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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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A las tres y media











Su cráneo abierto. La raya al costado, peinado su pellejo ámbar, rojo, cuarteado. Le saqué el machete incrustado y barrí la sangre del piso. Agarré un trapo. Cerré la ventana porque sentí frío. Debía irme ya pero había que dejar el lugar como si yo jamás hubiera existido. Había que guardar varias herramientas en su lugar. Creo estuve aburrido y prendí la televisión de su habitación. Pasaban unos comerciales; estaba pesado. Tenía que ser un accidente. Había que arrimarlo contra el primer peldaño de las escaleras. Antes cronometré varias veces cuánto tiempo me tomaba subir al segundo piso caminando, sin prisa. Lo coloqué sin quitarle ese gesto en la cara. Estaba dormido y los labios le colgaban. Al principio pensé en que estaría mejor con la boca cerrada, pero después de varios intentos, no pude cerrársela. La ropa que llevaba puesta era de diario; ese día se accidentó resbalándose en el cuarto peldaño y llevaba tanta prisa en ir a la cocina para contestar una llamada, que cayó abriéndose la cabeza en la esquina más filuda. Tenía que ser un accidente. Con el resto de la camisa mojada, limpié cuidadosamente con reactivos la sangre derramada en los otros peldaños. Saqué del maletín un cojín de cera para volver a encerar los peldaños. Dejé unas huellas de sus zapatos. El encerado rojo del parqué del primer piso debía ser uno un poco superficial. Me aseguré de lustrarlo solo de pasada; todo el piso debía estar encerado por la mañana; no tenía que notarse el encerado de hace un par de horas, mucho antes de la inspección forense. Sobre uno de los muebles de la sala, el interior donde estaba la escalera, dejé el cronómetro prendido tomando el tiempo. Cada diez minutos sonaba una alarma. La primera alarma sonó cuando empezó a cronometrar, el instante en que se despertó y empecé a estrangularlo, a las tres y media de la mañana.


La sangre solo debía esparcirse a su alrededor. Abrí la ventana de su habitación. En frente, la calle lucía desierta. Apagué la televisión. Me cambié de ropa después de limpiarla con los reactivos. La guardé en el maletín Y saqué de ella otra ropa. Vestido así pasaría desapercibido. Al principio, pensé sería mejor salir conduciendo. Pero traer el auto o conducir el suyo me llevaría más ajustes en lo planeado. No podía usar el suyo. En realidad, no podía usar nada de él a menos que yo sea él. Él accidentalmente debía ser su mismo asesino resbalándose por las escaleras. Así fue. No podía tomar la identidad de un muerto. Me podría morir así, sin ningún motivo para hacerlo, en el momento menos indicado y más insignificante como el de abrir una lata de conservas. La alarma del cronómetro. Debía irme. Salí por la puerta como si eso él mismo haría por el día. Él me había visto algunas ocasiones cuando tomaba el enatru al trabajo. Pese a que es una posibilidad, no creo que me haya visto. Revisé algunas de los portarretratos de su habitación y algunas cosas en la sala. Supe que es un abogado por un cuadro. No creo que esté casado. La casa es de un piso y no tiene habitaciones ni para huéspedes. Solo el comedor, la sala, la habitación, una biblioteca, dos baños, el garaje y el patio. No sé, quizá llevaría a amigos allá. Eso suelo hacer. No sé si trabajaría por el edificio donde trabajo. Antes creo que no es así. No lo sé con seguridad. Sé su nombre y después de todo no sé más de él.


Prendí un cigarro. Mucho antes prendí un porro y creí era suficiente. Caminé como cualquier día a la esquina de la casa. En la calle no había mucho tránsito y unos minutos antes vi pasar uno de esos vigilantes de la municipalidad en bicicleta. Días antes, calculé la frecuencia con que las unidades de serenazgo patrullan la calle y otros vecindarios cercanos. En cada observación, me cuidaba ir a una casa para que ellos no sospecharan de mí si se habían percatado que con frecuencia yo los observaba. Era la casa de un amigo del trabajo. Semanas antes, planeé dar con él para visitarlo frecuentemente a raíz de un negocio que le propondría. Con ese motivo, también hablamos de su ex esposa y de lo molestoso que le era ir a ver a sus hijos semanalmente. Le servía de confidente y por accidente de un huésped conocido en el vecindario. Para que no sea tan accidental al fin, las visitas debían darse durante más de dos semanas. Un service enviaba gasfiteros, electricistas de vez en cuando. Era la forma de entrar. Falsifiqué la credencial de un electricista al que interrumpí preguntándole por sus servicios. Le hablé durante un buen rato. Lo llevé a una casa cualquiera, diciéndole que es mía y que quería que hiciera unos arreglos al aire acondicionado. Me gané su confianza y le ofrecí una bebida ya que sudaba. Esperé el momento en que vaya al baño para sacar de sus cosas su credencial. Luego indiqué al camarero que le dijera al señor cuando vuelva, me fui un momento a hacer una llamada, me disculpe, ya volvía. A unas cuadras, encontré donde fotocopiar la credencial. También estudié su uniforme para después comprar uno en el mercado negro. No demoré mucho en la fotocopiadora; de eso dependía todo. Le pregunté por su trabajo y qué hacía la empresa. Todo porque le convencí de que que yo una vez quise ser ingeniero. Y estaba interesado en la service. Al día siguiente, contraté los servicios de un técnico. De él aprendí sobre varias cosas a cambio de dinero. Días más tarde, el día antes de la madrugada, convencí a la empleada de que fui enviado a mejorar el intercomunicador. Pensé en que tenía que hacer algo con la empleada si intentaba consultar por teléfono. En el maletín ya llevaba el alambre para deshacerme de ella. Pero no lo hizo. Aseguró que siguiera y que cualquier cosa, estaría en la sala. Dupliqué la llave con las herramientas que traje y le agregué un efecto al sonido del intercomunicador. Antes de irme, le pedí el célular y los datos del dueño. Si notaba que no la convencía, fracasaría. Pero la actuación la convenció. Sabía que regularmente la empleada salía de la casa entre dos y una hora y media antes que viniese él. Antes de su salida, llamé al célular. Impostando la voz, le informé de parte de la service que hubo una confusión; le hicieron un aditivo al intermunicador y que gustosos se lo quitaríamos si gustase. Incrédula, la voz preguntó cuál era el cambio. Destaqué las ventajas del dispositivo conectado al intercomunicador y amable esperé que quedará complaciente. Así quedó. Pese a todo, era probable él desconfiara luego y llamara a la empresa. Era el mayor riesgo que corrí. Para reducir otros, era preciso no confiarle a nadie ninguna parte del plan, no solicitar el servicio de nadie más. Después de unos veinte minutos de la salida de la empleada, entré y busqué un escondite. Tenía que ser donde no entrase nadie. Lo encontré en los arbustos del patio. Solo debía pasar un par de horas allí. Me daría cuenta cuándo salir una vez estén todas las luces apagadas . Planear todo tomó seis semanas. Las conté al salir de la casa, cuando terminé el cigarro. Llegué a una avenida a cuatro cuadras de la casa e hice la llamada que recibiría desde un teléfono público. Dentro de unos minutos moriría.


Pensé debían saber su muerte por la mañana. Lo sabría su empleada. Vendría la policía, vecinos, en breve, sus familiares y sus amigos. Pasado mañana saldría la noticia en los diarios. Los inspectores al no encontrar más evidencias de homicidio, concluirían primero lo descabellado de la muerte: un accidente en su escalera. Si es posible, les tomaría tiempo descartar las heridas ocasionadas. Y concluirían, segundo, fue un asesinato minuciosamente cometido. No sabría si realmente ocurriría todo eso así nada más. Era probable a raíz de que la empleada sabía de mi entrada. Luego, conectando pistas, llegar donde el electricista y lo que le pregunté. Podrían llegar hasta a solicitarme declaraciones. Allí tendría que hacerlos desistir de cualquier sospecha, convencerlos con naturalidad de mi situación. A la larga solo afirmarían al asesino pero les sería tan inexplicable como un accidente. Todo era cuestión de sangre fría.


Esa madrugada me dio insomnio; ni siquiera ello me dio ganas de hablar con el taxista que me llevó a mi edificio. De mientras que no entendía lo que decía y solo escuchaba un raspado suave. Uno parecido en la nuca después de que le haya forzado dormido en su habitación. El taxista me sonreía y me hacía gestos para que mire hacia un lado y otro de las calles por donde íbamos. Estaba con los ojos cerrados; le alcé un poco la cabeza, como si se tratase de un leve arrullo a un niño. Prendió la radio de repente. El cobre entró de golpe al cuello; jalé de las puntas del alambre; él se impacientaba; apretaba su cuello gimiendo y respirando fuerte. El taxista bajó el volumen de la radio sin dejar de conversar. Seguí afirmándole. Me preguntó si me sentía mal, en qué estaba pensando. Se movía desesperándose, aleteando en el aire sobre el mismo sitio; transpiraba por horas solo en minutos; la cama tronaba. Su cara al volante le pasaría cuarenta años, no tan joven. Casi se apoya para levantarse pero no pudo; lo último fue un gemido, casi se trató de un silbido; no le vi más los ojos abiertos; no quise abrírselos mientras después tendría que hacerle las heridas del accidente. Le respondí que sí, estaba cansado y quería llegar cuanto antes. Me indicó que faltaban dos cuadras. Tendido él en la cama, decidí prender la televisión. Allí fue cuando volvió a sonar la alarma por segunda vez.


Fue rápido. En la madrugada da gusto conducir. En este país puede burlarse algunas normas de límites de velocidad. Me gusta conducir así y si estoy solo. Por poca suerte, los últimos días difícilmente puedo estar despierto por la madrugada. Después me siento solo y es un defecto. Diariamente, los amigos los veo en las oficinas, en los corredores y en los almuerzos. Los fin de semana uno a otro festejan y conozco a mujeres. Las del trabajo todas se comprometen. No es algo que quiera. Suelo llevar a las mujeres de una noche al edificio y allí trató de se queden haciendo otra cosa y no solo acostándose. En la mayoría de veces he fracasado. Lo he intentado pero sin que se diesen cuenta. Por lo general he evitado invitarles a restaurantes caros, a comprarles cosas. He esperado que no lo pidan, que no lo insinúen, pero siempre he fracasado. Mis amigos me dicen que tal vez es necesario que hable más; esa dureza no llama a las mujeres sinceras, a las serias. A mí me parece que ellos mismos ni siquiera están del todo en compañía con sus parejas. Los veo quejándose. No llegan a satisfacerse. Pienso las compañías deberán ser otras, no, no existen. La condena es esta, la de sentirse rodeado de nada, el tranquilo bullicio de muchas voces sin mi nombre.


La última mascota que tuve murió por un bocado. Se lo di después de que me saludara en la puerta. Arriba cuelga un muérdago. Me sirve de burla para con cada mujer que viene. Esa madrugada pasé y de frente me tiré en el sofá. Prendí la televisión. Y abrí una revista. Unas cuantas caras, todas sonriendo al lado de las columnas de texto. Pronto me aburrió. Quién fue Leandro Urbino. Fueron sus nombres y apellidos. Me dio curiosidad ahora que está allá, pudriéndose en el filo de la escalera. Los noticieros se enteran de otros asesinatos, accidentes, política, economía, lo que todo el mundo no hace pero le gusta ver. Me siento solo y mis amigos no lo saben. Piensan que soy una figura a seguir con mis éxitos, mis ascensos, mis comentarios precisos. Es fácil ser preciso con nada demás. Ninguno de ellos se siente solo cuando lo están en compañía de alguien. Me siento solo cuando ellos están. Y no puedo hacer nada, es desesperante, lo he intentado todo, un par de psicólogos, pero nadie comprende cómo me siento. Nadie sabe escuchar esa bulla en el silencio, ese quejido en uno mismo. No me gusta sentirlo; no me gusta estar encerrado mientras camino por las calles. No basta con la materna caricia de agradecimiento de unas uñas rojas; el beso acojinado en rojo y encarnado junto. Nadie sabe por qué a uno se le ocurre acabar con la vida de alguien; señalan se sufre de psicosis; alguien sano no lo haría; yo lo hice en defensa propia. No, a mí no. El suicidio solo inicia. Me siento el exceso del tiempo, la fecha, la hora cuando es jamás. Me veía sufriendo en su cara intoxicándose por el cobre; la invisibilidad es de todos los días, accidental. Sufro de un accidente que no termina; se repite una y otra vez; muero por estrangulamiento, decapitación, envenenamiento, punción, ahogamiento, sobredosis, atropellamiento, paro cardíaco, abollamiento, explosión, aplastamiento, operación en quirófano, mutilación, los miembros aparte, desangramiento, el desaliento. Saben de mí cuando les sirve. Me enseñaron. Sé satisface verse en otro muriendo.


Siento esos. No querer decir nada cuando se dice. Comprar sin recibir nada a cambio. Sacar el hacha. Llamar a quien sea y conteste la operadora. Medir dónde sería el corte. El exceso del tiempo. Blandirle el hacha una y otra vez en la sien. Comer un gran banquete solo. Saludarle a un sordo ciego a lo lejos. Compartir algo ajeno a su dueño. Ver la salpicadura de sangre en el aire. Vestirse en la playa nudista. El exceso del tiempo. Hablarle, preguntarle quién es, qué condenada mierda hizo en su vida. Ver la TV apagada. Imaginarse sus gritos, el ardor de su sangre. Administrarse morfina en un quirófano en coma. Adivinarlo vivo defendiéndose y riéndose de mí. Ir en el enatru público a solas. El exceso del tiempo. Remover el hacha atascada, respirar agitado, arrodillarse ante ese cuerpo inerte, sin explicación, con frío, sin perdón; no ver a nadie mirándolo; no es él.


No me arrepiento. Quizá hubiese sido mejor que me detuvieran. Encerrado hubiera aprendido otras cosas. En el periódico reseñan la muerte un hombre de treinta años. Tampoco es él.





  1. Anonymous Anónimo | 10:19 p. m. |  

    Un solitario periodista, editador, reportero... uno de los tantos nombres que se le da a los hombres de prensa... y mujeres también, para que no digan por ahí que soy machista.

    Escalofriante. Psicótico a más no poder. Qué frialdad para contar un asesinato sin sentido. Me recuerda a la confesión del monstruo de parcona.

    Me gustó la conversación del taxista mezclado con el recuerdo (o imaginación?) del ahorcamiento con el cable...

    Nada (que vanal es esta palabra), todo muy bien. Pero siempre se te pasan algunas tildes, mi estimado Jol.

  2. Blogger Jol | 4:20 p. m. |  

    Gracias. Es la madrugada. Quién seas, trabaja para mí. No es el nombre: de verdad todos están en tu contra.

    Yo también.

    Salutes, Butters.

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