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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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pm.







Rica marca de chocolate invita a mochilear a la audiencia y hacer viajes llenos de aventuras. Línea de Supermercados anuncia precios oferta en carnes y verduras. Varios pobladores se pasan la voz; se empezó a escuchar música; mamá servirá un banquete antes que aparezca el logo de una conocida bebida. Clientes comentan sus compras enfrente del inventario de farmacéuticos; uno de éstos se acerca. Eso que sale en una lata de leche evaporada es coreado por niños la vez que jóvenes juegan al fútbol en un verde campo abierto. Una cerveza revela restos arquitectónicos de culturas precolombinas. Al frente de todo, está recostada en un sofá, cansada con un pie movido arriba abajo. No es ningún comercial de televisión. Por donde sea en su sala, hace frío pero su bata la hace sentirse abrigada. Su mano termina en un control remoto junto a una rodilla. La otra sostiene su mejilla. Unos pasos tras el sofá está un estrecho balcón. No puede saber qué. Se hace preguntas merodeando por su comedor, revisando revistas coleccionadas en un lado de la mesita de noche, viéndose contra ella en el espejo (una fea nítida según ella), prendiendo y apagando la radio, finalmente, haciendo zapping en la televisión de una conocida marca asiática. Su slogan es “real antes de verla”.

Afuera no hay nadie caminando en la acera. Un perro ahuyenta a otro al lado de un poste pestilente de orines. El sol se inclina sobre el horizonte y las nubes le atraviesan. Aún sigue presionando botones. Al frente las imágenes cambian al lado de un número de dos cifras verdes. Una salsa de Héctor Lavoe sobresale por la ventana de un edificio al frente. Se dice por qué a ella. Se calla su cara caída en su mentón. El cabello la disfraza de una mujer atractiva, según ella. Las líneas ocultas en la soltura de su bata: podría ser cualquiera, pero sabe es ella, ni la modelo de los cosméticos, la menea eso con pastillitas sin dieta en un fondo blanco, aquella delgada sesenta de cintura metro de ochenta de altura de veintidós años con dos en una miniserie al lado de un micrófono. Le escucha a esta su voz delgada. Extrae un cigarro de una cajetilla roja y blanca. Lo tira al piso fastidiada. No puede detener nada; todo se mueve pero ella apenas está parada, viendo la cara de su madre que no está.

De niña tenía miedo a las alturas. Su madre la mandaba a quedarse en el piso a medio construir, en un rincón donde el vacío se acerca tras una sacada de mierda. Así le decía, eso se sacaría si se sigue portando mal. La única hijastra de un padrastro que tendría más sus genes que su madre. Su madre la adoptaría; su padrastro se acostaría con cualquier mujer y ella nacería igual. La odiaba. Un día su padrastro se la llevó de casa a un chalet. Había ganado la lotería. Con la plata, también, cambió su identidad y la de su hijastra. Arrancó todas sus raíces para echarlas en otro sitio. Todo esto ella lo recuerda apoyada en sus brazos encogidos sobre el balcón de metal. Quisiera hablar con alguien. Pero está sola y los que la conocen no saben nada de ella ahora, ni se lo preguntan. Ella no tiene plata un sábado parada en un cuarto piso de un edificio empolvado. Vive una depresión a la par de otras cientos de personas en la ciudad: “con NODEP en la noche, te sentirás muy bien”. Piensa la pastilla más implacable contra la vida debe venderse sin prescripción médica.

Sus pensamientos apenas son adivinados. La figura de una persona asoma por la vera del balcón. Le habla con una voz dolida, titubeante. Quiere que le disculpe, no fue su intención. Trata de alcanzarla estirando una mano pero es muy tarde. Agacha su cabeza hasta donde se puede por el muro. Ha pensado en lanzarse una noche que lo hacía con la misma persona en esa bata ligera, fácil de quitar y volver a vestir. Para ese día ya había perdido el miedo a las alturas y, más bien, sentía gusto en sentirse en el vacío. Pero no es anhelo. Tal vez es remordimiento por él, quien se agacha a su lado en una alucinación y le ruega con las manos juntas. Los ojos van ascendiendo pesados por su rostro. Las patas de gallo se atrasan y ella tiene satisfacción de tomarle el rostro. Su mano va hacia él y acaricia una planta, las viejas palmas herbáceas que ahora las riega su madre una vez más. De un tirón, se echa atrás espantada. Sigue sola sumida en esas adivinanzas chistosas de primaria. Comienza a reír y cogerse el rostro. Recrudece cuando por allí caen las lágrimas seguidas a la leve risa en su garganta. Solo ella y nadie más ahí son reales.

Se toca el pecho arrellanada en una esquina del balcón. Late y late. Se apoya llorosa en el muro y vuelve a mirar la calle. Por allí pasa un joven de cabello ralo, vestido en ropa casual, adivina ella, no es de acá. Nadie así caminaría por acá. La mayoría de jóvenes son contrabandistas, vagos, camellos de coca, al menos con estos últimos se ayuda. Pero hoy no, ni un suspiro de la blanca. Va en dirección a salir por la calle. Teme por él. En la esquina un grupo de maleantes espera ávido por hacer su noche del sábado. Espera advertírselo. Su garganta está cuarteada, no sabe si por la risa. Primero le golpean la cara. Cae a un lado de manos. Se levanta. Su padrastro se accidentó en uno de los trabajos que hacía para una inmobiliaria hace unos años. Toma distancia y se cuadra. Empuña las manos al lado de su faz. Tenía las manos ocupadas en unos atados de una soga gruesa. Conecta un puñete apenas contra un moreno que ya está en sus rodillas. De súbito una viga cae y le aplasta ambas manos a su padrastro. Grita… ella grita, por Dios, alguien haga algo. Grita de dolor arrodillándose y ensangrentándose el pantalón. Es tumbado por las piernas y cae de golpe. Una señora chismosea la escena por donde canta aún Lavoe. Se dice con una mano en el cachete, cómo se le ocurre pasar por acá a esta hora. Lo hospitalizaron; el doctor le dijo a uno de sus ayudantes, ¡rápido, una transfusión! Dos esmirriados le bolsiquean el trasero, de donde sacan una billetera contando los billetes. Ella no puede decir nada, en realidad, la señora enfrente es una secuaz; todos se ayudan en lo que hacen, así se gana uno la vida, hay que parar la olla. Al padrastro le van dando tres descargas; su pulso cae y la respiración se acelera. No se deja quitar el pantalón y le zapatean la cabeza, una y más veces hasta ya no, no dice nada el chico. Suena una delgada línea verde en una pantalla de azul grafito. Se fue a vivir allí. No pudo recibir la mayoría de la herencia por no ser mayor de edad. Otra vez llorando de nuevo en el rellano, por qué no escribiste la herencia, papá.

Su tía, de parte del padrastro, se la llevó a los pocos días de que reciba por su sobrina política parte de la herencia, que era una minoría según escatimaba el código civil, seguido de una pensión periódica abonada por la madre en acuerdo con la tía. Su madre atraviesa una demanda por renuncia a la tenencia de la hija cuando ésta tenía diecisiete años. En agosto cumple veintidós años pero parece que tuviese más. Por unos días su tía estará de viaje. La tía se ha portado bien con ella. Quería a su padrastro y las pocas veces que fue a visitarla al chalet en Lince, divirtió a esa pequeña ahora alta y de cuerpo voluptuoso y oculto en cómoda ropa que acostumbra llevar puesto. Ella piensa aún es un disfraz. Siente miseria pero igual baja por las escaleras un a un escalón. En la televisión empezó el noticiero de las ocho de la noche. Un poste recién empezó a prenderse después de tres, cinco patadones contra su concreto. Divisa el suelo manchado por algo de sangre. Mira hacia los costados una vez llega a la esquina. Los maleantes la miran y murmuran unas cuantas cosas. No pueden hacer nada. Ni ella les saluda pero le deben respeto. Si no, sufrirían las consecuencias de la comunidad. El señor con quien está la tía es un narcotraficante respetado y lidera el vecindario. En su lugar, si no está, basta algún sapo y en menos de una hora a alguien de seguro le vuelan la tapa de los sesos. Es que ya ha pasado, siempre. A cambio, ella tampoco dice nada; tiene que aguantarse los atropellos que allí ve. Se resigna a su trabajo de vendedora de abarrotes en una tienda de mercado popular de lunes a viernes. El joven no está por ningún lado. Las habladurías entre los vecinos más mayores, señalan los sábados en las parrilladas las hazañas con que los muchachos hacen su chambita por las tardes. Si un huevón de esos se resiste, al canchón a desamputarlo por sabrosón.

Lleva cuatro años aquí y aún se resiste a esas faenas violentas. Sobre todo en este momento que no está bien y va apurada al baño. Con un dedo se deshace de sus arcadas en el inodoro resinoso de capas verdosas. Gira el cilindro del papel higiénico a un lado. Se limpia la boca. Se pone en pie y va hacia el sofá. No piensa más. Tiene los ojos hinchados y sus bordes curvos, violáceos. Cambia de canales. Empieza a sentir mareos cuando ve la pantalla cambiante. Rayas van cubriendo por arriba la pantalla. Frenética sigue aplastando el botón de channel más y más. Está por llegar al final del cable y entonces vuelve a iniciar los canales. Estos van ordenados en un orden circular. La imagen se queda en un noticiero, ahora de las nueve. Arroja el control remoto contra la pared. No se desarma. Se echa contra el respaldar del sofá y estira sus piernas. Poco a poco las cosas empiezan a quedarse más.

Punza adentro. El dolor le flagela la espalda hasta llegar a los hombros. Una mujer de cara amplia y de cabello frondoso se ondea hasta sus hombros. Así se parece a su madre. Qué hace allí dando las noticias. Hay que cambiar de canal. Dónde está el control remoto. No funciona. Aprieta. Esta cochinada. Lo vuelve a tirar. No se rompe. La mujer del noticiero dice, estimados televidentes les comunicamos que a la altura del kilómetro 15 de la Panamericana Norte ha ocurrido hace unos pocos minutos un choque de un camión de carga y un ómnibus de transporte interprovincial; testigos reconocieron los vehículos momentos después del choque. A continuación tenemos nuestra señal microondas. Con su boca húmeda ve a los bomberos sujetar mangueras que van dirigiéndose hacia las vivas llamas del incendio. Refulgen las luces de sirenas rojas y azules. Alrededor del incendio, va amontonándose gente. La cámara enfoca el rostro de una mujer tapándose la cara, escondiéndola entre sus manos juntas, casi rezando y totalmente lagrimeando. Ve atónita todo esto. La mujer otra vez aparece en la pantalla. Informa sobre unas cifras. No hay ningún sobreviviente según las informaciones de los policías de carreteras. Todos se han calcinado. Cerca de cuarenta y cinco se habrían perdido en el accidente. Todo es increíble, afirma, la conductora del noticiero. Mientras va dando más detalles sobre lo ocurrido, ella la ve minuciosamente. Se da cuenta que la conductora la está viendo. Le está hablando a ella, no a la cámara. Algo le dice sin usar ninguna lengua. Es su madre pero en los ratos más extraños de su vida. En esos cuando se sentía querida, engreída de chica en un camastro amplio donde la madre dormía con su hija. Da de manotadas a la pantalla y agacha la cabeza haciendo pucheros. Vuelve a mirar el rostro de la conductora. Le está hablando. Ella la escucha atentamente. Le está diciendo sé una buena niña, haz caso, ya todo pasará, no te metas debajo de la cama, ni el cucú te va a llevar, no tengas miedo. Se va calmando y parece que no hubieran pasado los años. El mismo maquillaje que reduerda una tarde en casa. Su madre se iba a una reunión importante de su trabajo. Se vestía frente al espejo en un traje algo escotado y verde. Por la esquina, ella pequeña miraba por el marco de la puerta a medio cerrar el espejo y a su madre de espaldas. Le vio los pechos aún bien redondeados y carnosos, ella los recuerda notablemente carnosos. El sostén su madre lo sujeta sin verlo por su espalda y ella ve como esas manos ásperas prenden los tirantes de atrás. Luego ve a su madre cubrirse el torso con una delgada blusa blanca. Abotona su madre mirándose los pechos en el reflejo que a ella pequeña, sin recordar muy bien cuándo de ellos bebió, le intimida. Delante del televisor, ella tiene el presentimiento de que la conductora de televisión lleva puesta la misma ropa. Ahí está la forma de los labios que habla y que ante el espejo muda era recorrida por el lápiz cartilaginoso del rímel rojo. La conductora redondea las mejillas bien iluminadas del mismo polvillo que tras una esponja delgada pasaba la madre de ella pequeña cerrando los ojos, pensaba ella, para que no se diera cuenta quién puede estar viéndola. Allí van las manos frente a los miles de televidentes describiendo las curvas vaivén de las manos de la madre cuando descubre a ella pequeña y le hace otro gesto en el rostro, diciéndole que se le acerque, por qué se queda allí. Ella se acerca más al televisor y comienza a abrazar a su madre. La conductora ahora relata unas noticias sobre un intento fallido de homicidio. El televisor yace a un lado de ella abrazada hasta sus dedos juntos a las ranuras de la calefacción. Allí cierra los ojos más y aprieta fuerte la espalda de su madre que a un lado parece indicarle los apellidos de los sospechosos detenidos por la policía.

Pasan las horas. Cerca a la medianoche, sigue prendida del televisor. Está dormitando. Hay dibujos animados en la televisión. Un coyote corre tras una ave extraña y rápida. Se estrella contra un montículo de rocas cuando está a punto de atraparla. A su lado, la mecha de una dinamita es encendida por la ave y explota. Una nube gris cubre todo el televisor y rodea unas palabras en color anarajando. Salen unas letras menudas en el televisor. De pronto, un sonido fuerte envuelve toda la habitación. Por la pantalla un montón de chispas parecen moverse linealmente tras otras. Se aparta del televisor con la bulla. Mira atentamente el montón de chispas. Volte hacia la pared que está a su derecha. Allí las doce de la noche. Se pasa las manos por los ojos. Aparta unas legañas.

En seguida, comienza a reírse sin control y sus ojos vuelven a humedecerse.




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