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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Diagnóstico de una neurosis. También Marcia.











Síntomas

Ver caer una persona, volar un avión, pasar un perro, escuchar noticias, enterrar a la que se cayó, mirar por mirar, pasar una paloma, explotar una bomba, pasar las cosas. Ver sin tener la sensación de ver a una persona volar, sin tener la sensación de ver nadar el avión, hablar al perro, comer las noticias, celebrar al muerto un año más de su muerte viéndolo caer una vez más sin gravedad, mirar el infinito admirable al contemplar el movimiento de una cara hermosa o el claroscuro de una tarde a prisa, pasar creyendo a las palomas suaves criaturas y risueñas, explotar la bomba celebrando algo, detenernos de vez en cuando a imaginar, saborear, recrear las cosas. Sea lo uno lo otro, lo último me termina por agradar más ahora. No puedo continuar solamente actuando sobre la tierra; no puedo limitarme a no pensar y aceptar que soy real nada más y lo que me rodea es real nada más y lo que digo es real y entonces es verdad, justamente nada más; no puedo vivir sin falsear lo verdadero porque no puedo aceptar que no me equivoco; no puedo vivir sin creer que puedo no hacerlo sin que me haya muerto. Estar atento al televisor y estar plantado seriamente en la deuda externa o la crisis fiscal o el hambre a costa del empacho de otras gentes, es algo que me atonta, asfixia, aburre y me da nauseas. Ahora escribo porque no sé.

La semana pasada me encontré a Marcia. Creo que vuelvo a verla justamente, no, cuántas veces no sirve la justicia (no es un reproche, es una aceptación inteligente), cuando cruza la calle y yo camino sin mirar porque ando tarde; ella primero me saluda, sí, hola, y qué tal, ella está muy bien, parece explicarlo un gimnasio, un buen masajista, algún amante. Me da la mejilla y la pasa muy rápido. Sus mechas negras se estiran hacia adelante y sé con que se los ha lavado. En su camiseta verde claro (es verano) no puedo ver nada. No es la luz. Hablamos rápido. Quiero parar de hablar pero saber de ella me impide. Ella está hecha una aeromoza por un parlante. Soy su pasajero en clase adinerada y de hoteles de cinco estrellas. Su altura da a la mía. Sus ojos ni muy grandes ni pequeños dan con los míos a veces y hoy sigo hablando y no puedo dejar de mirar a otro lado porque sé que se dará cuenta y luego qué pensará. Los carros pasan y ninguno choca contra nosotros porque nos vamos caminando. A donde va está por donde todavía no llego con atraso, hace meses, a tiempo. Me cuenta de los amigos. Algunos nos conocen y otros hacen que dicen hola y luego se olvidan de alucinar que dicen chao o uno que otro bye, cuz to speak in english is the same modish bullshit for ever in peruvian english. Están bien algunos y me río en su frente de los que me parece que sí, están mal, se lo merecen. Llegamos a hablar de Patricia, Aldo, Guillermo, Antonio y casi siempre ellos. Llegamos a un semáforo. Por fin la veo claramente e imaginé que la veré ahora.

Flaubert se sienta en un destiempo y hace lo posible por buscar relojes y tirar mucha arena a ver si algo afecta. Está maquillada como para casarse de blanco y acostarse los viernes no con el último ni el primero que alguien ordene los sábados porque siempre lo fueron porque no se acostumbra decir otro día después de la medianoche. Marcia procura no sonreírle a cualquier porque que es un
para quiero, deseo y se me ha parado. Lasting colour lipstick Max Factor se maquilló una y otra vez en el espejo que denota las nalgas redondeadas, alzables, enfermizas de eso que no me atrevo a mirar porque no de ella a lo que sobre todo se me para. El rouge fragance Dior se me mete y me cautiva y me olvida y casi pasa un carro y ella dice que tenga cuidado. El cuello embalsamado con el mismo rouge y ni un poco de saliva, que hace falta. Ya hablé de la camiseta verde, no más. El pantalón blanco primero se redondea en las caderas y al último quiero que no termine jamás; pero mucho antes se angosta por las antepiernas, las rodillas y no llega a los tobillos. En realidad, qué idiota, es un pantalón corto o pescador. El mimbre del fin de sus piernas es tapado por unas medias tan elásticas que mejor se largan; y, finalmente, calza unas zapatos deportivos, ahora sí los hay, y me pregunta por qué miro tanto abajo.

Flaubert escribe lentamente. En la casa hay unos muros de los cuales se cuelgan unos cuadros en los que están dibujados unos paisajes, los cuales muestran unas casas de donde no se mira antes de saber que al frente hay unas muebles forrados de cuero; al lado de los respaldares están los cojines cosidos con unos hilos chiquitos de color amarillo, cerveza, jengibre (se refiere, entiende al color de una planta cingiberácea de hojas de la forma lanceolada, algo lineal, de corola purpúrea, y de más que no me importa y me quedo ciego); el piso tiene unos cuadrados y rombos por todos lados; los que se parecen a los platos cuadrados y rombosos (muchas copas de rombo) que están guardados y no sé porque lo sigo leyendo. Flaubert lo dejo. Es por distante guiño. Siguiendo, se encuentra messie (pour plus, messie) con una escalera típica de la casa de los marqueses que querían llamarse condes pero qué piñas. Solo hay una sola ventana. Hay baños en ambos pisos y la casa es de un piso; si usted, messie, entra a uno de ellos depende donde se sienta y si le asienta. Es una pena, messie; se sabe como se dice en tercera persona que no sabe el que escribe sin querer escribir en primera persona, que aquí no hay nadie. La casa está inhabitable y solamente Flaubert sigue diciendo que hay una columna que desciende por debajo de la tierra para chocar con la mesosfera de un continente atestado por hordas mongoles durante la construcción de una muralla bien visitada hoy y deseada para su destrucción cada vez que empieza a describirse cada bloque de su muro y así nada más se continuaría. La cosa es que al lado de la casa inhabitable creo que Marcia se va a despedir.

Es eso. Da la maldita, esperable hora de irme y le dije algo que era para que ella o yo, chao. Ni siquiera puedo quedarme a ver cómo se va. Tomo un taxi e indico varias cosas para que el conductor me lleve a mi destino. Es amable. Me pregunta por el trabajo. Allí, sí. Luego me empieza a confesar su currículum vitae, de seguro falso, y se las das la de todo un experimentado asesor en banca. Tiene su empresa. Le gusta sacar el máximo rédito de todo. Es exitoso. Corre en ese auto para llevar a muchos a su destino por una afición más que deportiva. Me hace pensar. No quiero ir al trabajo. Hace años que llevo con la misma presión, el mismo edificio, los mismos curriculums de los taxistas, el mismo sudor y, lo que es peor, no soy el mismo ni ahora ni hace un segundo. Le digo que pare de una vez. No se lo espera. Le pago. Se queda con la boca dándome un sermón. Que píenselo bien, mejor. Mi conciencia le está mentando la madre.

Doy vueltas a un parque donde siempre quise sentarme y jamás paré de pasar apurado. También jamás terminé de decirle a una que otra mujer que las quería y tenía ganas de seguir saliendo con ellas. Ahora casi me parece mentira pero lo cierto es que fue verdad. No les mentí excepto a una que otra, con la que probablemente exageré porque diablos no me gusta ocultar mis intenciones; mejor es que con honestidad se dé a entender la intención y a veces hacerla pasar porque en fin también lo mismo hacen con uno; sin embargo, qué malo, pero, qué desconsiderado, mal hombre, maldito homosexual cabro reprimido de mierda; despechado cabeza caliente corrompido machista cornudo maldito hijo de la puta, gran puta, san putísima de tu madre. No hay manera de evitar un sentido de la justicia que todos conocemos: si a él le toca, por qué a mí no, ¡no es justo! De aquí si me hacen algo, yo les hago lo mismo. Y así casi en automático, sin darnos cuenta porque solo vemos las cosas pasar y luego nos cantan en misa para rogar por nuestra admisión en el cielo; pasamos nuestras vidas con las personas, pero de igual modo nos pasamos la vida eligiendo y siendo parte de cosas como esta por ejemplo: si él es tu amigo porque lo conoces hace un par de días, por qué yo no soy tu amigo si no sé cómo te llamas y ni siquiera te he visto o me han contado de ti en algún sueño siquiera. Pese a todo, nosotros no somos todos amigos porque solo de algunos en algunos llegamos a ser todos, pero jamás hasta ahora amigos todos. Y se ve mejor cuando hablamos de mí y de Marcia. Unos amigos con unos pasatiempos y que si no fuera porque hace unos años Antonio me habló de ella y yo me quedé especialmente fascinado con las medidas que eran asombrosamente suyas; hubiera estado en el ejemplo pero sin hacerme esas preguntas que a nadie se le ocurre, a menos que la neurosis esté en camino.

En estas cosas pienso sentado en una banca viendo cómo una niña es perseguida por un niño. Está de moda pensar mal. Como también no pasa de moda todavía pensar bien, que ambos serán pareja cuando crezcan. No termina de ser una gran suerte, un ideal, ¡desde chiquitos se conocían! Algo que Flaubert después de muerto sigue manteniendo como un azar deseable en cada reunión que tiene con Balzac y Víctor Hugo. Pero sabemos bien que resulta de eso que no es parte de las telenovelas mejicanas, colombianas, (no brasileñas del todo como estas por mera experiencia y los diálogos con un realista): apenas y volverá cada uno a saber de la vida del otro. Si lo de la telenovela, cosa que es probable, y no tiene sentido porque precisamente por ello tendrá sentido luego (cuando ya nos enteremos y alguien diga, es parte de la historia) funciona, entonces lo menos que uno puede hacer es admirarse y dar buenos deseos (tampoco aquí se trata de ser como el estúpido del Bukowski). Y todas estas cosas, este paréntesis inmenso que pasa en mi cabeza y de seguro tiene algo aburrido a quien lee, son causa y efecto de Marcia, como también de la neurosis.

Alguien dirá que además de todo sufro de una obsesión y que además no se entiende bien si Marcia me hace caso o no, no está claro. Aclaro, nada de nada. Marcia como mujer despampanante y una cuenta corriente que se infla como grasa quema en su vida deportista, se ha vuelto bastante excluyente, es decir, injusta. La vida que llevo, así de materialista (tengo de todo según mis ahorros y mi sueldo, un departamento en un malecón de Miraflores, el Peugeot estacionado en Cantuarias, todo el fast food, los servicios de lavandería, los muebles, el equipo, los televisores nuevos plasma, juegos de todo, vajillas, Dos Dual Core, playstation 2, vasos, licores... no recuerdo qué más, pero es bastante), así de repetitiva, hace que esté en dos posibilidades o tenga que optar por dos opciones. La decisión antecedente es necesaria y verdadera: me tomo el día libre sin importar las consecuencias en el trabajo. Entonces 1era opción, ir donde un psicoanalista o un psicólogo terapeuta que me convenza de sanarme luego de su tratamiento y mucho después de cobrarme por adelantado; 2da opción, ir en búsqueda de Marcia por tener en claro una posibilidad de curación: conquistarla cambiaría mi vida monótona y miserable. No suelo renegar del psicoanálisis pero esta vez prefiero algo más personal.

Apenas decido, voy rápido por mi auto. Decido que quiero empezar a hacer poesía, declamar en silencio en una hoja. Abro la Blackberry y escribo un momento lo que será mi recorrido hasta la casa de Marcia. Así pasará entonces. Iré por una avenida muy rápido porque minutos antes seré víctima de un atasco en una esquina. Sí avanzaré contra el tránsito más de una vez. Veré como las gaviotas se agitan en el cielo, revoloteándose unas tras otra o delante de otra y haciéndose que no vuelan. Observaré con sorpresa el arco iris que del cielo saldrá inconcluso y se moverá hacia el mar; de igual manera observaré a un imbécil que me está insultando por nada. Quedaré atónito con la belleza de una enredadera bella trepadora como no hay Marcia sola y exclamaré con ensueño que casi me chocó por no mirar adelante. Seguro que el chasis del carro no sufrió muchas averías, apretaré el pedal del acelador para ir a la calle Las Almendras; sabré que es el primer edificio medio plateado con un huachimán barrigón y crudo. Estaré al borde de enloquecer cuando vea la hora y esté creyendo que no estará en su depa. Oleré inexplicablemente la brisa del mar pues está a lo lejos y me conmoverá a tal punto que dibujaré en medio de esto y todo será romance y gitanos. Un imbécil policía me pondrá una papeleta por no respetar un par de señalizaciones y escuchar baladas latinas a alto volumen. Llegaré algo cansado, afiebrado por la faena y tocaré varias veces el timbre; esperaré su diminuta voz en el intercomunicador. Una señora vieja me responderá con furia. De todas las cosas, solamente pasa lo último.

La vieja me dice que salió a comprar y llega dentro de diez minutos. Me es tan descortés que me niego a pasar para esperarla. No quiero creer que es su familiar. Ojalá no. Y la espero fumando un Marboro rojo. Ella de seguro me ve a lo lejos esperándola. Reconoce la camisa a rayas de poliester, y sobre todo, las buenas condiciones musculares en que me encuentro; ya por la mañana además le habrá llamado la atención el jean Levy negro y ceñido. Verá mis zapatos lustrados y relucientes. Lo que quizá no haya visto con igual atención serán mis lentes, ¡está acostumbrada a ellos! Marcia está cerca finalmente y la escucho saludándome y además riéndose por la sorpresa. Fue a comprar unas galletas integrales y un six pack de botellas de agua mineral (el objetivo de cuidar la línea es visible). Le cuento que por un motivo de fuerza mayor cancelaron la jornada; aparentemente, se ha producido una grave falla en la red de sistemas del departamento de contabilidad. Me las ingenio detallándole algunas de las supuestas fallas en otros años y descargo todo el rencor en los malditos de los ingenieros de sistemas. Salimos del ascensor y el pasillo nos lleva a su depa por fin. La vieja horripilante abre y me hace un ademán. Yo le hago otro y en mi cabeza, si algún día me la abren sin que me muera, pasa una sola palabra, ¡váyase! No hay por qué enloquecer. Se va apenas me siento en el sofá. Ella está en el sofá de a lado. Se ha acercado porque se dio cuenta que estamos muy separados. Me habla de su trabajo. Yo sonrió porque de verdad es muy chistoso que dos idiotas se la pasen diciendo quién es el mejor conocedor de fútbol europeo mientras la amiga de Marcia estuviera insinuándose a uno de ellos. “¡Qué manera más estúpida de los hombres de no fijarse en cosas como esa!” Casi me interpela. Luego de reírme no le digo que no pienso igual, quizá simplemente no estaba interesado o interesados en su amiga (habían salido los cuatro por unas cervezas) (¿hay algo indirecto para que alguien se acerque a alguien?) (Ellos dirán que no si están viendo un partido de la Champion League).

Yo le doy la razón. Marcia tiene la razón, sí, sí, está en lo correcto, sí, Marte es el planeta más alejado del planeta Tierra y si es que conozco a los Cardigans, son la banda mejor del planeta que no sé por qué no está más alejado de, ¿Venus? Prende la televisión y un grupo de modelos ameniza a la teleaudiencia de un programa de concursos, muy conocido en Lima. La atención que causa es suficiente para que la vea y no lo note. Me señala a varios de las chicas. Conoce a una. Yo estoy por decirle que se vaya al diablo y que mejor está ella con su buzo y su busto. Le digo solo de su buzo y que la chica mejor que siga bailando, es su amiga. Sí, un día puede presentármela. Yo quiero nada más que no me la promocione tanto que me cambia los planes. Sus caras, las ropas, los estilos, ese aspecto femenino tan maduro y mutable por veces en algo pueril, son características suficientes para no saber con quién quedarse o a quién gustar. Ella me habla algo al oído porque no sé, de seguro no quiere que la vieja mala escuche.

Consultas

¿Por qué Marcia? ¿Por su voz? ¿Su aliento? ¿Lo que ha pasado cuando bailamos más de una vez? Marcia aparte de lo que veo sin chistar y quiero deleitar con las manos o solamente con el olfato, es alguien que puede enfadarse tan rápido como puede alegrarse. Le gusta las canciones de fiesta y solo escucha salsas, merengues, pop, alguna que otra canción de bossa nova; creo que todo se explica porque baila desde que era pequeña y salía cuando el pobre mequetrefe del payaso, de seguro Chicharrita, hacía concursos de baile con todos los avergonzados chiquillos, y no chiquillas –porque ellas al menos hacían algunos intentos–. Veo a Marcia dar uno que otro pasito a un lado y otro. Su mamá le puso durante unas tres horas videos del trío Pandora u Oscar de León; los dos intérpretes cambian solamente de canciones y de ritmo pero la música se le mete junto con los movimientos de los bailarines. No puedo evitarlo. Le gusta el sonido. Hay algo, no sabe explicarlo porque ni quiere hacerlo; sólo quiere pedir un replay más. Hoy se alegra que las modelos bailen tan bien. Aparte, sí.

También aparte le gusta hacer deporte. Correr y jugar tenis por las mañanas antes de ir a la oficina donde trabaja como administradora senior de una compañía de seguros. Ha estado allí durante buen tiempo y por eso tiene una cartera brillante y reluciente. Le gusta vestir a la moda. Le tiene miedo a conducir. Hace unos tres años, me pidió más de una que le diera un aventón a su trabajo. Le gustan los peces. Tiene varias peceras. Veo ahora un escalar naranja que nada casi sin cerrar los ojos. Pero no puedo hacerlo durante más que unos segundos porque en seguida me dice aquello y lo otro, ¡el programa está, recontra bueno! No le gustan ni los perros ni los gatos porque dejan pelo y es alérgica a cualesquiera de ellos. Le gustan los colores claros, que sean mate, nada de oscuros a menos que sea de noche y entonces hay que combinarlos. Le tiene miedo, mejor decir, fobia a las alturas. Odia a los cazadores. Está de lado de los protectores de los animales. Así también protejan a los canes y los felinos. Una vez me comentó que lo de su alergia no le impedía tener cierto aprecio por estos animales. Le tiene miedo al dentista. La última vez exigió que la anestesiaran hasta que pierda eventualmente el conocimiento. No a las drogas, proclama, pero algunas cosas no sé si creerle. Un día la vi bastante sedada, sin dudas, lucía sedada, y estuvo así por varias horas. Unas cuatro o cinco ocasiones la he visto igual pero no he podido más que aceptar su explicación, “estoy cansada”. Finalmente, se ríe con programas de comedia como el Chavo.

¿Es todo lo que conozco de Marcia? ¿Es ella? Podría ser María, Zoila, Carmen, Graciela... se puede parecer hasta a Socorro. No es todo esto. Hay algo que no puedo explicar ni con todo lo conocido. A mí me gusta dar las vueltas a la manzana de donde vivo, hacer ciclismo, gastar más de quinientos soles en ropa o accesorios para el Peugeot cada mes o dos meses, mirar cuándo en el reloj cuándo será lo que tanto espero. Me interesa la verdad, así sea no real, después de todo; no puedo vivir siendo una negación de algo; tengo que ser la negación de la negación y nada más. Por eso quiero enterarme. ¿Es Marcia precisamente ella la que me hará ponerme mejor?

–Te noto pálido –apaga la televisión y mira, me mira.
–¿Ah? No, no creo. Debe ser que últimamente no como hortalizas rojas. Pero me he visto en el espejo y estuve bien.
–Me parece también porque hace rato que te estoy hablando y parece que estás en otro lado.
–Sí, estuve pensando en algunas cosas.
–Ah, ¿sí? ¿Cuáles? –su nariz rosácea se alza.
–Leo una novela antigua. Pensaba en ese libro. No sé, seguro que no lo conoces –su frente se surca–, o sea, no es muy conocido. Se llama Madame Bobary.
–Ah, sí, creo que no es muy conocido.

De chico yo era aficionado a las lecturas. El profesor de Lengua dejó la novela y a mí me gustó. Él me la obsequió; creo que le había caído muy bien. Varias veces Flaubert se mete en mi cabeza y me cuenta cosas. Leí toda su correspondencia con una mujer de la nobleza y bla, bla, bla. Entonces le cuento algo de esto a Marcia. Que yo creo que el autor es un obsesionado, leo ahora su libro y me aburre, me pesa y no me hace entender qué cosa le veía antes.

–¿Te gusta leer libros todavía?
–No, solamente cogí ese libro hace un mes.
–¿Has estado leyendo todo el mes?
–No, algunas veces en todo el mes.
–Ah. A mí me aburre un poco –aprieta unos botones en el control remoto– mira ese comercial ¿es chistosísimo, ¿no?

Un imbécil le pregunta a otro dónde está un, seguramente, imbécil, su amigo, al parecer. Al imbécil lo encuentran corriendo calato por las calles y llevando una botella verde de gaseosa; lo ven de espaldas y sus nalgas tienen escritas las letras G-O, una en cada nalga, respectivamente. Los imbéciles se ríen entre ellos y rápidamente se desvisten y van corriendo tras el imbécil. Varios peatones los ven y murmuran groserías. Los tren gritan we’re honest, don’t wear animal skin, wear human skin. Al último sale un fondo en blanco donde la botella verde de la gaseosa aparece y señala en letras verdes be yourself, obbey to thirst, Sprite; al costado, veo un icono y unas siglas ALF.

–¿Qué significa eso?
–Ja, ja, ja, no sé, pero qué gringos más estúpidos.
–Ah, allí está. Está en chiquito –tengo que acercarme un poco al televisor–. Es Animal Liberation Front.
–Aya, pero no importa mucho. Además no sé mucho inglés, casi nada.

Algo pasa. No me da risa.

–No creo que ayuden con eso a las sociedades protectoras de animales –digo.
–Ah, no, no sé.
–¿No te amargaría que en vez de ayudar perjudiquen a las sociedades?
– Cuántos se deben estar riendo con esto, ja,ja,ja.

Puede que Marcia se haya distraído mucho y no se ha tomado las preguntas con seriedad; con la seriedad que yo he puesto en mi cara y en la forma de decírselo. Sin pensar estoy estirándome por encima del respaldar del mueble. Llego a coger su hombro derecho. Ella se vuelve a mí y me pregunta por mi familia. Le respondo que únicamente tengo una hermana. Lo primero que pregunta tras la respuesta es en cómo es.

– No sé parece a mí –digo.

De inmediato se zafa de mi brazo estirado, se pone de pie y comienza a hacer gestos señalando su cuerpo; las veces que contornea su silueta me pregunta por el cuerpo de mi hermana.

–Es un poco más ancha allí.

Me pongo de pie y le señalo las caderas. Y ella ríe; ríe cuestionándome por qué no va mi hermana al gimnasio.

–No soportaría estar así.

Me agacho fingiendo que hay algo en el piso. Ella mira abajo. Calculo unos segundos antes que se agache mucho. Subo rápidamente y la enrostro. En el acto estoy viéndola. La veo detenidamente. Hasta en la menor de todas las capas de piel, el maquillaje, el olor que lleva impregnado en todo el cuerpo y el cabello, no hay nada repugnante. Creo que ella va a ver que la estoy viendo. Es cuando cierro los ojos. Tampoco veo ninguna imperfección. Quizá sea perfecta. Entre mí lo repito varias veces; y en la mente tengo varias imágenes de actrices, modelos, bailarinas... hasta una joven profesora. Ninguna de estas mujeres me habla. Solamente posan enseñándome su cuerpo o le hablan a una cámara, o algún público. Una de ellas sale en un escenario y recibe la ovación y las pifas del público. La anterior profesora sólo pasa por el pasadizo de la universidad y tras ella varios de mis amigos le silban y murmuran obscenidades. Me separo rápido. Todo es perfecto.

Exámenes

–Espérame acá. Quiero cambiarme.

Al oído me susurra que quiere salir. Va a su cuarto. Me siento en el mueble. No sé qué pensar. Lo he logrado. Marcia hoy día hará conmigo lo que tanto he querido. Estoy seguro que todo será mejor desde ahora. Nada más que cuando digo esto, nada se mueve. De repente siento que todo está como si nada. En eso empieza a moverse algo. Es la vieja horripilante quien pasa por el medio de la sala y recoge unas bandejas salpicadas de migajas de galletas. Agarro una revista de al lado para no verle la cara.

–¿Quiere algo más, joven?

Debería decirlo con una voz amable, servicial. Sin embargo, lo dice con una pésimamente actuada.

–No, señora…

Me quedo allí. Tengo la boca algo abierta y la lengua lista para seguir hablando. Pero la cierro algo confundido. No sé si estoy seguro de lo que dije.

–Con su permiso. ¡Ah!, por cierto, sabe de las últimas noticias. A unas cuadras, hubo un tiroteo. Intentaron robar un banco. Atraparon a todos y les falta uno. Cómo es, joven, Lima cada vez está peor. Una no sabe si salir por la noche tranquila.

–Ah…

Antes que intenté nuevamente a decir algo se va. Pensaba decirle que si podía avisarle a Marcia que avanzará; de pronto creí que la señora me hablaría más. Habló con confianza; me lo confió. Además quería decirle que sí quiero algo más. Qué diría Flaubert en mi lugar. Esperaría muy aterrado, pero, cauto a su amada, a su Emma Bobary en le salon; y con bastantes miramientos, sutilmente le espetaría imprecisamente lo que siente. Abundaría en detalles pero no diría lo único que diera con lo que siente. Finalmente sucumbiría a su dolor; le arrebataría desquiciado el vestido, las enaguas; la empujaría contra un roble y antes de avanzar le declararía encendidamente su legítimo sentimiento. Me doy cuenta pese a todo que yo estoy por hacer lo mismo. Pero todo es confuso.

Marcia avanza por el corredor angosto seguramente antes de aparecer ahora, antes de mostrarme un vestido siniestro. Es de una sola pieza. Tiene cuadrados negros gigantes; están dibujados de manera oblicua en la tela. Al estar juntos, los espacios blancos que dejan también son cuadrados. Sí, ¡es un tablero de ajedrez! Su cabello rubio se posa en sus hombros de mimbre y se pone en mi frente. Sonríe engatusadora y se pone las manos en la cintura. Habla.

–Quiero ir a Begonias a comprarme algo. Después podemos irnos a otro lado.
–Ya –me detengo un unos segundos–, bueno, ya veremos después.

Me levanto. Y ella va hacia donde está la señora vieja. Le da indicaciones. Salimos. Le abro la puerta; supongo que lo hago sin pensar, por costumbre. Se ve picantemente reluciente y rebosante sobre el asiento. Es un día soleado pese a que se acerca el atardecer. Conduzco viéndola a ratos. Me cuenta cosas. No sé dónde tengo la cabeza. No logro entender ninguna de las relaciones de las cosas que me cuenta. Si pregunta, le respondo no, sí o ah, ¿sí? Y no sé de verdad dónde tengo la cabeza porque no le puedo contar nada o discutir de algo. Estoy bloqueado. Tiene el vestido de ajedrez. Los cuadrados blancos sugieren su cuerpo, la mimbre aceitosa de bacalao, bronceador, mar, agua de ducha, sudor, vino... Los cuadrados negros esconden cierta parte, pero lo calientan todo, ojalá no solamente el vestido; el negro conduce mejor el calor; no puedo concentrarme y los carros parecen pasar por la calle en sentido contrario al carril. Pongo la mano en la palanca de cambios para ponerla en neutro; en un estrecho bocacalle los carros de porquería se han detenido. Me distraigo en sus muslos. Los ha cruzado. Enseguida, como de un susto, me abalanzo sobre ella y me recibe sorprendida.

–No, no, de verdad. Tenemos que ir a Begonias –me saca la cabeza de su busto– Estoy pensando en comprarlo hace tiempo.

En silencio absoluto, me separo despacio. Dejo la Javier Prado y doblo en una esquina. Le digo que vaya ella sola que yo quiero solearme en el carro.

–¿Estás bromeando?¿Qué te vas a solear acá?
–No. Estoy cansado, Marcia, querida, anda no más.
–Necesito tu opinión para probarme –clava sus ojos y no me duele, pero pienso que si se amarga no tendré mucha chance de continuar con mis impulsos.
–Bien. Conste que lo hago por ti, únicamente por ti –me escucho y recuerdo claramente una escena de una telenovela del cable. Un imbécil –la cara casanova y un peinado femenino a través de su frente– se lo dice a una muñeca delgadísima, caprichosamente guarda la línea, y seguramente vomita comida.

–Te gusta este. Mira me queda algo bombacho por acá.
–Está bien.
–Y este otro. Tiene un diseño que nunca he visto. Mira estas líneas marrones. Me encanta.
–Sí, ajá, está mejor que los otros dos.
–Este me lo pondría para un matrimonio. Está bien recatado, aunque el escote esté medio abierto por acá, ¿no?
–Está bien. El padre se quedaría rezando más oraciones al siguiente día del matri.
–Éste me hace gorda. Debería estar más pegado a esta altura. O creo que con una bufanda quedaría mejor. ¿Qué opinas?
–De todas maneras eso se puede arreglar.
–No crees que este Victoria’s Secret está muy transparente –se queda con el índice estirado; la punta del dedo apoyada en una mejilla.
–De noche todos se darían cuenta. Pero lo usarías a veces nada más.
–¿De día?
–También pero si hace calor tienes más pretextos.

Me levanto delante de ella y le agarro el trasero.

–Espera, no te pongas así. Voy a llevarme este. No está el de Channel. Ni modo.

Se va por un pasaje de la boutique. A su célular le envío un mensaje de texto donde le digo que estaré esperándola en el auto. Abro la puerta y prendo el aire acondicionado. Hace un calor insoportable. Pienso en el día. En el trabajo. Como odio ahora mi trabajo. Estoy cansado de hacer lo mismo todo el tiempo el mismo tiempo en el mismo lugar con la mismas personas en las mismas personas y me siento lo mismo tras los días mismo sé que no soy el mismo pero me siento el mismo. Quiero dejar todo. Hoy día quiero salir de todo. Todo diferente; cosas algunas diferentes se tendrán que diferenciar y no ser nada reconocibles; igual de extrañas que el vestido ajedrez de Marcia. Quiero jugar ese juego poniendo piezas modernas. Tanques, aviones, gente gritándose soeces groserías, mentadas de madre, flema; que carraspeen, que se sienten humillados por todos. Pero que ya no caminen más entre los edificios; sus pantalones finísimos en sus piernas robustísimas; ya no salgan con sus insignias, logotipos de bancos, empresas aseguradoras, confiterías, agencias de viajes, de empleo, de subempleos, de subíndices de decrecimiento diario de la curva de utilidades del semestre maldito porque, una nueva auditoria; por favor ya no quiero asistir; me enferma, no sueño, duermo parado, casi me accidento con el carro; me caigo en el precipicio de la Herradura. Todo es real. Mi carro es real. Los asientos reales. El celular realmente timbrando es real. La gente en sus vestidos formales y los muchachos del María Reina son reales, todos los ven, nadie duda de su realidad. La realidad está por todos lados. No hay nada, nadie que me haga sentirla deforme, difusa. Por la vereda real, por donde quisiera caminar Flaubert, se acerca Marcia con una bolsa enorme de vestidos, adornos, artefactos, un mamut gigante peludo lanudo y cachudo, malévolamente cachudo. Ella solamente lo trae con un solo brazo. No, es real, es verdad, es desquiciadamente real. Aplasto el real botón de mi llave real y se abre la puerta realmente y el mamut no entra.

–Te gusta este peluche. Lo encontré en un estante. Estaba de oferta. Creo que se lo voy a regalar al sobrino de Amanda.

Tengo la cara áspera.

–¿Te pasa algo? ¿Demoré bastante?
– ¿Sabes qué?
–¿Qué?
–Quiero tirar.

No importa. Enciendo y le vuelvo a decir de frente lo que quiero. Me dice que no es necesario que vaya tan rápido. Le digo que puedo ir por esa calle para frenar un poco; allí hay rompemuelles. No, me dice. Que no me adelante con ella tan rápido. Quiere que tratemos de hacerlo algo especial. Que ella no es así. Que no la confunda.

–Discúlpame, estoy algo mal. Te necesito, en serio.
–¿Así?
–Sí, no lo veas así de malo. Seré maravilloso. Esa es la idea. Tengo que confesarte que bastantes cosas me van mal. Creo que también estoy enfermo –un peatón distraído no se da cuenta del carro y le mento la madre antes de tocar el claxón fuertemente–. Mira, disculpa, son unos animales.
–Así son esos imbéciles. No saben si avanzar o parar siempre.
–Creo que sufro de una neurosis.
–¿Qué es eso?
–Es bueno, es…

Es complicado. Le digo que es algo así como estar muy confundido y defraudado de un montón de cosas. Le comento sobre el trabajo y todo. Ella por fin parece entender. Parece por fin acceder a la proposición que le hice. Lo dice como una protectora de los animales. Me ve como si fuera un perro. No le muevo la cola, ni le lengüeteo la cara pero me hace unos gestos sobre el cabello como si tuviera pulgas y un collar anti distemper. Quiero ladrar pero no puedo porque el español no me deja. Ladro letras y oraciones bien conexas, aunque son pocas. Después me callo y ella lamenta todo lo que le he dicho.

Paramos en algún lado de una playa de Chorrillos. Le sonrío y le doy las gracias. Pienso en que hacer las cosas así como se lo he pedido es casi como pagarle, como tratarla como una puta. No me importa. Estoy muy mareado y neurótico como para verme en consideraciones como esas. De la guantera saco una botella chica de Whisky, Chivas Regal. La bebo primero y le doy a que le dé un bocado ella.

–Despacio, no vayas a cometer alguna huevada…

Se queda allí, intentando decirme cosas que no sé que dicen. Voy por su cintura. Alzo por el borde el vestido. Lo manejo con lentitud. Vago en sus muslos. Me besa y bota la Chivas por la ventana. Se oye el destrozo. No importa. Toco el vestido. Me doy cuenta de la intención de sus fibras. Un poco más arriba descubro que Marcia lleva portaligas. Ahí anudo un dedo y lo estiro. Voy a su sexo. Me caigo por su cuello. Y en el momento que la alzo y desplazo el espaldar del asiento para ponerla encima, me detengo y la miro. Ella está colorada. Pese a que está bronceada su verdadera piel cruda alardea su sonroje en las mejillas, los labios, la frente. Despierta de un ensueño. Se acerca a besar. Y yo le burlo la cara. Volteo la cara.

–¿Qué pasa?
–Nada.
–¿Entonces?
–Eso es lo malo. No pasa nada.

Despacio la retiro de mí. Se apoya en el espaldar y se sienta en el asiento.

–¿Quieres decirme por qué?
–Marcia, me gustas y todo, pero eres real.
–¿Qué? Es obvio, obvio, ¿no?
–Sí, claro. Ya te expliqué que quiero cambiar todo. Quiero sentirme otro.
–Eso no se puede. Eres tú nada más.
–No entiendes.

Enciendo el carro y no hablo más. Pienso en varias cosas y tras ellas aparece una conclusión. Jamás he estado irreal y real con alguien; jamás me he declarado a alguien sabiendo que no sé por qué pasa y sabiendo no saber nada; pero todo esto sin perder las ganas de saberlo. Detengo el auto a unas cuadras del departamento de Marcia.

–Lo intenté. Creo que todavía…
–Ya, cállate. Chau.

Cierra la puerta y el tablero cuadrado de ajedrez se marcha con un mamut que lo sigue muy de cerca.

Diagnóstico

Lo tengo todo, pero justamente eso es quizá una de las causas de un estado tan miserable como este. Solamente lo tengo y me conformo con esto. Flaubert me mira algo burlón. Se ríe porque un caballero como antaño ha sufrido a razón de las mujeres, a razón de los romances. Dice que nunca faltarán las Emmas Bobary que hagan sentir sus ausencias y sus soñadas, idealizadas existencias. Quizá este viejo tenga razón. Quizá en medio de su parla francesa esté hablando cosas bien pensadas y, sobre todo, experimentadas. Esa es la razón por la que me gustó de niño, cuando no tenía casi nada y era muy ignorante, muy inexperimentado. Eran tiempos en los que tenía más ganas de aprender en vez de la convicción de ya saber. Marcia se ve mucho y me hace confirmar lo que conozco. No hay nada en ella que me indique que soy un niño
sabelonada y pierda el sentido y tenga reacciones con el mismo u otros. No creo que aparezca la silueta de una niña que alargue sus manos para poder alcanzarme y alcanzar el muro por donde mirar el resto de sus días creciendo en mundo que está fijo y es rodeado a cada rato por el sol, los cosmos, una mosca; y, bien, luego creo que alguien no vació los frenos. Así que no hay necesidad de negarle las manos. Mejor ir con ella, una desconocida y, por eso mismo, más irreal que una idea con brazos, piernas y un vestido de ajedrez.


El día cero











Frío.



En un lugar hace mucho frío. Un hombre viste un sobretodo grueso y gris. Tiene unos guantes que tocan el relieve de una medalla dorada. En alemán, se lee la “estatua de la libertad”. El hombre le dice algo en alemán a la mujer joven que lo acompaña. Lanza un grito de repente cuando está tocando la cara posterior de la medalla; aquí el relieve forma la figura del rostro de Karl Marx. La mujer joven mira hacia el frente; se lee traduciendo “¡Viva el 1ero de mayo!” en una pancarta de tela elevada en una pared. Ambos dejan a un lado la medalla y un partidario joven y rubio la guarda en una vitrina. Tanto es el frío que los asistentes a la reunión ven como todos respiran. Luego de saludar a varios señores de trajes marrones y otros militares, salen del edificio donde estaban. Se abrazan un instante y cada uno camina dándose la espalda.


Pasan algunos años. A la mujer joven le crecen los pechos y cada vez más cuando habla se le nota más grave la voz. El hombre se convierte en el hombre viejo. Poco después va durante unos días al cementerio estatal de Munich. Allí se encuentra con la mujer joven. Ella llora afirmándole que soñó con su madre. Él la abraza. El sol brilla pero es otro lugar donde hace mucho frío. El hombre viejo le pasa una mano por la frente; es fiebre; la mira apenado, la besa. Pasan unos minutos. Conduce un automóvil negro y de capota curva y reluciente; en un espacio pequeño, dice Krupp. Llegan a una casa apartada de calles y cercana a varios arbustos. La mujer entra cogida de la mano del hombre viejo y es sentada en un sillón aterciopelado. El hombre viejo la abandona diciéndole algo y sube por la escalera. Uno de los largueros que recorre la escalera está inmóvil y junto a una pared crema altísima, y en donde grandísima está sujeta una bandera –tiene algo al centro–. El viejo hombre baja con un frasco de vidrio. Lo vierte sobre una cuchara de plata. La mujer piensa en qué haría si su marido se enferma antes que ella.


Zijt gij’s slaat? Meld u dan! Zoo niet, Dan niet.


En enero de 1939 una encuesta de opinión pública pregunta entre tantas cosas ¿quién quiere que sea el vencedor si estalla una guerra entre Alemania y la Unión Soviética? Meses más tarde, el hombre viejo parte al este de Austria. El 4 de Julio de 1941, la prima de la mujer joven se comunica por telégrafo. Lee en el telegrama que varias antorchas han copado la plaza de Southville, a pocos kilómetros de Chicago; también, que la gente está contenta cantando lindas canciones patriotas. Sostienen imágenes de Washington, Benjamin Franklin, Abraham Lincoln y otros que su prima aún no conoce muy bien. Solo eso. Brevemente, al pie del telegrama, se despide en inglés. La mujer joven sonríe.


Tanques alemanes pasan sobre el Dviná ruso. El servicio de reconocimiento alemán da el último informe al feldmariscal Bock y éste se lo muestra bajo el techo de un edificio en escombros al hombre viejo. Una descarga de artillería lo ensordece. Los soldados alemanes avanzan cubriéndose entre los escombros de otros edificios. Los panzers se separan en dos bandos. Anochece y un zorro aúlla pausado y agitado en lo alto de un monte. El campamento alemán se incendia. El feldmariscal revisa la abertura oscura en el abdomen del hombre viejo e intenta restañar la sangre presionándola; no sintiendo el brazo derecho y sin poder mover el cuello, el hombre viejo ve que se oscurece más la noche nublada por pólvora, tierra, polvo. Sabe por qué es. El feldmariscal y un médico le hablan pero no escucha más que los ecos de metralletas, gritos, sonidos de motores.


Bulla.


La mujer joven llora. Le habla pero no contesta. El doctor le dice que ha sido un milagro. El hombre viejo ha perdido mucha sangre y las transfusiones han repuesto los reflujos sanguíneos misteriosamente. También afirma que tienen que operar el oído izquierdo porque sospechan por lo observado que las heridas allí están infectándose. En tanto por las fracturas en el cuello y ambos metatarsos, ya no hay peligro. Dice poco más y se va. La mujer le dice varias cosas al hombre viejo. Él escucha por el oído izquierdo mientras que por el derecho escucha una línea recta que pasa continuamente.


Pasan varios días como pacientes por el jardín una y otra vez. El hombre viejo sale al jardín dos veces a la semana por decisión del médico. Un día en el jardín la mujer joven luce algo seria junto al hombre viejo. Están sentados en el pasto a un lado de unos trigales. Ahora se le ve algo recuperado. Pese a que no habla sus respuestas las hace con las manos y con escrituras en cuadernillos; las letras han mejorado. Al comienzo del tratamiento no se le entendía casi nada. Ella le habla de su hija. Él pregunta escribiendo cómo le va a su hija en el formativo. Le responde que muy bien, hace todo tipo de actividades y le gusta bastante el dibujo y la pintura. Le da pena a la mujer joven que aún su hija no pueda verlo. Pregunta varias veces por su padre; a veces no sabe qué responderle, le cambia de tema o la entretiene con cualquier cosa. El hombre viejo solo mira al pasto. Tiene recuerdos. Voces de su hija. Lloriqueos, risas, miradas; una muñeca de madera es peinada; él la ve y pasa sus manos por unos rizos rubios y suaves; debe ser su hija. Se le oprime el estómago, siente la garganta flemosa. Y comienza a hablar. La mujer joven solo entiende el nombre de su hija.


Otro día ella le sostiene por ratos la cintura. Ha empezado a caminar con las muletas. El doctor se ha visto complacido con los resultados de los exámenes. Los huesos están soldándose y el nivel de hematíes ha vuelto a ser el normal. Ya la mujer joven lo sabe y espera buenos augurios. Ahora él habla mejor. Ya se le entiende. A veces se retarda pero logra expresar ideas completas. Hoy se han reunido algunos oficiales alemanes en un salón grande; una bandera roja y grande está tendida al ras de la pared. La puerta por donde se sale del salón da un pasillo estrecho por el que se puede doblar una vez a la derecha y encontrar un patio; atravesándolo, tras haber visto un cántaro gigante situado en el centro, se llega al jardín del hospital. El recorrido lo hace un oficial vestido de un saco enorme; quien es el que muestra la banda roja bien en alto y se presenta ante el hombre viejo y la mujer joven. El Amstsleiter, un oficial de servicio escolta, inclinándose levemente, invita al hombre viejo a pasar al salón, pues lo están esperando. La mujer joven responde que no tardarán y agradece el mensaje.


Ambos están sentados sobre el pasto a un lado de los trigales, nuevamente. La mujer joven mira con miedo. El hombre viejo acaba de escuchar su pedido, que no vaya a la guerra más. Él insiste en que tiene que ir luego de recuperarse. La mujer joven no está de acuerdo. Ella se enfada. Odia a la guerra, a los nazis, a su odio contra los semitas, no entiende a Hitler. El hombre viejo se resigna. Prefiere morir sirviendo a la gloria de su nación; la mujer empieza a darle de manotazos. Toda ella se estremece junto con su voz temblorosa; el hombre viejo toma fuerza y la abraza apretándola contra su pecho. Hace pucheros. Vuelve a decirle que está muy viejo y que no podrá ver crecer a su hija; en el oído le susurra muy despacio llorando que por favor vuelva a casarse y le dé un padre a su hija. Se abrazan más fuerte. Ambos sollozan. Una suave ventisca recorre los trigales y difumina los granos dorados, haciéndolos flotar en derredor de ambos. Solo uno de los pacientes pasa por allí ayudado de una enfermera y se pierde en la salida. Es un joven que tiene mutilada la pierna derecha y se apoya cojeando con sus muletas en el hombro de una enfermera. Llega al salón. Divisa el frente. Corea fuerte un himno antiguo con todos. El hombre viejo habla rápido, el temblor galopa por encima de él. Escucha las voces de los congregados en el salón. Escucha su mugir, se enfada, no quiere dejarla. Las voces se alzan en alto y alegres muestran los ojos brillantes de los oficiales y las enfermeras. La mujer joven se asusta y no, niega todo, le da esperanzas; él continúa diciendo que su vida terminará y tiene que luchar contra ella, no morir en vano, a la dicha del reich, el albor de la humanidad. Un par de oficiales alzan un gallardete. Todos lo miran admirados. Los enfermos sentados en unas bancas a lo largo de las paredes solo aplauden y hacen gestos. El hombre viejo lanza un grito y se pone en pie de un salto, solo, tirando las muletas. Permanece de pie sólo unos instantes cuando se va desplomando y la mujer se levanta y lo coge por la espalda. La mujer joven lo mira y ya no dice nada. En silencio ambos van caminando despacio. Los granos dorados salpican todo y siguen flotando; uno que otro va cayendo. Atraviesan el patio. El joven del pie mutilado mira a su derecha. Aparece un anciano en muletas ayudado de una mujer esbelta y bella. Se da cuenta de sus ojos húmedos. Los mira fijamente pero ellos no se dan cuenta. Ya están en su delante cuando oye un saludo fuerte y firme. El oficial del gallardete lo agita en dirección al hombre viejo. El joven del pie mutilado también hace una reverencia al hombre viejo. Las lágrimas se precipitan por las mejillas redondas del hombre viejo. Se pone colorado y la mujer joven le contará a Helga que le dio miedo, porque tiró a un lado las muletas y en posición marcial, levantó el brazo derecho, alargándolo hacia el sol.


Vivió.


Un busto de Marco Antonio mira a la bandera roja de la esvástica por encima de la escalera. Helga está en su habitación jugando con unas figuras talladas en ébano. La mujer joven rompe en llanto; y un telegrama empieza a arrugarse. Helga escucha el lamento y acude al lugar de donde proviene. La mujer joven la ve en el umbral de su habitación. Sin hablar le hace un gesto; Helga va a sus brazos. Le intenta hablar pero se ahoga chapuzándose en sí misma; aprieta la cabeza de Helga contra su pecho y deja caer su cabeza en la de Helga. Huele un suave perfume de café en su cabello y empieza a consolarse con esto. Así permanecen durante unos minutos y Helga se siente aplastada; se zafa del brazo de la mujer joven y le peina un mechón dorado. La mujer joven la mira temblándole el mentón y escucha la voz tímida y pegajosa de Helga, quien pregunta por qué llora.


En la madrugada del dieciocho de septiembre de 1941, panzergruppes entran atravesando edificios en llamas, soldados rusos tendidos en el suelo, civiles en fila con las manos sujetándose las cabezas; entran en la ciudad de Kiev. Unos romeros altos se agachan y un grupo de mariscales nazis miran hacia el féretro del hombre viejo, a varios kilómetros de la ciudad soviética. En un recinto donde todos son de negro, minutos después, Helga ve a una señora que apenas conoce acariciándole una mejilla. No sabe por qué pero la detesta. Se separa apenas avista a la mujer joven. Le dice que tiene sed. La mujer joven ordena a un joven que traiga un vaso de té frío. Mientras tanto, Helga va hacia un abrevadero. Allí está esculpida la figura de una señora que vierte un cántaro sobre el lecho pedregoso del suelo. El agua corre a raudales; el sol se empoza en el pequeño riachuelo que navega alrededor de la escultura. Helga juega con el agua de allí. Se moja la cara y pasea sus manos alrededor de todo el riachuelo. La mujer joven conversa con otra que debe ser su coetánea, alrededor de los treinta años. Recibe el pésame y la sorpresa de varios de los amigos de la familia y los oficiales de la wehrmacht; el rumor agitado entre todos es pensar en una extraña epidemia que estaría expandiéndose en los frentes alemanes situados en Rusia. Los médicos del hospital de Zurich informaron oficialmente que se trataba de una extraña enfermedad que no había podido ser detectada y que, por ello, avanzó rápidamente. La mujer joven piensa que ha llorado mucho y no puede siquiera intentarlo.


Se van a Amsterdam. Una vez en el tren, la mujer joven trata de explicarle en un alemán fácil a Helga lo que iba a hacer. Helga se prende de un retazo grande de una sábana rosa que pende de lo alto de un armario mediano. De un jalón de mechas le ordena que escuche atentamente. Comienza. Están yendo lejos porque hay gente mala por la casa; van a buscar gente buena en Holanda; los países, que son lugares de ciudades y ciudades, se están haciendo daño; en el mundo las cosas son difíciles. Tienen que buscar refugiarse en ese país porque la mujer joven no está de acuerdo con su país. Esto último Helga no lo entiende muy bien. Comienza de nuevo. En el mundo hay gente mala, perversa, que significa un poco lo mismo, pero también los hay buenos. El problema es que no saben quiénes son los malos y los buenos. En el mundo la gente se confunde.


–¿Nosotros somos malos? –los ojos transparentes y la mano de la mujer joven pasa por la cabeza chiquita.


No. Las dos son buenas. No quieren dañar a nadie. En ningún caso lo harían. Pero sí quieren ayudar a que la guerra termine.


–Papá era bueno como nosotros, ¿no?


Sí.


La mujer joven siente algo que le pasa por encima de la frente y baja por su pecho y se queda allí oprimiendo lo que encuentra. Recuerda al hombre viejo y su honor de combatiente. Por ella en solo segundos la voz del hombre viejo enaltece historias, cuentos, anécdotas del partido nacional socialista. Allí está férreo en su sillón; alza la voz y vitorea citando frases de Bismarck; canta a viva luz versos de Schiller y termina acercándose al borde de la cama. Ella lo recibe y apaga el lamparín de al costado. Nada se ve y solo huele. Su hija ha vuelto a abrir una de las pequeñas ventanas del vagón.


–Papá nos ve desde el cielo –se alegra la misma voz pequeña.


Su respuesta se enreda cuando dientes y lengua casi la producen. Sabe de ese romance religioso pero absurdo. Del orgullo maldito que empuja al führer a saberse superior y eliminar a los inferiores. No sabe bien por qué pero siente que no es así. En este rato tiene ganas de evocar enseñanzas cristianas. Pero no está segura. Habló varias veces con el hombre viejo. Solamente terminaba por tenderse o escucharlo obedientemente. Se preguntaba por qué no puede sentir el orgullo de haber muerto al servicio del Reich; todas las demás esposas lo estaban. No sabe qué pensar. Quiere al hombre viejo después de muerto. Vive en sus memorias y en la cara de Helga que la mira a cada rato mientras sigue jugando con el retazo de la sabana. Lo volverá a ver vivir así ya no esté en Alemania y en los insultos de los oficiales y en las balas de los soldados; sospecha que podría reunirse con él en otro momento. Y comerse como lo hizo el orgullo nacional del hombre viejo; quizá volver a vivir en su nación. Pero ahora no. Piensa que no. Esa fue la respuesta enredada.


Orange boven.


El río que pasa por Amsterdam se llama Amstel. Eso lee Helga apenas con mucho esfuerzo. Están caminando por una vía empedrada de caliza. Llegan a una iglesia. Varios señores hablan del sionismo, de la última transmisión de la reina Guillermina y de Pearl Harbor. Unas horas antes, unos cuarenta partisanos habían interrumpido el tren donde iban Helga y la mujer joven. Los sacaron a ellas y a unos veinte pasajeros. Helga vio que uno de los señores con antifaz hablaba con la mujer joven con naturaleza. No sabía holandés por lo que solo puedo reconocer el nombre de su tía, por la que tanto sabía de Estados Unidos. La mujer joven cargó a Helga y se fue corriendo con el señor de antifaz. Unas bombas y balas fueron levantando polvo metros antes del bosque oscuro. Anochecía. Varios partisanos se quedaron varados en el camino hacia un viejo camión. En medio del sonido del fuego y las explosiones, emprendió marcha. Helga apenas recuerda. En el umbral del templo, hay un vitral roto. De allí Helga ve una letra V gigante y pintada de naranja. A medida que se acercan también se acercan varias mujeres y hombres con las caras cubiertas con sombreros; al ver a la mujer joven varios se los sacan. Le dan una noticia. La mujer joven tiene la boca abierta y se apoya mareada en una de las banquillas. El piso parece escarbarse en sí mismo. Todos empiezan a bailar en su alrededor. Uno de los bailarines es su prima. Helga oye inglés y ve a esa señorita agarrar a la mujer joven, le ayuda a volver a ponerse en pie. Ambas ahora se acercan a ella. La señorita la carga. Ambas están llorando y no dicen nada.


El movimiento comunista obrero holandés tiene varias reuniones en la iglesia. Durante todo el día ésta permanecía desierta y hacía de una ruina. Un día de diciembre de 1941, pocas semanas de que Helga conozca a la prima de la mujer joven, ésta atenta escucha lo que cuenta su prima a Helga lo de la navidad en Chicago, los colores verde y rojo cuando van mezclándose en la nieve dispersa de las tejas y el río helado inamovible; hay juegos sobre el hielo opaco y cristalino, si se la pasa mano así, le enseña unas piruetas en el aire y Helga se ve a través de ellos. Se lo dice con lujo de detalles, reemplazando paulatinamente el alemán por el inglés. La mujer joven abandona el lugar donde su prima sigue hablando y sale a un edificio en escombros; los cuales esconden una escalera subterránea. Baja con una vela por ella. Un hombre de barba rojiza y abundante le da dinero. Le indica en un mapa con el dedo. Ella sisea. Unas mujeres de sacos cortos y ganchitos marrones en el cabello empiezan a abrazarla. La acompañan hasta los últimos peldaños de la escalera.


Casi es 1942 cuando el embravecido océano Atlántico embate un navío mediano y la mujer joven se vuelve a remangar unas vendas teñidas de sangre. En un pasadizo largo de madera, yacen varios heridos. La prima de la mujer joven le echa alcohol sobre la herida y lo esparce suavemente. Helga está en la proa. Unos muchachos jóvenes la divisan sola. Van hacia ella. El viento levanta todo y lo arrastra con él excepto a Helga. Camina dando saltos de un lado a otro. Y los muchachos no pueden llegar fácilmente hasta ella por el viento. Éste hace pesados sus cuerpos. Uno por fin se adelanta bastante. Ella le pregunta algo en inglés a él. Él no contesta. Solo le hace un grito en un alemán apenas entendible. Ella le da la espalda y él la coge por la cintura. Ella se coge de la baranda de hierro con fuerza. Empieza una tormenta con el estallido de un trueno en una nube ennegrecida y atravesada por un rayo delgado de luz. De un tirón, la suelta de la baranda y Helga comienza a llorar. En su mano derecha, el dedo índice y el anular empiezan a hincharse y enrojecerse.


Algunas comunicaciones por radio llegan. Tienen que dirigirse a Panamá. Convoyes, fragatas americanos habían detectado submarinos alemanes en un radio de sesenta kilómetros. La noticia es desalentadora para la mujer joven y su prima. Hablan de ir por tierra. Su prima tendría que avisar a las autoridades norteamericanas apenas lleguen a Panamá. Hace unos días que están de hambre. Las raciones serán disminuidas debido al cambio de destino. Helga come un melocotón pequeño. Pasan unas semanas y llegan. Las autoridades panameñas los acogen. El gobierno estadounidense ya había dado instrucciones. Sin embargo el caso de la mujer joven y su prima se pone difícil. El viaje tendría que esperar unas semanas. Y la mujer joven se enferma. Al parecer es una infección al estómago. El gobierno panameño las aloja con todos los tripulantes emigrantes del navío mediano en un edificio originalmente destinado para militares en reserva. Helga corre por los corredores de vez en cuando con unos niños que conoció el día siguiente de una terrible tormenta. Un día da un tropezón y casi se fractura el brazo izquierdo. No llora. Un médico trata de mover el antebrazo. La prima de la mujer joven la reprende porque prefiere correr en vez de repasar algunas lecturas de un librito en inglés. La mujer joven conoce a varias panameñas con el tiempo y empieza aprender español junto con su prima. Les gusta la guaba de los mercados de la ciudad. La prima empieza a llorar una noche luego de leer un telegrama procedente de Chicago. La mujer joven la consuela. Deben viajar lo antes posible. Cuando la fecha indicada llega, otra vez los trámites demoran y se reproducen señores de ternos; oficiales se disculpan con la mujer joven y la prima. Algunos de los amigos que habían hecho empiezan a irse del edificio por su lado. La mujer joven conoce una mujer morena. Ésta le enseña más de las costumbres. Se amistan mucho. La mujer morena no puede tener más hijos porque es estéril. Se lo cuenta una noche de agosto de 1942. Por fin acaban unos papeles. Helga y la prima de la mujer joven se están despidiendo en inglés; ya no puede cargar a Helga, está pesada y ha crecido, se ha estirado, piensa y se lo dice en inglés. La mujer joven la despide en un abrazo que Helga mira callada y por primera vez siente ganas fuertes de llorar cuando la mujer joven también está llorando.


La mujer morena solo está de pasada. Es peruana. Vive en los alrededores de la capital. Allí tiene una casa grande y se iría en el verano de 1943. Les va bien en Panamá pero podría irles mejor. La mujer morena durante los meses de septiembre, octubre y diciembre habla ampliamente de Lima, los criollos, la marinera, las barriadas de La Victoria. Allí vive. Les dice a Helga y a la mujer joven que ha puesto de un negocio de comidas que está dando plata a montones. La mujer joven podría ayudarlos con algunos platos extranjeros. Invertirían en el futuro y abrirían restaurantes grandes. La mujer morena lo sabía porque había estudiado algo de eso en la cocina panameña. Para eso había viajado. Le fue fácil por su cuñado. Todo eso cuenta y a veces al terminar pregunta más sobre el pasado de la mujer joven. Ella le cuenta generalidades, la guerra, Hitler, los nazis, pero lo demás no lo hace. Helga empieza a darse cuenta. Pero no hace caso porque la mujer morena hace broma tras broma que le hace reír a carcajadas. La mujer morena sabía bastante inglés porque también había estado en Florida. Todos los días se levanta en el claro de la mañana. Ahora viven las tres juntas en una casa rentada en la ciudad de Panamá. Un día que cenan vuelve a hablarles de la Ocopa que a Helga le gusta un montón. Regularmente las conversaciones las acaba la mujer morena pero en esta ocasión la acaba la mujer joven cuando responde sí irían a Perú. En el resto de la noche nadie habla y Helga se acuesta rápido.


Caliente.


A Helga la fastidian de gringa cruda en el barrio en una tarde de su décimo cumpleaños en 1946. Sale como todas las tigreñas y amarillas chicas durante las mañanas y trabaja por las tardes en el restaurante de la mujer morena. Comienza a juntarse con los hijos de la mujer morena. El esposo de ésta es medio achinado. Llega borracho por las noches de los fines de semana. Un día se pelea con la mujer morena. Casi se muere. Se va de la casa diciendo a gritos que su mujer está loca. La mujer sale rabiosa tras él con un cuchillo en la mano. La mujer joven la detiene. Solo allí se desmorona y se deja conducir a la sala. Helga mira por una puerta entreabierta. La mujer morena tiene dos hijos nada más. Uno de ellos está con Helga y le pregunta qué ve porque no alcanza a ver. El otro es adolescente y no llega a casa. La mujer morena se la para diciendo que ya se largó y está conviviendo con una joven de otro barrio. Este suceso los va uniendo más y el negocio triunfa. Se mudan. La antigua Magdalena.


Hay varios fundos y haciendas muy cerca de una inmensa avenida que numerosos obreros construyen. El negocio del restaurante sucumbe a la competencia y planean poner otro por donde viven. Helga mide un metro setenta y tantos y le gusta las fiestas de cumpleaños con boleros que tanto le han prometido sus amigos del colegio. La mujer joven ya no lo es más. Helga baila con gracia una noche. Le invitan bebidas. La mujer morena le dice que acepte nada más. En una casa rodeada de tulipanes viven y un día la mujer morena se entera en detalle del pasado de la mujer vieja. La halla antes llorando en la cocina. Siempre lo ha estado haciendo, año tras año, pero se escondía bien. Las dos hablan por fin. Le cuenta del hombre viejo. Cómo no estuvo para verla envejecer. Para ver crecer a Helga. La mujer morena le dice que sí hay hombres muy valiosos en la vida. El mismo tema vuelve a tratarse varias veces, mes a mes. Helga escucha bastante de ello. Incluso cuando cumple la mayoría de edad vuelve hablarse de lo mismo pero ahora entre risas. Se cuentan experiencias que Helga sinceramente dice no recordar. Hay varios varones que van a la casa para cortejarla, pero como la mujer joven hacía unos años, los rechaza. Su hermano, así le decía por costumbre al hijo menor de la mujer morena, la aconseja y la previene de los jóvenes que se fijan en ella. Helga se hace en el oficio de secretaria. Cuando a Manuel Prado le dan golpe de Estado, su hermano consigue un trabajo como obrero en una fábrica de tubos y plásticos diversos. Por su lado, la mujer vieja y la morena buscan reflotar el negocio de las comidas. Lo logran. La mujer morena se queja todo el tiempo que a su hijo no le guste la cocina. En cambio felicita la sazón de Helga. Le juega unas bromas siempre en la cocina: ¡qué gringa pa cocinar como negra, hija! Helga un día en un lupanar conoce a César.


Helga conversa y César se le declara. Esta vez ella no sabe qué decir. Por primera vez duda. Con la barbilla no muy amplia ni muy breve, de lozanas pero macizos cachetes y una nariz larga pero bien definida en la parte más baja, le vuelve a proponer un romance y, mientras tanto, en la alameda un grupo de jinetes pasa galopando en unos caballos grandes. Dicen venir de Trujillo. Por Helga pasan recuerdos, impresiones; en su colegio para mujeres y de monjas jamás había escuchado una experiencia con un muchacho. Solo al salir luego cuando trabajaba conoció historias. Pero todas son pocas. No sabe explicárselo pero también recuerda a la mujer morena y la mujer joven. Las recuerda juntas en ese momento. Recuerda una pesadilla. En ella, las dos mujeres se abrazan bastante y comienzan a juntar sus caras. Se besan acariciándose el cuerpo y se tumban en el viejo mueble que tienen en el balcón de la casa. Allí una empieza a jadear encima de la otra. César pasa su mano por la de Helga y vuelve a preguntarle. Pero no consigue respuesta. Helga parece no estar. Pasa por el corredor que lleva a la sala y encuentra a las dos mujeres quitándose las enaguas, una por una. César la sacude la de los hombros y recién Helga da un salto pequeño, como si tuviera hipo. Lo único que llega a proferir es no. César no lo cree y le pregunta si está segura. Ella vuelve a decir no. César se coge la cabeza con ambas manos y mira al piso desalentado. Ella vuelve a decir no pero lo abraza fuerte de improviso y le pide disculpas, que no quiso decir eso. Le cuenta lo que recordó, sobre una pesadilla. Él se espanta, se persigna. Ella le arregla el cuello de la camisa y conduce despacio sus manos por los hombros y los brazos hasta hacerlos terminar en las manos del muchacho.


Años más tarde, Helga cree desmentir la pesadilla o la justifica. Llega por la madrugada a su casa y en un fisgo rápidamente encuentra a ambas besuquéandose. No las interrumpe. Solamente se va muy despacio a su habitación. Duda si la han escuchado o no. Quiere mucho a ambas mujeres y de repente no siente vergüenza ni molestia; no tiene enfado porque sean ambas unas mujeres raras en ese aspecto; se convence de que son normales en lo demás y de que eso nada más importa. Pasan los meses. Sale con César a bailar el twist en uno de los salones de la avenida Tacna. Al volver, le da más detalles a César de lo que ocurre con ambas mujeres. Él le aconseja a Helga que hable con ellas; no puede seguir pensando que Helga no sabe. Ella sabe que las pondría mal, mejor no.


César ya se va a recibir de abogado. Durante una semana diariamente almuerza en la casa de Helga. Además de él tienen la visita de la prima de la mujer vieja. Llega con sus hijos. Es una semana de fiesta. El restaurante cede sus mesas a las familias reunidas. El esposo norteamericano de la prima habla extensamente. Varios no saben nada de inglés pero Helga, la mujer vieja y la morena responden con una soltura que apremian al hermano de Helga. Él sabe apenas unas palabras; ya no hubo tiempo de enseñarle y no le interesó mucho leer los libros que las mujeres habían traído de Panamá. La mujer vieja en uno de los almuerzos habló del holocausto, de las batallas que libró el hombre viejo y en medio de la parte en que éste muere y parece recuperarse en el hospital, se aflige y comienza a llorar. La mujer morena la consuela a un lado. Le escucha decir que los años son crueles, la vida ha dejado sin un padre a Helga, no puede perdonárselo. La mujer morena la sacude y le dice que no hizo falta. El esposo de su prima permanece reflexivo y dice que lamenta esos hechos. Quiso decir en español que debió ser una gran falta la figura masculina de un padre, de un instructor masculino. La mujer morena lo niega alterándose; le dice que mire a Helga y a su hermano, lo rectos y saludables que han crecido. En esta casa nunca ha faltado nada, remarca una y otra vez. La prima pide que se calme, que no hay daño alguno. Conciliadora afirma que no hay por qué ponerse así. Los chicos están muy bien. El hermano de Helga busca decir algo. La mujer morena empieza contar todo lo que ha ayudado a la mujer vieja; empieza a sacar en cara las noches y las madrugadas que ha oído las historia de nazis, los italianos, las persecuciones de los judíos; Helga le escucha decir que está harta de que cuente esas cosas y ya no debería porque ya ha pasado y a nadie le importa la muerte del hombre joven. Recibe una cachetada que la tumba en el suelo. Los niños no dicen nada y estupefactos se quedan quietos en sus sitios. La mujer vieja deja de hablar en inglés y profiere todo tipo de lisuras en español para la mujer morena. El norteamericano se para y le hace una seña inmediata a la prima; luego él mismo conduce rápidamente a sus tres hijos, dos niños y una niña, todos con menos de doce años de edad, a una habitación de la casa. La prima acude enseguida a ponerse en medio de ambas. Pero no hace falta. La mujer morena se para lentamente y se soba la cara y mira amarga a la mujer vieja y a su prima. Helga se para y César no sabe qué hacer, si pararse o quedarse sentado. La prima les habla en español que se calmen ambas y de una vez discutan sobre el hombre viejo y sobre la guerra; porque no cree que piensen lo mismo sobre el tema. Helga coge a César y le dice que se marchen. No quiere escuchar nada. Pero la prima la detiene: tiene que enterarse de estos problemas. Helga dice una grosería antigua en inglés y luego se disculpa con la prima y tira del brazo a César que todavía no sabe si pararse o quedarse sentado.


Helga se va de Pueblo Libre a los veintisiete años luego de un año de casada con César. Los últimos años allá vio a las dos mujeres de su casa, distanciadas y frías; pese a ello, no se separaban. Cada una llegaba tarde o temprano a la casa para no ver la cara de la otra. No sabe entender esa relación. No han hablado del tema porque ella también los ignora. Cuando finalmente primero rentan una casa en los viejos vecindarios de Jesús María, se entera que su hermano es homosexual. Él mismo se lo dice. Helga conversa de esto con César y entonces se dan cuenta que su familia no era lo que parecía. Todos creían que esa familia variopinta de gringos y morenos era tan normal como las demás. Los comensales del restaurante siempre tenían la mejor de las ideas de las mujeres, que, en apariencia y con seguridad, se habían hecho dos hermanas muy unidas por la tragedia. Más de una vez la historia de cómo se conocieron se supo en el restaurante cuando se reunían todos, los cocineros, las meseras, Helga y César; pasaba regularmente cuando se amenizaban las tardes con músicos criollos. El restaurante se hizo famoso por traerlos desde Chimbote, Chincha, Centro de Lima, de varios lugares. Creció y sirvió para que las mujeres administren las ganancias con la compra de propiedades en varios distritos de Lima. Pero cuando ocurrió la pelea el día en que la prima las visitó, nada caminó igual. Encima durante el gobierno de Odría la gente comenzó a escasear y ya la administración no tenía la innovación de ambas. Estuvieron yendo al restaurante de manera intercalada, sin estar en un mismo horario. Un día de repente pusieron de administrador general a un señor y dejaron a nombre de Helga el restaurante y se fueron. Helga no sabe si se fueron juntas o por separado; siempre las culpa de tener varias dudas, sobre todo a la mujer vieja, que tanto le contaba del hombre viejo para que tratara de recordarlo; y el primer día en que está con César en la casa recuerda claramente al hombre viejo.


César escucha que Helga vio al hombre viejo y a la mujer joven apachurrados en los pastos del jardín del hospital de Munich. Algunos términos lejanos los cuenta en un alemán breve y espaciado por el español. Los vio hablando sobre la guerra, los soldados muertos, la fidelidad a Hitler, el fascismo; escucha a Helga diciendo detenidamente que escuchó a la mujer joven atormentada por la supuesta vejez del hombre viejo. El hombre viejo se consideraba así pero no lo era para la mujer joven, señala Helga. Él se quejaba diciendo que no podría verla a ella crecer, que se busque un marido joven; y él pensaba en lo horrible que era envejecer en medio de la guerra, de tanta muerte y exterminio; todo a cambio de la pacificación que su nación tenía para el mundo. Era justo, muy justo el precio a pagar. La mujer joven nunca estuvo de acuerdo; tampoco ya no se sentía bien con el poco cariño demostrado por el hombre viejo; solamente había ciertos gestos y se acostaban como si estuvieran durmiendo en camas separadas. César escucha que ese mismo día en los pastos la mujer joven vio un hermoso paisaje de granos dorados y estambres flotando en el aire; iluminaban todo el ambiente desolado y nublado de ese día; imagina a esas dos personas, al hombre viejo en muletas y a la mujer joven en un vestido anticuado. Decaído en el brazo alargado de la mujer joven le fue diciendo sollozando y al oído que los años lo cansaban y ya no tenía fuerzas para acostarse con ella y quererla; Helga se da cuenta que viene un soldado en dirección a ellos. El soldado interrumpe durante unos minutos su diálogo. Luego, él tira las muletas y se enfada, que no le insista; su destino es el de morir a su lado y por la causa que le han deparado. Helga se percata del gesto mohíno que pasa por la cara de la mujer joven; César se la imagina llorando en silencio. Helga anda por el jardín y se adentra en el pasadizo que da un patio donde hay un cántaro al medio; ve a los oficiales. Corre donde el hombre viejo. Vuelve por el mismo camino. Pero ya no encuentra más que a la mujer joven sentada en la cama de su habitación, contándole que el hombre viejo fue saludado con aplausos y diciéndole que pronto irá a ver al hombre viejo siquiera una vez. César imagina una película de blanco y negro donde un hombre rubio de cara firme alza su brazo y todos ven hacia Hitler que habla de la victoria y la gloria alemana.


Luego de contado esto, se fueron en silencio a dormir. Tuvieron sexo por la madrugada como si fueran mucho más inexpertos.


Días impares y pares.


Tienen hijos. Unos tres. Crecen uno delante de otro. El hombre llega a la luna. César se vuelve un abogado prestigioso en litigios civiles. Helga lleva una vida tranquila. Primero muere la mujer vieja. Luego de unos meses muere la mujer morena. Ambas son enterradas por unos conocidos en la ciudad de Panamá. El gobierno peruano lleva a una crisis económica al país. Cae el muro de Berlín y César lo ve muy emocionado en la televisión. Helga en este mismo momento en que se muestran declaraciones de algunos alemanes por la televisión recuerda a la mujer vieja y vuelve a hacer llamadas a sus conocidas; si la han visto por alguna parte. La crisis pega y la familia tiene que hacer algunos gastos con los ahorros. Dos de los hijos vuelan a España y el tercero se va a Trujillo, pues se empareja con una mujer de allí. Cinco años se pasan a través de visitas a la casa; matrimonios de los hijos de los amigos, de los amigos de los hijos, aniversarios de los matrimonios de los hijos, unos pocos funerales, la enfermedad del hermano de Helga.


Día cero.


En otros cinco años, por la mañana entierran al hermano de Helga. Ella va conversando por un jardín salpicado de magnolias y tulipanes con el enamorado del difunto. César no lo entiende. Por eso ha preferido esperarla en el carro. Ambos se despiden. César conduce a casa. Llegan y de inmediato se sientan en los sillones de la sala. Helga coge un libro y César busca el periódico en la alacena de la cocina. Solo comentan una que otra cosa. Él le menciona algunos accidentes en el país; ella le reprende, que no empiece a fumar otra vez de esa pipa. Le enseña algunas fotografías de los preparativos de las olimpiadas del 2000. Helga mira la colosal Opera House y el Sydney Bridge. Pone los ojos en César. Es un viejo de piel reseca y partida en varias rayas, más se ven si habla; tiene los ojos café algo opacos; lleva los lentes gruesos y por eso debe tener los ojos así. César habla incasablemente señalando las fotografías y mirando al periódico; y de pronto Helga toma los lentes y se los saca con tosquedad. Le pregunta qué tiene. Y ella dice nada.


Más tarde cada uno está en diferentes cuartos. Helga va por el corredor del según piso cada dos o tres minutos para mover cosas de su habitación al ático. César aún está sentado en el mismo sillón y escucha la radio. En el programa los comentaristas dan los resúmenes de las noticias más recientes. En las idas y venidas, Helga a veces le pregunta casi gritando muchas veces, porque no se escuchan, por algunas cosas que no encuentra. César muchas veces dice que jamás ha visto nada y no sabe dónde podría encontrarlo. Así se pasan unas dos horas.


Una vieja colección de fotografías donde las mujeres salen sonrientes en Panamá está perdida y Helga preocupada baja por las escaleras para buscar en el primer piso. Eso le amarga a César, ¡no tiene que buscar allí! ¡Todo está en el segundo piso! Ella afirma, ha buscado en todo el segundo piso, imposible, tiene que estar en algún lado del primero. Él no lo acepta: él mismo ha removido las cosas hace dos días y no ha visto ninguna colección de fotos antiguas. Además para qué la quiere; ya debe deshacerse de los cachivaches. Ella alza la voz, qué ha dicho, ¿cachivaches? Viejo idiota. Y él se para del mueble y le grita afirmándole que son cachivaches, ¡cachivaches! ¡No sirven! ¡Estorban! Que compre otras cosas. ¡Para qué! Dice ella y continúa ¿para que siga ventilándose la panza todos los días en el sillón? ¿Para que siga renegando por las noticias y le esté gritando para que compre más conservas de maníes que casi ni hay? Él le saca en cara que siempre ha detestado esas conservas, siempre ha tenido mal gusto, es una vieja desabrida. Helga siente que le viene fuerza en las manos. Jamás ha sentido necesidad de levantar la mano contra César; igual como viene se va yendo y de pronto vuelve a como muchas veces pasar por su frente y bajar hasta el pecho y oprimir todo lo que encuentra allí; se voltea y camina lentamente mientras que César no dice nada y se queda parado sobre su sitio.


Va hasta una pared y se reclina con los brazos contra ella. Evoca las imágenes de las dos mujeres y las de sus padres. En la primera ambas se sacan la ropa y gimen; en la segunda, el hombre viejo llora y aplasta su cara contra el pecho de la mujer. Esta imagen es la más definida que tiene del hombre viejo. Las demás solamente son difusas indefiniciones de cara, cuerpo y todo tipo de señales. Por su espalda César se aproxima y le topa los hombros y entierra su olfato en sus cabellos. Le susurra perdón. Ella no dice nada. Sigue viendo otras imágenes. Ahora ve a las dos mujeres peleando y levantándose la voz en un lugar frío en una tundra rusa; los soldados corren evadiendo las metrallas y las granadas; van gritando y despedazándose antes de llegar a una línea antrincherada en un surco profundo a unos metros; Helga no sabe bien si es a la derecha o a la izquierda pero sí ve a las mujeres vestidas en trajes militares, cogiéndose los pelos; César le dice que está cansado y escucha a la mujer morena decirle a la mujer vieja que está cansada y le perdone, que le perdone le dice César; las mujeres acercan las caras; tienen las narices juntas y el hombre viejo aparece por encima de una cuesta de nieve y avanza rápidamente donde la mujer, lo está abrazando y él está en muletas. Le dice algo y la mujer deja de mirarlo en muletas y se pone de pie; escucha que el hombre viejo le dice que está muy viejo para ella, ya tiene que irse, la vida cansa y solamente se le ocurre pelear, pelear por Alemania. Helga sigue a unos metros de ellos, en el jardín y César la acompaña apenado pelado encorvado y remiso; la abraza con todas sus fuerzas e intenta frotarse contra ella. En el jardín ella siente que está sola y mira a un lado. Ve a César a cada segundo más fatigado y colorado. Se voltea y lo coge de los hombros. Le dice que ya no haga eso. Él sigue pidiendo perdón. Afirma que está viejo, cansado. Ella le dice que tienen que descansar. Y mira al otro lado, al pasto del jardín; mira como un proyectil se precipita contra el suelo y esparce todo el trigo en un montón de estambres amarillos y los hace flotar.








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