¡Una señal de humo!
Primera parte
Alrededor de una casa un carro pasaba frenando cada rompemuelle que encontraba. Dos viejitos caminaban ayudándose porque parecían no ver mucho a esas alturas. Uno le preguntó al otro qué hacía ese Fiat deteniéndose así. Le respondió el otro que el conductor recién debe estar aprendiendo a conducir. ¿Viste al conductor?, le preguntó el primero. El carro sonaba escandalosamente. Los neumáticos causaban el sonido de una tuerca oxidada y floja. Y del tubo de escape salía un montón de humo. La ventana lateral que da al conductor estaba bajada. “Sí lo vi, no es tan joven, Aurelio”; añadió el que hizo la pregunta, “tan viejo y recién aprende a conducir”. El primero afirmó que tenían que echarle una mano porque el carro no parecía caminar más. En la calle no había a esas horas del día nadie más que supiese de mecánica, conducir un automóvil o alguien que le interese ayudar al conductor del carro. Era una calle bastante transitada, sobre todo a esa hora. Los viejitos se detuvieron frente al carro. El conductor les gritó que se aparten del camino. Uno de los viejitos le dijo que para qué si no anda. El otro le dijo que querían ayudar. El conductor les sonrió, se limpió el sudor de la frente con la manga de su camisa y salió del carro para hablarles. Los viejitos también sonrieron y empezaron a echarle unas ojeadas al carro. El conductor se detuvo sin decir nada al lado de ellos. Uno de los viejitos intentó abrir la tapa delantera del carro. Dio varios jalones. Sus omoplatos huesudos sobresalían de su chompa y su joroba parecía elevarse un poco más. Pidió ayuda al otro viejito. El conductor solo veía detenidamente. Ambos ahora jalaban del borde de la tapa. Decían buenas palabras, esforzándose por encontrar un buen punto de apoyo. La tapa no se levantaba. Y viendo que esa situación era tan difícil para los viejitos, el conductor sintió algo luego de pensar en que ellos lo querían ayudar. En esa situación donde dos viejitos amables y solidarios le pedían ayuda al conductor para levantar la tapa, a fin de seguro ver el motor que sería el que ocasionaba todos los problemas, el conductor dijo algo sin levantar mucho la voz pero con seriedad.
–¡Lárguense!
Los viejitos se quedaron mirándolo en silencio. Uno de ellos se percató del cuerpo robusto y la gran altura del conductor. Enhorabuena no tenía el rostro de un joven pero ni aun su calvicie, las contadas arrugas en la frente y los escasos pelos canosos testificaban una edad de cincuenta años. El otro pensó que en realidad debería tener unos cuarenta muy bien conservados. Lo primero que hicieron luego de unos segundos es apartarse del grandulón de esa cara colérica. Uno le dijo al conductor que era una falta de respeto, ¡una malcriadez! El conductor solo les dio la espalda y se metió en el carro. El motor se encendió con igual cólera. Varios sonidos bien graves, productos de una combustión defectuosa, se reanudaron en la calle. Los viejitos estuvieron convenciéndose de haber sido víctimas de un rudo bravucón. Querían vengarse. Una enfermera gritaba el nombre de uno a media cuadra. En cuanto los llevo de los hombros a los dos en dirección opuesta a la del carro, ambos estaban muy encolerizados porque algo habían olvidado, ¡algo que les dio mucha cólera! La venganza así quedó olvidada.
El carro solo avanzó unos escasos metros antes de que vuelva a tronar en un mismo sitio sin moverse. El conductor amargo y concentrado en los pedales del viejo Fiat siguió moviendo la palanca de cambios, pisando el embrague y aplastando el acelerador hasta el mismísimo tope de todo; el viejo resorte que componía el sistema del pedal era una y otra vez recargado y cargado. Después de sudar por debajo del pantalón de tela, se paró y cerró la puerta con fuerza y requintó al aire, desabotonándose los botones que estaban más cerca al cuello. El impacto de la puerta o las lisuras llamó la atención de un vecino de la casa. Vio al conductor. Lo divisó barrigón, alto y calvo. “Un huevón, se decía, un huevonazo ese barrigón de mierda”. Prendió un cigarrillo desde la ventana de su casa por donde observaba al conductor y se apresuró a salir, con la idea de darle una lección de al conductor. Este ya estaba yéndose abandonando el viejo Fiat cuando fue interceptado por el vecino.
–Oiga, ¡no puede dejar el carro aquí! ¡El serenazgo se lo llevará!
Se detuvo mirándolo con el semblante rebosante de sudor y de amargura. Ambos tenían la misma altura.
–Mira, imbécil, mueve tu carro de allí. ¡No lo sabes manejar!
El conductor en un solo reflejo lo agarró con fuerza de la camisa y con la otra mano lo apuntó con un revólver chico.
–¿Dónde está el jirón Sánchez Cerro?, señor –afirmó con una mueca desabrida y con los ojos punzantes sobre el vecino.
–¡Ah! Disculpe, antes no lo había adivinado.
–Solo dígalo.
El vecino le indicó con un par de gestos y una dirección. Pensó en seguida que le diría que lo llevara personalmente al mercado que estaba buscando el conductor. No fue así. Solo luego de que se fue a prisa a su casa, llamó por teléfono al serenazgo. A unos minutos, otros vecinos que vieron lo ocurrido desde las cortinas de sus ventanas, así como unos pocos que solo escucharon, se pararon frente a la casa del vecino; quejándose a una voz con él de la falta de patrullas ocasionales en el vecindario, como de otros problemas. El vecino estaba malhumorado y había recuperado la inicial autoridad con la que se acercó al conductor. Las patrullas llegaron a la media hora de la junta de los vecinos.
En otra parte, a unas manzanas, el conductor ahora caminaba con apuro. Con la camisa ahora desabotonada totalmente, fue avanzando burlando las miradas de transeúntes, vecinos de esas casas. La atención se debía al hecho de no ocultar el arma. Lo llevaba campante. Hubo unos cinco guardias particulares de seguridad que uno a uno lo vieron pasar. Un par llamó por unos teléfonos y los restantes se marcharon del lugar, advirtiendo a los vecinos que se produciría una balasera y tenían que guarecerse.
Segunda parte
A unos minutos de recibida la llamada del vecino, el sargento veterano Álvarez recibió la orden de realizar una incursión a mano armada para detener a una banda de asesinos. La patrulla del sargento era la única unidad más cercana al lugar. La experiencia del efectivo en la jurisdicción de la comisaría donde siempre había trabajado desde su asimilación al cuerpo policial era escasa. Los atentados en la zona no habían pasado de robos al paso, emergencias domésticas, pérdidas de mascotas, falsas alarmas y llamadas de niños bromistas. Subió de inmediato a una de las unidades. Lo hizo ordenando a dos subordinados, todos cabos. El patrullero antes de dirigirse en directo al lugar indicado fue a un grifo. Había cierta incredulidad entre los policías.
–¿Te gusta que le echen ketchup o solo mostaza? –su boca sorbe unas delgadas capas de lechuga.
–A veces ninguna crema.
–¿Sí?... Empalaga ¿no?
–Sí. ¡Tío Huancha! –el cabo le habla a un señor barrigón y salpicado de pelitos chiquitos en la cara–. Écheme todas las cremas y también ají.
–¡Total! Compare, ¿no te va a empalagar?
–Es que no he desayunado. ¿Dónde está el sargento Copriva, Walter?
–Se fue al baño.
De afuera, uno de los cabos vio a una espalda ancha con una cabeza quemada por el sol, balanceándose de lado a lado frente a un silo; el chorro de orina también se balanceaba. Era el sargento orinando. Uno segundos después seguía orinando. El otro cabo lo vio moviéndose, alzando y bajando el coxis, junto con el chorro diminuto de orina que salía del agujero del silo. Lo empezaron a mirar.
–¿Qué hace? –uno de ellos preguntó mordiendo un pedazo de carne molida dura y mazacotuda.
No hubo respuestas. El otro le hizo un gesto para que sigan comiendo. Cuando regresó no se lo preguntaron porque más bien dijo...
–¡Arranquen, huevones, tenemos que ir para allá ahorita! Después se andan quejando y el capitán me tiene hinchado.
–Pero, jefe, ¿no va a llevar su hamburguesa?
–Ya está, ¡vamos! –hablando con la boca llena
El sargento caminó por delante. Ambos subordinados se dieron cuenta de la línea húmeda que atravesaba el culo del sargento en su pantalón. Uno de ellos empezó a reírse. El otro trató de callarlo. El sargento escuchó antes de subirse en el patrullero.
–Qué tiene, Llatas.
–Se acordó de un chiste.
–Déjate de cojudeces. Tienen arma los choros.
En algún momento el cabo más joven de la comisaría avisó por radio que era una banda peligrosa que había apuntado a unos ancianos en una calle, abierto fuego al aire para asustar a unas señoras que iban al mercado, perseguido con un cuchillo a un cocinero de un chifa y caminado hasta uno de los parques más conocidos de la localidad con armas y unas caras enfadadas. La imagen de los delincuentes en la mente del sargento de los delincuentes había sido la de unos auténticos amantes de hacer sufrir a los demás. O sea se imaginaba a los delincuentes de las películas, a los terroristas de los ochentas y noventas, pero no los recordaba, ¡no los conocía! Hasta ahora los bandidos siempre eran de los que están por obtener cualquier cosa excepto el placer en el sufrimiento de los demás.
El sargento, al timón del patrullero, fue advirtiendo a sus efectivos que solo darían un breve vistazo al lugar para saber cuál era el peligro de los delincuentes. Dichas varias advertencias, apagó el reproductor mp3 soldado a la guantera. Movió un poco el espejo retrovisor. Subió el volumen de la sirena. Le ordenó a uno de los cabos que hablará por un micrófono, en realidad, un megáfono que estaba en el techo de la patrulla. La voz modificada del cabo fue ordenando a los conductores de adelante que abran el paso. Pronto abandonaron la gran avenida por donde estaban algo atascados y se dirigieron a una bocacalle algo estrecha en un recodo y amplia tan pronto se llegaba una esquina. A medida que se acercaban al parque veían el escándalo y la sensación de peligro que los mismos vecinos habían dejado en las calles con su ausencia y sus curiosidades ventiladas en las ventanas y en los balcones de las casas. Una calle transversal a un jirón desembocaba en el parque pensado. Frenaron a unos metros. Buscaron inclinándose sobre sus asientos. No veían nada. Pero sin embargo no había ni un solo peatón, ni un alma, ni siquiera pasaban autos porque antes serenos habían cerrado el tránsito en las otras calles. Bajaron del patrullero por fin. El sargento le pidió que uno de los serenos le informaran de la situación. Le dijeron que la última vez lo vieron girando esa esquina; el hombre apuntaba a la derecha del frente que veían. El sargento se sintió algo confundido. Preguntó por la banda. ¿Qué banda? Les tomó algunos minutos en entender la situación real.
Los dos además se convencieron que era una falsa alarma más. El sargento aún desconfiaba por lo que sí era seguro: el tipo andaba armado a vista y paciencia de todos. Actuaron rápido. El pánico se iba a multiplicar más y estarían por llegar otras unidades de policía. Simplemente más tarde la responsabilidad iba a recaer en un superior del sargento y esto este lo interpretó como la pérdida de su oportunidad de eliminar por sus propios medios a la delincuencia. No iba a aceptarlo. Sacaron sus armas y como en películas gringas empezaron a dividirse los tres, yendo delante de los serenos. Registraron con minuciosidad las bancas y los arbustos del parque. Algunos serenos iban de puntillas, pensando en que podría haber explosivos escondidos en las forestaciones. Un cabo encontró algo. Empezó a apuntarlo con el arma. Era algo negro y su extraña apariencia lo hacía sospechar y temer. Llamó a los cinco serenos que estaban cercanos a él. Los seis se acercaron más. Los serenos solamente fueron armados con cachiporras. Uno extendió una cachiporra para tocar la superficie del objeto hallado. El cabo cundió en un grito, ¡ah! Parecía una bomba lacrímogena. Empezó a emanar un olor tóxico. Los serenos empezaron a irse e insultaron al cabo.
–¡Qué mierda!
El sargento estaba por doblar una esquina. Había estado preguntado varias veces a sus subordinados, dándoles instrucciones. También fue aconsejando a los vecinos que husmeaban a que vuelvan a sus casas. Le palpitaba el corazón. La adrenalina le subía a la cara, se le ponía colorada. El sudor le mojaba el esternón y la frente. Miraba a todos lados. Apuntaba tan pronto veía un movimiento en falso. Dio una indicación al instante. Escuchó unos pasos provenientes del otro lado de una esquina. Tres de los serenos se formaron estratégicamente de manera que cerraban el paso del delincuente esperado. El sargento estaba detrás apuntando hacia la esquina por si es que el delincuente se atrevía a disparar. Los tres serenos estaban asustados. Hasta unas semanas, dos de ellos venían celulares en una cuadra del Jirón de la Unión. Y solo uno de ellos había sido vigilante en un bazar donde lo más peligroso era una mosca que pasaba cerca de una vitrina. Mientras que el restante era un travesti por las noches de hacía un año. Este miraba a uno de ellos; le extendió la mano. Y el otro lo miró preocupado. Un disparo se produjo.
–¡Mierda! –el sargento.
Tenían las cachiporras en el aire. Se preparaban para golpear con fuerza al delincuente. El sargento pisaba con más fuerza el suelo. Trataba de apuntar bien y recordar las viejas instrucciones que hacía unos siete años le habían dado en balística y en los entrenamientos quemarropa. El ex travesti empezó a persignarse. Los dos otros lo imitaron de inmediato. En cuanto sonó otro disparo el sargento llamó por su radio que todos los demás se apuren en ir hacia la esquina. Ya había pasado el peligro de la bomba. Uno de los serenos recibió la orden meando y fumando al pie de un arbusto; también se meneaba y se meneaba como el sargento en el grifo. Otro recibió la orden mientras le hablaba al oído de una señorita en la puerta de una casa. Los cabos recibieron la orden sentados en el suelo y jugando canicas en un ñoco que encontraron en una tierrita. El ex travesti soltó un grito. Los tres lo miraron. El sargento volvió a retomar su posición cuando era muy tarde. El objetivo se les había adelantado.
–¡Carajo! ¡Casi le meto plomo, anciana! ¡Carajo!
–¡Dios mío, qué susto! –gritó el ex travesti.
–¿Qué te pasa, Apaza? –preguntó uno de los dos serenos.
–¡Ah! ¡Casi me muero!
El sargento pronto se dio cuenta de su ingenuidad. El objetivo real le pudo haber enviado a la anciana como señuelo. Le preguntó algo a la anciana.
–¿Dónde está?
–¿Quién?
–El objetivo.
–¿Motivo, dice, señor?
–Objetivo.
–¿Huevito? Señor, usted está loco.
–Anciana, quédese aquí mejor –la tiró de un jalón hacia atrás.
–Grosero, ¡malcriado! –tenía un bolso de Metro y llevaba latas de leche en él.
–¡Qué le pasa! ¡Vieja histérica! ¡Au! ¡Histérica, au!
Enseguida se adelantó solo con el arma a la altura del pecho. Los otros efectivos fueron llegando a la esquina y se informaron por los tres serenos. El ex travesti les dijo consternado lo que ocurrió. La orden del sargento había sido que se queden allí hasta esperar su señal para ir a cubrirlo. Detrás de un arbusto, el sargento vio detrás a alguien meando y meneando el culo.
Tercera parte
Por una cortina, una tímida ráfaga de luz atravesaba hacia la habitación. Una silla mecedora se movía. La luz permitía distinguir una cama desarreglada, adornos de cerámica china, fotografias de dos personas juntas, una señora de unos sesenta años y de un señor alto y corpulento, unos estantes, mesitas y un espejo en donde se veía el reflejo de una anciana meciéndose y tejiendo con lana en la silla. También se distinguían algunas cosas en la pared; uno que otro poster de Madonna, Queen, Britney Spears y un último de Kiss. La puerta que casi permanecía en el negro vacío de la penumbra era de un color algo blanco, otro tanto, crema. Por allí nadie entró. Ni salió mucho menos en esos momentos.
La anciana tenía varias cosas en la cabeza. En su mesa de noche estaba cargando un viejo célular Nokia. La anciana tenía la cara ribeteada de un montón pecas y empapada de un poco de sudor. Fue suficiente al parecer. La anciana se puso de pie lentamente, dejando las tejedoras y apoyándose en el travesaño derecho de la mecedora, a la manera del bracero de alguien que sí estaba. Fue hacia una planchadora arrinconada en la pared donde estaba la ventana. Allí tomó de una tasa. Era agua sola.
Con la frescura empezó a recordar a un hijo. De repente lo miraba caminando por una calzada. Lo miraba preocupado. Trataba de seguirlo pero no podía alcanzarlo. Empezó a llamarlo con su voz partida y la boca sudorosa. Se cansó de pronto. Asomándose a un muro de un jardín pequeño, se sentó con cuidado y miró hacia el piso. Al costado del muro estaba su célular. Lo miró y empezó a buscar en él. De repente el llamado de su hijo apareció en sus oídos a lo lejos. El hijo se inclinó arrodillándose pidiéndole disculpas por su retraso. Que sabía muy bien que tenía que llegar. Que había sentido la infelicidad de su mamá, tal vez, su soledad. La abrazó con su cuerpo amplio y sus piernas infladas. La anciana apenas abría los ojos y casi sentía humedad en sus ojos.
–¡Todos! –gritó en su habitación sola.
Lo más seguro es que aludía a sus hijos. Había tenido unos seis de los cuales solo uno se había quedado con ella. Por ello probablemente también solo aludía a este como todos: todos y uno lo mismo y lo suficiente que necesitaba. La cárcel en la que había estado su hijo los había separado durante varios años. Fueron tiempos difíciles en los que solo recibió algunas cartas de sus demás hijos y unas que otras visita insípida pero política de la mayoría de ellos. La anciana siguió meciéndose al costado del jardín donde divisaba una margarita blanquísima. Le gustó. La fue envolviendo con su vista corta y enceguecida por las nubecitas carnosas que pasaban a toda hora y así esté el sol por sus córneas gastadas. Se paró y fue hacia la margarita. Alzó una de sus piernas y con ella se arqueó lo suficiente para atravesar el muro y pisar el pasto. No quería arrancar a la margarita, solo quería tocarla. Su célular comenzó a vibrar. La margarita desapareció y la luz blanquísima del sol se puso imponente en la ventana pese a que era ya en la vez de un atardecer.
Cuarta parte
El antes conductor y ahora objetivo de unos efectivos policiales y municipales estuvo deambulando buscando un lugar en particular. Le había dicho que allí se podía hacer lo que deseaba. Sí llegó pero antes le tomó varias vueltas y confusiones. Disparó su arma una vez porque una señora mal humorada no le creyó que estuviera con balas. La señora salió despavorida rogando que no la maten y le entregó todas sus cosas de valor. El objetivo no dijo nada y siguió amargo su camino porque no pudo preguntarle a la señora por la dirección, ni por referencias para llegar de una vez. Unos niños estaban jugando una pichanga en la pista de una calle. El se acercó con el arma y ellos se detuvieron en su frente. Uno gritó y se fue corriendo. El otro solamente se limitó a abrir la boca y orinarse en el short. El tercero en cambio no se movió y se mantuvo curioso, mirando el arma que tenía.
–¿Disculpa, niño, me puedes decir dónde está el mercado en Sánchez Cerro?
–Sí, señor –le sonrió– tiene que seguir por allá directo –le fue apuntando hacia su izquierda– hasta chocar con un parque.
–Ah, ya veo. Chico, ¿y es un parque grande?
–Sí.
–Gracias.
Se fue. Más bien se iba yendo cuando abrió fuego una vez más. Disparó rápidamente cuando el niño que había corrido le tiró una piedra. El objetivo disparó a la piedra en el aire. La demolió en el aire. Antes de llegar al parque se detuvo donde un arbusto.
Quinta parte
La bala que disparó el sargento fue esquivada. Con la meada humedeciendo sus pantalones y parte de su desnuda barriga, el objetivo dio un salto soltando su arma con la bragueta abierta; de un golpe asestó en la mano del sargento. El arma cayó al suelo. Y el objetivo arrastró por el suelo al sargento del cuello de su camisa. Lo lanzó contra la pared. El sargento dio la señal. Grito furioso. Varios fueron de inmediato. Otros al comienzo se arrojaron embravecidos. Unos dos segundos luego estuvieron retrocediendo con cautela para no ser vistos. Al menos sí los dos cabos habían ido a toda carga. Divisaron pronto al objetivo y dispararon. Los serenos esperaron metros atrás. Las balas fueron a todos lados excepto a la figura del objetivo. El objetivo con la barriga al aire y la bragueta abierta empezó a correr y a sacar a patadas y puñetes a los serenos que se le acercaban. A uno lo levantó con una pisotada en el pie; a otro le metió un puñete en la manzana de Adán y lo dejó privado; un tercero casi lo asesta con la cachiporra en la cabeza, pero con agilidad logro evadir el golpe y con el empleo del brazo como gancho, tumbó por la espalda al sereno. Los cabos seguían disparando. Algunas balas impactaron en las espaldas de dos serenos. Cuando esto sucedió dejaron de disparar. El ex travesti se cansó de ver a los serenos caer uno tras otro y fue de improviso contra el grandulón objetivo; lo trató de estrangular con una llave, llevándolo con esfuerzo hasta el suelo de lodo fresco que estaba a unos escasos centímetros. El grandulón objetivo cayó de espaldas. El sargento fue levantándose del noqueo. Con ambos brazos fue golpeando al ex travesti, dándole una y otra vez. El ex travesti gritaba, chillaba, enrojecía su cara, su espalda. Continuaba haciéndole la llave. Finalmente el sargento gritó.
–Hijo, ¡sal de allí!
Lo vio apenas y saltó. El disparo penetró a quemarropa la espalda del objetivo. Este se retorció en el suelo. Luego solo miró al suelo y se quedó quieto. Pasaron unos segundos. Todos los serenos comenzaron a levantar y empezaron a sonreír. Muy cerca empezaron a llegar unidades de policía. Se escuchaban las sirenas y los sonidos de las puertas abriéndose y las de voces de oficiales que daban instrucciones y de las pisadas de zapatos y una que otra bota. A unos metros atrás también habían llegado bomberos y una ambulancia. Antes de que el capitán de la comisaría llegará, de repente...
–¡El Hijo de puta se mueve!
Fue rápido. Un puñete en seco al sargento y una patada de media vuelta al ex travesti. Cayeron casi al mismo tiempo. El capitán solo tuvo tiempo para sacar su arma. Cayó al suelo de un golpe con los brazos juntos. Dispararon. El objetivo cogió el cuerpo del general y se cubrió de las balas. Corrió cogiéndolo de la cintura como si fuera un maniquí. Se acercó a los policías que disparaban y empezó a repartir puñetes. Su fuerza descomunal estrelló varias cabezas de policías contra parabrisas y las puertas de los patrulleros. Uno de los policías informó por radio un código, DR6. Cogió uno de los policías y se lo trepó a la espalda. Lo hacía oscilar para que siguiera protegiéndolo de las balas. El policía siguió informando por la radio con más detalles. Por un megáfono un oficial le habló al objetivo, intentando buscar qué era lo que quería. Hasta el momento parecía alguien no humano; no hablaba y miraba con miedo y hostilidad. El policía informante dijo otro código, EP5. Fue atravesando el parque. Solo unos cuantos policías fueron tras él. El sargento fue levantándose tomándose el estómago; a un lado comenzó a vomitar y sangrar en el mismo acto. Llegando casi a la mitad del parque, tiró el cuerpo sangriento del policía. Y pudo correr a toda prisa adelante sin detenerse y con una mirada concentrada y puesta solo al frente, decidida, con la amplia frente, la cabeza descubierta relumbradas por el sol que caía enseñando su meta. El policía informante a lo lejos recibió con sorpresa que refuerzos venían en camino en unos diez minutos. La meta estaba cerca por fin para el objetivo.
Sexta parte
–¡Aló!
–Mamita, ¿estás bien?
–Sí, hijito, esperaba tu llamada.
–En una cabina telefónica. Estoy un poco cansado.
–¿Estás bien?, hijito
–Un poco. No nada, nada.
–Hijo, ¡no me mientas! Te conozco.
–Ir a la casa. Te gusta la llamada. Ah, duele.
–Qué hijo, Dios mío, me preocupas.
–Ir, iré a la casa. Ya te llamé como te prometí.
–Sí.
–Sí, quiero que guardes mis posters. Por si acaso.
–Qué te pasa, mi vida.
–Quiero hacer pichi.
–¡Hijo!
–Te cuento tarde, en la tarde.
–Ya.
–Sé que tendrás llamadas ahora. Sí te llamarán al célular.
–Hijo, gracias.
–Chao.
El objetivo cuelga el teléfono. Y por la bragueta abierta dirige un chorro de orina sobre la vereda. Un auto se detiene en seco a su frente. El objetivo por primera vez sonríe cuando ve el sol que se oculta en unas nubes y como el amarillo cada vez se hace más ámbar. De repente cree que todo es silencio. Deja de mover el culo porque así recuerda que su mamá le enseñó a sacudirse luego de orinar y se cierra la bragueta. La hemorragia de su espalda lo palidece. Su vista se enceguece por las nubecitas ámbar que ve pasar. No se oye nada más que el viento y el paso de la orina en el suelo. Nunca llega a escuchar ninguna bulla porque la bala le destruye mucho antes los sesos.
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