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Reminiscencias de todavía

Nunca hoy

Allá, donde está y "a donde no va".



"A mi primo, por
haber sido parecidos y
por tratar de no aparentar
hoy que es".










El otro día, Beto estuvo inesperadamente en el sofá de su tía mientras ella le preguntaba sorprendida que sí estaba seguro. Su cara decía que sí, mientras decía que sí, claro, ¡por supuesto! Su voz cruda parecía gruñir todo el tiempo, es ronco y se le engrosó promiscuamente, más rápido que a todos los demás de su edad en la familia.

–Sí, tía, ella está bien... ahí para con la abuela.

Ella, mujer que lo parío a poco tiempo de ingresar a los veinte años; como resultado de la unión con un joven obrero de una compañía constructora y afincada en Infantas, nuevo lugar de la Lima industrial en su crecimiento vertiginoso en las últimas décadas. Tiempo después, se dedicaría al comercio con el alquiler de un local cerca del mercado principal de su comunidad; comerciaba abarrotes y artículos diversos para la casa. Esta nueva actividad no tardó en presentar inconvenientes que se agudizaron en graves problemas económicos; el fracaso, el hartazgo durante casi año y medio fueron causantes de que la familia, ya con Beto atravesando la pubertad, buscará otro rumbo. La búsqueda fue breve porque el padre redescrubió la timba (la había dejado cuando era un adolescente en los casinos populares de Centro de Lima, la famosa Ocoña, por donde también el cambio de dinero se prestaba para jugar en estos negocios). La timba consistió y consistía aún en el intercambio de cartas por dinero, azares de ruleta por dinero, sietesietes por dinero, –para eso– era necesario el dinero, por la pendejada que muchas veces giraba todo el azar en un solo sentido. Entonces, para aquello, se tenía que ser pendejo –sí, él era penndejo, él era–. Tan pronto como volvía a serlo, el dinero se acrecentaba y conocía muchos amigos; tantos que decidió unirse a la timba de los jueves, viernes, sábados, qué más da, de cualquier día en la casa de uno de ellos. Mientras sacaban zamba y tiraban al sapo, unas mujeres, amigas de la emoción de la plata, verdaderas confindentes entrañables y comprables de la plata, los acompañaban y festejaban los éxitos. Como si fueran todos nuevos servidores e idólatras del dios Baco, el trago se empocillaba en el piso de concreto y seguía su curso por las grietas del urinario; vendían y compraban, mendigaban y regalaban, entre enjundiosas sonrisas, carcajadas. Ella, la mujer que parió a Beto, esperaba en casa y sentía mucho asco al despertar con la putrefacción fermentada del padre; más asco, pensaba en esos días, le daba la falta de dinero o el derroche del mismo cuando no faltaba que hacía el padre, luego de tensas discusiones. Pronto, aquellas terminaban en golpes contra ella. Exaltaciones, lisura tras lisura y, luego, tumefacciones, irrigaciones muertas de sangre muy calientes en las venas del padre. Se habían hecho denuncias pero no pasaban de llamadas de atención; una fue muy amenazante pero llegó a solucionarse por algunos efectivos de la policía, ¿solucionarse? En la timba había bastantes crímenes para la labor de los policías, y no precisamente para castigarlas, más bien, "hey, capi, ganó esa ronda, pero me debe cinco lucrecias, ¡no se haga! Qué mi compare pagó a los tombos". Así el viejo, 'padre' fue apostada en alguna mano de naipes, de Beto fue el chivo 'enmendatorio' de la vista fofa de la también llamada fuerza del orden.

–Así que has decidido viajar; está bien, Beto, era cosa de que te decidieras de una vez.

–Sí, huevón, ya me quedé. Mira, ya está cerquita mi santo, el tiempo pasa.

–Es que tú tienes cosas especiales, por eso no te has ido antes. Ya no te acuerdas qué tan inquieto fuiste y sigues siendo.

La inquietud, como todo, se manifiesta de varias formas. La forma en que lo manifestaba Beto era una desmesura en cualquier actividad que realizasé. Para, él, las ideas eran bártulos que formaban inmensos montículos pesados, muy difíciles de que se muevan y se movieran. La inquietud, pues, se manifestaba en movimiento, nunca como una perturbación en que los gestos eran los móviles. Las reflexiones eran imágenes que plasmaban la quietud pura. Beto quería que la cosas se moviesen en el sentido que fuere, no importa si iban del punto extremo de un diámetro de un cuadrado al vértice de una círcunferencia. Cosa, contraria, móvil también, pasaba con las personas, él se colocaba al centro de cualquier espacio o en el silencio detrás de cualquier perturbación del aire en la música. Aquí entra el otro trazo que lo dibuja: el egoísmo justificado en que el mundo de hombres vive únicamente el más fuerte. A puños, amenazas, juegos de todos perdedores menos el ganador se hacía espacio en la vida, para él, la cruda calle de hombres monstruosos que solo vivirían de la muerte de los otros.

–¡Se me corrió el maricón! Pensó que porque su viejo es capitán, me meterían a la canasta; huevón, es un huevonazo engreído de mierda –parece que su voz produciría el sonido putrefacto de la lisura.

–¡Le pegaste sabiendo eso! No has cambiado, te sigues achorando por huevadas.

–Así son las cosas allá, ...

Allá parecía un país de personas bastante remotas; por eso el país quedaría tan cerca como ese barrio por el que nadie de otros lugares pasaba por temor a encontrarse con personas belicosas, de miradas punzantes y sonrisas melévolas. Eran pirañas, vagos, drogadictos, pandilleros; eran dueños de esas veredas cuarteadas por el sol, la orina, el licor, la pobredumbre; pero también eran las anteriores personas bastante remotas; a tal paso, que era muy extraño verlas acá, donde las ideas se hacen realidad y la realidad, ideas.

El movimiento allá era expresado en lo que mostraban las personas; para eso, era requisito vestir, arroparse vistosamente. Beto vestía buscando mostrar más entre los demás y eso decía qué tenía, qué podía tener. El más fuerte debía tener bastante, él quería serlo. La necesidad de conservar antes que compartir era una defensa que de flaquearse costaba caro.

–Tú sabes, se hacen los pendejos; pobres huevones. ¡Se creen machos! A ver que te agarren solos; una contra uno, paraos; para cuando te caen, siempre juntos, ¡los muy cabros!

El más fuerte de allá era un mandamás, el cabecilla que juntaba a muchos en torno a su poder. Él era necesario porque la pandilla necesita ser conducida, así como alguna vez los hombres se agrupaban en clanes para andar errantes y cazar la comida. Pero el aspecto del lugar era diferente, allá había más retazos de construcción antropomórfica que de lo oriundo de la geografía del lugar; ellos eran diferentes, su propósito era diferente: no era la supervivencia en un inhóspito hábitat, era la convivencia con el resto de gente pero con su ambición de poder por encima de ella. Era, pues, una agrupación que se rebelaba al orden convencional. Beto había estado agrupado en una de esas pandillas, el solo hecho de pertenecer a allá lo agrupaba en una pandilla. La viveza, esa virtud de esos fuertes, había sido parte de él durante bastante tiempo y hoy no podía dejar de llevarla consigo; hacia los últimos años, unos familiares de parte de su viejo le propusieron viajar a Italia para hallar mejor suerte; él empezó a soñar con mujeres italianas según lo que le contaban sus tíos, lo fácil que era llevárselas, esto que el otro y ¡listo! Ahora ya parecía tener una dirección fija, había dejado de a pocos la vida callejera y los motines pasajeros de noches en cama, en la acera sin conciencia y memoria de lo ocurrido.

Beto, las pocas veces que trataba de mover los bártulos formados en montículos pesados, se suspendía en el tiempo y recordaba con algo de sinceridad todo lo ocurrido, el tiempo invertido que lo había revertido a un andar sin sentido y se dio cuenta de que para ser feliz tenía que consumir, tenía que viajar a donde era feliz, que importa si lo era ahí, si no lo era siempre volvería y "siempre volvería, ahí sí se movía el montículo", pensaba. Consumiendo, tan pronto ya estaba en un auto a toda velocidad recorriendo por las avenidas del distrito; giraba en arcos bastante agudos sin dejar de acelerar y sin bajar el volumen, subiendo la mano derecha por los muslos de la mujer que la acompañaba, riéndose, carcajada tras carcajada, de las pendejadas que hacían sus amigos en los asientos traseros; los autos iban rápido al lado del suyo, "la carrera se ha iniciado", pensó; apretaba con más fuerza el acelerador y enterraba la palanca en la caja, hasta que sentía el susurro de la mujer del copiloto para que siga conduciendo la mano por los muslos calurosos rumbo hacia más adentro; después, sin ganar ninguna competencia, llegaría a una discoteca y se estacionaría para ingresar a ella. Todo lo veía movedizo, pensaba que el alcohol no le pudo haber jodido tan rápido. Ya adentro en la discoteca, miraba como una orgía se rompía contra todo pudor débil y sonreía endemoniado a formar parte de ella; cuando tomaba a una rubia que antes había visto en una portada de Playboy, un cadillac rojo ingresaba repentinamente al local atropellando salvajamente a una decena de jóvenes. Todo se tornó violento, hubo gritos, resquebrajamientos de vidrios, vociferaciones de la gente que pavorosa salía por donde podía y él se quedaba detenido, confuso, con miedo, con una inexplicable erección del miembro viril, los ojos espasmódicos, sanguinolentos. Se llevó las manos a la cara, apretándolos contra esta y se agachaba; inspiró un poco, sintió como una corriente atravesaba su cuerpo y sacó las manos de la cara, se erguió y vio a su alrededor: estaba en la discoteca y había un par de anfitrionas sonrientes, eran las amasias que no esperaba pero que eran para que se escondiera y siga la fiesta.

Luego de los efectos de los alucinógenos, permanecía mirando en una sola dirección sin encontrar más movimiento, era cuando se volvía un montículo pesado de bártulos, una idea pensada e imposible de moverse. La masturbación que tuvo en medio de su habitación y durante sus fantasías lo habían dejado agotado; pasaban unos minutos para que se acostará por la gravedad, la pesadez y la inactividad de su organismo. Beto llevaba un par de años con esta vida al borde de la fantasía extasiada en un montón de ideas anheladas.

Ese día de su visita a casa de su tía, ellos se iban jntos por lugares a los que no iban hace años; salían nombres, lugares, ideas (que por pesadas convenía dejarlas en caída libre y, más bien, ir a buen recaudo de las emociones que brotaban de la caída), en la conversación. Beto le contaba como acabó Clara en un trabajo de cajera en uno de esos enormes mercados de moda en Lima. Bromeando sobre la gorda que había quedado por dos embarazos en solo dos años, caminaban por la avenida Los Pinares –era de mediana anchura, unos cincuenta metros; a sus alrededores, había varios negocios pequeños, similares a los de la avenida Antúnez de Mayolo–. Solo miraban hacia adelante sin verse conversar el uno al otro. Muchos mototaxis iban ofreciendo llevarlos, como cobradores salían a la acera para ofrecer el servicio de las combis, se detenían durante bastantes minutos. Estaban cerca de casa de Beto, después de cruzar unas siete cuadras durante una media hora. Había estado hablándole de su familia, como ya parecía que el viejo había dejado la timba y el alcohol, que era más gentil, que tenía más plata, que ojalá pueda llevárselo a Italia por una mejor vida; total, quedarse sería no quedarse en un lugar que valdría la pena. Pensaba en hacer un esfuerzo por creer lo que decía, tanto tiempo con la cara por parlante y él ser lo que decía era una buena manera de mentir.

Las mentiras habían sido su principal garantía de que decía verdades, lo eran para él. De todas maneras, para hacerse de una vida cómoda y despreocupada, necesitaba a las ideas. Al final, mostrar también era un lío de ideas. Su falta de vacilación cuando mentía era otra garantía que aseguraba más muestras de esto y del otro; se procuraba una vida en un muestrario en donde maquillaba su precio y no demostraba su valor. Eso se creía hasta ese día de su visita a casa de su tía. Había llegado a acá, muchas veces también a allá, lugares que desde ese día se supieron que eran iguales; no por lo que mostraban, sino por lo que demostraban.


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