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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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El día cero











Frío.



En un lugar hace mucho frío. Un hombre viste un sobretodo grueso y gris. Tiene unos guantes que tocan el relieve de una medalla dorada. En alemán, se lee la “estatua de la libertad”. El hombre le dice algo en alemán a la mujer joven que lo acompaña. Lanza un grito de repente cuando está tocando la cara posterior de la medalla; aquí el relieve forma la figura del rostro de Karl Marx. La mujer joven mira hacia el frente; se lee traduciendo “¡Viva el 1ero de mayo!” en una pancarta de tela elevada en una pared. Ambos dejan a un lado la medalla y un partidario joven y rubio la guarda en una vitrina. Tanto es el frío que los asistentes a la reunión ven como todos respiran. Luego de saludar a varios señores de trajes marrones y otros militares, salen del edificio donde estaban. Se abrazan un instante y cada uno camina dándose la espalda.


Pasan algunos años. A la mujer joven le crecen los pechos y cada vez más cuando habla se le nota más grave la voz. El hombre se convierte en el hombre viejo. Poco después va durante unos días al cementerio estatal de Munich. Allí se encuentra con la mujer joven. Ella llora afirmándole que soñó con su madre. Él la abraza. El sol brilla pero es otro lugar donde hace mucho frío. El hombre viejo le pasa una mano por la frente; es fiebre; la mira apenado, la besa. Pasan unos minutos. Conduce un automóvil negro y de capota curva y reluciente; en un espacio pequeño, dice Krupp. Llegan a una casa apartada de calles y cercana a varios arbustos. La mujer entra cogida de la mano del hombre viejo y es sentada en un sillón aterciopelado. El hombre viejo la abandona diciéndole algo y sube por la escalera. Uno de los largueros que recorre la escalera está inmóvil y junto a una pared crema altísima, y en donde grandísima está sujeta una bandera –tiene algo al centro–. El viejo hombre baja con un frasco de vidrio. Lo vierte sobre una cuchara de plata. La mujer piensa en qué haría si su marido se enferma antes que ella.


Zijt gij’s slaat? Meld u dan! Zoo niet, Dan niet.


En enero de 1939 una encuesta de opinión pública pregunta entre tantas cosas ¿quién quiere que sea el vencedor si estalla una guerra entre Alemania y la Unión Soviética? Meses más tarde, el hombre viejo parte al este de Austria. El 4 de Julio de 1941, la prima de la mujer joven se comunica por telégrafo. Lee en el telegrama que varias antorchas han copado la plaza de Southville, a pocos kilómetros de Chicago; también, que la gente está contenta cantando lindas canciones patriotas. Sostienen imágenes de Washington, Benjamin Franklin, Abraham Lincoln y otros que su prima aún no conoce muy bien. Solo eso. Brevemente, al pie del telegrama, se despide en inglés. La mujer joven sonríe.


Tanques alemanes pasan sobre el Dviná ruso. El servicio de reconocimiento alemán da el último informe al feldmariscal Bock y éste se lo muestra bajo el techo de un edificio en escombros al hombre viejo. Una descarga de artillería lo ensordece. Los soldados alemanes avanzan cubriéndose entre los escombros de otros edificios. Los panzers se separan en dos bandos. Anochece y un zorro aúlla pausado y agitado en lo alto de un monte. El campamento alemán se incendia. El feldmariscal revisa la abertura oscura en el abdomen del hombre viejo e intenta restañar la sangre presionándola; no sintiendo el brazo derecho y sin poder mover el cuello, el hombre viejo ve que se oscurece más la noche nublada por pólvora, tierra, polvo. Sabe por qué es. El feldmariscal y un médico le hablan pero no escucha más que los ecos de metralletas, gritos, sonidos de motores.


Bulla.


La mujer joven llora. Le habla pero no contesta. El doctor le dice que ha sido un milagro. El hombre viejo ha perdido mucha sangre y las transfusiones han repuesto los reflujos sanguíneos misteriosamente. También afirma que tienen que operar el oído izquierdo porque sospechan por lo observado que las heridas allí están infectándose. En tanto por las fracturas en el cuello y ambos metatarsos, ya no hay peligro. Dice poco más y se va. La mujer le dice varias cosas al hombre viejo. Él escucha por el oído izquierdo mientras que por el derecho escucha una línea recta que pasa continuamente.


Pasan varios días como pacientes por el jardín una y otra vez. El hombre viejo sale al jardín dos veces a la semana por decisión del médico. Un día en el jardín la mujer joven luce algo seria junto al hombre viejo. Están sentados en el pasto a un lado de unos trigales. Ahora se le ve algo recuperado. Pese a que no habla sus respuestas las hace con las manos y con escrituras en cuadernillos; las letras han mejorado. Al comienzo del tratamiento no se le entendía casi nada. Ella le habla de su hija. Él pregunta escribiendo cómo le va a su hija en el formativo. Le responde que muy bien, hace todo tipo de actividades y le gusta bastante el dibujo y la pintura. Le da pena a la mujer joven que aún su hija no pueda verlo. Pregunta varias veces por su padre; a veces no sabe qué responderle, le cambia de tema o la entretiene con cualquier cosa. El hombre viejo solo mira al pasto. Tiene recuerdos. Voces de su hija. Lloriqueos, risas, miradas; una muñeca de madera es peinada; él la ve y pasa sus manos por unos rizos rubios y suaves; debe ser su hija. Se le oprime el estómago, siente la garganta flemosa. Y comienza a hablar. La mujer joven solo entiende el nombre de su hija.


Otro día ella le sostiene por ratos la cintura. Ha empezado a caminar con las muletas. El doctor se ha visto complacido con los resultados de los exámenes. Los huesos están soldándose y el nivel de hematíes ha vuelto a ser el normal. Ya la mujer joven lo sabe y espera buenos augurios. Ahora él habla mejor. Ya se le entiende. A veces se retarda pero logra expresar ideas completas. Hoy se han reunido algunos oficiales alemanes en un salón grande; una bandera roja y grande está tendida al ras de la pared. La puerta por donde se sale del salón da un pasillo estrecho por el que se puede doblar una vez a la derecha y encontrar un patio; atravesándolo, tras haber visto un cántaro gigante situado en el centro, se llega al jardín del hospital. El recorrido lo hace un oficial vestido de un saco enorme; quien es el que muestra la banda roja bien en alto y se presenta ante el hombre viejo y la mujer joven. El Amstsleiter, un oficial de servicio escolta, inclinándose levemente, invita al hombre viejo a pasar al salón, pues lo están esperando. La mujer joven responde que no tardarán y agradece el mensaje.


Ambos están sentados sobre el pasto a un lado de los trigales, nuevamente. La mujer joven mira con miedo. El hombre viejo acaba de escuchar su pedido, que no vaya a la guerra más. Él insiste en que tiene que ir luego de recuperarse. La mujer joven no está de acuerdo. Ella se enfada. Odia a la guerra, a los nazis, a su odio contra los semitas, no entiende a Hitler. El hombre viejo se resigna. Prefiere morir sirviendo a la gloria de su nación; la mujer empieza a darle de manotazos. Toda ella se estremece junto con su voz temblorosa; el hombre viejo toma fuerza y la abraza apretándola contra su pecho. Hace pucheros. Vuelve a decirle que está muy viejo y que no podrá ver crecer a su hija; en el oído le susurra muy despacio llorando que por favor vuelva a casarse y le dé un padre a su hija. Se abrazan más fuerte. Ambos sollozan. Una suave ventisca recorre los trigales y difumina los granos dorados, haciéndolos flotar en derredor de ambos. Solo uno de los pacientes pasa por allí ayudado de una enfermera y se pierde en la salida. Es un joven que tiene mutilada la pierna derecha y se apoya cojeando con sus muletas en el hombro de una enfermera. Llega al salón. Divisa el frente. Corea fuerte un himno antiguo con todos. El hombre viejo habla rápido, el temblor galopa por encima de él. Escucha las voces de los congregados en el salón. Escucha su mugir, se enfada, no quiere dejarla. Las voces se alzan en alto y alegres muestran los ojos brillantes de los oficiales y las enfermeras. La mujer joven se asusta y no, niega todo, le da esperanzas; él continúa diciendo que su vida terminará y tiene que luchar contra ella, no morir en vano, a la dicha del reich, el albor de la humanidad. Un par de oficiales alzan un gallardete. Todos lo miran admirados. Los enfermos sentados en unas bancas a lo largo de las paredes solo aplauden y hacen gestos. El hombre viejo lanza un grito y se pone en pie de un salto, solo, tirando las muletas. Permanece de pie sólo unos instantes cuando se va desplomando y la mujer se levanta y lo coge por la espalda. La mujer joven lo mira y ya no dice nada. En silencio ambos van caminando despacio. Los granos dorados salpican todo y siguen flotando; uno que otro va cayendo. Atraviesan el patio. El joven del pie mutilado mira a su derecha. Aparece un anciano en muletas ayudado de una mujer esbelta y bella. Se da cuenta de sus ojos húmedos. Los mira fijamente pero ellos no se dan cuenta. Ya están en su delante cuando oye un saludo fuerte y firme. El oficial del gallardete lo agita en dirección al hombre viejo. El joven del pie mutilado también hace una reverencia al hombre viejo. Las lágrimas se precipitan por las mejillas redondas del hombre viejo. Se pone colorado y la mujer joven le contará a Helga que le dio miedo, porque tiró a un lado las muletas y en posición marcial, levantó el brazo derecho, alargándolo hacia el sol.


Vivió.


Un busto de Marco Antonio mira a la bandera roja de la esvástica por encima de la escalera. Helga está en su habitación jugando con unas figuras talladas en ébano. La mujer joven rompe en llanto; y un telegrama empieza a arrugarse. Helga escucha el lamento y acude al lugar de donde proviene. La mujer joven la ve en el umbral de su habitación. Sin hablar le hace un gesto; Helga va a sus brazos. Le intenta hablar pero se ahoga chapuzándose en sí misma; aprieta la cabeza de Helga contra su pecho y deja caer su cabeza en la de Helga. Huele un suave perfume de café en su cabello y empieza a consolarse con esto. Así permanecen durante unos minutos y Helga se siente aplastada; se zafa del brazo de la mujer joven y le peina un mechón dorado. La mujer joven la mira temblándole el mentón y escucha la voz tímida y pegajosa de Helga, quien pregunta por qué llora.


En la madrugada del dieciocho de septiembre de 1941, panzergruppes entran atravesando edificios en llamas, soldados rusos tendidos en el suelo, civiles en fila con las manos sujetándose las cabezas; entran en la ciudad de Kiev. Unos romeros altos se agachan y un grupo de mariscales nazis miran hacia el féretro del hombre viejo, a varios kilómetros de la ciudad soviética. En un recinto donde todos son de negro, minutos después, Helga ve a una señora que apenas conoce acariciándole una mejilla. No sabe por qué pero la detesta. Se separa apenas avista a la mujer joven. Le dice que tiene sed. La mujer joven ordena a un joven que traiga un vaso de té frío. Mientras tanto, Helga va hacia un abrevadero. Allí está esculpida la figura de una señora que vierte un cántaro sobre el lecho pedregoso del suelo. El agua corre a raudales; el sol se empoza en el pequeño riachuelo que navega alrededor de la escultura. Helga juega con el agua de allí. Se moja la cara y pasea sus manos alrededor de todo el riachuelo. La mujer joven conversa con otra que debe ser su coetánea, alrededor de los treinta años. Recibe el pésame y la sorpresa de varios de los amigos de la familia y los oficiales de la wehrmacht; el rumor agitado entre todos es pensar en una extraña epidemia que estaría expandiéndose en los frentes alemanes situados en Rusia. Los médicos del hospital de Zurich informaron oficialmente que se trataba de una extraña enfermedad que no había podido ser detectada y que, por ello, avanzó rápidamente. La mujer joven piensa que ha llorado mucho y no puede siquiera intentarlo.


Se van a Amsterdam. Una vez en el tren, la mujer joven trata de explicarle en un alemán fácil a Helga lo que iba a hacer. Helga se prende de un retazo grande de una sábana rosa que pende de lo alto de un armario mediano. De un jalón de mechas le ordena que escuche atentamente. Comienza. Están yendo lejos porque hay gente mala por la casa; van a buscar gente buena en Holanda; los países, que son lugares de ciudades y ciudades, se están haciendo daño; en el mundo las cosas son difíciles. Tienen que buscar refugiarse en ese país porque la mujer joven no está de acuerdo con su país. Esto último Helga no lo entiende muy bien. Comienza de nuevo. En el mundo hay gente mala, perversa, que significa un poco lo mismo, pero también los hay buenos. El problema es que no saben quiénes son los malos y los buenos. En el mundo la gente se confunde.


–¿Nosotros somos malos? –los ojos transparentes y la mano de la mujer joven pasa por la cabeza chiquita.


No. Las dos son buenas. No quieren dañar a nadie. En ningún caso lo harían. Pero sí quieren ayudar a que la guerra termine.


–Papá era bueno como nosotros, ¿no?


Sí.


La mujer joven siente algo que le pasa por encima de la frente y baja por su pecho y se queda allí oprimiendo lo que encuentra. Recuerda al hombre viejo y su honor de combatiente. Por ella en solo segundos la voz del hombre viejo enaltece historias, cuentos, anécdotas del partido nacional socialista. Allí está férreo en su sillón; alza la voz y vitorea citando frases de Bismarck; canta a viva luz versos de Schiller y termina acercándose al borde de la cama. Ella lo recibe y apaga el lamparín de al costado. Nada se ve y solo huele. Su hija ha vuelto a abrir una de las pequeñas ventanas del vagón.


–Papá nos ve desde el cielo –se alegra la misma voz pequeña.


Su respuesta se enreda cuando dientes y lengua casi la producen. Sabe de ese romance religioso pero absurdo. Del orgullo maldito que empuja al führer a saberse superior y eliminar a los inferiores. No sabe bien por qué pero siente que no es así. En este rato tiene ganas de evocar enseñanzas cristianas. Pero no está segura. Habló varias veces con el hombre viejo. Solamente terminaba por tenderse o escucharlo obedientemente. Se preguntaba por qué no puede sentir el orgullo de haber muerto al servicio del Reich; todas las demás esposas lo estaban. No sabe qué pensar. Quiere al hombre viejo después de muerto. Vive en sus memorias y en la cara de Helga que la mira a cada rato mientras sigue jugando con el retazo de la sabana. Lo volverá a ver vivir así ya no esté en Alemania y en los insultos de los oficiales y en las balas de los soldados; sospecha que podría reunirse con él en otro momento. Y comerse como lo hizo el orgullo nacional del hombre viejo; quizá volver a vivir en su nación. Pero ahora no. Piensa que no. Esa fue la respuesta enredada.


Orange boven.


El río que pasa por Amsterdam se llama Amstel. Eso lee Helga apenas con mucho esfuerzo. Están caminando por una vía empedrada de caliza. Llegan a una iglesia. Varios señores hablan del sionismo, de la última transmisión de la reina Guillermina y de Pearl Harbor. Unas horas antes, unos cuarenta partisanos habían interrumpido el tren donde iban Helga y la mujer joven. Los sacaron a ellas y a unos veinte pasajeros. Helga vio que uno de los señores con antifaz hablaba con la mujer joven con naturaleza. No sabía holandés por lo que solo puedo reconocer el nombre de su tía, por la que tanto sabía de Estados Unidos. La mujer joven cargó a Helga y se fue corriendo con el señor de antifaz. Unas bombas y balas fueron levantando polvo metros antes del bosque oscuro. Anochecía. Varios partisanos se quedaron varados en el camino hacia un viejo camión. En medio del sonido del fuego y las explosiones, emprendió marcha. Helga apenas recuerda. En el umbral del templo, hay un vitral roto. De allí Helga ve una letra V gigante y pintada de naranja. A medida que se acercan también se acercan varias mujeres y hombres con las caras cubiertas con sombreros; al ver a la mujer joven varios se los sacan. Le dan una noticia. La mujer joven tiene la boca abierta y se apoya mareada en una de las banquillas. El piso parece escarbarse en sí mismo. Todos empiezan a bailar en su alrededor. Uno de los bailarines es su prima. Helga oye inglés y ve a esa señorita agarrar a la mujer joven, le ayuda a volver a ponerse en pie. Ambas ahora se acercan a ella. La señorita la carga. Ambas están llorando y no dicen nada.


El movimiento comunista obrero holandés tiene varias reuniones en la iglesia. Durante todo el día ésta permanecía desierta y hacía de una ruina. Un día de diciembre de 1941, pocas semanas de que Helga conozca a la prima de la mujer joven, ésta atenta escucha lo que cuenta su prima a Helga lo de la navidad en Chicago, los colores verde y rojo cuando van mezclándose en la nieve dispersa de las tejas y el río helado inamovible; hay juegos sobre el hielo opaco y cristalino, si se la pasa mano así, le enseña unas piruetas en el aire y Helga se ve a través de ellos. Se lo dice con lujo de detalles, reemplazando paulatinamente el alemán por el inglés. La mujer joven abandona el lugar donde su prima sigue hablando y sale a un edificio en escombros; los cuales esconden una escalera subterránea. Baja con una vela por ella. Un hombre de barba rojiza y abundante le da dinero. Le indica en un mapa con el dedo. Ella sisea. Unas mujeres de sacos cortos y ganchitos marrones en el cabello empiezan a abrazarla. La acompañan hasta los últimos peldaños de la escalera.


Casi es 1942 cuando el embravecido océano Atlántico embate un navío mediano y la mujer joven se vuelve a remangar unas vendas teñidas de sangre. En un pasadizo largo de madera, yacen varios heridos. La prima de la mujer joven le echa alcohol sobre la herida y lo esparce suavemente. Helga está en la proa. Unos muchachos jóvenes la divisan sola. Van hacia ella. El viento levanta todo y lo arrastra con él excepto a Helga. Camina dando saltos de un lado a otro. Y los muchachos no pueden llegar fácilmente hasta ella por el viento. Éste hace pesados sus cuerpos. Uno por fin se adelanta bastante. Ella le pregunta algo en inglés a él. Él no contesta. Solo le hace un grito en un alemán apenas entendible. Ella le da la espalda y él la coge por la cintura. Ella se coge de la baranda de hierro con fuerza. Empieza una tormenta con el estallido de un trueno en una nube ennegrecida y atravesada por un rayo delgado de luz. De un tirón, la suelta de la baranda y Helga comienza a llorar. En su mano derecha, el dedo índice y el anular empiezan a hincharse y enrojecerse.


Algunas comunicaciones por radio llegan. Tienen que dirigirse a Panamá. Convoyes, fragatas americanos habían detectado submarinos alemanes en un radio de sesenta kilómetros. La noticia es desalentadora para la mujer joven y su prima. Hablan de ir por tierra. Su prima tendría que avisar a las autoridades norteamericanas apenas lleguen a Panamá. Hace unos días que están de hambre. Las raciones serán disminuidas debido al cambio de destino. Helga come un melocotón pequeño. Pasan unas semanas y llegan. Las autoridades panameñas los acogen. El gobierno estadounidense ya había dado instrucciones. Sin embargo el caso de la mujer joven y su prima se pone difícil. El viaje tendría que esperar unas semanas. Y la mujer joven se enferma. Al parecer es una infección al estómago. El gobierno panameño las aloja con todos los tripulantes emigrantes del navío mediano en un edificio originalmente destinado para militares en reserva. Helga corre por los corredores de vez en cuando con unos niños que conoció el día siguiente de una terrible tormenta. Un día da un tropezón y casi se fractura el brazo izquierdo. No llora. Un médico trata de mover el antebrazo. La prima de la mujer joven la reprende porque prefiere correr en vez de repasar algunas lecturas de un librito en inglés. La mujer joven conoce a varias panameñas con el tiempo y empieza aprender español junto con su prima. Les gusta la guaba de los mercados de la ciudad. La prima empieza a llorar una noche luego de leer un telegrama procedente de Chicago. La mujer joven la consuela. Deben viajar lo antes posible. Cuando la fecha indicada llega, otra vez los trámites demoran y se reproducen señores de ternos; oficiales se disculpan con la mujer joven y la prima. Algunos de los amigos que habían hecho empiezan a irse del edificio por su lado. La mujer joven conoce una mujer morena. Ésta le enseña más de las costumbres. Se amistan mucho. La mujer morena no puede tener más hijos porque es estéril. Se lo cuenta una noche de agosto de 1942. Por fin acaban unos papeles. Helga y la prima de la mujer joven se están despidiendo en inglés; ya no puede cargar a Helga, está pesada y ha crecido, se ha estirado, piensa y se lo dice en inglés. La mujer joven la despide en un abrazo que Helga mira callada y por primera vez siente ganas fuertes de llorar cuando la mujer joven también está llorando.


La mujer morena solo está de pasada. Es peruana. Vive en los alrededores de la capital. Allí tiene una casa grande y se iría en el verano de 1943. Les va bien en Panamá pero podría irles mejor. La mujer morena durante los meses de septiembre, octubre y diciembre habla ampliamente de Lima, los criollos, la marinera, las barriadas de La Victoria. Allí vive. Les dice a Helga y a la mujer joven que ha puesto de un negocio de comidas que está dando plata a montones. La mujer joven podría ayudarlos con algunos platos extranjeros. Invertirían en el futuro y abrirían restaurantes grandes. La mujer morena lo sabía porque había estudiado algo de eso en la cocina panameña. Para eso había viajado. Le fue fácil por su cuñado. Todo eso cuenta y a veces al terminar pregunta más sobre el pasado de la mujer joven. Ella le cuenta generalidades, la guerra, Hitler, los nazis, pero lo demás no lo hace. Helga empieza a darse cuenta. Pero no hace caso porque la mujer morena hace broma tras broma que le hace reír a carcajadas. La mujer morena sabía bastante inglés porque también había estado en Florida. Todos los días se levanta en el claro de la mañana. Ahora viven las tres juntas en una casa rentada en la ciudad de Panamá. Un día que cenan vuelve a hablarles de la Ocopa que a Helga le gusta un montón. Regularmente las conversaciones las acaba la mujer morena pero en esta ocasión la acaba la mujer joven cuando responde sí irían a Perú. En el resto de la noche nadie habla y Helga se acuesta rápido.


Caliente.


A Helga la fastidian de gringa cruda en el barrio en una tarde de su décimo cumpleaños en 1946. Sale como todas las tigreñas y amarillas chicas durante las mañanas y trabaja por las tardes en el restaurante de la mujer morena. Comienza a juntarse con los hijos de la mujer morena. El esposo de ésta es medio achinado. Llega borracho por las noches de los fines de semana. Un día se pelea con la mujer morena. Casi se muere. Se va de la casa diciendo a gritos que su mujer está loca. La mujer sale rabiosa tras él con un cuchillo en la mano. La mujer joven la detiene. Solo allí se desmorona y se deja conducir a la sala. Helga mira por una puerta entreabierta. La mujer morena tiene dos hijos nada más. Uno de ellos está con Helga y le pregunta qué ve porque no alcanza a ver. El otro es adolescente y no llega a casa. La mujer morena se la para diciendo que ya se largó y está conviviendo con una joven de otro barrio. Este suceso los va uniendo más y el negocio triunfa. Se mudan. La antigua Magdalena.


Hay varios fundos y haciendas muy cerca de una inmensa avenida que numerosos obreros construyen. El negocio del restaurante sucumbe a la competencia y planean poner otro por donde viven. Helga mide un metro setenta y tantos y le gusta las fiestas de cumpleaños con boleros que tanto le han prometido sus amigos del colegio. La mujer joven ya no lo es más. Helga baila con gracia una noche. Le invitan bebidas. La mujer morena le dice que acepte nada más. En una casa rodeada de tulipanes viven y un día la mujer morena se entera en detalle del pasado de la mujer vieja. La halla antes llorando en la cocina. Siempre lo ha estado haciendo, año tras año, pero se escondía bien. Las dos hablan por fin. Le cuenta del hombre viejo. Cómo no estuvo para verla envejecer. Para ver crecer a Helga. La mujer morena le dice que sí hay hombres muy valiosos en la vida. El mismo tema vuelve a tratarse varias veces, mes a mes. Helga escucha bastante de ello. Incluso cuando cumple la mayoría de edad vuelve hablarse de lo mismo pero ahora entre risas. Se cuentan experiencias que Helga sinceramente dice no recordar. Hay varios varones que van a la casa para cortejarla, pero como la mujer joven hacía unos años, los rechaza. Su hermano, así le decía por costumbre al hijo menor de la mujer morena, la aconseja y la previene de los jóvenes que se fijan en ella. Helga se hace en el oficio de secretaria. Cuando a Manuel Prado le dan golpe de Estado, su hermano consigue un trabajo como obrero en una fábrica de tubos y plásticos diversos. Por su lado, la mujer vieja y la morena buscan reflotar el negocio de las comidas. Lo logran. La mujer morena se queja todo el tiempo que a su hijo no le guste la cocina. En cambio felicita la sazón de Helga. Le juega unas bromas siempre en la cocina: ¡qué gringa pa cocinar como negra, hija! Helga un día en un lupanar conoce a César.


Helga conversa y César se le declara. Esta vez ella no sabe qué decir. Por primera vez duda. Con la barbilla no muy amplia ni muy breve, de lozanas pero macizos cachetes y una nariz larga pero bien definida en la parte más baja, le vuelve a proponer un romance y, mientras tanto, en la alameda un grupo de jinetes pasa galopando en unos caballos grandes. Dicen venir de Trujillo. Por Helga pasan recuerdos, impresiones; en su colegio para mujeres y de monjas jamás había escuchado una experiencia con un muchacho. Solo al salir luego cuando trabajaba conoció historias. Pero todas son pocas. No sabe explicárselo pero también recuerda a la mujer morena y la mujer joven. Las recuerda juntas en ese momento. Recuerda una pesadilla. En ella, las dos mujeres se abrazan bastante y comienzan a juntar sus caras. Se besan acariciándose el cuerpo y se tumban en el viejo mueble que tienen en el balcón de la casa. Allí una empieza a jadear encima de la otra. César pasa su mano por la de Helga y vuelve a preguntarle. Pero no consigue respuesta. Helga parece no estar. Pasa por el corredor que lleva a la sala y encuentra a las dos mujeres quitándose las enaguas, una por una. César la sacude la de los hombros y recién Helga da un salto pequeño, como si tuviera hipo. Lo único que llega a proferir es no. César no lo cree y le pregunta si está segura. Ella vuelve a decir no. César se coge la cabeza con ambas manos y mira al piso desalentado. Ella vuelve a decir no pero lo abraza fuerte de improviso y le pide disculpas, que no quiso decir eso. Le cuenta lo que recordó, sobre una pesadilla. Él se espanta, se persigna. Ella le arregla el cuello de la camisa y conduce despacio sus manos por los hombros y los brazos hasta hacerlos terminar en las manos del muchacho.


Años más tarde, Helga cree desmentir la pesadilla o la justifica. Llega por la madrugada a su casa y en un fisgo rápidamente encuentra a ambas besuquéandose. No las interrumpe. Solamente se va muy despacio a su habitación. Duda si la han escuchado o no. Quiere mucho a ambas mujeres y de repente no siente vergüenza ni molestia; no tiene enfado porque sean ambas unas mujeres raras en ese aspecto; se convence de que son normales en lo demás y de que eso nada más importa. Pasan los meses. Sale con César a bailar el twist en uno de los salones de la avenida Tacna. Al volver, le da más detalles a César de lo que ocurre con ambas mujeres. Él le aconseja a Helga que hable con ellas; no puede seguir pensando que Helga no sabe. Ella sabe que las pondría mal, mejor no.


César ya se va a recibir de abogado. Durante una semana diariamente almuerza en la casa de Helga. Además de él tienen la visita de la prima de la mujer vieja. Llega con sus hijos. Es una semana de fiesta. El restaurante cede sus mesas a las familias reunidas. El esposo norteamericano de la prima habla extensamente. Varios no saben nada de inglés pero Helga, la mujer vieja y la morena responden con una soltura que apremian al hermano de Helga. Él sabe apenas unas palabras; ya no hubo tiempo de enseñarle y no le interesó mucho leer los libros que las mujeres habían traído de Panamá. La mujer vieja en uno de los almuerzos habló del holocausto, de las batallas que libró el hombre viejo y en medio de la parte en que éste muere y parece recuperarse en el hospital, se aflige y comienza a llorar. La mujer morena la consuela a un lado. Le escucha decir que los años son crueles, la vida ha dejado sin un padre a Helga, no puede perdonárselo. La mujer morena la sacude y le dice que no hizo falta. El esposo de su prima permanece reflexivo y dice que lamenta esos hechos. Quiso decir en español que debió ser una gran falta la figura masculina de un padre, de un instructor masculino. La mujer morena lo niega alterándose; le dice que mire a Helga y a su hermano, lo rectos y saludables que han crecido. En esta casa nunca ha faltado nada, remarca una y otra vez. La prima pide que se calme, que no hay daño alguno. Conciliadora afirma que no hay por qué ponerse así. Los chicos están muy bien. El hermano de Helga busca decir algo. La mujer morena empieza contar todo lo que ha ayudado a la mujer vieja; empieza a sacar en cara las noches y las madrugadas que ha oído las historia de nazis, los italianos, las persecuciones de los judíos; Helga le escucha decir que está harta de que cuente esas cosas y ya no debería porque ya ha pasado y a nadie le importa la muerte del hombre joven. Recibe una cachetada que la tumba en el suelo. Los niños no dicen nada y estupefactos se quedan quietos en sus sitios. La mujer vieja deja de hablar en inglés y profiere todo tipo de lisuras en español para la mujer morena. El norteamericano se para y le hace una seña inmediata a la prima; luego él mismo conduce rápidamente a sus tres hijos, dos niños y una niña, todos con menos de doce años de edad, a una habitación de la casa. La prima acude enseguida a ponerse en medio de ambas. Pero no hace falta. La mujer morena se para lentamente y se soba la cara y mira amarga a la mujer vieja y a su prima. Helga se para y César no sabe qué hacer, si pararse o quedarse sentado. La prima les habla en español que se calmen ambas y de una vez discutan sobre el hombre viejo y sobre la guerra; porque no cree que piensen lo mismo sobre el tema. Helga coge a César y le dice que se marchen. No quiere escuchar nada. Pero la prima la detiene: tiene que enterarse de estos problemas. Helga dice una grosería antigua en inglés y luego se disculpa con la prima y tira del brazo a César que todavía no sabe si pararse o quedarse sentado.


Helga se va de Pueblo Libre a los veintisiete años luego de un año de casada con César. Los últimos años allá vio a las dos mujeres de su casa, distanciadas y frías; pese a ello, no se separaban. Cada una llegaba tarde o temprano a la casa para no ver la cara de la otra. No sabe entender esa relación. No han hablado del tema porque ella también los ignora. Cuando finalmente primero rentan una casa en los viejos vecindarios de Jesús María, se entera que su hermano es homosexual. Él mismo se lo dice. Helga conversa de esto con César y entonces se dan cuenta que su familia no era lo que parecía. Todos creían que esa familia variopinta de gringos y morenos era tan normal como las demás. Los comensales del restaurante siempre tenían la mejor de las ideas de las mujeres, que, en apariencia y con seguridad, se habían hecho dos hermanas muy unidas por la tragedia. Más de una vez la historia de cómo se conocieron se supo en el restaurante cuando se reunían todos, los cocineros, las meseras, Helga y César; pasaba regularmente cuando se amenizaban las tardes con músicos criollos. El restaurante se hizo famoso por traerlos desde Chimbote, Chincha, Centro de Lima, de varios lugares. Creció y sirvió para que las mujeres administren las ganancias con la compra de propiedades en varios distritos de Lima. Pero cuando ocurrió la pelea el día en que la prima las visitó, nada caminó igual. Encima durante el gobierno de Odría la gente comenzó a escasear y ya la administración no tenía la innovación de ambas. Estuvieron yendo al restaurante de manera intercalada, sin estar en un mismo horario. Un día de repente pusieron de administrador general a un señor y dejaron a nombre de Helga el restaurante y se fueron. Helga no sabe si se fueron juntas o por separado; siempre las culpa de tener varias dudas, sobre todo a la mujer vieja, que tanto le contaba del hombre viejo para que tratara de recordarlo; y el primer día en que está con César en la casa recuerda claramente al hombre viejo.


César escucha que Helga vio al hombre viejo y a la mujer joven apachurrados en los pastos del jardín del hospital de Munich. Algunos términos lejanos los cuenta en un alemán breve y espaciado por el español. Los vio hablando sobre la guerra, los soldados muertos, la fidelidad a Hitler, el fascismo; escucha a Helga diciendo detenidamente que escuchó a la mujer joven atormentada por la supuesta vejez del hombre viejo. El hombre viejo se consideraba así pero no lo era para la mujer joven, señala Helga. Él se quejaba diciendo que no podría verla a ella crecer, que se busque un marido joven; y él pensaba en lo horrible que era envejecer en medio de la guerra, de tanta muerte y exterminio; todo a cambio de la pacificación que su nación tenía para el mundo. Era justo, muy justo el precio a pagar. La mujer joven nunca estuvo de acuerdo; tampoco ya no se sentía bien con el poco cariño demostrado por el hombre viejo; solamente había ciertos gestos y se acostaban como si estuvieran durmiendo en camas separadas. César escucha que ese mismo día en los pastos la mujer joven vio un hermoso paisaje de granos dorados y estambres flotando en el aire; iluminaban todo el ambiente desolado y nublado de ese día; imagina a esas dos personas, al hombre viejo en muletas y a la mujer joven en un vestido anticuado. Decaído en el brazo alargado de la mujer joven le fue diciendo sollozando y al oído que los años lo cansaban y ya no tenía fuerzas para acostarse con ella y quererla; Helga se da cuenta que viene un soldado en dirección a ellos. El soldado interrumpe durante unos minutos su diálogo. Luego, él tira las muletas y se enfada, que no le insista; su destino es el de morir a su lado y por la causa que le han deparado. Helga se percata del gesto mohíno que pasa por la cara de la mujer joven; César se la imagina llorando en silencio. Helga anda por el jardín y se adentra en el pasadizo que da un patio donde hay un cántaro al medio; ve a los oficiales. Corre donde el hombre viejo. Vuelve por el mismo camino. Pero ya no encuentra más que a la mujer joven sentada en la cama de su habitación, contándole que el hombre viejo fue saludado con aplausos y diciéndole que pronto irá a ver al hombre viejo siquiera una vez. César imagina una película de blanco y negro donde un hombre rubio de cara firme alza su brazo y todos ven hacia Hitler que habla de la victoria y la gloria alemana.


Luego de contado esto, se fueron en silencio a dormir. Tuvieron sexo por la madrugada como si fueran mucho más inexpertos.


Días impares y pares.


Tienen hijos. Unos tres. Crecen uno delante de otro. El hombre llega a la luna. César se vuelve un abogado prestigioso en litigios civiles. Helga lleva una vida tranquila. Primero muere la mujer vieja. Luego de unos meses muere la mujer morena. Ambas son enterradas por unos conocidos en la ciudad de Panamá. El gobierno peruano lleva a una crisis económica al país. Cae el muro de Berlín y César lo ve muy emocionado en la televisión. Helga en este mismo momento en que se muestran declaraciones de algunos alemanes por la televisión recuerda a la mujer vieja y vuelve a hacer llamadas a sus conocidas; si la han visto por alguna parte. La crisis pega y la familia tiene que hacer algunos gastos con los ahorros. Dos de los hijos vuelan a España y el tercero se va a Trujillo, pues se empareja con una mujer de allí. Cinco años se pasan a través de visitas a la casa; matrimonios de los hijos de los amigos, de los amigos de los hijos, aniversarios de los matrimonios de los hijos, unos pocos funerales, la enfermedad del hermano de Helga.


Día cero.


En otros cinco años, por la mañana entierran al hermano de Helga. Ella va conversando por un jardín salpicado de magnolias y tulipanes con el enamorado del difunto. César no lo entiende. Por eso ha preferido esperarla en el carro. Ambos se despiden. César conduce a casa. Llegan y de inmediato se sientan en los sillones de la sala. Helga coge un libro y César busca el periódico en la alacena de la cocina. Solo comentan una que otra cosa. Él le menciona algunos accidentes en el país; ella le reprende, que no empiece a fumar otra vez de esa pipa. Le enseña algunas fotografías de los preparativos de las olimpiadas del 2000. Helga mira la colosal Opera House y el Sydney Bridge. Pone los ojos en César. Es un viejo de piel reseca y partida en varias rayas, más se ven si habla; tiene los ojos café algo opacos; lleva los lentes gruesos y por eso debe tener los ojos así. César habla incasablemente señalando las fotografías y mirando al periódico; y de pronto Helga toma los lentes y se los saca con tosquedad. Le pregunta qué tiene. Y ella dice nada.


Más tarde cada uno está en diferentes cuartos. Helga va por el corredor del según piso cada dos o tres minutos para mover cosas de su habitación al ático. César aún está sentado en el mismo sillón y escucha la radio. En el programa los comentaristas dan los resúmenes de las noticias más recientes. En las idas y venidas, Helga a veces le pregunta casi gritando muchas veces, porque no se escuchan, por algunas cosas que no encuentra. César muchas veces dice que jamás ha visto nada y no sabe dónde podría encontrarlo. Así se pasan unas dos horas.


Una vieja colección de fotografías donde las mujeres salen sonrientes en Panamá está perdida y Helga preocupada baja por las escaleras para buscar en el primer piso. Eso le amarga a César, ¡no tiene que buscar allí! ¡Todo está en el segundo piso! Ella afirma, ha buscado en todo el segundo piso, imposible, tiene que estar en algún lado del primero. Él no lo acepta: él mismo ha removido las cosas hace dos días y no ha visto ninguna colección de fotos antiguas. Además para qué la quiere; ya debe deshacerse de los cachivaches. Ella alza la voz, qué ha dicho, ¿cachivaches? Viejo idiota. Y él se para del mueble y le grita afirmándole que son cachivaches, ¡cachivaches! ¡No sirven! ¡Estorban! Que compre otras cosas. ¡Para qué! Dice ella y continúa ¿para que siga ventilándose la panza todos los días en el sillón? ¿Para que siga renegando por las noticias y le esté gritando para que compre más conservas de maníes que casi ni hay? Él le saca en cara que siempre ha detestado esas conservas, siempre ha tenido mal gusto, es una vieja desabrida. Helga siente que le viene fuerza en las manos. Jamás ha sentido necesidad de levantar la mano contra César; igual como viene se va yendo y de pronto vuelve a como muchas veces pasar por su frente y bajar hasta el pecho y oprimir todo lo que encuentra allí; se voltea y camina lentamente mientras que César no dice nada y se queda parado sobre su sitio.


Va hasta una pared y se reclina con los brazos contra ella. Evoca las imágenes de las dos mujeres y las de sus padres. En la primera ambas se sacan la ropa y gimen; en la segunda, el hombre viejo llora y aplasta su cara contra el pecho de la mujer. Esta imagen es la más definida que tiene del hombre viejo. Las demás solamente son difusas indefiniciones de cara, cuerpo y todo tipo de señales. Por su espalda César se aproxima y le topa los hombros y entierra su olfato en sus cabellos. Le susurra perdón. Ella no dice nada. Sigue viendo otras imágenes. Ahora ve a las dos mujeres peleando y levantándose la voz en un lugar frío en una tundra rusa; los soldados corren evadiendo las metrallas y las granadas; van gritando y despedazándose antes de llegar a una línea antrincherada en un surco profundo a unos metros; Helga no sabe bien si es a la derecha o a la izquierda pero sí ve a las mujeres vestidas en trajes militares, cogiéndose los pelos; César le dice que está cansado y escucha a la mujer morena decirle a la mujer vieja que está cansada y le perdone, que le perdone le dice César; las mujeres acercan las caras; tienen las narices juntas y el hombre viejo aparece por encima de una cuesta de nieve y avanza rápidamente donde la mujer, lo está abrazando y él está en muletas. Le dice algo y la mujer deja de mirarlo en muletas y se pone de pie; escucha que el hombre viejo le dice que está muy viejo para ella, ya tiene que irse, la vida cansa y solamente se le ocurre pelear, pelear por Alemania. Helga sigue a unos metros de ellos, en el jardín y César la acompaña apenado pelado encorvado y remiso; la abraza con todas sus fuerzas e intenta frotarse contra ella. En el jardín ella siente que está sola y mira a un lado. Ve a César a cada segundo más fatigado y colorado. Se voltea y lo coge de los hombros. Le dice que ya no haga eso. Él sigue pidiendo perdón. Afirma que está viejo, cansado. Ella le dice que tienen que descansar. Y mira al otro lado, al pasto del jardín; mira como un proyectil se precipita contra el suelo y esparce todo el trigo en un montón de estambres amarillos y los hace flotar.








  1. Anonymous Anónimo | 3:51 a. m. |  

    Una trayectoria circular; una reflexión sobre el carácter cíclico de la historia. Sin duda, estas dos ideas subyacen tras la lectura del relato. Y es ésta intención la principal virtud del relato: se nos lleva por intrincados hechos hasta una conjunción de eventos de lo más disparatada (dejemos de lado la carga semántica de la palabra).
    Pero esa virtud es, a la vez, el principal defecto del relato. Y es que el lector siente que se le lleva de la mano, que no se le suelta en ningún momento; se le anula su capacidad crítica. El paseo, por demás, se torna por momentos soporífero, forzado. Algunos pasajes son demasiado ilusos, por decirlo en simple.
    Los personajes, por su parte, no son tratados como entes sino como monigotes al servicio de un narrador obscesionado en contar su relato, en crear extrañas configuraciones que desemboquen en determinado paraje y en determinada "moraleja" que ya mencionamos. Hay un exagerado tratamiento titiritero hacia ellos, que les quita toda dimensión humana. Los escasos diálgos no hacen más que reafirmar esta posición.
    Pese a todo lo disparatado de la historia, a lo forzada que resulta la trama, queda cierto interés. Interés que se traduce en el deseo de saber hacia dónde se nos pretende conducir. El problema está en que la excesiva presencia del narrador -que se puede volver odiosa y tediosa- dilapida cualquier emoción primigenia.
    Para terminar, no puedo dejar de mencionar que el relato deja la sensación de ser la sinopsis (larga sinopsis) de una película. O, mejor dicho, la columna central de lo que luego podría volverse cine. Columna central porque sólo se presta atención a escenarios y a la trama especialmente, no a los personajes.

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