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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Arrebujos Silvestres








Primera parte

La vieja decía que cuando era chico no me veía al espejo ni sabía cómo me veía. Me decía que solo sabía como las cosas y los demás se veían. Así pasase por el espejo, por una ventana, un vidrio o solo cualquier cosa que me reflejase, no veía ni un instante mi reflejo. Según recuerdo, la vieja lo observó bien. Es cierto. Recuerdo pasar de largo por una habitación de la casa donde se guardaban todos los trebejos, con solo la vista al frente, sin reconocer las paredes. Muchas veces, estaba más pendiente de los juguetes o daba muchas vueltas sobre un solo sitio, hasta que tuviese la sensación de unos mareos, pérdidas de equilibrio. Me encantaba hacerlo. La vieja se detenía a verme desde un rincón del patio. Ahí cuidaba de su jardín. Regaba, cortaba las hojas secas, cambiaba el abono, movía las plantas de acuerdo a como los rayos del sol entraban por el escarpado de la casa. Era un jardín grande que acogía marañas de enredaderas, y, al fondo, se sostenía un árbol de higo. La vieja fue psicóloga. No era especialista en los niños, pero sí era una curiosa con cualquier conducta humana que se le topase. La mía era un escabullido ejemplo cuando corría por los pasadizos. O cometía algunas travesuras en la sala. Así lo recuerdo. Pero mi vieja hasta pocos meses me sorprendió contándome cosas como eso de que no supe cuál era mi rostro. No me contó, en eso hizo trampa, cómo se las ingeniaba para escabullirse después y antes de que me escabulla para que no me vea. Ahora que fumo este cigarro, y lo miro después de saber como poso la mirada sobre él, solo me queda especular cómo se las ingeniaba. Debió ser bastante sigilosa. Toda una detective y, aparte, una sabia niña por dentro. Porque hiciera falta conocer la mente de un niño, ser una niña para adivinar lo que pase dentro de esa cabecita. La mía. La cual es grande y, por suerte, aún no pierde cabello. Que si no, que si no, no, no sé qué pasaría.

Me fui de casa. Lo hice porque no estaba seguro, no sé, y para saberlo. Era algo irreal. Creí que aún me quedaba el gusto por tener las sensaciones de mareo, por estar inconsciente en un solo sitio, solo dando vueltas. Los mareos ya no me lo provocaban a menudo los cigarros. Por más que daba de él varios golpes, no funcionaba. Aunque si lo acompañaba de bebidas o de más movimiento, sí funcionaba; lo digo recordando, más que adivinando el futuro.

Un gato cruza la pista por la noche y no se detiene porque de seguro disfruta de su suerte, de no encontrar ningún predador suyo, como un perro. Aunque tengo mis reservas. No creo que un perro sea tu predador, gatito. De seguro tú eres más ágil que un can, y no eres como ese personaje Tom que escapa del perro fortachón y solo hercúleo. Esa es la cuestión. Ese perro solo tenía la tenacidad de una roca maciza, pero de qué le sirve si solo ella permanece en un solo sitio. Se necesita de movimiento para que funcione esa tenacidad en contra o en defensa del perro. El gato no es tonto, no como Tom, se moverá más rápido pero para huir de ti, Arnold, Hanger, Danger, Octopus, o cómo se llame el perro de la tira cómica. Y esto lo sé ignorando bastantes cosas sobre la zoología. No sé cuáles serán los referentes científicos que favorezcan o rechacen lo que digo. Solo recuerdo así las veces en que he visto a un gato burlar a un perro. Haber visto a algo humanoide burlar a una bestia. El perro será el más fiel amigo del hombre pero no es el más fiel parecido a él. ¡Como sea! El gato dejó la pista y cogió la acera rápidamente. Yo estoy buscando desde un rato una banca para terminar de leer unos poemas de Sologuren.

Segunda Parte

Vivo en Surco, Santiago de Surco, como lo conocen los más viejos. En San Miguel renté una habitación. Abrí una maleta vieja del viejo, y empecé a sacar camisas, polos, pantalones del guardarropa. Dentro de los cajones a veces se sorteaba un boleto de microbus, o de combi. Eran varios boletos. No me había fijado en ellos cuando sacaba la ropa para lavarla, o, bueno, para que la laven. La vieja había viajado a Suiza para asistir a un instituto de investigación. El viejo a veces venía a dormir y cuando no lo hacía, solo se comunicaba mediante cartas. Aún le gusta escribir a mano y no en computadora. Las cartas las deja a un sirviente de la familia. Las deja en el buzón. Una carta estaba abierta y aplastada por varios boletos. Lo sabía porque los boletos habían dejado hoyos en la carta. No hacía falta una lupa para verlos. Solo cogí poca ropa, sí, solo serían unas semanas. Aparte no quería gastar mucha plata en mandar a la lavandería tanta ropa. Iba a ser necesaria la ropa. No pensaba en salir desnudo a la calle, al menos no todavía. Ni tampoco pensaba andar calato por la habitación. Tenía que vestirme, así mi vieja también me haya contado que de niño no me gustaba hacerlo. No pensaba en comprarme ropa, y cuando insistían en hacerlo, daba pataletas. Jodida la vieja, jodida. No sé si se le habrá ocurrido contarle a Jimena sobre eso. Es vergonzoso. A veces piensa que todos son psicólogos, científicos que no tiene pudor alguno si se trata de esos resquicios humanos, ¡pobredumbre humana! A mí me da vergüenza, por eso jode.

No va a ser un cuarto así de grande como este. Ni va albergar rezagos de tantos hechos. Voy a donde no he estado jamás. Ni he recordado jamás, porque no he vivido jamás. Me recuerda eso de La Tierra del nunca Jamás. Esa tierra no existe, regresaré pronto. Cerré la puerta tras de mí lentamente. Me daba un poco de temor que el viejo me encuentre en pleno escape. Las escaleras caen serpenteándose hasta que caí. Veo los candelabros de la sala, el techo bañado en escarcha, las alfombras persas que cubren el tallado escocés del piso; veo la mesa redonda quieta luego de que casi entrase sola si no fuera porque un empleado la puso ahí. Ese día que me fui, vi más muebles y pertenencias de la sala. El cenicero me sonríe con las colillas del cigarro. Y me empuja a seguir recordando.

El manubrio de la puerta que lleva al patio estaba flojo. Temí que fuera un peligro dejarlo así. Me aseguré que viniese un cerrajero y lo arreglará antes de irme. Me tomó una media hora. Era verano por la mañana, a eso de las nueve. No me dio ganas de desayunar y pensaba que para compensar la cosa, almorzaría bastante por la tarde. Días antes había visto un hotel discreto cerca de la avenida Escardo, antes de llegar al cruce con la Marina. Abrí el portón para salir con más comodidad. El sol radiaba y encendía los pétalos de los jardines de las casas vecinas. Había bastantes flores por aquí. La vieja sabía de eso mejor que nadie. Las calles por aquí tienen nombres de flores. Pero esta calle, Azucenas, no tiene ninguna de su nombre. La vieja siempre lo señalaba. Por eso plantaba azucenas en el jardín posterior de la casa, aquel en donde yo jugaba con las enredaderas. Dejé la casa rápido y busqué un taxi en una avenida, en Gardenias.

Tercera parte

nos crecerán de pronto los recuerdos
se abrirán paso por la tierra
se arrastrarán en la yerba
se anudarán en los cuerpos

Javier

Las plantas evocan vida que no se mueve más como el pasado. Que están arraigadas en la tierra, en la memoria de los seres humanos. Sologuren tal vez lo sabía y decía eso, que hasta llegaban a los cuerpos. Leo sentado en la banca mientras siento como pasa la brisa del cigarro, la mierda del cigarro dentro de mí. Esa nicotina me resigna, me hace tomar las cosas en cámara lenta. Silencio. Solo silencio. El trinar de una tórtola a lo lejos. Debe fumar la tórtola para sentir el silencio del trinar de góndola de alquitrán y carbono que alargo con mi brazo, y como con el hocico. Encierro en dos dedos y quemo al cigarro. Entre bocanada y bocanada las tórtolas vacilan en trinar golpeando y en hacer carajos con el cigarro. Se quedan solo... no. No lo puedo morder porque no quiero y no quiero porque a veces no me gusta usar los dientes, y, ¡cierto!, Javier, en dónde te quedaste. También dices que los dichosos, los trémulos se imaginen posiblemente luces altas desde la carretera. Por aquí creo que pasan carros, Javier, solo me imagino que así se dé la posibilidad de las luces. Es que, Javier, a mí nunca me ha gustado ese asunto de los ovnis y los platillos voladores, estelares, de luces amorfas y resplandecientes. Más bien me imagino a unos autos que llegan a descubrir a ese nosotros de tu poema. Ese nosotros, que por ser Epitalamio el nombre del poema, sugiere que son dos. Un novio y una novia, tradicionalmente. Algunos hoy dirían cojudamente, pero ya depende quién cojudea. Hoy leerían este poema, Javier, y podrían soñar con esconderse debajo de los arbustos, los árboles, y casarse en secreto. Sin que las luces los descubriesen. Alguien, un poco canijo, podría llegar a pensar que los homosexuales tienen muchas más razones para esconderse que los heterosexuales. Podría ser cierto. Aquel diría que es por sentido común. ¡Bah! ¡Sentido común!, Javier. Ellos son homosexuales por sentido común, ¡seguro! Si ‘comunizan’ los sentidos, en dónde están los asesinos si no están aquí para desollarme vivo. Es raro, ahora que lo pienso, eso del sentido común podría familiarizarse con una palabra prima y, sobre todo, política: comunista. Comunión, común, uhm. Javier, creo que a ti no te gustaba la política. A mí menos, pero conocí a alguien que me conversa de ellos. Ojalá la vieja no le esté contando sobre mis horripilantes niñerías.

Con las penas
mido
la extensión de mi cuarto

Me pareció hacerlo varias veces pero no decirlo. En ese cuarto pasé penas. Aunque también alegrías, Javier. La vista por la ventana siempre me ha gustado. Da a una casa crema, a una ventana. Ahí conocí de la que te hablaba, Jimena. De niña sacaba pecosa su menuda cara y soplaba a través de un aro para que salgan burbujas. Reía ingenua, esperando que las burbujas no se escapen y se queden junta a ella. Hacía más burbujas para cogerlas con sus manos, para tenerlas en su habitación. Yo la miraba aturdido porque no había logrado quemar los soldaditos de juguete, la vieja no me dejó hacerlo. Un domingo, luego de que Jimena se balanceará valiente por el marco de su ventana, la conocí. Más tarde, venía a mi casa, y juntos veíamos su ventana. Le enseñaba algunas cosas de Lenguaje porque no era buena al principio con eso. Luego jugamos con videojuegos o veíamos películas. Mucho más tarde, tenía vergüenza y no venía tan seguido a mi cuarto. Más nos comunicábamos de ventana a ventana. Después de algunos kilos demás del viejo, ella ya tenía sus enamorados y yo, fisgón, la veía acaramelada con ellos en distintos tiempos y en la puerta de su casa. Hablábamos de ellos de vez en cuando. Me contaba cómo eran a cambio de que yo le contase mi relación con las chicas. No tenía muchas enamoradas como ella, enamorados. Así, éramos, amigos confidentes. Ya cuando al viejo le fallaba la memoria y no se acordaba a veces de escribirme cartas, Jimena estudiaba ciencias sociales en la católica. Me lo sacaba en cara mientras yo solo vivía dedicado a la literatura. En los días cercanos a mi desaparición de la casa, estuvo buscándome para contarme novedades. Pero no me encontró. Andaba fuera conversando contigo, Javier.

Es curioso. Varios de tus poemas tienen alusiones a lo natural y lo silvestre. Y yo no me había fijado que te leo más apaciblemente en un jardín que en casa. El verdor de lo botánico tal vez me da, sin darme cuenta, pie para imaginar lo que está por debajo de tu poesía. Cómo no te atreviste a sentarte en medio de un parque para escribir siquiera un poema. Pueda ser que lo hayas hecho. Te atraía ese despertar de la sabia bruta proyectada por el sol, luego de un rocío limeño. Te hubiera gustado este parque. Queda por mi casa, se llama Jaramillo. No es tan grande, pero en él me siento chico. Lo suficiente para extraviarme y no ver más que las pocas personas que la atraviesan. Por las tardes, los niños suelen venir a jugar y corretearse o corretear a sus perros. Las empleadas salen a sacar a los bebes de las casas; los arrullan en sus coches. Ahora, solo restan pocas personas. Adultas todas. Aunque no sé si dármelas de adulto.

Las nubes, las flores, las aves: rostros de la belleza,
¿dónde arden sus huellas?
Sus rastros se perdieron en las aguas
como desmantelados barcos.
Por qué pues distraemos con tales baratijas!
Pero la belleza, las flores, las aves, sobre nuestras cabezas,
las nubes en su callada música.
(pero ¿las nubes, la belleza?)

No puedo dejar de leer eso que recitas sobre las nubes, las flores y las aves. Ellas tres están y estuvieron largo tiempo en mi vida, Javier. También oigo esa música apacible que adormece mis sentidos, y solo me vuelvo uno con esa música. Es una belleza tímida, que no te arranca los ojos para que la veas. Más bien permanece oculta hasta que nos detengamos. Las flores no se mueven y los apasionados por ellas, si quieren contemplar su belleza, en último caso, las sustraen del suelo, las mueven en las macetas o se las dan a quienes consideran predilectas para esa belleza –el cliché, es una mujer–. Las nubes pareciera que no se mueven y si queremos que lo hagan, tenemos que detenernos. Ellas no se mueven tan rápido con nosotros. El tiempo debe pasar con más importancia en su plenitud. Aunque, exagero, yo sé. Dejan de ser nubes tan pronto como dejamos de contemplarlas, exagerando de nuevo. Pero sí no creo que exageremos mucho, Javier, en decir que su belleza pierde plenitud si nosotros dejamos de contemplarlas con fascinación. Para que nos fascinen les exigimos que adornen el cielo, que pongan su níveo en la belleza de índigo del cielo. Es algo que aquí en Lima cada vez se hace más difícil hallar. Las aves, como esas tórtolas no fumadoras, vuelan con nosotros y a veces parece que ni estuvieran entre nosotros. Últimamente, cualquiera de por aquí solo tiene tiempo para moverse de un lado a otro y no hay tiempo de sentarse en una plaza y verlas como mendigan alimento. Tampoco miramos al cielo si nos movemos. Por eso no las vemos volar. Algunas veces hay tiempo para quedarnos no obstante quietos, y sí darnos cuenta de su presencia. Ahí la belleza nos coge aprensivos, o solos. A mí muchas veces me trajo a Jimena.

Cuarta Parte

Su belleza podría ser acorde con esos tres seres. También tengo que detenerme para fascinarme con ella. Esto me ocurrió desde que era pecosa y menuda. Al paso de los años, ella dejó de ser solo cara y pasó a ser también cuerpo. Creció y su belleza cobró salvajismo, se hizo algo rapaz. Yo veía el trazo delicado de su rostro menos menudo, pero más fino, cuando estaba cerca de mí y miraba las lianas que la vieja tenía en el jardín. Me enseñaba unas revistas. Y me decía que faltaba poco para su examen de admisión. Que luego de que le digan que estaba preparada, aún le faltaba la seguridad debida. Viéndola nerviosa, con los labios temblorosos, toda ella vulnerable, dejó su rapacidad de lado, y pude contemplar esa belleza nueva, colorida como la de las flores, móvil como de las nubes y alta como de las aves. No dije nada, recuerdo. Solo puede acariciarla con un gesto, raptándola del movimiento, como se arranca una flor de la tierra.

Con ella solía discutir de muchas cosas. Tenemos varias diferencias. Hemos crecido viviendo frente a frente. Pero no crecimos juntos, del todo. Ella estudiaba en un colegio de Jesuitas, y a mí me dieron una formación más descarada, en un colegio de oficiales de la marina. Esas dos formaciones nos separaban y hacían que nuestras dos casas se moviesen sin darnos cuenta. Mas, por algo que no puedo explicar, nos juntaba el miedo a lo nuevo. Para ayudarnos a superarlo contábamos que nos producía aquel. Ahí, nuestras confidencias. Pese a ese entendimiento, hay algo que me inquieta y rompe con esta tranquilidad en la banca. Me mantuvo exasperado antes de irme de la casa. Y ahora creo que solo han empeorado las cosas. Si tan solo... no, si no hubiese.

Quinta parte

Un edificio mediano. Di los requisitos en la recepción y bastaron menos de cinco minutos. Subía las escaleras alfombradas como las de una casa común y buscaba la habitación según la indicación de una tarjeta blanca. El hotel tenía buen acabado, me gustaba. No había sido solo un lugar simple, como para los turistas que tienen que ir deprisa, solo para dormir, y luego salir. Yo pensaba hacer turismo dentro del hotel. Tan pronto llegué, puse primero todas mis pertenencias en los aparadores y el guardarropa. Revise la cama, sus sábanas, por si algo intruso estuviera ahí. Por suerte, no había nada. Tiré del corredizo de las cortinas y la luz me cegó durante segundos. Había una televisión de veintiún pulgadas sobre un aparador y de ahí podía zambullirme en la cama. En lugar de eso, me mantuve leyendo.

Salía regularmente por las tardes, cuando el sol declinaba. Me citaba con mis amigos y les contaba las cosas que ocurrían en casa, como si estuviera viviendo allí. Ellos solo preguntaban lo habitual y luego pasaban a otras cosas. Eso no fue igual con Brenda.

A ella le dije que había dicho que había rentado un cuarto porque no lograba estar solo en mi casa. Le pareció chévere y luego de venderle las novedades de mi independencia, aceptó hacerme compañía allí. También se sorprendió por la poca pompa del lugar, como de su poca simpleza. Le encantó ese lobby un poco improvisado, y también la atención de un viejo de bigote mostacho. Una vez encerrados, seguimos conversando de una amiga nuestra que tenía éxito en el negocio de sus viejos. Brenda fumaba entre frase y palabra, irregularmente. Sus bocanadas de humo salían disparadas y algunas me caían en la cara. Bebía vino de un vaso. Esperaba a veces que se lo sirviese. Luego de una risita, también se servía llenándolo. Más de una vez se le rebalsó y pidió disculpas por el poco cuidado. Llevaba una blusa crema hasta unos jeans. Se había sacado un suéter negro, pese a que le dije que le quedaba bien. Pero ella se sentía con calor.

Brenda daba de codos cuando dormía. No era de quedar quieta como un anciano que ya no soñase nada. Pero no recuerdo haberla oído roncar. Una vez en esa noche, me despertó al poner sus brazos por mi cintura. Me incomodo un poco. Se los quite despacio, sin querer despertarla porque me contó que estaba cansada. Así, le di la espalda. Otra vez, ya cuando la oscuridad terminaba, me desperté de un sueño que ya ni recuerdo. Ella aún dormía y se había destapado. El vino le había dado bastante calor; tanta que aún la conservaba. Su ropa interior se dejaba adornar por unos bordeados circulares. Arriba solo había quedado su camisa. Desabotonada al comenzar, y abotonada cuando llegaba a su cuello. Así estaba medio desnuda. Su piel, cómo estaba su piel. Me saltaba la duda. No quise perturbarla, pero. Solo cogí un poco de la sábana y la alcé hasta un poco más de sus rodillas. Me levanté y cogí un cuadernillo donde usualmente escribo. Ahí empecé a dibujarla.

Sus pies salían de la sábana. Comencé a hacer un trazo sin apuntar mucho el lápiz. La sábana era azul y cambiaba de color en una blonda, más arriba. Ahí apunté con más valor el lápiz y logré darle la torsión a la textura de la sábana. Sus muslos aparecían tiernos, limados por un escultor griego. Nuevamente, cuidaba más del trazo del lápiz; fallé varias veces porque captar la redondez y la cilindres me pareció inútil para una hoja de papel, un lápiz y un dibujante inexperto. Su ropa interior era diminuta, y arriba de ella, crecían sus vellos, ennegrecidos así el sol se pusiese directo en ellos. Fallé varias veces, una flora que no era para resolverse en un punteo rudo del lápiz. Del ombligo su piel nacía y su abdomen se arcillaba sin arrugar su piel. De seguro solo era una arcilla imaginable, por mí que estaba medio desfasado. Sus pechos se alzaban poco pero mi lápiz se alzó mucho. Borraba cuando ella empezó a despertarse. Lo primero que vio fue a mí con el cuadernillo.

–¿Qué horas son?
–Creo que son las siete, ya.
–¿A esta hora escribes?, Nando –lo decía luego de estirarse los brazos un poco. Me pareció que me preguntaba.
–Pensaba escribir pero algo me no me dejó.
–¿Ah?, ¿qué dices? –si rió pícara tapándose los muslos–. Qué cosa es esa que no te ha dejado escribir.
–Vela tú misma.
–¡Ay! Nando –se reía medio avergonzada–. Te pusiste a hacer eso. Hubieses esperado a que estuviese más flaca.
–Me hubiera hecho abuelo y no podrías aguantar a mis nietos –volvía a reírse.
–Pero no estoy tan gorda.
–El problema no es ese. Creo que lo que no me dejó es tu delgadez.
–¡No! Bromeas, maldito. No te creo.
–En serio, yo solo dibujo rayas. Rayas bien flacas, nada gordas.
–Entonces, te parezco delgada. También, ¿linda, Nando?
–Creo que el dibujo me ha salido lindo. ¿Tú qué opinas? –volvía a sonreírme; invitándome a cometer fechorías.
–Creo que sí. Creo que es tu lápiz que ha estado bien tajado. No me has respondido la pregunta –encarándomela; más que literal, con la cara acercándomela.
–Sí quiero.
–Qué quieres.

Sexta parte

Por la segunda semana, decidí escribir parte de lo que vivía allí. Iba experimentando esa soledad que a veces la interrumpían pocas personas. Brenda se molestó antes de irse porque en medio del sexo la llamé Jimena. Me reprochó el hecho de que no solo no fuéramos más que amigos y lo estuviésemos haciendo, sino que la confundiese con otra, su amiga. Le dije que la cabeza me había traicionado y que recién el vino se me había subido, no hizo caso de ninguna de mis explicaciones. En esto la vieja creo que no hubiese podido ayudarme. No creo que haya presenciado con su maldito sigilo mis relaciones con las mujeres, es decir, cuando me acostaba con ellas. No sabía claramente por qué había pasado y las explicaciones que le di eran insatisfactorias para mí. Recordé distraído, envuelto en las sábanas y fumando un poco, que a Jimena jamás la había visto desnuda. Solo vi una vez sus muslos de lejos. Pero jamás tuve oportunidad de siquiera ir a la playa y verla descubierta. Algo dentro de mí, silvestre y virgen, me empujaba a verla así. Y es extraño. Cualquiera podría decir que estoy enamorado de mi mejor amiga. No lo sentía así, más bien lo pensaba. Y por más que la cámara lenta del cigarro me hacía ver todo lo que estaba en mi derredor, era inútil. No podía explicármelo. Era muy difícil para mí. Decidí abandonar esos pensamientos. Y detenerme a mirar un manzano extraviado en un jardín estrecho, casi al frente del hotel. Saqué el cenicero al aire, y por ratos, lo llenaba de colillas. El árbol hablaba con el aire, le decía no a sus empujes y se defendía tenaz de sus soplos. Del aire se escuchaba insultos, zumbidos contra las hojas del árbol. El aire no podía decir nada solo cuando se iba contra el tronco del árbol. Su cuerpo duro cortaba la garganta del aire y lo hacía sangrar en una frescura acabada en los derredores. Una frescura que llegaba hasta mi cuarto. Me preocupé porque no fuese artificial, porque no tuviese bastantes carajos, naturaleza sola y límpida. Yo no era dibujante, pero de pronto pensé que Javier Sologuren también hacía dibujos para versar sobre las plantas y el verdor contagiante.

Me di cuenta que en la habitación no había plantas. Pronto salí a comprar macetas y flores al mercado de San Miguel. Las empecé a colocar en los aparadores, en el velador, en el guardarropa y en la televisión. Así a la vieja le hubiese encantado regarlas. Yo solo las veía. Como no era capaz de regarlas, unas se apuraban en envejecer y caídas mostraban sus marchitas extremidades. Yo empecé a dibujarlas porque Javier se negó a hacerlo. Le gustaba lo silvestre, es decir, que estén al intemperie sin que nada intruso las hubiese traído, ni que les dé de comer. Por eso también me negaba a cuidarlas mucho. El abono y el sol solos debían de obrar en sus vidas. Componía versos sobre cómo el oxígeno les daba la vida pero luego las mataba. Empecé a ver si las plantas podían fumar de mis cigarros, y se los colocaba en los entresijos, entre los tallos y las hojas. Parece que sí lo hacían. Veía bocanadas salir por la tierra. Así aprovechaban complacientes el oxígeno asesino. Prendía la televisión, y justo, casualmente, en Discovery Channel pasaban algo sobre los cuidados de las plantas. Me pareció ver a la vieja conduciendo el programa, y dictando a diestra y siniestra varias indicaciones para lograr verdores mucho más sanos. Nuevamente, hubiese deseado que estuviera aquí y lo haga porque no podía hacerlo.

Jimena me despertó en sueños. Me dio miedo. Aparecía ya grande, con esas piernas voluminosas y rapaces, soplando del arito para que salgan burbujas. Corría tras ellas, pero esta vez tras ella todos sus enamorados la veían deseosos. Mirando su trasero, y no ella, alejarse tras de unas burbujas. Yo seguía viéndola desde la ventana y seguía arruinado porque no había logrado masturbarme bien pensando en ella. Ya no eran los soldados, recordé en el mismo sueño. Las burbujas nuevamente no eran cogibles y la vieja lo sabía. Por eso sembraba condones en la tierra y le decía a Jimena que las tómase en cuanto ya estén listos como frutos. De las plantas, pero, que había comprado ya no creía que darían frutos. Varias estaban marchitas y llevaban el color de las polillas. Por eso no era casualidad a la vista que varias de ellas se posasen en las macetas, en vez de siquiera fumar o comer de la madera de los aparadores. Aunque, buenamente, no había mucha madera. Podrían haber cogido mis libros y sustraer voraces sus letras. Preferían mimetizarse con las hojas y las arrugas de esas plantas viejas, viejas como la vieja del Discovery. Ahora ya no podía verme y atraparme como un conejito de indias con sus hipótesis draconianas. Ya no podía arrancarme del suelo de donde andaba y ponerme en sus esquemas clínicos. Por fin estaba a salvo de su razón, porque ella decíase tener la razón por siempre y siempre –como en inglés–. Yo se lo reprochaba cuando más grande solo se limitaba a eso, y a viajar sin escribirme, pero sí dejándome una cuenta corriente generosa en el banco. ¿Generosa? La cuenta porque no te espiaba, porque si te escribía billetes grandes, dibujaba a Washington, Franklin, Lincoln, las torres de Hércules, números de dos cifras o de tres. La vieja era generosa, también, pero no de la manera que hubiese querido que fuese. Por ello pensaba llevarle esas plantas a la casa. Sacarlas de sus macetas. Y así estuviesen inertes, hacer que sus raíces abracen la tierra.

El último miércoles en ese cuarto, desee a Jimena más que antes. Quería verla conmigo. O con ella. Solo que prestase atención cuando la mirase y me devuelva la mirada. Pero no lograba dar con ella. No fui a buscarla a su casa porque temía encontrarme con los conocidos del lugar. No quería que me vean las empleadas, que continuaban yendo para mantenerla. Solo llamaba a casa para darles indicaciones. Llamé también a Jimena, a su casa y a su celular. Pero era inútil. No contestaba. Y si lo hacía solo era a los mensajes de texto que le dejaba. Era lo peor. En los mensajes de texto solo la saludaba y le contaba cosas que usualmente haría en casa. También, como a mis amigos, le ocultaba lo del cuarto. Quería develárselo personalmente, sin mediación de nada. Pensé, entonces, en ir a su universidad. En escribirle al célular y pactar algún encuentro. Solo me iba a quedar en el cuarto hasta el sábado. Le indiqué si podíamos encontrarnos el viernes. A ella le pareció bien. Durante los días restantes, veía televisión o salía a caminar.

El último jueves me puse a escuchar música. Bajé el volumen por si a las plantas les molestasen los sonidos agrios. Me envolví en la sábana, esta vez hasta la cabeza. Cerraba los ojos a veces, o los abría para ver ese techo celeste que se arrugaba o estiraba con los jalones que le daba. Así empecé a recordar los jalones que daba Jimena cuando era pecosa. También los dos juntos nos tapábamos hasta casi no tener aire para respirar. Nos movíamos jugando a que nadie nos encontrase. Pero que solo nosotros pudiésemos hacerlo. Fue en varias oportunidades. Hubo una en la que ya era de noche y no se podía ver nada. Entonces para saber dónde estaba el uno y el otro, teníamos que estirar las piernas y las manos, o mover la cabeza. Además de las escondidas y de recogerla cuando se caía en las escaleras, no la había tocado con esa paciencia. Estaba ciego o no quería verla. Sentía una mano medio torcida adentrarse en mi oído, una muñeca ir gateando por mi nariz. Los pies se adelantaban a pisar los míos. No decíamos nada. Por mi boca había pasado varias veces uno que otro dedo. Sentí un dedo húmedo allí. Un dedo no tan alargado como los otros. Parecía despedazado en dos simientes. Algo recién untado o germinado. Y luego sentí algo pegajoso y húmedo. Solo me limité a separar mis labios y dejar pasar a las dos cosas. Mi mano fue mandada a que revisase quién andaba ahí. Los inspectores dijeron que habían encontrado a una delincuente sápida, que se hacía llamar lengua. También reportaron que una boca se aproximaba a la mía y no había por qué preocuparse mucho. Se iría apenas la recibiese. Pero, eso sí, que controlase mi respiración, que podía ser fatal. El delincuente boca solía asfixiar a sus víctimas, absorbiendo el aire dentro de ellas. Yo sentía café en la lengua, un café recién hecho. Por lo húmedo y falto de forma constante. Los inspectores también me informaron de su cara. Y entonces todo salió a la luz. Ella estaba sobre mí, la veía un poco porque ella había retirado la sábana. Se distanció rápido y se quedó mirándome. Solo recuerdo que volvió a taparse sola con la sábana, dejándome a fuera a mí, y a mis inspectores. Entonces tomé la sábana para taparme y vi las cosas tal y como estaban. No veía a Jimena por ninguna parte.

Sétima parte

Nuevamente, arrebujado completamente por la sábana encontré a alguien cerca. Era una mujer mayor que yo; con la voz grave e inquisidora, me preguntó qué hacía ahí debajo.

–Buscaba pagártelo de manera más corriente. Creo que los billetes no te pagan completo.

La puta se dejaba menear y maltratar. Buscaba simientes moviéndose como una gran mantis sobre los arbustos. Se metía y salía rápidamente. En el velador yacían vasos derramados de cerveza, y botellas quebradas. Las plantas estaban tiradas en el suelo y parte de la cama. El abono estaba esparcido sobre el suelo. Le pregunté, luego de venirme, por qué todas las plantas estaban así. Me dijo que estaba tan ebrio hace unas horas que tumbé todas las plantas y quebré las botellas. Me lo dijo riéndose de mí, diciendo que había sido un bueno para nada con el alcohol. Y que si ya estaba satisfecho y si ya se podía ir. Le dije que todavía no podía hacerlo porque faltaba aún que la quebrase a ella. Soltó una carcajada en sorna. No lo dijo pero de seguro pensó que no podía ser capaz de hacerlo. Fui de un impulso y la cogí de pie, la incliné y le demostré que podía hacerlo, que podía cazarla haciéndola sufrir. Quería convencer a la insecto que la presa era ella, que solo había venido a mi cuarto a devorar las plantas. Cogía sus asquerosas patas y las jalaba hacía mí una y otra vez. Mientras ella gritaba dolida, como si la matase pero luego resucitase por sí sola.

Quería que salga volando por la ventana y que luego dejara de hacerlo y se cayera y muriera. No lo conseguí. Solo atrapó unos billetes y se fue rápido. Salió asustada. Me había preguntado si consumía coca, marihuana, crack o alguna droga por el estilo. "La única mierda que consumo eres tú, puta", le dije. Era viernes por la noche. Mañana cerca de aquí iba a encontrarme con Jimena. Lo que me preocupaba es que no recordaba lo ocurrido durante casi todo el viernes. No recordaba tampoco haber llamado a una prostituta para que me haga el favor. Pensaba traer a Jimena al cuarto. Claro, no sabía cómo iba a hacer porque el cuarto era un desorden. Hedía humedad, transpiración, comida podrida, polvo, alquitrán y más mierda. No tenía más dinero para pagarle a un empleado y limpiase el cuarto antes de las tres de la tarde. Así que solo me quedó hacerlo yo mismo.

No sé por qué. Escuchaba a Javier reprochándome en sueños lo ocurrido. Luego de limpiar, pegué exhausto los ojos. Habré dormido unas dos horas. Me levanté a las dos de la tarde, entré rápido en la ducha. Comí unos panes de hace tres días, cogí un micro, apenas salí a la Marina; y me abalancé rápido sobre un parque. Ahí la había citado. Había llegado temprano, pese a todo. Todo el cielo estaba rojo. Por ahí pasaba cuando me iba a la universidad, y recordaba que estábamos en el verano, las tardes del verano. Jamás había estado en el parque. Lo conocí nada más viéndolo de lejos, al pasar el microbus por ahí.

Llevé a Jimena hasta el cuarto, diciéndole que lo había alquilado para reunirme con unos amigos. Luego le conté en realidad lo que sucedía. Ella estaba preocupada. Me abrazaba y me decía que entendía que mis padres no me habían dado la atención suficiente, que ella también había pasado por lo mismo durante un tiempo, "recuerdas", me dijo. Le mostré las plantas y las flores pisoteadas. Azafranes, claveles, tulipanes, orquídeas, azucenas. Me dijo que era un insensato, que cómo podía haber llegado al extremo de tenerlas así. ¿Para qué las seguía conservando? Le dije que no sabía, que esperaba saberlo luego de comprarlas. No sabía muchas cosas, Jimena, le dije. Que por favor me tenga paciencia. Fumaba un poco nerviosa. Me dijo que todo le parecía sin control. Que no me creía, cómo pudo Brenda acostarse conmigo. Estaba enfadada porque ella misma me presentó a Brenda. Estaba enfadada con ella porque no se había medido. Pero que con el tiempo no teníamos tanta culpa ambos. "Quizá sí se gustan", decía. Le conté también que había estado ebrio, que escribía sobre las plantas y el manzano. Le dije que era el manzano que estaba frente al cuarto. Se lo mostré por la ventana pero no estaba. Busqué por todas las demás veredas, pero no estaba. Si había confundido su tierra con otra, pero, no, no. No estaba por ningún lado. Me dijo que ella había pasado varias veces por ahí, puesto que su amiga Carmen vive a escasas casas de ahí. Jamás vio un árbol ahí. No le di mucho tiempo para seguir dándome explicaciones, mostrándome su convicción sobre ello. Rápido le conté que hablaba a solas con Javier Sologuren, que él comprendía mi estado. Escribía dulces versos. Yo le había escrito a ella poemas donde se nota las enseñanzas de ese poeta. Eso la enfadó un poco más, no sabía cómo explicar que de repente estuviera intranquilo y me desesperaba cuando le contaba parándome en la cama, haciendo de un árbol, de una flor, de una nube que se moviera, de una ave que volara. Solo quería que me entendiera, pero salía lo contrario. Estaba más confundida.

–Tú eres más callado, Nando, cariño, por qué te has puesto así –sus ojos empezaban a lagrimear, y la sentía asustada.

Insistía en que me calmase y que ya lo arreglaríamos juntos. Entonces me calmé, reduje el tono de mi voz, me deje abrazar. Nos tendimos en la cama. Me empezó a acariciar la cabeza, el cabello corto que tenía.

–No puedo creer que hayas estado aquí con una puta. De verdad que te has vuelto loco.
–Así me he puesto porque no sabía algo. Vine aquí para saberlo.
–¿Qué es lo que sabes ahora? –comprensiva, luego de estar calmados ambos.

Le dije que antes le quería recordar cuando jugábamos. Jimena no lo recordaba. Le dije que los dos estábamos ciegos. Me dijo que sí. Que todo era un apagón. Y luego nada más le dije que lo que sabía era que estaba enamorado de ella. Lo sentía y lo sabía. No lo podía creer. Le dije que ya yo lo podía creer.









¡Hipócritas!



No se puede ser y no ser algo al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto.

Aristóteles


Nada más hipócrita que la eliminación de la hipocresía.

Friedrich Nietzsche


"Somos libres, seámoslo siempre (bis), lo siempre seamos, lo siempre..."

A veces pienso que esto contradice a Aristóteles y nos pondría nihilistas







I





El presidente de la República asiste formalmente al consagrado Te Deum para así dar inicio a las actividades del gobierno en el célebre veintiocho de Julio. El Congreso acoge a distintas personalidades para asistir al Discurso a la Nación. Los congresistas lucen elegantes trajes, ternos y sobrias faldas, en el caso de las mujeres. Los palcos se llenan de autoridades del gobierno y de las fuerzas armadas. A las afueras del Congreso, divisiones de húsares montados a caballo lucen con vítores sus uniformes y despliegan ordenados una cabalgata de honor. Honor a la nación, honor a las autoridades, honor al pueblo. ¡Es toda una ceremonia sin igual en torno a la República! Una muestra de las riquezas para consagrar el aniversario de la emancipación. ¡No es para menos!

Junto y sentado a y sobre unos sofás algo viejitos, medio sucios, Jorge come de una rodaja de naranja. El volumen de la televisión está algo alto y las palabras optimistas del Discurso del presidente llegan a coger su atención. Escucha hablar de progreso, inversiones, inflación, planes, Puno, proyectos, reducción del empleo, crisis del petróleo, pobres, democracia, Ica, gaseoductos, redistribución de la riqueza... qué aburrido, dice, qué palabrería, lo gritaría, pero no se cree loco. Solo se da cuenta con que importancia todos lo canales nacionales cubren el Discurso. ¿Cuál es la importancia? Se pregunta. "Solo es como festejar el día del trabajador, el día de la Mujer, el día de los muertos, el día de Santa Rosa de Lima, el día del combate de Angamos, el día del día del día, un día, unas horas, mañana no me acuerdo del día. Luego de esto (continúa) los símbolos cívicos solo quedan escondidos y las cosas vuelven a como son todos los días, y no el día". Jorge cree plenamente que los ritos no hacen más que detener las actividades cotidianas del país para exagerar el producto de ellas. Ponerles grandes adornos para satisfacer lo que sentimos por ser peruanos. No se interroga precisamente qué es ser peruano, pero si no lo sospecha, tiene alguna creencia guardada consigo. Exageraciones, con más. Pero una suma de elementos inexistentes, de elementos falsos. Es eso, subirse a un podio y conocer palabras y empezar a soltarlas para maravillar a los oyentes, al público, y enaltecer las esperanzas, el orgullo peruano. Termina la fecha, redundan los pensamientos de Jorge, la suma exagerada de cosas exageradas de sumador exagerado en lugares exagerados en un día exagerado cambia exageradamente; todo vuelve a no ser exagerado, a ser pequeño, no hay elegancias, no hay palabras lindas, nadie exagera, ¡a todos les falta! ¡Qué cosa van a exagerar! Por eso, porque, debido a, ya que, no hay duda, es así, no me discutan, evidentemente, ¡no me canso! ¡Exagero! ¡Viva la Patria! ¡ Viva el Perú Carajo! –no cree que es loco ya –... porque los políticos son doble cara, les encanta mandar, mandámases, corruptos, ¡hipócritas! –se le cae la rodaja de naranja de un escupitajo, el jugo mancha más los sofás viejitos–.

Jorge prefiere hacer deporte hoy que es feriado y todos sus amigos están desocupados. Le gustaría luego hablar del barrio, de las amigas de un cumpleaños, que estaban buenas (sí con una amabilidad, una gentileza tan vistosa, tan grande, tan bien, tan atenta, tan, tan bien formada, tan... tampoco es buena imaginarla tanto). Salen a correr olímpicamente tras un balón y de alegrarse con las piruetas que realizan con las piernas, el esternón, los brazos, casi todo el cuerpo. Ellos y Jorge fueron ellesitos y Jorgito, chiquitos, chibolitos. Se conocieron cuando eran pequeños varios de ellos. Por eso comparten varias experiencias en común. Los apodos brindan testimonios sobre esas experiencias. Hay una familiaridad singular, de compañerismo, de barriada que funciona muy bien con ellas. Así estén varios de ellos disgustados con esos apodos, son conocidos con sentimiento, ya sea odio, alegría, amistad, ternura... amor – sí, sí, aunque no lo digan algunos pocos, y sí prefieran alabar sus hombrías–. En un partido de fúlbito, una pichanga, sin embargo, la familiaridad funciona con más prioridad para un solo sentimiento: el orgullo o el honor. Es que sienten honor, orgullo, como si fuesen los húsares vestidos en esos vistosos uniformes, patrios hasta los calzoncillos y las tangas. Ese sentimiento glorioso, ¡sí señor!, les sirve para batirse en un duelo detrás de la posibilidad de hacer más goles, de llegar a la victoria. Sus uniformes son esos sin iguales atuendos, esos politos gastados, overoles pasados, medias cremas –y muchos son alian(z)istas–, shorts desteñidos, pantalones entallados (por ser algunos un S de super y no de small, ¡lo que importa es la garra! o ¡el corazón grone!). Dos equipos formados, uniformados, conformados, armados, dividen el campo de juego en un suelito del Rímac, como lo hacían los grandes ejércitos franceses e ingleses un dieciocho de Junio de 1815 en los alrededores de la ciudad de Waterloo. Así de importante, un Napoleón Bonaparte detrás de una de los ejércitos; así de importante, un chato Ugarte detrás de uno de los equipos.

Luego de una batalla sin igual, Jorge y todos ellos van a descansar porque están fatigados y sedientos. Aportan comunitariamente –tranquilo, Engels– todos con un sol. A eso ellos le llaman, y se conoce más que al Te deum, como un granjero llama a la suegra cuando intercede para dejarlo de hambre –por ahí soplan que es un chancho invertido–. La figura tiene algo de ceremonioso. Se sientan casi en una redondez, lado a lado o frente a frente, sobre unos pequeños muros que se alzan unos pocos piecitos del suelo. Comentan sobre el partido, los goles, las llevadas, las metidas de pata –no de pie, ahí lo malo–. También se enardecen rencillas dadas durante el encuentro. Jorge insulta a uno de sus amigos, por un error que cometió en la defensa.

–¡Sohuevón!, cómo mierda se te ocurre caerle así, huevón. Te le andas cabriando al chato –lo mira con ojeriza, esperando explicaciones, algo que no demuestre un hilo dental en unas piernas regordetas y velludas–. Es pa sacarlo de una kimba y ya, cojudo.
–Ah, ¿sí? De mientras, mierda, te la pasas hecho un rosquete remangándote las patricias, amarrando la bola por toda la cancha. ¡Qué tal concha, remierda!–le dice tozudo, muy seguro. Él se apoda Pocho, ‘cara e poncho’.
–¡Sal, huevonazo! Si yo soy el único cojudo que trabaja los pases y arma el equipo. Putamadre, si tú, chino –le dice a quien estaba frente a él–, no estás marcando por la derecha. Estás hecho una coladera. Hace rato veo que el cabro de Paco –él no estaba presente– se pasea como en la Arequipa. Caballero nomás, a mí me queda cranear la huevada pa que salga.
–Qué carajo vas a cranear, mitrón –el apodo de Jorge–, si esa huevada te sirve pa andar cagándola –señala su cabeza–. Es más, compare, a mí me han dateado que ya te van a salir cachasos en la frente –todos se ríen de Jorge y comienzan a clamar, ¡uyyyy!

Que ya hablen de extrañas protuberancias, no tan redondas, más alargadas, inminentes hace cambiar la conversación en rededor de otro tema. Jorge les recuerda que Abigail es una mujer que lo cogió ebrio y que le da lo mismo si ha estado besuqueándose con otro u otros durante el cumpleaños del que quería comentar. Y esto es según él. En realidad, Abigail es una mujer, que veces pasadas, ha llevado relaciones fijas, y si se prestaba a las insinuaciones de algún muchacho, era porque le gustaba y estaba libre. Se habla de esas protuberancias no como un adorno honorífico de los nórdicos; por el contrario, se quiere decir con ellas que a Abigail se la ha visto con otro. Y así fue. El chato con zapatillas –y no con las botas de Napoleón; sí uno que otro juanete– la vio a ella muy junta a uno de los invitados a la reunión. Para ella esto no implica ningún cambio en el curso de sus relaciones. Pues, estaba sin compromiso. Esto implica, ¡el más sentido pésame, Jorge!, que Jorge "ya no más, ya fue". Jorge no se lo había dicho a sus amigos porque eso lo llevaría a dar algunas explicaciones y afrontar las consecuencias de su ruptura con ellos. No quiere hacerlo. Y no lo hace porque verse vencido ante esos hombres gloriosos, que no conocen la derrota más que algunas veces en la cancha, esos hombres encima de las mujeres, atentaría con su orgullo, ¡el honor! Sí, señoras y señores, niños y niñas, ancianos, parapléjicos, camaradas, caballos, caballeros y damas, ¡el sentimiento vanagloriado y extasiado en la cancha continúa fuera de ella! De manera más solapada, pero aún es el areté de ellos, de los que se conocen desde pequeños. Y para defender tal sentimiento, tal valor, hay que ofrecerlo todo, incluso, mentiras.

Jorge daba por hecho cuando oía al presidente que sus palabras solo eran momentáneas, válidas solo durante ese día, un día. Así tenía que ser porque se respondía a exaltar los valores de la patria, y el optimismo nacional. Luego eran más que cosas inexistentes, es decir, falsas. Y lo falso está relacionado con la mentira. El mendaz afirma algo como verdadero que es falso. El presidente afirmaba algo como verdadero que es falso. Jorge afirmó algo como verdadero que es falso. Los tres individuos aparte de esta similitud tienen otras más: razones para mentir, para ser falsos. Jorge aducía que el presidente lo hacía, ya lo sabemos, porque debe responder a las esperanzas de los peruanos. Jorge lo hizo porque tenía que responder al honor de ser hombre jugador de fúlbito, integrante de un barrio competitivo o de un grupo de orgullosos de sí mismos. Los peruanos están orgullosos de sí mismos, de sus valores patrios. El presidente laurea sus palabras para evidenciar y poner a flote esos valores. Hay valores en Jorge, valores en el presidente. Según Jorge, el presidente, un mendaz. Y Jorge, también. Lo llamó también hipócrita.


II




El día de la fiesta, Jorge se encontraba alegre porque la del cumpleaños es una vieja amiga, una de sus mejores amigas.

–Jorgito, he estado llamándote durante la tarde. Creo que no estabas, ¿no?
–Ahí, Elena, justo llamaste cuando salí a casa de la abuela.

La única casa de la abuela está en Santa Fé, Colombia. Ahora quiere defender el orgullo nuevamente pero laureado por el "me hago de rogar".

–Ah, pucha, justo, ¿no? –sí le cree, cree que la hace muy bien– Yo pensaba que tus abuelos vivían en el extranjero.
–Pensabas. Es cierto –una que otra vez, algunos años bisiestos, él también– mis abuelos de parte de madre –enterrados cinco pisos bajo tierra– viven en Colombia. Pero los de parte de padre –te ven del cielo y culpan a la Natacha "¡qué maldita!, ¡le dijimos a Miguelito, no con ella! ¡Virgen Santísima!– viven en el Cercado de Lima.
–Ok. ¡Verdad! Abigail estaba preguntando por ti. Me decía si ibas a venir y le dije que sí.
–¿Qué dijiste? –el ruido de la música no les dejaba escucharse fácilmente. Hablaban entonando más la voz.
–Que Abigail estaba preguntando por ti, ¡sordo! –a veces no se dan cuenta de estas cuestiones escenográficas.
–¿Qué le dijiste?
–Tampoco escuchaste. Le dije que sí, que sí ibas a venir.
–¿Qué? –capaz sí está sordo o se olvidó de comprar hisopos.
–Que sí ibas a venir, ¡sonso! –les encanta ponerse sobrenombres.
–Ah, sí, sí, está bien –no escuchó en realidad. Miente porque hay que proteger la confianza debida en una amistad de tanto tiempo.
–Oye, ¡escúchameee! Ya vengo, voy a dejar unas cosas, en el cuarto de Lucero.
–Ah, ya, ya, ya –"Ya vengo, voy a cuidar unas cosas en el baño, el cuarto está deshecho", escuchó Jorge. Le parecía natural que el baño se ande estropeando en una fecha tan especial.

Muy cerca de donde habían estado Jorge y Elena, el chato ya había visto a Abigail infraganti. Comentaba con uno amigo del suceso. Ambos compartían valores con Jorge. Por lo que decían la verdad y nada más que la verdad cuando el abogado se los preguntase y un guardia los amenace con un revolver, diciéndoles que, además, serían homosexuales si no fuesen honestos.

–¡Estaban en unas! Maleado el patín, ah –aseguraba el chato, con contundencia.
–Esa jugarreta no se la había visto ni al Perico León, huevón –el lenguaje futbolístico a veces metaforiza las situaciones candentes para los amigos de Jorge.
–Y qué jugada, ni una árbitro le ganaba.
–Ni las animadoras del Sport Boys, hermano.
–Ahorita el cabezón –los buenos amigos de Jorge le tienen un gran cariño– debe estar hecho un venado. Más cuernudo que vikingo –el otro amigo conocía a los vikingos solamente cuando los demás decían que Jorge bebía como un vikingo. Jorge era bastante tenaz para el alcohol.
–Y ¡esto essss!, porque el cabezón es más pollo. Dos vasos y está mas sentao –Él, el chato, era algo parecido. No era de beber mucho; y luego de unos pocos vasos comparados al número de ellos que bebían los demás, bailaba en las fiestas, se iba en las reuniones o, por último, se servía apenas, a veces, ni lo hacía.
–¡Eso ni hablar! No es por ser hipócritas, pero, hermanito, yo lo quiero un huevo al cabezón; después de tanta cochinada, de que tanto nos amarre la bola y se la pase de auchero –se acerca un poco al oído del chato–. Qué te parece si lo gomeamos acá, a ver si así le damos un cursito al paso, así nomás, nada que a distancia –el amigo del chato ya andaba bajo los efectos especiales spielbergianos del alcohol– . Anda, pe chato, vamo a poner orden en el gallinero, ¡qué chucha se ha creído!

Los dos hipócritas continuaban. Tal vez no querían serlo, pero Sartre no tenía nada que hacer acá.

–Aguanta, aguanta. ¿Quieres que vayamos los dos solanos? No, pe. Eso me huele a alcahuetería. Deja al cabezón que solucione sus entripaos. Si no lo hace será más mitrón con todo el adorno de navidad, pe; sí, pa qué la caga.

El amigo se quedó pensando como si estuviera concentrado en sonsacarle algo al Napoleón del Rímac. También miraba al suelo, como buscando armar alguna figura geométrica que hallará congruencia. Buscaba una chapa de una cerveza que le hacía falta para canjear otra botella.

Tienes razón, hermanito. ¡Pero eso sí! A mí jamás me... me –una cámara lenta de suspenso del gran hacedor de la película Jurassic Park– me vas a chapar en una huevada así. Yo no aguanto putas ni cojudeces. A mí... compaaaaarrrreee, me gustan las cosas rectas, pe. Las cosas legales. Cualquier pendejadita de estas y, y, y.... putamare,... aguanta –le venían algunas contracciones bucales– putamare, yo, yo la agarro a taponazos, a los dos, ¡conchesumare!

El amigo era un fortachón de un metro ochenta y junto al chato parecía un herrero acompañado de un duende. Había sido engañado por dos mujeres que estaban bailando alegres a pocos metros de él. Se dedicaba a varios negocios ilícitos. Y, él diría "para concha", le era odiado por Jorge, un odio recíproco. Ambos se odiaban, pero los muchachos no estaban muy al tanto.

–Abigail, amiga, ¿quién es él?


III




Jorge vio la escena. Escuchó que le presentaban a Elena la nueva pareja de Abigail. Él se fue de inmediato. Le trajo varias amarguras. La insultaba en sus pensamientos. La insultaba bastante porque la quiso o la quería bastante. Pero de esto él no se percataba. No sabía lo que Descartes un buen día quiso separar y domeñar. Las pasiones. Entonces, aparte del honor había otra razón, tal vez, el amor. Jorge había sido hipócrita con sus amigos porque no aceptaba que Abigail ahora esté con otro. Las pasiones que están comportados, a veces se confunden con estos, en los sentimientos motivaron a que Jorge haga a pasar a Abigail por otra mujer, una sinvergüenza; y él hacerse pasar por el que era, ese apodado el cabezón pero al menos con el orgullo, el honor de un hombre más del barrio. Una hipocresía que le ayuda a continuar con la identidad verdadera para los muchachos. Después de todo, la identidad de una persona se forma basándose en quienes lo identifican. Tal vez, ¿la hipocresía deja de ser mal vista por contener inautenticidad cuando está justificada para defender rasgos tan primordiales como las identidades? Si no fuera así todos los muchachos entrarían en una crisis de identidades. Se desunirían cuando se den cuenta de que nada de lo que era es. Y de que seguramente volverá a escamotearse la verdad y solo quedé lo que no es. Ahí ya se está trayendo al viejo Aristóteles a colación.

Aparte. El presidente de la república si no avasalla el optimismo, el empuje que necesita una colectividad que pone sus creencias en el voto popular, de no ser así, la desesperación proliferaría y rompería la colectividad, desintegrándola y efectuando el caos público. Como bien apunta Savater, los ciudadanos piden, aunque no sean conscientes de ello, que los presidentes y gobernantes les mientan. El filósofo español no lo explica esto así, pero bien podría decirse que la verdad no es permanente y que de boca a boca cambia hasta dejar de serlo. Las promesas son aquellas intenciones por hacer verdad, realidad lo que aún no es. Eso hacen los gobernantes porque son ellos quienes los encargados de velar por los intereses de los gobernados en adelante, en el porvenir. Si no prometen no tienen proyectos ni realizarán tareas para cambiar el ahora, el presente. Jorge, una vez entendido en estas cosas, reconocería todo esto como una defensa al presidente.

Así podría funcionar pero solo mirándolo por un lado. Por otro lado, si no avasalla ese optimismo, la pérdida de confianza en él, a tal punto de detractarlo, se podría tirar abajo el gobierno o se podría causar un ambiente que propiciaría cambios en el gobierno. Como las famosas reformas que algunos periodistas comentaban ese día como una falta en el discurso del presidente. La verdad, vistos de ambos lados, estaría implicada como una inverosimilitud o verosimilitud muy dependiente de las circunstancias. En defensa de que los efectos de ellas afecten a las personas, estas se defienden aprehendiéndola, adueñándose de ellas, es decir, les quitan las condiciones que las hacen verdades. Y así, Aristóteles, Platón, Sócrates, resultan las mentiras. Y quien hace uso de ellas en referencia a su identidad, sus actitudes propias, se vuelven hipócritas. Decir la verdad, en muchos casos, implica causar graves consecuencias a las personas. El miedo, la conveniencia intelectual, son piezas para elaborar juicios morales, en los que se toma partido por el bienestar de uno mismo, a costa de la verdad que atañe a los demás. ¡Es esta argumentación la que sería parecida a la de Nietzsche a la hora de repetir su fragmento sobre la hipocresía!

El filósofo que algunos señalan como responsable de que Superman, Batman, Spiderman, ¿el Chapulín Colorado? y otros superhombres hayan existido en la televisión, en el cine, en las revistas, y existan, fundamenta la hipocresía como el elemento imprescindible para que la moral se imponga. Así, la constitución platónica del Bien no estaría comprendida en la moral vista como buena por aquellos que se hacen llamar justos y respetuosos de la ética y las buenas costumbres. Para que la moral logre captar a los ciudadanos y se arraigue en las mentes humanas, en el inconsciente colectivo de Jung, se necesita de maniobras amorales; de ir en contra de lo que se tenía por verdadero en una situación dada. Dicho de otra forma, y de manera similar a lo dicho antes, de ver otra realidad y hacer cambiar lo que se tenía por verdad. Para quienes esa verdad no cambia, no comprenden las circunstancias que la cambian, es una farsa. El superhombre con su voluntad de poderío podía faltar a los viejos imperativos universales de la moral, pues se alzaba sobre estas y podía decir verdades después de decir mentiras. Sin embargo, para el filósofo, la hipocresía hubiese sido resuelta si fuéramos partidarios de esa moral invertida. Ahí es cuando su superhombre dejó de volar por los aires, de tener un lujoso baticarro, de trepar rascacielo tras rascacielo, de ser más noble que una lechuga; más bien cualquier avezado político puede sin duda no tener la voluntad de poderío precisamente, pero sí hacerse de un poder que le permita superar la contradicción del filósofo. ¡La moral invertida no era más que otro tipo de moral! ¡La hipocresía no se podía eliminar a la hora de que esta siguiera existiendo! ¡No hay por qué eliminarla! Así que Nietzsche y los tres griegos helénicos corren la misma suerte y se sorprenderían por tener muchas cosas en común pese a todo. Pero, no. No lo aceptan, cada uno le dice hipócrita al otro. Nietzsche coge a un traductor cuando el lenguaje de las señas fue demasiado engañoso.


IV




Jorge comprendió algo de estas cuestiones con el paso de los años y teniendo por un recuerdo lejano lo ocurrido con Abigail. Ahora mira los recuerdos del barrio en una fotografía. Hace unos años que vive en Barcelona, España. Mientras también ve, una vez más, sentado en un sofá, comiendo un pastelito, la televisión. Nuevamente, es veintiocho de Julio y los congresistas, ministros y el presidente están reunidos en el palacio legislativo para cumplir con la tradición. Y para cumplirla de seguro varios son bastante hipócritas, varios no asistirían si no es porque de repente salieron elegidos congresistas. Especulando, numerosos representantes de la nación aparentan una nobleza patriótica, sacrificada en pos de la celebración nacional, pero apenas dejen el espacio público para estar en uno privado, son auténticos consigo mismos. Jorge sospecha de esta manera que en el mejor de los casos todos somos más hipócritas que auténticos, y que muy pocos se confiesan ad veritas con los sacerdotes. Empero, los existen. Es que tampoco se puede negar la autenticidad porque eso implicaría adoptar varias personalidades. De ahí que digan que socialmente todos lleven máscaras o anden disfrazados; sin mostrar lo que en realidad son. Admitir esto, Jorge, sí, Jorge ya lo admite. Pero ahora que continúa viendo las caras complacientes y alegres de los políticos, se pregunta ¿acaso no cuesta trabajo ponerse máscaras o disfrazarse? En efecto, se dice mientras recuerda algunos casos de unos compañeros del trabajo que tuvieron que pagar por lo bajo a varias personas para que les guardase algunos secretos suyos, pues engañaban a otros. Y esos mismos compañeros tuvieron que depositar confianza extra, tuvieron que pasar preocupaciones a solas, cuando especulaban situaciones en las cuales los pagados podía ser descubiertos por la justicia o por los engañados.

Cuesta, entre otras cosas, porque se inventan verdades, pues se las coge y se tenía que inventar sus verosimilitudes. La hipocresía comporta todo un tramado literario. Jorge se da cuenta que es montar un teatro, hacer papeles de varios actores. Realizar dramas, comedias, tragedias. Y que, además, para esto, implica estar peleando contra la moral recta, la sabia conciencia –nuestro juez interior–, pues esta es la que exitosamente se ha impartido entre los occidentales. Perdura y es la que está enquistada con raíces de hierro; son regeneradoras de sí mismas. Al final, pues, la humanidad tiene que inventar toda otra humanidad para que pueda vivir solo con la moral invertida nietzschiana. Es un trabajo que en sí misma advierte una mentira irrealizable.

Jorge cambia de canal para que ver qué hay en los demás canales. Una Madonna, la cantante que dominó una generación de peruanos como los lenguaraces discursos del presidente García lo hicieron, regenerada en físico a leguas, emula grandes contorsiones para grabar un video musical. A Jorge le parece que es hipócrita, que solo es auténtica consigo misma y, mientras haya cámaras, su apariencia esconde su verdadero ser. Y se dice, qué importa. La apariencia domina en esa área, donde todo lo que se ve es. En las áreas más multitudinarias, los miles de ojos captan el cuerpo y lo que está por debajo o lo que de ahí se desprende, no lo hacen. Luego cambia de canal para ver un noticiero español. Este informa sobre la entrega de un premio a la hipocresía de una ONG catalán a la UE, motivada por la celebración de la cumbre europea en Sevilla. Una atractiva mujer señala desde una mesa de conducción que se hizo el premio en razón de la doble moral que UE promueve en el comercio internacional: por favorecer la liberalización económica en los países pobres, desfavoreciendo los subsidios a esas economías: una moral; y, en los países miembros de la unión, por promover una economía subsidiaria que abarata los costos de los insumos para la producción fabril: otra moral.

–¡Es una hipocresía! –Afirma con euforia Jorge.

Había dejado de ser muy hipócrita y logró enfrentar al barrio en futuras ocasiones. En otros ámbitos, empezó a hacer amigos y con ellos trató de fabricar una personalidad. Así, las circunstancias cambiasen, él impediría mentir y aceptar los cambios en él. Aunque, de todos modos, siempre mentía. Era inevitable, se decía brevemente. Ahora está pensando en si ha sido objeto de burla esa premiación hecha por la ONG, o si de verdad es un hito de mérito y reconocimiento virtuoso. Se dice que, tal vez, son las dos cosas al mismo tiempo. Si uno se quiere reír de los rasgos iniciales de la UE, bien; pero si quiere tomar en serio que los rasgos actuales benefician, bien también. Su vida ahora está mezclada con la seriedad y la burla. Propia de esa cabeza grande, descomunal y nada atractiva para muchos. Atractiva cuando no se la ve y solo se escucha lo que dentro de ella se produce, para otros muchos. En esos tonos, avanza. Sin embargo, no acaba de tener la sensación de que su hipocresía y la hipocresía de los demás siempre estén cerca, ya que probablemente haya menos hipocresía cada vez que recuerde un libro de Savater que se compró hacía unos días. Lee en voz alta una frase resaltada en una de sus páginas..

–Es probable que sea así, que seamos más dueños de lo que callamos que de lo que decimos.



Primeros pasos sin vuelo

Miraba con inocencia hacia delante. Sus jóvenes dientes se asomaban apenas y sus ojos saltones iban sobre sus cachetes, también saltones. Apenas daba breves pasos. Intentaba extenderlos con optimismo; esto les parecía a las dos persones que lo esperaban. La mujer no esperaba más. Se acercaba rápido y lo cargó. El hombre siguió esperando de pie, de cerca de una de las sillas de espera. Traía una expresión seria, al contraste de las sonrisas del cachetes saltones y la mujer. Doblando su brazo chico, se chupaba el dedo más chaparro mientras era movido de arriba abajo, en pequeñas oscilaciones, por la mujer. Veía que de pronto varios individuos más grandes que él iban vestidos de blanco y celeste. No se había fijado más que en las sillas celestes. Cada silla le recordaba un columpio de ese color. Tan rápido dejó de sonreír y de dejar saltando a sus ojos, la mujer lo fue bajando como si bajará una carga pesada y frágil hasta ponerlo de pie. El hombre se les había acercado y hablaba con ella. Al cachetes saltones poco le interesaba. Más interesante le parecía las camillas lentas o rápidas que pasaban por el pasillo, al frente de la sala de espera grande en la que estaba. Había estado merodeando a gatas por ahí hacía una hora. De repente, ver a todos tan ocupados lo aburría un poco o lo inquietaba más. Tales opciones no fueron pensadas por las dos personas que discutían. El dedo más chaparro apuntaba siguiendo una camilla.

Había consultorios dispuestos a lo largo de las paredes del pasillo. La luz del mediodía entraba al pasillo a través de un ventanal y descubría los nombres de los consultorios. En el pasillo daban otros pasillos estrechos, unos cinco se podían contar si alguien hiciera la cuenta al pie del ventanal. Con esa anchura, el pasillo podía ser transitado por numerosas personas. Pero, en teoría, sin sobrepasar el límite aforo que se indicaba en un cartel pequeño, colocado en lo alto de una pared. En este piso estaba la sección de obstetricia y, como en todos los pisos del hospital, había una sala amplia de espera, para entrar a las citas médicas o para solicitarlas. Los pacientes se sentaban buen rato. Algunos dormían, otros se hablaban entre sí, unos últimos veían la televisión en lo alto de una esquina entre dos paredes. El hombre y la mujer seguían conversando, pero ya casi no se escuchaba lo que decían. Parecía ser que habían bajado el volumen a propósito para que nadie escuchase. Cosa contraria ocurría en los alrededores del pasillo. Un señor rezaba en voz alta su rosario, y, alternadamente, leía versículos de la biblia a la gente que pasaba o los pacientes sentados a su lado. Es que en las paredes también había sillas, más pequeñas estas que las de la sala, y soldadas a las paredes, sin un soporte que las sostuviese en el suelo.

Los pacientes sentados junto a las paredes se parecían a las de la sala. Con las diferencias de que ellas no tenían una televisión que mirar, veían pasar más personas, se veían más las caras (y no tanto las espaldas porque estaban dispuestos frente a frente) y, por todas las anteriores, tenían más oportunidades de comunicarse entre ellas. Aunque el número de ellas fuera inferior a los de la sala. Y aunque comunicarse no sea el afán general. Varios preferían entretenerse con alguna revista, un periódico, alguna prenda que tejer. Los niños jugaban entre sí, riéndose, persiguiéndose en círculos, manoteando en el aire, o dando vida a sus juguetes; pero sin separarse de quienes los habían traído aquí. El cachetes veía varios de sus juegos pero no se acercaba. Después de todo algo de timidez habría tenido en un espacio tan grande, con gente tan grande, con cosas grandes y todo grande. Porque hasta esos niños eran más grandes que él.

Usualmente, alguien sentado se daría cuenta cuando un extraño pasa por su lado. Aquí pasar era algo tan frecuente que hacía que todos no fueran extraños. Al contrario. Todos de alguna manera empezaban a conocerse. El cachetes pasaba así medio conocido, pero a la vez medio desapercibido. Las personas que se percataban de su presencia solo ponían sus miradas unos segundos en él, y después ya no más. No hacía ruido, ni tenía una figura sobresaliente. A veces se pegaba bastante a las paredes porque podría estorbar el paso de los gigantones. Fue curioso, no lo hacían a un lado pues no resultó ser un estorbo quieto. Más bien siempre se salía del camino e impedía ser un estorbo. Había estado siguiendo una camilla, pero la perdió de vista cuando le atrajo un mural. Alzó los ojos saltones y se dejaba llevar por los colores prendidos que tenía. Luego se cansó de ver y miró a una enfermera que hablaba con unos pacientes. Unos segundos después, giró la mirada hacia tres paramédicos que casi corrían apurados con unas bolsas de suero, unos estetoscopios, pinzas y una mesa móvil que llevaba varios utensilios quirúrgicos. El cachetes dio dos o tres pasos en dirección la mesa móvil pero la velocidad con la que iba fue superior a su intento por seguirla. Se quedó en medio del pasillo cuando otra camilla aparecía a distancia. Se hizo a un lado y esperó alerta a darle el alcance.

Seguía a la camilla, mientras una enfermera y un enfermero la conducían. Ellos iban concentrados, no se veían las caras; sus mascarillas ocultaban buena parte de sus rostros; no se les veía hablar, ni se les escuchaba hacerlo. Sus pasos eran cortos. Por eso el cachetes podía seguir la camilla. Un paciente estaba echado en ella. Tenía casi todo el rostro tapado y una mancha de sangre a lado de una oreja interrumpía el color blanco de las vendas. Solo un ojo estaba descubierto. Al frente de un consultorio, los enfermeros se detuvieron y dejaron la camilla. El cachetes se detuvo a husmear lo que había en él. Se empinaba para ver ya que no alcanzaba a tocar, peor a ver. El paciente se movió de lado y dejó caer su brazo izquierdo. Al ver eso, el pequeño retrocedió con un paso. Sus cachetes se movieron con la misma sorpresa y tal vez mostraban un susto. Pero no. Sonreía y se ponía a saltar sobre su sitio. Dando brincos pequeños. Tocaba la mano del paciente. Tenía varios callos, y las uñas mugrientas, sin cortar. El saltón empezó a tirar la mano, haciéndola oscilar un poco. Veía hacia arriba cada vez que daba un empujón a la mano. Tal vez esperaba alguna respuesta de arriba, del dueño del brazo en la camilla. Era inútil. Parecía que el dueño había salido, no se encontraba. Así que dio unos paso y empezó a examinar las patas de la camilla. Luego trataba de imitar la posición de los enfermeros, intentando empujar la camilla para que se moviese. Otra vez era inútil. La camilla parecía haber salido. Entonces, regresó a empujar la mano y esta vez sí se encontraba el dueño. Pues se movió rápido a un lado y asomó la cabeza por el filo de la camilla. La cabeza se alzó, junto con todo el torso tapado por una sabana celeste, y el dueño vio con su único ojo al cachetes saltones. Justo cuando éste también lo miraba. Ahora sí parecía asustado. Se mantenía quieto. La mano del dueño se movió para coger la mano del saltón pero la mano chica no se dejó. Se escabulló yendo al cuerpo del saltón. Solo así, el saltón se hizo a un lado, yéndose contra la pared. El dueño lo miró ahí un instante y rápido volvió a tumbarse sobre la camilla. Cerró su ojo. Y los enfermeros salieron del consultorio y volvían a conducir la camilla. El cachetes, también, volvía a seguirlos.

Los enfermeros tenían que conducir la camilla hasta otro piso. Por lo que se dirigían a unos ascensores que estaban al terminar el pasillo. Unos parlantes iban siendo dejados por sus pasos, pero no pasaba lo mismo con la voz que salía de ellos. Varias indicaciones eran dadas por esa voz. Se dirigía a los pacientes, hablándoles a todos o solo a alguno de ellos. Por eso la voz identificaba a varios pacientes. En uno de los anuncios, antes de que los enfermeros llegasen al ascensor, la voz comunicaba que un niño se había extraviado y ponía al tanto a todos que si lo encontrasen lo llevaran a la sala de espera. También la voz señalaba la ropa y otros rasgos que llevaba el niño. El saltón sonreía caminando casi en zigzag, para burlar a los gigantones que podían pisarlo y hacerlo puré de alcachofas (¡asqueroso para él!). Por fin la camilla legó al ascensor. Los enfermeros hacían a un lado a las personas que estaban dentro del mismo, pidiendo permiso. El cachetes ya se prestaba a ingresar, pero algo vio que lo detuvo. Un guardia estaba al lado del ascensor. Lo veía con una cara áspera, sin gracia, arisco. El guardia estaba por arrodillarse cuando el cachetes dio un salto y escapó de su vista. El uniformado se había llevado una mano para quitarse la gorra y rascarse una cabeza desnuda. Era en señal de extrañeza. Se puso de pie y retomó la vigilancia.

Una mujer rompió en llanto, empapando un pañuelo rosa, mojando una mano algo arrugada. Otra mujer iba secándole las lágrimas. Era un rostro conmovedor, seguro para todos que pueden sentir pena. Tal vez en algún momento aprendieron a sentirla; quizá es algo inexplicable si no se toma en cuenta alguna vivencia en ellos. Otros más entendidos podrían explicarlo aludiendo a la información genética. Negaran que se necesite exclusivamente de vivencias para poder sentir pena u otros sentimientos. Así se armaría una discusión. Haciendo algo de caso a ella, de todos modos, muchos piensan que los niños no son capaces de sentir, pues ellos aún son muy jóvenes para experimentar sentimientos tan desarrollados y complicados. No, no lo entienden, afirmaran estas personas. Por ello resulta normal y, es más, aconsejable, sin dudas, que las personas adultas arreglen situaciones delicadas a solas, en ausencia de los niños. Es lo mejor, seguirán entusiastas diciéndose entre sí. Así se evitan posibles traumas, trastornos psicológicos, patológicos, mentales, esos tales. Total, difícilmente, aprendices son de ayuda en esas situaciones. ¡Son un estorbo! A todos ellos, entonces, les parecerá inusual que el cachetes saltones se haya detenido enfrente de la mujer llorosa porque sintió pena.

Extendió sus minúsculos manos hacia la cara de la mujer. Para ambas mujeres el se había parecido de improviso, sin sonido algunos, olor o alguna señal supra o infrasensible. La carita del cachetes de pronto se notaba dolida; los ojos pararon de saltar; los cachetes dejaron de estar prominentes y alzados, para ponerse gachos y quietos. Sus manos iban palpando la cara húmeda de la mujer. Ella iba mirándolo sorprendida, con los ojos brillantes, bien abiertos, coloridos (un negro intenso); en metáfora, parecían sonreír, vivaces, presentes, muy presentes, pero también difíciles de describir. Una sonrisa empezó a alzarse despacio, tirada de la nariz de la mujer. Había interrumpido su llanto y más bien lo reemplazaba por el silencio. Solo se escuchaba el susurro de las ruedas, los pies y el aire pesado. No de ninguna de palabra. No había cómo decirlo, tal vez. El habla se extraviaba en esas expresiones humanas, humanizantes. El saltón jamás lo intentó, capaz no tenía como intentarlo siquiera. Tan solo breves instantes. Una risa tímida rompió el silencio, animando otras risas. Las dos mujeres reían rebosantes. La mujer antes llorosa tomaba de la cintura al saltón. La otra mujer le acariciaba el rostro fresco y suave, pasaba una mano ya cálida por sus cachetes. El cachetes empezó a sonreírles también. La primera mujer lo besó en la frente, una vez, cinco, vez tras vez. Luego ambas lloraban, pero de alegría. Seguro pensaban que era un regalo, era un ángel caído del cielo. El cachetes travieso empezaba a poner por contrabando la mirada al vacío del pasillo. Se reía con bulla como si alguien le estuviese haciendo cosquillas. Ellas ahora sí habían encontrado palabras.

–¡Qué lindo angelito!
–Sí, ¡lindo chiquito! – la otra mujer.
–¿De dónde habrá venido?
–No sé, pues. Su mamá estará por aquí. Seguro alguien lo espera, pues.
–¿Crees que estén buscándolo?
–No creo que ande solito.
–Sí, amiga, fijo que es.

Siguieron hablando acerca de lo ocurrido. La primera mujer le dijo a la otra que se parecía a su hermano cuando era pequeño. Además, le aseguraba que los niños así de repente aparecen sin que nos demos cuenta. Ay, sí, es que son unos ángeles. Angelitos, amiga, tiernos, inocentes angelitos. Algo se les olvidó de pronto.

–Oye, ¿a dónde se fue? – dijo la otra mujer.

Moviéndose despacio, se zafó de la mujer que ya había estado sentada. Descendió intrépido cogiendo la bufanda de la mujer primero, y la tela de su pantalón, por último. Se fue de allí como vino, de improviso. Tomó uno de los pasillos estrechos, a su izquierda. Dio unos cuantos pasos. Un enfermero lo vio divertido, daba risa verlo caminar de repente como si estuviese torpemente bailando. Sonriente, todo payaso y despreocupado. Era un extranjero en ese país convulso. El enfermero no se fijó que nadie se divertía. Era obvio, para qué pensarlo. También no lo hizo debido al apuro que tenía. Pero sí pensó en otra cuestión derivada de lo otro obvio. Recordó que quizá diversión, falta de preocupación, hacía falta en todos los pacientes y bastantes de las personas recluidas en ese hospital. El mismo se precisaba muy falto de humor. "¡Pero claro! ¡Qué tonto! ¡Aquí están los pacientes para recuperar la felicidad, perder preocupación!" Todos ellos implicados en el gozo de la salud. Evidente en ese semblante lozano y rebosante en el cachetes. Pero, qué chico, le había hecho reír, recuperar el humor aunque sea en un instante. Hasta allí llegó su pensamiento y de inmediato se detuvo en la puerta de un quirófano.

Pueda ser que el cachetes haya llegado a ese lugar para recordarles a todos los que les faltaba. Sin embargo, esta sería una conclusión bastante lejana de una afirmación más llana y cercana: el cachetes era un ángel. Un ser sobrehumano. Y ello porque tal vez todo lo humano presente en el hospital es triste, desesperado, herido, sin sonrisa alguna. Un ángel llega para salvarlos de esa condición. Pero, así mismo, llega sin darse cuenta de estar haciéndolo. Y no porque no sea capaz, sino porque no sabemos que sea capaz. ¡No somos capaces de saber si un ángel, el cachetes, sabe lo que ha hecho!

Unos tres guardias habían sido ordenados para buscar al niño extraviado. Se pusieron a preguntarles a los pacientes. Si habían visto a un pequeño de unos jeans con tirantes, un polo de Pato Donald. Si habían visto a un niño de unos tres años o dos (no sabían su edad con precisión) y de cabello castaño, corto apenas. Si lo habían visto pasar por el pasillo. Varios negaron sin vacilar las posibilidades. Incluso algunos que lo habían visto unos cuantos segundos, ya lo habían olvidado. Había pasado una hora y media casi desde que se había desaparecido. Luego uno de los guardias llegó a dar con las mujeres que habían concordado en que fue un angelito. Le dijeron que sí, hace poquito había estado con ellas. Que, ay, pena que haya estado andando perdido el pobrecito. Y que sí, una de ellas tiene la culpa; lo dejó continuar vagabundeando por ahí. Tonta, le decía la otra mujer, no se había dado cuenta. La mujer antes llorosa se preocupó bastante y se ofreció para buscar al niño extraviado, junto con los guardias. La otra mujer se disculpaba; no podía, pues tenían que esperar a una paciente que estaba siendo operada. Así dados la información y el ofrecimiento, en los once pisos del hospital se pusieron en alerta a todos los presentes.

Hace media hora se había avisado a todos, pero el niño no aparecía. Otras personas ya habían declarado que sí lo habían visto ir por ahí, como borrachito, sin tener destino conocido. Casi todas pensaban que sus padres estarían con él de cerca. Todos confiaban en ello. Pero al hacerse más alarmante la búsqueda, empezaron a dudar, poner en tela de juicio la seguridad del hospital. Varios padres y familiares responsables empezaron a mantener mucho más quietos a los niños. No vaya a ser que otros se perdiesen. Los antecedentes de la seguridad del hospital sugerían que estos extravíos eran bastante inusuales. Y no solo por la vigilancia constante que cada piso tenía, sino porque los adultos en la mayoría de veces eran responsables de los niños. Y, por otro lado, en la sección de obstetricia no había muchos niños. Ni siquiera en pediatría se habían dado casos de niños perdidos, últimamente. El tiempo corría y la urgencia se hacía más notoria, pues la mujer y el hombre que habían venido con el niño estaban preocupados, no sabían como remediar ya lo ocurrido. Ellos ya no tenían nada que hacer allí; la mujer fue atendida minutos antes que el niño se perdiera de vista.

Se llegó a preguntar a los doctores y enfermeros que no se encontraban en los pasillos. Hasta los que habían estado en una operación. De todos ellos, uno afirmó haber visto a un niño pasando chistoso por el pasillo del quinto piso. Lo hizo hacía una media hora, más o menos. Uno de ellos fue preguntado por los guardias cuando ya estaba desocupado y se dirigía al baño. No era difícil que un niño así se pierda entre tantas personas tan ocupadas y tensas, agregó a la respuesta que dio. Dos guardias lo dejaron una vez que le agradecieron la información. Cuando estuvo orinando, miró a la pared y se dijo que en ese hospital algunas cosas andaban mal. No era solamente que no se implementen aparatos de última tecnología el problema principal, sino la atención misma que se ofrece a los pacientes. Una atención muy seria, falta de entusiasmo y calidez que les recordaran a los pacientes que la vida continuaría luego de esa situación eventual. O como la muerte solo es un momento en la vida; y de esa forma aliviar el dolor de los familiares y amigos. Cómo solo el personal, continuaba pensando, nos hemos especializado en tratar con gente que está al borde de la muerte, y nos hemos dejado arrastrar por ella, alejándonos de la vida. Un hospital no solía tener ese cariz tan enfermizo. Es este país injusto que tampoco implementa el ambiente; fecunda los valores necesarios para que nosotros y los doctores retomemos la labor desinteresada por los pacientes. Y me refiero, ya más meditabundo, a una labor única por ser tan preciada, tiene el precio de salvaguardar la vida humana. Precio que apenas es remunerable en monedas porque necesitamos subsistir como todos los empleados del Estado, y como todos los trabajadores. El pago de este mismo que no compensa lo suficiente una labor de ese calibre, y, por ello, termina causando una labor mediocre. Las negligencias y los paros de la sociedad de médicos es una muestra más notable de esto. Cuando iba por estas ideas, ya el enfermero estaba saliendo del hospital. Iba a almorzar. Y pensaba en comentar con seriedad sobre lo cuestionado en el almuerzo y en otros más. Pensaba en revertir la situación. Atender al mensaje que se podía tomar del niño. Aunque no exactamente una reversión, pues sería un manicomio el hospital si todos empiezan a divertirse por la muerte y nadie se preocupara por la enfermedad, pensó por último el enfermero y se sentó en una silla pensando en otras cuestiones.

Al cachetes, al menos es sospechable, le interesa un comino esa cuestión. Miraba a un niño parecido a él, de tres años igual que él. El niño estaba en los brazos de su madre. Pero algo andaba mal. El niño estaba pálido; tenía los ojos legañosos y los labios inflamados. Su madre estaba preocupada, solo podría abrazarlo y esperar en ese asiento. Nadie estaba al lado de ellos. Era el fin del pasillo estrecho. El cachetes le sonrió al niño. No se acercó a ellos. Se quedó quieto. Algo parecía esperar. Ni el niño ni su madre se habían fijado que él estaba allí. La madre atendía escrupulosamente a su hijo, y este solo la veía en un instante, para después dirigir la vista al suelo. La madre le pasaba las manos por las del hijo, sobándoles para contrarrestar el frío; pues sus manos estaban frías. Era solo el pequeño porque la temperatura del lugar era cálida. Pasó un momento breve más y ya el saltón estaba volteando para regresar por donde había venido. Antes de desaparecer de la vista de la madre y el hijo, giró la cabeza para verlos por última vez. Apenas la madre, entonces, consiguió verlo. Las miradas entrecruzadas en un pequeño lapso. Se separaron en seco cuando el niño empezó a toser fuerte, con violencia. El cachetes dejó de verla una vez la madre volvió a poner preocupada la vista en el hijo, y se disponía a continuar con su salida. Tan rápido giró, la mujer que andaba buscándolo junto al hombre lo tomó de la cintura. Con igual rapidez, pues ella parecía venir corriendo, llevaba la respiración agitada; y con voz accidentada algo le dijo al hombre que la acompañaba.

–¡Tu primo es un diablo!

Inminente peligro


[Llevaba por título Peligro Inminente; pero al así coincidir con la traducción del título de un filme, se alteró el orden. Hubiese sido peligroso dejarlo así nada más].





Con la mano derecha, Muriel iba enrollando el tallarín en salsa roja que Aquilina cocinó hacía minutos. Pablo corría tras Carlos, Carlitos, mejor, para quitarle el Max Steel y, seguramente, pegarle porque, según él, no era novio de Clara, de Clarita, peor, mucho peor. La salsa roja saltaba y manchaba la camiseta marrón de Muriel. Intentaba quitar de sí los chorros de salsa. Combatía con la izquierda, defendiendo la textura de algodón, salvando también el dril negro. Su cara se hacía muecas mientras el paso del tiempo lo sentía más acelerado. "¡Llegaré tarde, ma! ¡Cómo mancha esto! ¡Ma! ¿Me estás escuchando?" Aquilina, señora de más de cuarenta años, bailarina virtuosa durante el tiempo de los Bee Gees, había ingresado a una habitación pequeña –más conocido como el toilet cuando iba al Biz Pix de Miraflores–. Entretanto, Pablo había logrado su cometido, propinaba una paliza a Carlitos, luego de haberlo tumbado y gritarle que no está –"¡no estoy con la muticuco!"–; que ellá tenía orejas de plato, cuello marrano. El niño tumbado empezó a ser arañado. Pablo estaba encima de él. Carlitos le gritaba maricón, ¡solo las niñas arañan! Muriel cogía el vaso con la izquierda y gritaba luego de saborearlo y de que Pablo le dijera, "no pongas cara de muticuco". "¡Carajo!"–Ella–. ¡Lávate la boca, lisurienta! –Pablo–. "Ma ¡Por qué pusiste el vaso de aceite cerca! ¡Ahhh! ¡Tú cállate, Pablito! A pablo le disgustaba el diminutivo, ya creía ser al menos mayor que Carlitos.

Muriel regurgitaba lo que tenía en el lavabo, remojando toda su boca en el pocillo formado con sus manos para contener el agua del caño. Su pantalón dril negro quedó manchado y ella lo notaba, era lo peor, lo notaba. Aquilina llegaba al auxilio y separa a Pablo... no, así era como pasaba, separaba Carlitos de las garras de Pablo. Aquilina insistía en el reproche a ambos, ¡cómo tío o sobrino podían pelear todo el tiempo! Carlitos insistía en que ese no era su tío, era maricón; ya no estaría con Clara así. Entonces, tampoco sería su tía política así. Pablito se reía. Carlitos era jalado de las orejas por Aquilina y chillaba con rabia. Muriel, quejas, Muriel, amargura. Aquilina le responde que lo sentía y ya, sí, ya que se fuera de una vez. La mochila púrpura caía tratando de rodar hasta la silla. Muriel se había equivocado; buscaba su mochila y tiró del maletín de Aurelio –muy aficionado a los comic de Batman y fiel seguidor de los Sex Pistols durante los salmos de Velasco y los trocas llenos de cachacos–. Un latigazo salvaje. Los niños recibían latigazos de cuclillas en medio de la sala. Aquilina enfadada propinaba uno detrás de otro. Muriel se cepillaba; era rápida; el empaste dental antes se le había caído; lo levantó y se volvió a caer cuando buscaba un peine entre las cosas del aparador, a pocos centímetros del espejo; lo volvió a levantar y con fuerza de demás aplastó el empaque causando no solamente su nueva caída, también que el chorro del empaste no caiga en el cepillo, sino al fondo del lavabo. Muriel, amargura, Muriel, tardanza. Después de rezar en voz alta un salmo completo a la madre con, al hijo de, al espíritu santo y a la ida de todas las santas de una familia entera, volvía a coger el empaque; y en el plan de una especialista integrante de un escuadrón antiexplosivos, minuciosamente, cuidadosamente, escrupulosamente, lentamente, aplastaba el empaque, sin resbalar, sin que nada se moviera a excepción de sus dedos, era peligroso; sin que nadie se acercará, nadie se moviese. Un silencio penetró de pronto toda la sala, el comedor, la cocina, las habitaciones, los pasillos, el ático... el cine mudo. Aquilina estaba atónita junto a la puerta del baño y parecía decir, "¡vamos, hija, tú puedes! ¡Hurra, hurra!" El tío y su sobrino, alertas en posición de asalto, adoptaban la estrategia de combate de los Max Steel. Todos se encontraban mirando fijamente el empaste dental. El sudor corría en gotitas por la cara de Muriel; los nervios la invadían. El chorro sale poco a poco. Se respira el suspenso. Dos sujetos comían cancha blanca. Brian de Palma pensaba en ese instante decisivo, "how are you doing it?" David Fincher, en un esforzado español, resolvía, "no poderr hacerr éscena tan díficil, yo no haciendo, mi no poderrr entenderr". Y ¡de pronto! ¡Rayos! Demonios! ¡Judas, Pedro... traidores! ¡Catapún! El chorro se escurrió despacito sobre las cerdas. El tío y su sobrino, celebrando. Aquilina, ensayando unos pasitos de música Disco. David y Brian, tirándose canchitas, y gritando alegres, vivaces, eufóricos, esperanzados, el lema del posible primer presidente demócrata y, esto es lo importante, afroamericano, "yes, we can!". Muriel casi no pensaba más; salía disparada del baño. Tomaba la mochila púrpura y se despedía de todos mientras bajaba por las escaleras.

Un carro viene a prisa y no para pese a que hay bastante gente en el paradero, y debido a mucho más gente pasajera dentro del vehículo. Muriel, para buscar calma y entretenerse, lleva rato escuchando soul; don’t you ever let it end, de Harvey Scale and the Seven Sounds. Un distraído peatón intenta detener a uno de los vehículos rápidos, pero es superado por otros que estaban más cerca de la trayectoría del bólido. El peatón muestra pesadumbre, desilusión, acaba de tener una derrota. Pero, piensa enrevesado, la fátiga, la tristeza –no, tal vez no necesariamente en estas palabras–, la negativa sirven para continuar con la lucha. Decide armarse de valentía, arrojo y, con gran esfuerzo, técnica y cálculo, alza el brazo y dirige la mano sacudiéndola. Es tarde. Una chica corpulenta le llevaba ventaja y, gracias a algunos privilegios por ser pasajera, -era, -era, es aceptada en el ingreso del vehículo. Un ex monje oraba luego de ver la entrada de la mujer, "que Ala, Dios, Buda, Jesús, Yahvé, Jehova... Matusalén (un infiltrado y menor de edad), juntos la tengan en su misericordia; o, mejor, Dios mío, nada más, le paguen un taxi para la siguiente oportunidad" . Muriel estaba muy entretenida con el soul, ahora de Reggie Saddler. Cerraba los ojos y creía levitar mientras una masa desesperada de peatones hacían del cuarto pelotón de una división británica de infantería, durante la Guerra de Las Trincheras. Ella, feliz; ellos, infelices; sus vidas, bueno, sus trabajos y sus clases corrían peligro. El peatón abría la boca en señal de furia y con la postura aguerrida de un Jim Carrey va contra un vehículo más; trata de inmolarse como un talibán; pero esta vez un sujeto con la corpulencia de un Silvester Stallone pone de súbito su amplia espalda, golpeando la tenaz mueca del peatón y deteniendo su avance. El agresivo Silvestre se introducía en la masa de los pasajeros. El pobre peatón yacía de espaldas en el piso con los brazos extendidos para sostenerse. El cobrador de ese vehículo y Silvestre soltaban carcajadas a dúo. El peatón pensaba desilusionado que ellos se burlaban de él.

Otra vez, el peatón yacía derrotado al filo de la pista. Se sobaba la faz. Mientras tanto, insultos, pifias, imprecaciones, van y vienen por ese lugar; él toma asiento en el banco del paradero, que había estado a unos pocos metros de lo ocurrido. Mira como se acrecienta el número de personas, es cerca de cincuenta esparcidos en un espacio que parecen demasiados para el ancho del suelo. Los vehículos, ya sean particulares o públicos, pasan a razón de tres por cada minuto y diez segundos. Por dentro de algunos vehículos públicos, los pasajeros están sonrientes, abren las ventanas para soltar carcajadas; incluso cuando ellos mismos han estado insomnes durante toda la noche y el amanecer, aún en estas siete horas del día; incluso cuando otros de ellos están hambrientos y débiles. Misteriosamente, señores de saco y corbata, mujeres de traje formal, jóvenes estudiantes uniformados y no uniformados, señoronas en mandiles y delantales se reían sin control. En esa situación bélica e inusual para muchos, el peatón mira fijamente a su izquierda. Sentada en esa dirección, junto a él, estaba Muriel. Aún estaba despreocupada y extasiada con la música. El peatón la tocó en el brazo derecho, con el dedo índice apuntado. Ello lo mira de inmediato. Sin sonoridad más que la de la percusión y las cuerdas de una guitarra, hace un gesto para decirle, "qué". "Puedes quitarte los audífonos", le responde con otro gesto. Ella se dispone obediente y entonces la sonoridad de un gentío, de una muchedumbre se oía.

–¿Te has fijado como están todos?
–Sí –respondía tranquila, sin ninguna señal extrañamiento o molestia; no con la primera opción de estas que era la que resultaba natural al peatón.
–Pero ¿qué? No te parece algo extraño el paradero hoy. Mira la cantidad de gente, ¡es increíble!
–A veces se pone así –apenas el ceño se mueve.
–¿Estás segura? –el tono de su voz se exaltaba, estaba sorprendido, con razón– Esto me parece cosa de locos ¿Te parece poco que ese señor del carro insulte feliz a una mujer embarazada? ¿Te parece normal que ese colegial –un chico parecido al tío Pablo– le saque la lengua a un señor de edad y le diga "¡feliz cumpleaños! Mi más sentido pésame, fue un gran hombre, usted".
–La señora embarazada y el señor atraviesan momentos difíciles. Seguro, el chico conoce al señor y conoce la fecha de su cumpleaños –se enternece–. A mí me parece encantador. La compasión es buena a veces.
–¿Qué? ¿Acaso estás loca?
–¿Has escuchado Sharon Jones?
–¿Qué? ¿De qué hablas?
–Me encanta Sharon Jones –se alegra y mira con ternura al peatón.

El distraído peatón se queda desencajado durante unos segundos. Decide no mirarla, pues le afecta su actitud. Gana la iniciativa nuevamente.

–Hay que llamar a la policía. ¡Ah! –pierde la serenidad, un poco– Hay tanta gente peleándose que esto puede acabar en una tragedia.
–A ti solo te gusta Sharon Stone –hace a un lado el tirante de su camiseta marrón y descubre su hombro. Le sonríe provocadora, haciéndole ver el tirante transparente de su sostén–. Aunque, uhm, aunque ella es mejor con las piernas.

El peatón no podía esconder más su sorpresa y ahora, su miedo. Ella estaba a punto...

–¡Qué te pasa!, Muriel.

... de recordarle algo.

–A dónde se fue tu calma. Mira, si me decías que si conocías a Sharon Jones, te disculpaba lo que hiciste el otro día –le mira acusándolo con un gesto en la cara.

Él piensa, ¿qué hice el otro día?

–Disculpe, señorita, yo sí he escuchado a Sharon Jones –un anciano se les había acercado.
–Mira, al señor le gusta la música de Sharon.
–No –decía el peatón desencajado, nuevamente.
–Con mucho respeto, señorita, también me gustan sus piernas –el anciano se acerca un poco a ella, iba a ganar confianza.
–Ni se atreva, señor –pasan unos segundos, en los cuales ella lo mira con indignación– Tenía razón el niño. Usted fue un gran hombre, lo siento mucho, ¡cuánto lo siento! –lo dice apenada hasta terminar para ver como el anciano se sonroja y retrocede. Una vez la espalda de cara a ellos, Muriel le sonríe al peatón. Y le devuelve otra sonrisa. Se ríen cómplices.

Ya habían dejado de ser cincuenta para disminuir. Ahora toda la avenida está repleta. Algunos peatones que no habían conseguido aún irse del lugar formaron una horda armada de palos y piedras; y atacaron un vehículo público.

–Jamás había visto tanta violencia en un día normal como este, Muriel.
–¿Normal? Difícil hablar de un día normal.
–¿Qué dices? Estás loca.
–Los normales no lo están solo porque para bastantes personas es así.
–Sí hay situaciones normales.
–Bueno, tienes razón. Es normal que esté ocurriendo todo esto. Ah, ¿sabes qué? Las cosas en mi casa son anormales.
–Esas son las más normales, las de una casa.
–¿Qué dices? –por fin se sorprendió– ¿Acaso es normal que dos chiquillos no paren de pelear; que uno de ellos arañe y no golpeé; que al mismo no le guste una chica linda y le diga muticuco; que, ¡para colmo!, sea un tío tan joven, solo le gane por meses a su sobrino que es el otro chiquillo con el que pelea?
–¡Pasa hasta en las mejores familias!
–No, ¡no! ¡No! Mamá a veces baila música Disco, estando desnuda y cuando la música que ponen es salsa. Mientras que papá es un anciano parecido al otro, tan mujeriego, pendenciero y sinvergüenza. ¿Te parece normal esto? –se amarga tanto que empezaba a infundirle miedo al peatón.
–Entonces, lo de tu casa es anormal y esto es normal; pero, tranquilízate.
–Ahora sí, ya estamos. Te voy a prestar discos de Anna King; es una reina.

Pasan unos segundos, casi un minuto. El vehículo asediado por la horda se incendia después de que varios heridos sean auxiliados por paramédicos y bomberos. El incendio causa tres explosiones en tres vehículos contiguos al vehículo. El pánico se incrementa. Ciertos conductores aún se ríen al volante. Todos tocan sus bocinas y el bullicio trepida a los lejos. El peatón y Muriel están aún lejos de los incendios. En el paradero solo ellos están. La policía empieza un operativo de emergencia. Hay varios inconscientes en las aceras y en la pista. Los bomberos están desesperados, necesitan de más cisternas. Las que tienen están averiadas.

–Bien, ¡ya! Se me hizo tarde para ir a la academia. Me voy. Un gusto.
–¿No vas a preguntar mi nombre?
–No –con la inicial serenidad.
–¿No te preguntas, Muriel, cómo sé tu nombre?
–En la guía de teléfonos.
–¿Qué?

El peatón se queda con esa palabra y está atento a la ida de Muriel. Ella cruza la pista y, de pronto, un automóvil dobla por una esquina y sigue veloz por la avenida. No frena. Va a atropellar a Muriel.

–¡Cuidado! –grita el peatón.
–¿Ah? –ella caminaba tranquilamente– Sí, ten cuidado, cuídate –lo mira luego de haber girado sobre sus pies, solo un instante.
–¡No! –otro auto atravesó el paradero y hace un par de segundos estaba delante de él.

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