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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Soledad en un día me dejo solo



Hace días me encontraba a la caza de la soledad. Ando por la arteria universitaria que siempre es la jungla y esconde mi presa. Varias personas en inusitadas apariciones son un embarazo; en esa ocasión solo quería estar solo. Los arbustos cambiaban conforme uno pasaba el tiempo en la universidad. Las caras de los universitarios cambiaban conforme uno pasa por la avenida principal, muchos lo conocen con un nombre que alude a tontería; yo prefiero denotarlo de diferentes maneras. A veces miro como los estudiantes se pasan horas desperezados en el lecho colindante al camino que seguía. Otras veces, no el día que recuerdo ahora y tampoco este día, me toca tomar el lugar de ellos. En estas veces, mirando al cielo, tal vez, paso el tiempo; y las obligaciones errabundas agitan mis pensamientos. No solo paso el tiempo sino que el tiempo pasa y, desgraciadamente, cobra tarde y montos gravosos, después de que el jubilo se ha ido. No es de extrañarse que paso desperezado sobre el pasto bastante rato porque me encuentro entretenido. Pero no conmigo mismo. Más bien, mentiría si sigo que solo veo a las ardillas y al cielo solamente. Miro algo más enajenante y pueril: un rostro. Por eso digo que me encuentro entretenido con alguien.

En ese día, de hace dos días, del inicio de mi relato, tenía muchas letras que recorrer con la vista, coger con mi mente y morder con los dientes de la memoria, sin terminar nunca de masticarlas. Me causaba hastío tener que estar ahí. Las respuestas son más numerosas que las preguntas en cuanto a lo que me inquietaba esa tarde que ahora recuerdo con nostalgia. Pero ese día seguía abandonándome en el camino. No encontraba mi presa, la soledad. Era una mujer muy extraña en este espacio lleno de vergeles juveniles y escenarios circulares, donde la desidia descansa jadeante. Desafortunadamente, no estaba a la caza de la desidia.
Las facultades, así llaman a algunos de los edificios universitarios, pasaban sin ningún apuro a la velocidad taciturna que desarrollaba con los pies; no tenía ánimo de tomar la dinámica de ninguna rueda. Los árboles deslizaban sus hojas por los soplidos del viento que anunciaban la caída del sol. El atardecer me encontraba cuando yo aún no encontraba a mi presa. La había buscado por todas partes a esta mujer; pero ni un cabello había pisado. A algunos compañeros, en ese rato, había inquirido acerca del paradero de la mujer. Nadie lo sabía. Yo estaba algo enojado. Quién diría que el verde constante de los arbustos de mi camino simbolizaría a la esperanza; la estaba viendo y perdía ya la esperanza de encontrara a la mujer desnuda esperándome con sus manos tiernas para tocar mi entrecejo e inundar mis pensamientos con sus letras. ¡Soledad! –gritaba en mi mente, pero no la encontraba en mi interior.

De repente, cuando no encontraba a la soledad, extrañaba a la mujer que más deseo encontrar en este camino que no acababa. La soledad sólo me sirve para poder aferrarme al conocimiento y explorar tranquilamente la literatura, hacer literatura. Solo ahí la mujer bondadosa, la soledad, extiende su regocijo para permitir mi estadía; sin reproches, sin ninguna atracción más que la de las letras. Pero la mujer que permite mi estadía, también con sustantiva bondad, es la más ardiente apasionada criatura entre mis memorias. Su rostro permanece dibujado cuando la recuerdo y cobra vida cuando la extraño. La puedo amar casi hasta perder la misma conciencia de hacerlo. Así no lo diga, la mirada dice lo que no digo y se advierte lo que ahora digo.
Al rato de terminar el camino, parecía infinito, estaba sentado en los exteriores de un aula. Seguía extrañando. Veía con recelo aquel rincón en donde un día estabamos sentados tratando de leer juntos algunos textos. Yo estaba en su pecho, abrazándola cariñosamente, desarropando sus labios con los míos, hacía pausa después de la lectura. Nos decíamos cuanto nos habíamos extrañado. Cada uno relataba lo que su jornada había sido. ¿Cómo estuvo el día? ¿Qué tienes que leer? ¿Cuándo te veré? Esa pregunta aún la hago ahora. Pero en ese momento que miraba aquel rincón la pregunta parecía esfumarse con el frenesí con que el viento sacudía mis papeles.

En ese rato, deje de estar sentado y cuando ya me decidía abandonar la búsqueda de la soledad; ella aparece con sus cabellos largos y el vacío mismo en su vientre oscuro a la espera de su cazador. Yo ya quería abandonar mi suerte para urdir sus cabellos con los trazos de mi lápiz en un boceto. Como toda presa solo me es necesaria para el consumo; cuando terminé de conversar con ella, la perdí de vista. Ojalá poderla, otro día, convencer de que me encuentre ella. Ese día sufrí mucho con su ausencia. Como desearía que ahora que está muda al lado del monitor, con los muslos lujuriosamente cruzados, pueda leer esto y cumpla con mi propuesta.

  1. Anonymous Anónimo | 4:32 p. m. |  

    Que dilema... dos mujeres q extrañas. Al menos tienes el recuerdo más fresco de la "criatura". En lo que respecta a la otra, no te preocups, a la señorita soledad siempre la vas a encontrar... tan solo se hace la dificil.
    Y por cierto, por todo lo q cuentas, d hecho q la criatura tiene conciencia de q la amas aunq pierdas la conciencia misma de hacerlo (y es un hecho q se nota)

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