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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

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Oleada alienada


"El amor es una línea. Una sucesión de puntos trazados sobre el plano
de la existencia. Imposible saber en qué punto empieza, en cuál
termina, cómo independizar un segmento de otro si todo parece
ser un único trazo continuo. Al azar con los ojos cerrados, dejo caer
índice sobre un punto cualquiera de la línea.
cae en los seis meses cumplidos en Busardo. ¿Puede ser ése
un comienzo? Es probable. En todo caso, al igual que todos
los recuerdos, ése también era vago, cubierto por una inevitable
neblina, sin contornos, con apenas un objeto sólido recortándose en
medio de lo difuminado: el sol."
Iván Thays, El Viaje interior




"Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhoaaaaaaa" – reverbera durante bastantes minutos en los oídos de Sebastián, el sonido lo atrapa en las viejas paredes de la casa de su tía Marcela. Sus tímpanos hacen de espacio golpeado por las resonancias de las voces. Los ruidos abandonan sus pensamientos, las imágenes se rezuman entre las agrestes fibras capilares. Los sonidos se semejan a los que uno siente después de haber sido fulminado por un sonido de alta intensidad y suprime todos los demás por la incapacidad de distinguir entre ellos. El tiempo pasa...
–Esto se está empeorando, no puedo seguir, ahora ella...
El viento se pasea por la ciudad arrastrando con él todo el poco barlovento extinguido del hogar de donde provienen los humos impuros, contenidos de nicotina, hedor, suciedad, polvo y cuanto desperdicio gaseoso se levite para acabar entre las poco altas cuasinubes. Los truenos son angustiosos y discontinuados huéspedes en la casa de este cielo grisáceo percudido por todo tipo de manchas. Los arco iris son desquiciadas curvas por estos lares, los posibles psiquiatras para arreglar el asunto podrían ser pinceles provistos de acuarela y el ingenio de un gran pintor. Una oleada incolora se precipita en picada, se estrella con, al parecer, un pasadizo serpénteante.
–Te miro y poco puedo hacer; que tanto podrías estar conmigo, amor –acaricia sus hebras con los labios, suavemente, casi como un escultor a su más grande obra maestra.– No puedo porfiarme menos, te tengo y pierdo cualquier momento por volver a saberlo –ahora traslada su boca a la boca de su compañera, sus manos juegan a las escondidas con el torso descubierto de ella.
–Sebas, realmente tanto puedes decir, realmente, me conmueves; no comprendo como puedes decirme eso. Te recuerdo que no es mucho el tiempo que estamos juntos. Pero yo también te quiero, siento que te necesito para cualquier cosa, Sebas – su voz es una alondra en su vuelo que planea con grandes piruetas y musicaliza a Sebastián. Brenda se defiende del ambiente con un camisón crema largo que logra tapar el inicio de sus jeans azulados.
–Es verdad, que mierda me estará pasando, pero es lo que en este momento siento, Brendita; más bien, cuánto tiempo seguirás acá por el barrio. Ya es tarde tus viejos te deben estar llamando –él se distiende con la cabeza caída a la expectativa del reloj en su muñeca izquierda, preocupado; no evita una zozobra instantánea anunciante de la despedida.
–Pucha, es cierto, hoy tenía que ayudar a mi hermano en unas tareas que le han dejado en su cole. No hay de otra, Sebitas. Mañana te llamó en cuanto pueda, porque antes tengo que recoger unos documentos al Bellas Artes y para lo que te había contado ayer.
–A ¿sí?, verdad tienes que presentar eso en el taller para que te acepten en el taller de grabado.
–Sí, ya pes, entonces nos vemos mañana –abandonando las nativas de su territorio corpóreo, pero besándolas; levanta la vista, antes estaba mirando el reloj de Sebastián, y se acerca tiernamente a los oídos de él, musitándole con la voz virulenta de brevedad.– Oye, amor, mientras te vayas de mi lado pintaré otros cuadros, espérame –lo besa con atrevimiento, rasgando su epitelio a con los caninos y gira en su sitio; apresuradamente, se despide con un chao y abandona el pasadizo, un pasaje rodeado de bastantes casa pequeñas coloridas de los arco iris cuerdos, dirigiéndose hacia la boca del cruce del pasaje con una calle y otros dos pasadizos.
Los jóvenes tendrían unos veintitantos eneros; se habían conocido en la universidad de Holistica, quedan a pocos minutos del barrio donde viven. El distrito donde viven se caracteriza por los enormes algarrobos en su avenida principal, "Octava Avenida", a su vez los jardines sembrados al pie de esos árboles adornan alegremente las bancas entrecruzadas de las veredas aledañas. Tanto Sebastián como Brenda habían crecido todas sus vidas en ese distrito pero hasta no encontrarse en la universidad permanecían distanciados por el desconocimiento. Se engendraba una multitud de ciclistas por las vías de la berma de la avenida principal. El motivo parecía ser el aniversario del distrito y las celebraciones ya no se hacían esperar. La gente convidaba en grandes reuniones en las iglesias, los clubes, las casas. Tiempo de fiesta que pasó rápido para Sebastián. La producción de su novela atareaba su tiempo.
Después de bastantes lunes de concluida la novela, Sebastián se encuentra con un suceso desgraciado.
–Cómo pudiste olvidar el encargo, Oscar; acaso no te has percatado que hace semanas termine el libro y necesito publicarlo cuanto antes.
–La editorial no quiso aceptar las negociaciones que habíamos pactado, Sebas. No podías insistir en seguir con esa oferta que te hacía; no ganaríamos nada ni con la venta de mil ejemplares, entiende.
–Yo creo que ganábamos un poco; yo solo quería reproducir mi obra en otras ediciones, que puto eres, acaso pensabas que iba a ser tu gallina de los huevos de oro.
–No cojudo, ya cálmate –enterrando la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta negra, saca una cajetilla de cigarros; hace sobresalir con los dedos dos cigarros, acercándole la cajetilla le invita uno de los filtros.
–No quiero, gracias te faltan, imbécil –al terminar el último silabeo la sáliba es expulsada en un mediano escupitajo; cae con violencia en el rostro del otro– qué carajo te has creído muy cretino.
–Si vas a seguir así, y no te, calmas no veo el porqué de continuar con esto; se acabo entonces nuestra sociedad está deshecha, consíguete otro representante, idiota.
–Anda lárgate de una vez que pierdes la oportunidad de mantener un rato más tu cara –con los ojos estrellándose, como dos proyectiles a quemarropa, en la sien del otro.– vamos cobarde que esperas.
Oscar suelta una carcajada antes de irse y dejar hablando a Sebastián; estaban discutiendo por los jardines de la iglesia distrital. Sebastián recoge el cigarro ofrecido por Oscar; terminó ahí luego de una bofetada a la cajetilla. Ya era tarde en ese momento, el sol de primavera se encontraba en su equinoccio más tardío; se dirigía nadando entre las nubes, reptadas por los vientos. La noche hacía su llegada, una vez más, como algunos lunes rejuvenecidos por sortilegio extraño. Los grillos se ocultan saltando entre los arbustos de cipreses del barrio de la octava avenida. Las tórtolas abrigan sus nidos con cantos dulces de aire nocturno. Crepitándose la nicotina en el extremo del cigarro se transforma en viento ruin y nebuloso; parte de la cercanía de una rama y se eleva con la respiración de Sebastián. Tantas jodidas hojas avance durante cerca de seis meses, casi año y medio –habla en su cabeza con el apremio de comunicarse con su conciencia.– He tolerado esta semana de infierno: mis viejos jodiendo, mis hermanos en México, la universidad jodiendo, porque aún no pago la deuda que debo. Qué mierda, como quisiera un incendio. –Termina ese pensamiento y guarda silencio; cruza la avenida, ahí estaba la iglesia, para ir a su casa. Avanza unas cuantas cuadras, unos cuantos faroles sostenidos por postes de concreto, añiles de tanta noche y fracaso en pie.
Corre sin tropezar ningún mueble por el estrecho corredor hacia su habitación. Abre el cerrojo, avista sus cosas, cierra la puerta de un tirón de mano, de una chachetada derrumba algunos adornos de su velador, se tira en su cama y se ahoga entre sus sabanas y lágrimas. Los cabellos castaños están desperdigados por todo la almohada tales feroces víboras que hacen de ella, por un momento, una gorgona. Los quejidos son acompasados a los duros ecos del aire comprimido en los enseres de su habitación. Brenda es ultrajada por el sufrimiento.
–No puede ser que este pasando esto; por qué él, quién pensaba que él podría hacer semejante mierda, ¡Carajo! No le encuentro sentido, no es lógico. Asesino a ese hombre en el parque, ¡nooo! –trémula, grita furiosa y sola, araña la almohada y las sabanas en su sesga incredulidad.

Sebastián no puede dormir la noche en que supo lo de la Editorial. Siempre quiso que su primera obra estuviera editada por ella. Estaba encerrado en su cuarto, mirando al techo. Al fin, triste y amargo a la vez. Por más que intenta sus párpados están más livianos que un globo de aire. Se cobija con sus sabanas aterciopeladas, volteándose de un lado a otro por casi toda la víspera del nuevo día. Con los ojos muy carmesíes, se levanta, se pone las sandalias y va hacia el baño. Se mira al espejo y observa como las venas de los ojos están hinchadas y relevantes. Enjuagandose, se pasa el cepillo por la boca. Sale, regresa a su cuarto. Se viste inmediatamente, aún es muy temprano nadie se ha levantado. Abre la puerta principal de la casa. Después de varios árboles abandonados, Sebastián se topa con Brenda que parecía ir a la panadería como todos los martes a las 7 de la mañana.
–Hola amor, por qué tan temprano por aquí –le dice Brenda luego de un beso corto de saludo– qué pasa te ves cansado.
–No pasa nada amor, solo que recibí algunas noticias de Oscar ayer, por la tarde –con voz dudosamente firme, quiere ocultar lo sucedido.– Ya te veo más tarde, amor, ahora estoy un poco apresurado.
–De veras –lo dice con un tono serafín pasando la mano derecha por los cabellos de él, semejante al canto de una niña preciosa pidiéndole a su padre un obsequio.
–Sí, más tarde. –Sin ningún beso, solo con la mirada devuelta, Sebastián se retira del cruce del pasaje con una calle y otros dos pasadizos.
No puede dejar el paso apurado y de distingue de las demás personas concomitantes a su recorrido. Usurpando la dirección de los autos de la avenida, deambula sin partida ni retorno pensando en lo que ha pasado. A la par con su sombra siguiéndolo celosamente. Sebastián se da cuenta de esta persecusión e intenta escapar. Corre, salta, se agacha, pero la sombra sigue corriendo y saltando con él. Camina en círculos, se arrima a las paredes, se sube a varias bancas pero la sombra no lo abandona. Irreflexivo, Sebastián no tiene escape alguno. Varias personas observan las acciones de él. Algunos se alejan, otros se quedan viéndolo, muchos otros siguen su camino a seguir a sus sombras y no escapar de ellas. Así, parecen haber pasado cerca de cuatro horas en la lucha por escapar de la sombra. De paso por los columpios de uno de los jardines más grandes del distrito. Sebastián, luce una sonrisa asustadiza, tiene los ojos muy abiertos, las manos temblando con el viento encadenándolo, las zapatillas sepultadas por la arena del pasamanos. Está alegre porque su sombra ha desaparecido y ahora solo ve en su lugar a un enorme dibujo negro con cuadrillas y un cuarteto de pilares. Habiendo escapado de su sombra se queda inmóvil en uno de las rocas de la arena. Unos niños jugaban en el pasamanos; alegres iban y venían jugando, corriendo. Sebastián, el sudor ha salado todos sus cabellos y la tez de su rostro está colorada y accidentada por toda la huída, ignora todo y no piensa nada. La vacuidad en su cerebro inexplora cualquier otro recuerdo, explora todo un gran olvido y solo lo deja vivir su escape, su huída.
El sol arde con fuerza con el cielo algo azul. Es raro que el cielo se haya pintado de esa manera parece otra ubicación geográfica, en la que la oleada incolora resplandece con gran tonalidad todos los colores de la iris. Ahora más que nunca se distingue la primavera de este año de cualquier otro. La arena es removida en concoides espirales por el rededor de todas las estructuras. Mientras un rayo de sol incide casi ortogonalmente en los cabellos de Sebastián. Un cabello es bisecado en su última prolongación de raíz. Lentamente, la estructura sobre el suelo parece moverse y de ahí parece quedarse la sombra de Sebastián. Este duerme por el cansancio y el trasnochar pasado. Una persona, algo mayor, adulta, por supuesto, camina cerca del pasamano. Se detiene y llama a uno de los niños que jugaban estirados. Cuando la sombra de la persona se confundió con la sombra de Sebastián por la inflexión de los rayos del sol. Él despierta tranquilamente aguarda la mirada en para ver si sombra lo ha encontrado. Se agobia porque esta ahí de nuevo, lo ha seguido, ya no está fuera de su alcance. Mira a la persona y son su ceño fruncido se dirige súbitamente.
–Te atrape sombra del demonio. –cogiendo fuertemente el cuello de la persona, que era un hombre de unos cuarenta años, estaba con las brazos extendidos para recoger a su hijo.
–Qué suc...e...de.e. –lo dice entrecortado con el aire faltante para terminar su interjección– suélteme muchacho que le ocurre.
–Por fin oigo tu voz de anciano, sombra cretina, si tanto quieres que te suelte, ya está pues –energúmeno e irreconocible con las pupilas tensadas por la fuerza de una iris sobresaliente y maltrecha.
–Cálmate muchacho que ocurre –lo dice asustado por la vehemencia inexplicable con que fue arrollado; los niños ya están llorando y no saben que hacer, en especial el hijo del hombre.
–Jajajaja!!! Ahora me restas años sombra de mierda. Te destrozare la clavícula para que nunca vuelvas por mí y me dejes solo. –En acto rápido, con una fuerza descomunal, lanza una bofetada acompañada una dura patada en el estómago al hombre que apenas se puede defender. Las manos sujetan la mandíbula del hombre, Sebastián abre los maxilares de, ya, su víctima hasta resquebrajar la unión de los huesos de la mandíbula. La sangre brota violentamente en chispazos rápidos por todo el contorno de viento en el lugar. Los quejidos de dolor del hombre son estruendosos y empiezan a alarmar a las persona más cercanas al parque. Ya muchacho suélteme, por favor, muchacho....ooooo!!! Noonono!!!! Auuuuuauuuu!!!!! –poco puede proferir en cada grito el hombre que es silenciado ante el desprendimiento de su paladar. Dedos cortantes y filudos producen llagas profundas en la lengua y los labios. Muchas personas acuden ha detener el funesto logran hacerlo y Sebastián se desprende de todos los brazos con absoluta demencia. Corre lloroso sin rumbo otra vez con el polo desgarrado y los pantalones deplorables.

Llega a una casa conocida. Era la casa de su tía Marcela. Entra por la puerta trasera, estuvo abierta. Va hacia la pared se pega tenazmente a esta y llora amargamente. Un sonido se presenta en sus oídos pero no en el ambiente más bien hay silencio. La reverberación se produce.

–Ahora qué ya no hay sombra que valga, no hay nada, nada, nada, nadaaaaa; jujejujujuju –trinando los dientes– jajaja ahora qué vas hacer sombra ya no hay luz, ya no hay luz.

El sol arde, de repente, haciendo incidir un rayo único en la pared. Se ve una sombra que ya no se mueve con Sebastián; pero es igual a él y saca una hoz de su espalda y, se ve en la pared, que lo hace caer violentamente sobre el cuerpo de Sebastián. Un ciprés es abordado por la fragancia silvestre del algarrobo rayano. Las hojas dejan caer gotas dulces en las bancas del barrio. Los setos abrigan jubilosamente los jardines de la avenida principal. En el pasadizo, la oleada incolora abandona su paso y se junta con el cielo para que se torne grisáceo de nuevo.

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