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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Mar Rojo

La luz entró a través de la ventana, coloreándose de rojo por las cortinas y cayendo por un tobogán invisible hasta la cama. El calor empieza a cundir en toda la habitación, la hora está entre las doce y muchos minutos pasados de las once, las letras de un libro permanecen inmóviles aún, todavía no son llevados por algún borrador, o un corrector de esos de pintura blanca. Minutos después, Tucho se levanta y empieza a pasar ligeramente un borrador, cuidando de no rasgar mucho la hoja. Tenía planeada la recomposición de algunos versos que escribía la tarde del día anterior. Tal vez era el ritmo, la consonación, la métrica, mucha duda cabe aún, algún que otro hiperbatón inútil. No quería un epigrama, solo había querido un consuelo lleno de imágenes; lo sabía, era evidente, las cuales solo podían ser vistas gracias a la evocación a resultas de los versos. En la hoja estaba escrito lo siguiente: "Hubiese querido sentir la brisa de tu mirada / viento soplado por tus vientos / partida en dos piernas / me dejaste herido en la puerta de tu casa / te sirvo de la botella ámbar / te pones a bailar la canción entre silbar y silbar / amanece y nadie es de nadie / vas cuando quieres / a nadie quieres / me sientes caer, dar un traspié, hablar, luchar contra las almohadas que te defienden / y otra vez hondo en tu cuerpo, todo el cuarto rojo, nuestro mar Rojo". No le gustaba aceptar que hace un par de días algo de eso había ocurrido en esa cama que va teñiéndose de rojo, aun cuando es primavera, y no verano, cuando es peor.

Lo que le fastidiaba, ahora que leo algunas explicaciones borrosas al costado de la página, era empezar por lo último. Había invertido los sucesos. Primero se acostó con ella, salieron a bailar luego y él fue a su casa a buscarla anteayer. Le amargaba, más aún, que eso no sea del todo cierto, pues le amargaba ocultar el motivo de su amargura. Ella lo había rechazado desde el intercomunicador, diciéndole que no quería nada hoy, tal vez otro día y, por favor, solo la llame por teléfono, pues el célular para ocupado. Semejantes condiciones solo eran parte de su verdadero interés: no verlo por un tiempo. Otro motivo de su amargura podría ser lo que hizo el día de ayer por la noche, acostarse con una vecina de las que tiene en los edificios de al frente. Decirle sí a sus intenciones enamoradizas, acompañarla en adelante al museo de Arte, a sus clases de ballet era lo que había prometido, mientras fumaba cigarros y vertía vino sobre el pecho de Adriana, la vecina. Pues, de esta manera u otra, ese mar Rojo no tenía navegantes exclusivos sino que se abría a varias corrientes y eso hacía difícil para él componer un poema donde se alegorizará aún más más figuras. Eran nuevos esos momentos, en los cuales acostarse en una tormenta de rijosidad y escapar a la calma de los quehaceres oscilaban su vida. Tal tormenta es impasible, apremia los cuerpos, embate las almas y mutila la luz para enrojecer todo, a ellos, el piso y todo lo que nadie ve, excepto ellos. La cortina hace lo propio para señalar la sábana quieta, el sosiego del mar.

Quien haya leído o haya escuchado algunas de las conocidas historias sobre el Mare Rostrum, un equivalente antiguo en latín, sabrá que su nombre se debe a los marinos -ya sean griegos, egipcios o cuales otros- que lo bautizaron por teñirse de ese color. El ensayista Edward Morgan y otros aseguran que el tinte es causado por las montañas rojizas circundantes al mar; además, dan por posibles causantes a los arrecifes habidos en las profundidades. Tucho estaba seguro, por ello, que el color rojo lo impregnaba aquello que se adhería a esa área geográfica y no el mar en sí mismo. Podía establecer una semejanza con la metáfora del Mar Rojo que él formaba en alusión a su cama y, en sentido último, a toda su habitación: ya sea la luz o la rijosidad de los cuerpos de las mujeres eran las causas de la cama rojiza. Así lo hizo. Cuando el causante era la luz, la metáfora perdía el sentido erótico para solo aceptar el fenómeno físico u óptico, la fragmentación cromática de la luz. Así que se le ocurrió dar por condicional una única circunstancia en la que la metáfora se igualaba a la cama húmeda: solo podía ser de noche cuando estuviese teniendo sexo, los cuerpos harían de las montañas rojizas, navegantes del mar indócil y profundo.

Durante el día, el departamento encallado en las paredes de un edificio y estrellado en una calle de Magdalena contenía a Tucho hasta que partía a la universidad. Por el lugar comenzaba la avenida Brasil; el viento arreciaba durante los meses de agosto, para intercambiarse por una neblina densa en los meses del invierno. En esta primavera, tiempo en que Tucho se levantó a modificar el poema, el sol lo alegraba. Atemperaba de modo apropiado la costa, creía él. Al terminar sus clases de la universidad, trabajaba ayudando a un notario, por Pueblo Libre. Estudiaba Comunicaciones, el decía que parece que periodisno, "vamos a ver", pero aún no se percataba de su peculiar filosofía, de su afición no declarada, pero ubicua por la poesía y la pintura; sus creencias se formaban en una base más abstracta, que concreta, es decir, menos realista.

Ya pasada una hora y algo, la verdad es que no lleva consigo reloj de púlsera y yo, menos, está viendo televisión. Es sábado por la mañana, día elegido por él para descansar y estudiar lo acumulado durante la semana. Ve una serie de esas que pasan por el cable, una norteamericana, de acción. Un tipo rudo se encarga de solucionar los crímenes junto con un compañero en la ciudad de Los Angeles. Ahora, el tipo rudo está tras las huellas -Sherlock , tú, Sherlock- de unos traficantes de drogas. El compañero que es menos rudo que el primero, así no mella el protagonismo, el heroísmo de este, le asegura que es una red internacional, que está vinculado con los cárteles de Tijuana y de Bogotá. Lo que parece ser una emboscada interrumpe el diálogo e inicia una persecusión automovilística. Los lugares pasan rápidamente por el televisor; mediante los efectos, el realismo es capaz de transmitir la adredalina de los personajes. Subió el volumen. Hay un tiroteo y el tipo rudo evade la balas que rajan el parabrisas del automóvil; su compañero conduce y hace las maniobras más difíciles para un conductor que no sea el compañero de un tipo rudo o sea el tipo rudo de una serie televisada, o hecha largometraje. Tucho se concentra y cree vivir de esa pesecusión, se siente perseguido por una bala y hace de cuenta que la evade. El tipo rudo, haciéndose gallardo, derriba de un solo golpe las trizas del parabrisas para apuntar al cráneo del conductor del Mustang. Solo es un segundo, una maniobra del compañero acaba de ladear todo el auto de improviso hacia la derecha del carril, un solo punto, una sola bala. ¡Bang! Tucho parece que ha evadido la bala gracias al control remoto, cambió de canal.

No era muy aficionado a las series de detectives típicas de las cadenas televisivas norteamericanas de los ochentas. La falta de adredalina, él cree, lo ha ido estimulando para quedarse de vez en cuando viendo tales series. Aunque, no es broma ni fingimiento, él no se ha deshecho de la adredalina, ni mucho menos de la sensación de ser perseguido. El televisor ahora muestra imágenes de una pasarela en algún lugar de Argentina, van mujeres vestidas de trajes elegantes, muchas van con tacos. Escucha unos pasos afuera, no esperaba a nadie, excepto a la mujer que lo rechazó desde el intercomunicador de su edificio. Ella le envió un mensaje de texto hace media hora, llegaría aquí a las siete de la tarde. Son las seis de la tarde, ya. Por eso también sentía adredalina, algo se aproximaba que le podría afectar. Los sonidos de los pasos de los demás habitantes del edificio no suelen atravesar la puerta, ni mucho menos las paredes del, de su 606. Los pasos se redoblan , parece que anda yendo y viniendo por el corredor, como patrullando. Sí, son tacos, piensa Tucho; son tacos lo suficientemente altos como para producir esos sonidos punzantes. Deja el sofá, entonces, para ir a ver quién está afuera. Hay unos tres, no, son algo de cuatro metros los que distan de la puerta al televisor. Él los va acortando; solo restan algunos centrímetros cuando se detiene. Se dice que es inútil, debe ser algún habitante del 605, total, ahí vive gente que por lo regular recibe varias visitas. Se imagina que los tacos son de una mujer, y que los tacos no van solos, por lo general van empenzando las antepiernas, y estas luego van a la piernas; por lo general, también, son atractivas piernas. Teniendo esto por posible, se va la sensación de perseguido y, más bien, la cambia por perseguidor, siente la adredalina del tipo rudo que dispone solo de un segundo, de una bala para dar en un solo blanco. Abre la puerta de caoba, bañada en barniz, y ve por su derecha, no hay nadie; por su izquierda, no hay nadie. La puerta del ascensor señalaba en una pantallita electrónica que el ascensor se encontraba descenciendo hasta el cuarto piso. El otro ascensor estaba estático, por una pantallita idéntica, en el pimer piso. Para los detectives, el tipo y el compañero, el hallazgo tenía el sentido indicado: estamos ante un misterio. Para Tucho era un atentado contra su curiosidad, sobre todo en contra de esas piernas salvajes, sí, piensa, salvajes a la intemperie, patrullando para ir a apresar manos, abdomen, quién sabe.

Ya casi todo el cielo estaba ennegrecido. Se preparó unos emparedados, se sirvió un vaso de gaseosa y fue, esta vez, a su habitación. Ahora, va masticando. Antes de ir a la cocina, escribió un mensaje de texto a la mujer que lo rechazó. Le dijo que tenía un poema para ella y por qué la demora. Eran las siete y media. Estaba sentado, teniendo por respaldar una pared de color mostaza. Las paredes de su habitación eran de ese color. Cuando el Mar encalla los cuerpos se tornan algo naranjas, asemejando el color de las dunas en un viaje a Paracas que hizo Tucho. Prende un cigarro, golpea de él; y cuando del cigarro descienden las colillas carbonizadas por la llama, tocan la puerta, parecen los golpes de una sola pierna que da de cabezasos con un solo taco. Debe ser ella, piensa él y a mí no me queda de otra. Es ella, una mujer de metro sesenta y tantos, sin llegar los setentas modelos. La cara muestra trazos regulares. Los labios pequeños y alargados apenas; las mejillas un poco redondeadas; la nariz es la de un querubín, así de párvula, así de rosácea y delicada; los ojos se esconden raras veces tras los párpados, les gusta recibir la luz para reflejar el cromo pardo, iris pardas; el cabello rubio cae en mechones delgados sobre el pecho y cortan un poco la córnea izquierda, la raya del cabello la tiene en su lado derecho. Los labios se abren y los dientes forman un ejército ordenado, una buen frente de defensa y ataque.

-Hola. Vine lo más rápido que pude, disculpa. Hubo bastante tráfico; ah, esa cara, oye. Ah, no te conté, tuve que ir a una presentación de mi amiga Iris, en la de Lima. Está en la obra de la que te comenté, la de Shakespeare, A Midsummer Night's Dream.


-Ah, no, no me lo comentaste, bueno, no lo recuerdo -la querubín se alza por encima de su ceño, se sorprende un poco-.


-¿Vives solo?


-Sí, hace unos meses, decidí alquilar un departamento por acá.


-Ah, ya, ¡chévere! Yo también vivo sola allá; bueno, por estos días una amiga se está quedando en el depa, porque tuvo unas peleas con sus viejos; creo, sí, creo que para meditarlo mejor decidió largarse -la querubín se hace de un cigarro, lo tómo de la mesita que estaba entre la televisión y el sofá, el encendedor está apropiado para una barbacoa-.

-Pucha, sí, pes, esos problemas son una vaina. No hay nada que ver en la televisión. Estaba pensando en prender la radio, ahí tengo bastantes canciones mp3. Verdad, a ti te gusta The Cure, ¿no? -va presionando unos botones cuadrados y letras pequeñas van corriendo por una pantallita digital-.


Ambos se acomodan en el sofá. Él toca lo que le interesa, le habla del otro día, "por qué me shotiaste, qué fue". Ella, "no, de verdad no podía verte en ese rato, tuve que hacer eso". "Hey, por qué no vamos a la azotea, arriba, quiero ver el cielo, las calles, este edificio tiene veintitantos pisos". La mujer tira de Tucho de la mano y rápidamente dejan la sala y la garganta sonora de Robert Smith. Suben por las escaleras, ella parece estar en forma y no se agita. Son cerca de catorce pisos que van pasando tras escalones, piernas y sus cabezas. Llegan al final del edificio, la azotea casi es un área inhóspita, en el cual están plantadas antenas parabólicas de televisión y las paredes blancas que encierran la boca por la cual están saliendo. Ella aún no termina el pitillo, lo va incinerando con la presión de su aire y tira un soplido corredizo por los aires. Se pregunta por qué no cae el soplido, hay veinte y tantos pisos de altura, debe haber mayor fuerza. Claro, Newton no fumaba de un pitillo como ese, de vez en cuando comía manzanas y las lanzaba como quien hoy en día uno sube a la azotea de un edificio alto. Sí, también vamos por descubrir algo que no pensábamos que fuese necesariamente un gran descubrimiento. Ella está cerca del muro de metro y cincuenta y tantos más cálculos que no quiero hacer, y mira con detenimiento todo lo que rodea al edifcicio. Un par de edificios más, más departamentos, de seguro, Robert Smith dice, "I don't know", but nobody hears you, man. Tucho la acompaña de cerca. Ella le dice que le parece asombroso, qué tan grande puede ser Lima. "De mi edificio no se ve tan así". Ella ve la noche y el sinnúmero de luces que tratan de encenderla para que los habitantes vean. Lo logran lo suficiente, hoy en día, lo suficiente. Él la mira y se sorprende, lleva tacos. Pronto, precipita un poco su rostro para intentar ver abajo, más abajo, al que llaman vacío. Se empina para poder hacerlo. Lo logra. Ve el vacío y llama a Tucho. Enarca el ceño, se amarga.

–¡Cómo no pudiste!

También he quedado anonadado. Podría haber sido ella, entonces, la que estuvo mucho antes que tocase la puerta. Esa mujer, ¿trabajaba en agún lugar para que usase tacos y ese pantalón de tela? Tucho está confundido por lo que acaba de decir ella; pero hace unos segundos pensó rápido y con miedo sobre los zapatos con tacos. No estuvo tranquilo en ese instante. Ella debió ser la mujer de los tacos, de las piernas salvajes, que él esperaba curioso ver. Ella, no, no era precisamente ella.

A ella la conoce hace muy poco tiempo. Nunca la había visto antes, pese a que ella vivía mucho tiermpo antes de que el llegará allí. En cambio, por ello, ella sí lo ve, lo reconoce desde bastantes semanas antes. A veces recuerda cuando lo veía cruzar la calle que da al mar, par ver a éste. Desde la otra calle, podía verlo, a él solo, él miraba como ahora ella mira el vacío y se espera algo de él. Muchas veces lo veía, triste solitario, acompañado por esa cabellera que era tirada por el viento recio de agosto. Desde hace tiempo, ella gustaba de él. Quería conocerlo. Pese a que es desinhibida, graciosa y lista, por alguna extraña causa, como la de los tacos en la televisión y en el pasillo del edificio, no podía acercársele. No tenía cómo hacerlo. Sí tenía, por el contrario, como enamorar y dejar lunático a más de un hombre, y cuando poco a numerosos pobres diablos, aun cuando ella se asemejaba a una querubín. Desde hace unas semanas, estuvo saliendo por Barranco. Varios de sus amigos iban allá para divertirse. Más de una vez se la había visto en unas facetas irreconocibles, bailaba deseosa, coqueta ella. Para seguir divirtiéndose y cambiando su apariencia por otras que buscaran causar más de una sorpresa entre sus acompañantes, empezó a usar una peluca blonda. Un sábado ella encontró a Tucho. Le sorprendió verlo, nunca antes lo había visto en uno de esos lugares. Él le invitó un trago, luego de ver que ella intentaba pedir uno en la barra. Luego no le habló. Hubo un silencio hasta que él la sacó a bailar. Él le dijo que le gustaba su cabello rubio. Bailaron de cerca. Después fueron por más alcohol, más cigarros. Los grupos de ambos se habían deshecho otra vez por otra, otrora causa desconocida. En un rincón, él la miraba fijamente y soplaba su aliento oloroso a tabaco, cerveza y ella fue al llamado, al viento soplado por sus vientos. Varios días más tarde, el jueves, le djo que no podía verlo. No sabía por qué lo había hecho, si lo deseaba tanto, quería estar con él, escuchar sobre él, conocerlo porque solo habían sido breves impasses y ya, estaban comunicándose por sus cuerpos. Sería que ella solo lo quería para expresar corporalmente su pasión. Por estas razones, ella sin ella, la blonda, lo volvió a conocer ese día en el departamento de su amiga. Ella había salido a pasear al perro de su amiga, mientras esperaba que se duchase, cuando él se acercó a ella para preguntarle por alguien que vivía en el 302. Era un amigo suyo del colegio. Luego, ella le hizo una pregunta que invitó a que él además de la respuesta, haga otra pregunta, a la que continuó otra pregunta, claro, no fueron solas: sonrisas por aquí, por allá, cuándo falta tiempo. No hubo de niguna manera la pregunta que solucionase el vacío al que miraba aún ahora: cuál es el nombre de esa mujer blonda, la cual nunca dijo su nombre ni se lo preguntó él, pero que supo él de este por un comentario de sus amigos. Sí hubo la pregunta por el nombre de la mujer que vestía unos jeans y paseaba un siberiano. Su amiga teminó de ducharse y se conocieron. Horas más tarde, Adriana aceptó ir a su departamento, qué seguridad más, sabía que vivía durante bastante tiempo allá. No hubo tiempo para más pláticas. Tan pronto estuvieron en la sala, comenzaron a estrecharse, se encaminaron en un viaje hacia el Mar Rojo. No hubo más que voces adormecidas, el sonido del mar que se abre en dos, pese a que Moisés pasó por aquí durante unas páginas de la Biblia. Y, entonces, aquí están ahora.


-Qué te pasa.


-Explícame, ¡cómo, mierda! Tucho, soy Adriana -Aventó de un manotazo al aire la peluca rubia; tras ella, su cabello iba alargándose en mechones negros-.


Él trata de explicarle, se impacienta, pues, por más gestos que hace no se deja entender. Ella solo entiende que es una mierda, una podrida, de esas que comen en carrera de comelones los coprófagos. Ella confió en que de una vez la descubriese, esa peluca rubia. Nunca pensó que seguiría pese a que estuvieron, no es que, no, no puede controlarse, de repente todo se torna vertiginoso. En vez de bajar por las escaleras, siente que va cayendo al vacío que miraba hace unos minutos. Era una decepción incomparable la suya. A ninguna de sus amigas le había pasado. Tucho iba tras ella, pero esta vez, iba increpándole con el vértigo por las alturas, "por qué no me lo dijiste, tú también te callaste; no te vayas; ¡putamadre!" Cuando llegaron al décimo piso ella le amenaza con hacer un escándalo si no dejaba de seguirla. Él tuvo que obedecerla. La ve que coge con las manos unos zapatos con taco. Piensa que es lo mejor, con esos ánimos tan acelerados. Solo entra por la puerta. Va pensativo. Siente que ha sido capturado o por fin ha sido alcanzado por la bala del tipo duro. Sintió hondamente a dos mujeres diferentes, en el mismo pedazo de mar, en diferentes días, pero con la misma circunstancia condicional y única para que esa cama se convirtiera en el Mar Rojo. Ahora se tira en un desierto, no hay huellas de que haya estado alguna vez alguna masa de agua. Corre las cortinas rojas y borra la palabra Mar Rojo del poema que había escrito, aún no borrado totalmente.

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