Chiquillo
1
Mi mamá no hizo el amor. Hizo el odio y yo nací. A unos meses, me contó un señor, me abandonó donde un vecino que no quería criar hijos. Creí era papá por un año. Cuando una noche se enfadó por algo en su trabajo, lo supe y dormí en el carro. Me llevaría al orfanato municipal porque él no podía conmigo. El día que me llevaron al orfanato lloré mirando por el parabrisas como pasaban los carros.
Me adoptaron unos señores buenos, amables conmigo. Ya tenía siete años. Supongo me dolió mucho dejar el centro orfanato. Varios amigos no fueron adoptados y otros de ellos fueron llevados por la Iglesia. La madre nos hacía aprender a escribir desde los cuatro años. Fue útil para nosotros y años más tarde nos gustaba escribirnos cartas. Al menos, todos éramos nueve bien chíbolos.
Mis padres nuevos me acostumbraron al trabajo desde que llegué a su casa. Me hablaron con cariño que iban a empezar un negocio y necesitaban dinero. Pronto me podrían a estudiar en el colegio, me decían. Tuve hermanos de estos padres a montones. Esta vez todos éramos diez y hasta formábamos equipos para jugar pelota. Todos nos llevábamos meses y, en un par de casos, un año. Jugábamos siempre que los padres salían con nosotros a las canchas, a veces por el barrio, otras más lejos. Los padres no nos dejaban salir sin ellos. Siempre decían que afuera era muy peligroso. Uno de mis hermanos le amargaba esto de no dejarnos salir y desobedecía en otras cosas a los padres.
En el orfanato, me habían enseñado que tenía que conversar con unos señores que irían mensualmente a la casa de la familia que me adoptaría, porque ellos se encargarían de cuidar que me tratasen bien. Esos señores irían durante un semestre entero.
Mi hermano una vez que estuvo amargo porque le regañaron se peleó con el menor de todos, quien era menor en un año. Esa misma tarde, ya calmado, me enseñó un libro extraño y grande, muy distinto de lo que los padres nos leían a veces por las noches y que leíamos por nosotros mismos por las tardes. Tenía fotos y se veían claritas. Eran de mujeres y niños, más de mujeres y niños. Estábamos muy asombrados por haber imaginado antes chicas y niñas tan diferentes a las que aparecían. Para todos nosotros ellas eran de cabello largo, siempre calzaban zapatos con tacos altos, siempre tenían carteras e iban maquilladas. En las lecturas que hacíamos de libros amarillentos, no había otra forma de imaginárnoslas.
Nuestra vida fue en una casa enorme. Sería común a lo que los padres nos enseñaron. Desde las ocho de la mañana cogíamos unas cajas marrones, cintas maskingtape; llevábamos carritos de esos que habíamos visto algunos sábados con los padres en unos mercados con mucha gente; después nos poníamos de pie; y armábamos unas cosas parecidas a los envases de plástico que las monjas del orfanato guardaban en la alacena. Una vez terminadas de juntar las cosas, las guardábamos en las cajas que apilamos al inicio en columnas. Hacer esto nos aburría si no era porque los padres cambiaban estas cosas por otras luego de enseñárnoslas a todos desde unos camiones grandes. Además nos entreteníamos con nuevos juguetes cada semana y algo. Los libros, por lo contrario, eran los mismos e igual los leíamos repetidos. Así veía a mis hermanos leyendo los domingos y varias tardes cuando ya habíamos terminado de armar las cosas y ponerlas en sus cajas.
A los diez años, los padres me dijeron cuando estaba en mi cuarto por la noche que estaban apenados porque algunos hermanos tuvieron que irse de viaje. Ambos me abrazaban y al oído me decían que me querían, papito. Les preguntaba por qué y se echaban a llorar y sol decían te explicáremos cuando crezcas. Siempre andaban sonrientes y dulces de un lado para otro, bondadosos si uno de nosotros cometía una falta en frente de todos se le acercaban y le decían con voces inimitables está mal por favor, papito, no lo vuelvas a hacer. Un día supimos que la madre estaba enferma y que se moriría en cualquier rato. Por este peligro, no hagan cosas malas pues es muy duro saber que jamás los volveré a ver.
Mi hermano algunas veces cuando orinaba me decía para qué lo tenía entre manos. No te entiendo, le respondía. Es que anteayer me ardía y se endurecía, contaba. Le respondía a mí también. Le conté ya había leído en el libro menos amarillento que me pareció que un personaje hombre hizo algo con esto, pues el texto más o menos decía algo de sus piernas debajo de una mujer mientras estaba muy cerca con ella. Mi hermano contestó seguro ella estaría enferma y el señor era doctor. En otro libro había leído que un buen método era asistir al paciente cogiendo por debajo de sus piernas. ¿Pero usaba esto? Le preguntaba. Seguro que sí pero no decía nada más el libro. Comencé a reír y aún ahora no sé por qué. Lo que sí le dije entonces tendríamos alguna herida. Me respondió pena que ya no podremos preguntarles a los hermanos por si también esto les ardía. Ese día nos escapamos de la casa. Por un libro supimos que fabricábamos. Por oídas detrás de los cuartos de algunos hermanos, nos enteramos que ellos eran asesinados en el patio. Tenían razón los padres al decir que afuera era peligroso.
Tratamos de escapar con los demás hermanos pero luego nos dimos cuenta que los padres nos observaban. Nos daban miedo desde que imaginamos cómo asesinaban. Primero, se los decían a ellos en sus cuartos. Segundo, siempre sospechamos que los sacaban por la madrugada ayudados de los señores de los camiones. Tercero, afuera debería haber con qué hacerlo sin qué haya bulla ni se despiertan dudas. Cuarto, siempre sonreirían mirándonos atentamente. Todas estas cosas no las creía mi hermano una vez las conversaba conmigo. Pero yo le insistía en que era muy posible según este y aquel libro. Más de una vez espetó qué pasaría si me equivocaba. No lo volvió a hacer después que unos tres días antes de irnos vio, por un quicio que hicimos a una tabla en una de las paredes tapadas por las columnas de cajas, cómo, recuerdo bien, con sus propias manos los padres arrancaban las vísceras del pecho de uno solo luego de abrírselo con una cuchilla de mango blanco, no lo olvido. Mi hermano seguro, tampoco con la impresión y el lloriqueo a un lado, con la boca tapada. Nos escuchaban y ya sabía, a pensar cómo no dejarnos llevar.
El plan lo urdimos escribiendo y dibujando en papeles que escondíamos dentro de los libros. Éramos solo cinco de los diez hermanos. Saldríamos por la mañana porque descubrimos que los padres debían estar durmiendo durante ella. Las madrugadas se las pasaban despiertos muchos días. Pero no todas, escribió mi hermano en una de las hojas. No había tiempo para saberlo todo ni para hablar sin escribirnos.
Cada hermano tenía su cuarto. Con el tiempo los cuartos de los que se fueron de viaje, fueron ocupados por cajas de las que jamás supimos qué llevaban dentro. Oriné bastante ese día para asegurarme que no me dé ganas luego. Estaban en otro cuarto por ocuparse de un hermano cuando nos arrastramos creyendo que así no haríamos bulla ni seríamos fácilmente vistos. Con mucho cuidado, como días atrás veníamos practicando, retiramos las cajas que ese día habíamos vaciado. Me corté el antebrazo con un vidrio y me rasguñé nada más otras partes del cuerpo. Más flexible mi hermano, salía ileso ayudándome a trepar las paredes. Pronto llegamos un muro grande por el que atravesaríamos hacia una casa vecina. Escuchamos pasos cuando yo tiraba de sus brazos ayudándolo después que a patita de gallo me impulsara. Corrimos tal a lo planeado separándonos y así confundir a los padres en direcciones diferentes, siempre y cuando ya nos hayan descubierto. Los vimos de lejos. Fue la primera vez que no los vimos sonreír.
Le dije no sea tan idiota de dejarse atrapar así no más. Me dio de patadas porque no era necesario. Pondría todas sus fuerzas por si alguien trataba de atraparlo, como lo hicieron tres hombres altos, como me había escrito. Golpearía, escupiría, gritaría con fuerza que aún no tiene, según decía en una hoja amarillenta y sin que haya rastro de que así fue. Murió de un tiro en el cráneo; era él de acuerdo a su nombre y cara en la foto de un artículo de periódico.
Lo vi por último alejándose dando brincos a mi izquierda. Me tiré de un piso a otro y me dolieron las piernas. Debajo de un carro me las estuve sobando, lagrimeando, con palpitaciones como no recuerdo volver a sentir. También temblaba. Llegué luego de correr y sobrevivir a una caída desde otro piso. Me oculté allí debajo porque lo primero fue tener miedo por que me encuentren. No pensé en pedir ayuda quizá porque no vi a nadie cerca.
Los padres celebraban nuestros cumpleaños siempre. Eran días en los cuales jugábamos en el espacio grande al fúlbito. Mis doce años recién los celebré debajo del puente antes de llegar a Barranco. Después de una hora salí del carro y corriendo tomé el primer micro que vi. Fue el primero que me llevaba solo. Le di un coscorrón sonriéndole antes de irnos del baño e ir al hoyo y escapar. Nunca supo para qué sirve esto, a veces pienso cuando vuelvo a tenerlo en manos. Lo planeado fue esperarnos en una tienda cerca de una galería en el centro de la ciudad, lugar donde los padres habituaban llevarnos. Si jamás, le escribí, encontramos el lugar después ya veremos. Ninguno de los señores me ayudó siquiera por verme cochino. A nadie le pedí ayuda. Y escondí el miedo. Esto me enseñaron en el orfanato, a desconfiar mucho de la gente de la calle. Le dije al cobrador ya no recuerdo qué y salí disparado a un lugar que jamás había visto. La promesa que le hice no se cumplió.
2
Tocaba guitarra imitando a cantantes de la radio. Cantaba algo mal. No me daban dinero. Alguna vez me lo dijo un cobrador en voz baja. Otra subí como cualquier otro día cerca al mediodía. El conductor por poco y no me deja subir. Iba aburrido. Este trabajo ya me cansaba. Al frente, esta chica miraba a alguien tras de mí. Solo cuando tocaba pasar por ella supe me miraba; nadie estaba tras de mí. Tenía cabello chico, no llevaba tacos, ni cartera, y sonreía, diferente a las de los libros. Echaba unas monedas en una gorra. Antes que caigan me preguntó cuánto me tomó aprender la canción. Quedé en silencio sin mirarla para que se le vaya la confianza por que esperaba respuesta. Giré para irme confiado, pero ella volvió a hacer la pregunta en un tono más alto, pero seguía sonriendo. Giré sin pensarlo y dije claramente, ayer. Vi sus ojos grandes parpadeando lentos. Le sonreí y siguió sonriendo. No dijo más. Me alejé dándole la espalda hasta bajar. Una vez en la calle rompí en llanto.
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