incendio, secuestro". Nada de eso. El subdirector, el director estaba ausente, dio algunas explicaciones porque era vecino también de ese vecindario que de siempre había sido tranquilo, pero ahora había sido amenazado por un desquiciado: "un alumno molió (entiendan, señores, literalmente eso) a golpes a un compañero suyo y hirió a los auxiliares, todos ellos lo doblaban en peso y habían estado capacitados para casos extremos como este; pero, ni qué decir, esto superaba cualquier caso". Prometió a los vecinos que vuelvan a sus casas, que la policía y la guardia local están ágilmente buscando al desquiciado. Se apellida Romero y vive cerca; ya hemos llamado a su casa y su madre está al tanto de todo.
Después de sonreír unos minutos, su seriedad volvía con los zumbidos. Se reiniciaban las escondidas en la vieja habitación grande que servía ahora para guardar trebejos de los otros tres pisos de la casa. Aníbal construía pasos mientras destruía paredes de polvo, aire y espacio. Veía alerta, después de moverse rápido, y paralizado –la posición de un comando del ejército al asecho, furtivo, esperando al enemigo– se enderezaba; unos segundos, ya iba moviéndose sigilosamente, tenía que ver dónde estaba escondido, escondida, tenía que sentir el descenso alterado por un ascenso imprevisto. Y, entonces, veía a tres moviéndose juntas, describiendo todo tipo de trayectorias, a gran velocidad. Aníbal, por experiencias anteriores, sabía que al encontrarlas, encontrarlos ya alertados, acelerados, lo más cauto era detenerse. Por eso, ahora estaba en ese páramo de trebejos. Pasaban unos cuantos minutos con él inmóvil, cuando el aire era rápidamente despedazado en dos por el brazo derecho, millones de partículas se rehuían para dejar el paso al sonido apenas perceptible, la malla de plástico encontraba a una de ellas. Pero no llegó a tumbar ni detener el vuelo del díptero, de ese insecto vulgar que hurga con la trompa esa mierda que cree ser Aníbal, momentos como esté la fama y la derrota se mezclan para formar una ojeriza violenta.
Ahí está moviéndose encolerizados las moscas y Aníbal. Él parece que zumbase con el rozamiento de los pies contra el suelo, con los látigos del matamoscas. De en cuando en cuando, en los pocos minutos que pasan en su temible caza, sonríe y tira el matamoscas al suelo –por creerlo inservible– y con todo su cuerpo, persigue con euforia a las moscas, tres, cinco, ya han estado reuniéndose en ese páramo que arrastra desperdicios a propósito: Aníbal los quería ahí, quería a esas moscas, las quería ver volar y zumbar las alas. Sus recuerdos son como esas moscas, veloces, de trayectorias indefinidas y escurridizas; también hay que ser cauto y esperar si ellas te esperan, piensa rápido Aníbal. Pero, si no, entonces tienes que ¡ser mosca! Movilizarte rápidamente y volar con ellas. Ahora manoteaba ferozmente mientras de la cocina brotaban gemidos de una mujer (Aníbal piensa que son de la patiabierta, ya se acostumbro), qué caso faltaba hacerle, pensaba. Él permanecía silente y perseguía a los dípteros, ahora pensaba en decapitar sus cabezas elípticas con unas pinzas o quitarles las alas o quitarles los ojos, esos divididos en cientos, le parecían miles de cristales. (Se sentía el sonido del lavadero y una voz extasiada que salía comprimida de las cuerdas vocales de Elías). Iba tras de es, aquella, la otra, puta otra mosca olorosa mierdosa sonsa; y, de repente, tenía ovación, sentía los aplausos, "ya no son yo, ¡por fin! Todos me conocen, me respetan, me admiran, quieren que les enseñe matemáticas, conteo rápido, simple, cualquier múltiplo". Las moscas empezaban a multiplicarse en el espacio repentinamente hasta rebasar cualquier tasita de espacio, ¿quién la va a tomar si están infectadas de quién sabe qué enfermedad? Y, en el mismo momento de su aparición, ingresa en la oscuridad Susana y llora, empieza a llorar, y todo se vuelve los recuerdos de esa vez en Morandas, pero esa mosca la dejaste, dejaste ir al recuerdo –la voz reapareció también–; tu madre te busca desconsolada, está gritando, Aníbal, aparece, aparece, ¡ya! Tú eres el cazamoscas, lo saben todos, todos. No solo asesinas moscas, las persigues y las cazas en sus últimos instantes de vida. Eres un gran cazador, Aníbal. Mira, allá está Yute, allá está, es una mosca, cázala. Si, ahora estás en el colegio, vamos, destrózale todo lo que veas: y siempre sonríe, así es, Aníbal, así es. Y ahí está el moscón de tu padre; mira, está atrapado por una araña. Vamos, tienes que sacarlo, porque lo debes cazar tú, no, una araña. Vamos, ¡eso es! Esa trompa, ese glande, eso es, esa mosca peluda.
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