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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Al éste

Algo de ayer, algo de hoy, poco de mañana
ida tras regreso; detrás, más días
sin enumerar
ni un orden.
Entreverar hasta que la verdad nos vuelva a tomar,


y así podemos seguir, sin detenernos mucho;
el bólido público ya vendrá a nuestro paradero (éste)
subiremos sin ahuyentarnos de los cretinos,
y aceptar la ruta, no sabemos si definitiva.


Por algo de hoy, solo de dar vueltas envueltas en las cuatro ruedas,
ojalá sea finita.
El mareo vendría y no podemos estar con ida tras regreso.
Algo se ve cuando terminamos de ver la ida,
se escucha algo cuando terminamos de escuchar la ida.
Es un grito desesperado por un auxilio,
lo sé porque me vi con miedo y,
sobre todo, porque yo pronuncié
i – da.
Me escuché y sé que no terminé de pronunciarla.
Hasta que no supimos dónde
quedaríamos si había mañana;
y no dejará de haber mañana.


No, no, ningún orden.
Solo sabemos que se ha dejado el último rezago en el camino,
ayer de tantos ayeres y hoy...
Subimos de nuevo al bólido
El boleto: Ida tras regreso; detrás más días: código: 28/07/07

Ruben

Háblame más... y más...,
que tus acentos me saquen de este abismo;
el día en que no salga de mí mismo,
se me van a comer los pensamientos.

Humorada

Ramón de Campoamor








Era como eso de hablar de un montón de sonseras juntas y decir sí a todas ellas, como si nadie tuviese diferencia entre lo que opina y lo que opinan todos. Pero, sí, si me preguntan qué es de toda la gente sumida en alguna ocasión casi siempre tendré la misma idea, una gran fiesta de disfraces donde todos lucimos alguna máscara que tapa a una máscara, encima de otra máscara... es que es imposible saber dónde está el rostro. Ya es hora de parar de pensar en sonseras, mucho ya hablé y escuché. Mejor me voy de una vez de la habitación, es muy tarde... He salido de la pensión para ir hacia uno de los muchos parques que abre por aquí Jesus María; nadie lo sabe pero todo este ámbito caótico de personas caminando, automóviles lerdos caminando con las llantas y arrastrándose por la cuarteada vía de cemento, el niño sin ningún aliño –con su bolsita de caramelos, “me puede comprar un caramelito, diez céntimos”, qué pena, qué pena que éste ahora arrinconado contra la pared, contra su bolsita de terókal–, la señora del ‘chifa al paso’ y sus comensales apurados y demás personas personifican la característica muy particular de esta ciudad que no es del país del nunca jamás sino del ‘jamas’ nunca: “putamare, Aurelio, acá jamas recién cuando a la tía ‘Kung Fu’ algún chino de ‘mala muerte’ venga y la llene, pe”. No solamente es cosa de tener hambre y siempre tener hambre, es más bien que el hambre trae otras cosas, muchas que hace que este variopinto lugar no sea parecido a otra cosa que esta ciudad.


Como dije he estado algo hartado del colosal teatro que arman un montón de charlatanes cuando se les dio por casualidad conocerte y saludarte, glorificarte y cagarte. Porque esa es la verdad de lo que pasó el otro viernes por la noche en el centro cultural. Desde hace unos tantos años que ya no recibo clases sino que ahora estoy más junto a la pizarra. Pero, ahora hay bastante tiempo libre, no quiero hablar de eso. Sin desviarme, muchos amigos de Carla asistieron a la presentación de la novela de Hernando Dávalos; él es muy amigo mío, pero no de aquellos amigos. Porque, en realidad, no vinieron a apreciar su obra, más bien me han estado preguntando durante toda la noche, preguntas tan atrevidas que al final le dije a Sonia que de una vez paré un taxi y nos vayamos. Ahora en el parque ya no hay mucha gente, y las palomitas se han ido porque las palomitas de maíz también se han ido. Estoy algo confundido. He venido aquí y recordando el incidente del viernes, estoy escribiendo el primer capítulo de la siguiente novela. Los años han pasado de forma muy larga pero con tiempo muy corto, no sé pero estamos ya con tres años. Todavía recuerdo lo mucho que me miraba, lo nada que sabía.

Un montón de alumnos recién ingresantes con un montón de palabrotas en el patio de la facultad: riendo, bromeando, chismoseando, están felices. Así recuerdo este recuerdo como si tuviera de él una fotografía; pese a esta impresión, puedo ver todas los jeanes y los polos relucientes. “Ana, y pucha qué vas hacer más tarde... así que vas a Derecho... sí derechita vas a venir después”. Todavía escucho de nuevo lo que le decía Andrés; sí, se había fijado lo simpática que era, lo bien que olía, lo rico que se le escuchaba –tenía la voz como de aeromoza–; con eso el chino Andrés quería irse a volar sin alas. Yo estaba junto a él y le seguía la conversación; como jugando, conocimos a Carla, Valeria, Luis, Jorge, Hernando. Son tantos nombres; los nombres sí están difíciles de recordar. De este modo el ciclo se iniciaba. Tenía tantos amigos que ya era hora de buscar libros, total para eso uno va a la universidad, peor si desde chiquito –así de grandota le oí la frase a la vieja– leí antes de hablar.

De repente te veías con un gran horario y muchas cosas que hacer. Libro para este tema, este tema de este libro para este otro tema, “saben, ahí tienen sus exámenes, el tema de la siguiente práctica es el Positivismo y su influencia en la Ilustración” –el profesor nos tenía muy aprensivos con la noticia–. Es curioso, pero la gente cambia, debería cambiar pero a veces parece que cambiará solo un mal hábito por otro mal hábito: hay los suficientes botes de basura, pero tanta flojera tiene la gente. Hace bastante calor, ya han pasado como tres horas, según este citizen de platino pelado, debería comprarme otro. Sigo escribiendo, lo del hambre no importa porque he comido en el desayuno –sé que está mal tragar en un desayuno, no quería comer en la calle–. Me quedaré un par de horas más. Una vez que los amigos que conoces en un comienzo en el camino se van desconociendo, solamente te acompañan algunos, esto no es una grandiosa verdad. Por algunas experiencias se sabe. Iba aprendiendo que podía terminar e iniciar una semana entre vaso y vaso, libro y libro, era lo normal: es cuando la bebida se vuelve parte de la formación universitaria, pasó cuando la formación universitaria se volvió parte de mi vida; y yo, parte de mi vida.


Hasta ese entonces no había habido tantos ratos conmigo mismo, tanta soledad; porque recuerdo haber extraído varias ideas de algunos poemarios que leía de personajes que conocía en cuentos tras cuento, novela delante de otra novela –un ejemplo podrían ser las narraciones de Saramago o las de Bellatín–. Tales ideas me enseñaron todo en un algo: cuanto más me asociaba a los libros, más me disociaba de los universitarios que iba conociendo. Pero, lo más curioso, era que se presentaba la oportunidad de querer arrebatarles alguna conversación o solo un comentario de cosas de la universidad y también los encontraba conversando con libros, separatas, informes. La vida de muchos de nosotros no había sido nuestra hasta que llego el momento sentirnos que puede ser nuestra, más nuestra que nunca. Así fuesen humanistas, científicos sociales, ingenieros. Aunque estoy exagerando, de todas maneras varias veces se presentaba una oportunidad y dejaban entre un separador y el arrastre de un dedo las páginas.

Me dirijo hacia la pensión, por allá por Cuba (no quiero decir avenida porque suena muy de guía de carreteras). Ahí terminaré de avanzar la novela. Recuerdo cuando empezaban las actividades ya más formales para todos; no faltaba el amigo que tenía su amigo, de una prima, de un amigo que enviaba una invitación (la invitación a veces era un poco más directa): fiesta de cumpleaños. En esta pequeña sociedad de amigos se daba una constante: ir ya con ternos, bien vestidos –me recuerdan a los quinceañeros, a los bautizos–, vestidos vistosos para las mujeres. Saco, camisa, tricota, chaleco, zapatos como no se tuvo otros, corbata, este mi problema. Las corbatas las vendían en las grandes tiendas de vestir y con esas tiendas un montón de marcas; esto de escoger no era tan difícil –nunca faltaba algún familiar que sepa de estas cosas–, lo difícil era que las corbatas no venían para que uno se estrangule y ¡morí!, se acabo. Venían sueltas y había que hacerles el tan famoso nudo. Cómo anudar y que tus compañeros en la fiesta no te vean con mala cara, que las chicas, pues, no esperen a que te vayas, después de saludarte atentamente, al tocador y vayan retocándose los pómulos como retocan y retocan el nudo de zapatilla que tuvo la corbata. Por suerte cuando una ocasión como esta no puede pasar muy desapercibida, entonces llega el momento de ser un caballero y, como en tiempos de Lancelot, se tenía que otorgar la espada; por estos tiempos se otorgaba la corbata. Derecha, izquierda, medio, derecha, y ¡hualá! No. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, no. Derecha, izquierda, al medio, jalaba y tiraba, sí. Recién en una cuarta ocasión de marear a la corbata y al fin pude llegar al nudo. Después tocaba llegar a estas reuniones: platicaba, bailaba... para bailar necesitaba relacionarme con las mujeres. Ese también es un recuerdo que maniobrar.

Las chicas de la universidad, aunque no son tan chicas; mejor, las jóvenes de la universidad se conocían lo suficiente como para establecer los parámetros de relaciones a los jóvenes. Mantenían su distancia, en su mayoría, muchos compañeros míos tenían que acortar esa distancia con saltos si se pudiesen. Había, en cambio, un puñado mínimo (la mano de un niñito) que tenía una apariencia bienvenida para las jóvenes, algo así como un letrero (“te doy cincuenta soles apenas te acerques”). Había muchos casos, de los cuales nunca supe cuál fue el mío. Por esto supongo que me viene bien escribir al respecto. El chino Andrés era muy hábil para estos asuntos; si los casos de muchos tenían un cartel escrito indeleble, el chino podía borrar el suyo y poner lo que le venía en gana. A él le había pedido que me enseñara cómo cambiar el mío, ya que parecía que tenía las letras que aprendí a escribir cuando niño (muy regordetas, otras muy flacuchas). Unas cuantas conversaciones, dejar de hacer caso a las novelas, caminar con él y aprender algunos de sus movimientos. Me presento a una amiga suya llamada Alejandra. Con ella salí unas tres veces, a caminar, al cine, a conciertos (le gustaba escuchar The elevators, Akazam, This lie is life, Praga, Elena Rodríguez, Los insolentes, les criminels y otras bandas e interpretes, pero si el asunto era bailar prefería la salsa, el merengue, el latín). Me divertí de tanto en tanto, pero gran parte de mi relación con ella fue que yo era un recipiente y ella algún líquido: yo solo la contenía por unos momentos, solo era para recibir la forma que ella le pareciera. Estuvimos a punto de besarnos una noche, pero desistí en el momento de verla con una cara que me decía “no quiero besarte pero anda aprovecha”. La separé de inmediato, y me fui a casa. Andrés comprendió que con el sexo opuesto estuvo muy opuesto a mi forma de ser durante el colegio y todo lo de antes. He escrito lo que resta aquí en mi cama, cada vez estoy dando a emerger una joroba más grande entre mis hombros.

"No, no, no, no. Es ella. Estuve dando vueltas y vueltas alrededor, sin buscar nada, solo fui a seguir, seguir. Todos nos detenemos, pero igual seguimos porque no hemos muerto, al menos no nos sentimos muertos. Así me siento ahora, no sé por qué. Allí está: un mechón suicida se avecina contra el abismo, su pecho, su espalda; una vez muerto, se deja recoger por el aire. Cómo quisiera ser aquel que le quiera resucitar, recoger ese poco de cabello. Es un cabello hermoso, muy hermoso; nadie se da cuenta de eso. Ella se acerca y muda me susurra muy apenitas que vino por mí, que todos siguen y siguen, no se detienen. Veo todas las cosas difusas, contornos como movidos por la crispación de las aguas en una pecera. ¿Es una sirena? Veo a un caracol correr con un montón de mariposas, el caracol vuela corriendo con las antenas; de pronto es como si viajase, me caigo, siento que me caigo; ella se quedó en el aire, parada en el aire. Y yo he seguido cayendo y de repente me guardo en una caja, para abrir una caja dentro de la otra; me vuelvo a guardar en una caja que no tiene nada que ver con las dos porque esta es más grande; cada vez que entro a más cajas, no sé a cuántas llevo entrando, la caja que me cubre luego que entré en ella es más grande. No me veo, de pronto, más a mí, solo veo una caja con papel de regalo. ¡Oh sorpresa! Abro la caja y revive la imagen de mis cinco años y la única caja de regalo que abierto en toda mi vida. Ella no estuvo en mi cumpleaños, ahora está aquí; la veo sonriéndome, con esa casaca marrón y el jersey negro”.

Me quede dormido con el lápiz, un par de cigarros y el cuaderno. Según retomo las líneas, Andrés era así porque tenía algo que muchos no teníamos: agallas. Si algo aprendí de él, fue solo eso. De nada me sirvió tantos modos de hablar, ni de vestir. Pronto me percaté de que solo podríamos ser atractivos a las mujeres si es que quitáramos la tapia que nos separa de ellas, que nos separo de ellas durante todo el pasado. Conforme a sus intereses podía serle no de mucho interés a alguna, y poco importaba. Una vez estando en la biblioteca, pensé esto como debí hacerlo hace tiempo. Ya por ese entonces empezaba a escribir relatos, ensayos, poemas. Los amigos y cercanos se enteraban de aquello: les compartí algo de lo que producía. En medio de todo esto, ya no me inquietaba mucho el asunto femenino y no era, por tanto, de cabecera como los libros que iba comprando, los discos que iba coleccionando.

Un buen día pueda ser de contraste a lo que afirmé. Estaba escribiendo, voy a ver si lo puedo reproducir, acerca de los nombres en una de las aulas vacías de la facultad. Cómo así. Era más o menos incomprensible el que yo me llame con un nombre que no había escogido, lo habían escogido mis padres. No sé que habían pensado al ponerme como me llaman, no se los he preguntado. Qué sucede con los nombres realmente, así escribía en una hoja, ¿acaso tienen algún significado antes de que recaigan sobre algún individuo? ¿Qué pasa si el individuo no es necesariamente como el nombre significa? Algunos nombres que haya leído tienen significados muy puntuales; pero de todas maneras nosotros que seremos padres y nuestros padres que fueron hijos no van poner ‘Carlos’ a una mujer, ¿verdad? A esto muchos pueden decir, claro. Pero qué con el nombre ‘Alex’; estuve leyendo la guía de teléfonos y en más de una ocasión encontré que se le ha puesto tanto a mujeres como a hombres. Así deben haber muchos otros nombres que... Había extendido los nombres hasta el aula, la clase ya había terminado, cuando alguien se había quedado mirándome, como si fuera alguien raro, muy raro. Me levanté de mi asiento y no pude articular palabra, solo quise ir por todas mis cosas y salir rápido.


–Espera, te olvidas de este lápiz, ¿es tuyo? ¿no?

Ese lápiz no podía ser mío, de ninguna manera, cómo, sí. Lo hubiera perdido, me lo hubieran robado; ¿por qué? ¿Por qué? No, mejor no me lo hubiera olvidado, nada más. Me había estado poniendo nervioso en vano. Cogí el lápiz y ya quise irme de una vez.

–Oye, pero has estado muy distraído; Eduardo me dijo que te diera su lápiz, ¿por qué lo cogiste? –Los ojos prendidos, los pómulos levantados por esa sonrisa imponente.

Era de Eduardo, era de Eduardo. Me había jugado una broma la muy. Ella era toda sonrisas, con esa extraña casaca marrón y el jersey negro; algo blanca, algo negra: Había sido muy atrevida, bastante atrevida para mi gusto, lo suficiente para mi disgusto. Se presentó, se disculpo, y me estuvo preguntando cosas acerca del curso. Con Eduardo me había estado mirando toda la clase: como hablaba solo, escribía y escribía. No me había fijado en esto, y mis pensamientos habían llegado hasta el nombre bíblico de Eva. Sonia era una mujer algo atípica, como muy pocas. Recogía muchos de los lados de las mujeres más imponentes y de las mujeres menos vistosas, por eso era como un mosaico. En algunas situaciones era tímida y prefería guardar silencio. Pasado tres años recién por presa de una broma pude conocerla.


Pasaba el tiempo y un pasatiempo permanente se hacía un espacio junto a los libros, los discos: mi enamoramiento. Y cómo así tuve que asociarme necesariamente con ella y nada más con ella, no más con otra mujer. Pues, no me preocupe por hacer nada, no puedo decir francamente el porqué preciso. Todo pasaba como por obra de una consecución, como que un rato con ella, le seguía un rato solo, un rato haciendo mis cosas, otro rato con ella. No pensaba mucho. Podía seguir escribiendo acerca de muchas cosas, pero cuando pensaba en ella, sus pensamientos, sus formas eran muy desafiantes: no me atrevía a decir nada. A veces me esperaba junto con sus amigos, con sus amigas. Después de estar poco menos que juntos, me atreví a jugarle una broma en pago a la broma que me jugo el día que me enteré que Sonia era un nombre de una mujer que no esperaba conocer, un nombre que no tuvo significado antes de tocarle a ella.

–Me has dicho un montón de veces que no te gusta esperar, ¿no? –Le he dicho muy serio, de tal con la cara de dar un pésame.

–Imbécil, llegas tarde y quieres que no me enfade; encima tienes esa conchudez tuya nada más –exaltada, la frente está con muchos surcos.

–He llegado tarde, siempre quiero llegar tarde –me acercaba a ella–; pero no me lo permiten. ¿Me podrías permitir llegar tarde? –Le cojo el brazo derecho–.

–¿Qué clase de cojuda crees que soy? Y suéltame, qué tienes.

–Gracias por dejarme venir tarde... Son las siete de la noche, Sonia.

–¡Idiota! Ya casi son la nueve y media, ¡te he estado esperando!

No había notado nunca que eran la siete porque estuvo esperándome en una librería que, a su vez, era sótano de un edificio; les había pagado a todos las personas que estaban a su alrededor para que les dijera la hora aproximada a su reloj adelantado. Me tildo de majadero, desquiciado, idiota, y de nuevo, idiota. No solamente me las había arreglado de esa manera, sino que la estuve siguiendo desde el mediodía para percatarme que no recuperará la hora correcta. Después de que me estuvo empujando, la tiré hacia mí y le pregunte por qué tanto me esperaba, por qué tantas horas... No me supo contestar y entonces la sentí tímida como otras veces, la circunscribí con los brazos y... En la pensión ya no hay nadie. Un martes por la tarde todos los inquilinos suelen salir a trabajar o quién sabe que harán.
Ya he empezado a comprender que no tiene caso que me enfade porque existan tantas personas sin caras y con muchas máscaras. Creo que lo que me resta de vida y la que tengo se detendrá moviéndose, así recuerdo que lo pensé en otro momento. Sonia ha venido. Ha estado leyendo los capítulos escritos de la novela, se ha disculpado por lo de los amigos de Carla; yo le he dicho que está bien: cómo sería la vida si fuese como Disneyland. He comprendido que me asienta bien mi disfraz y que no sé si mi cara será la que ella degusta y de la que dice que le gusta. A quién le interesa. Sonia se va a quedar a dormir hoy aquí; la novela se va a quedar aquí.

–Ruben, y ¿cómo así se te ocurrió escribir de esto?

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